15:45 h.

Sentado a la sombra de la marquesina de la terraza de Chumley’s, uno de los cafés de Luz de Gas, John Doe se entretenía leyendo un ejemplar del Times de Londres de 1891. Estaba de muy buen humor, tanto que le resultaba imposible no saludar a los visitantes que desfilaban delante de su mesa. La mayoría paseaba desde Soho Square, donde se hallaban las tiendas más elegantes, hasta la Revista de Mayfair, donde se ofrecían espectáculos en vivo. «Hola», les decía, sonriente. Algunos lo miraban extrañados y aceleraban el paso. Pero la mayoría sonreía y le devolvía el saludo. Era realmente notable el poder transformador de Utopía, casi como una droga.

Sí, esa terraza era un lugar encantador; el sitio ideal para relajarse antes de una cita. El té de Chumley’s lo había decepcionado, así que había pedido café, que era bueno. Tendría que preguntarle a Sarah Boatwright cuál era el bar que le servía aquel delicioso té de jazmín. En breve tendría la oportunidad.

El camarero, un hombre alto vestido con un traje de mezclilla y corbata, se acercó a la mesa.

—¿Qué tal otra taza?

—Será un placer —respondió John Doe con una sonrisa, mientras pasaba una página del periódico.

El camarero lo observó con una expresión risueña.

—Qué buena cara traes, colega.

—Pues sí, soy un hombre que disfruta con su trabajo.

John Doe miró al camarero, que se alejaba entre las mesas con manteles blancos. El acento del tipo era muy bueno, aunque un auténtico cockney probablemente lo habría criticado. Así y todo, era más que aceptable. Para John Doe, Luz de Gas era el más agradable de todos los Mundos. En Camelot no había más que disfraces estridentes y exhibiciones marciales, mientras que Calisto tenía una pátina posmoderna que le ponía los nervios de punta. Luz de Gas era mucho más civilizado y, a su juicio, la única pega era Piccadilly, con todas aquellas tiendas de camisetas y baratijas. Este pequeño café era todo un hallazgo. Discreto, acogedor y muy cerca de los espejos holográficos. Mientras miraba en derredor, descubrió primero una cámara de vigilancia, y después otra, muy bien disimuladas. Afortunadamente, ninguna de las dos funcionaba. El buen humor de John Doe se acentuó, y más todavía al ver que el camarero se acercaba con otra taza de café.

—Servido el caballero —dijo mientras dejaba la taza con un floreo—. Que le aproveche.

—Gracias. —John Doe apartó el periódico—. No está mal el «bareto» —dijo, con el mismo acento del camarero. Mucho mejor que los puestos de fritanga que hay más allá.

—No nos va nada mal —reconoció el camarero.

John Doe sostuvo la taza entre las dos manos.

—Así y todo, joroba un poco la llovizna.

—¿Le hace al caballero una mesa en el interior?

—No, demasiados guiris. Aunque no me importaría echarle un vistazo a la carta.

—Correcto. ¿Un papeo completo o solo algo para picar? —El hombre sonrió. Disfrutaba con el desafío—. ¿Qué tal vamos de pasta?

—De momento, nada mal. Sea un buen chico y tráigame la carta.

—Dicho y hecho —respondió el camarero y se marchó.

John Doe bebió un sorbo, saludó a algunos más y dejó la taza en el plato. Más allá de la marquesina, llovía de nuevo. En realidad no era tanto una lluvia sino una bruma, que apenas si humedecía las calles y suavizaba el entorno. Doe sabía que las lluvias en Luz de Gas no tenían un horario, sino que estaban determinadas por una serie de condiciones: el número de personas; la temperatura ambiente; la luz en el cielo real por encima de la cúpula de Utopía, ahora oscurecido por la espesa niebla londinense. Observó a las personas que corrían a refugiarse en los portales y debajo de los toldos, a esperar que cesara. Nunca parecía durar más de noventa segundos. En ese mismo momento había comenzado a disminuir y el público volvía a las calles, y las voces y las risas sonaban de nuevo.

La verdad era que todo había sido decepcionantemente fácil. Incluso el tropiezo que acababan de comunicarle era de escasa importancia. Era algo que estaba previsto. Exhaló un suspiro, como si se lamentara. Aquel era su último trabajo; había esperado que fuese un verdadero reto, que le deparara algunas sorpresas. Al menos, así habría tenido la oportunidad de ejercitar su intelecto. Algo interesante para recordar en su retiro. Pero no; lo habían privado de ese deleite. Observó a la gente que pasaba, totalmente ajena, feliz. Como ovejas. De no haber estado de tan buen humor habría sentido desprecio por todos ellos y sus debilidades; por una en particular: la bondad humana.

Había llegado la hora de ocuparse de la contingencia. Dejó el periódico sobre la mesa, sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta y marcó un número.

—Ah —dijo cuando atendieron—. Ahí está.

La voz de su interlocutor era baja, furtiva, y no obstante se apreciaban claramente el nerviosismo, la irritación y la incertidumbre.

—Ya era hora de que llamara. Esto no funciona de acuerdo con lo planeado, y no me gusta.

—¿No funciona de acuerdo con lo planeado? ¿Cómo, exactamente?

—Ya se lo dije. —La voz era ahora apenas un poco más que un susurro—. Lo sucedido en la Torre del Grifo y en Aguas Oscuras. Se suponía que nadie resultaría herido. Y la muerte del guardia en el Viaje Galáctico. Dios mío, ¿por qué tuvo que matarlo?

—No había otra alternativa.

—Han ocurrido demasiadas sorpresas muy desagradables. Tibbald no ha regresado de la entrega. Me preocupa que haya decidido largarse.

John Doe bebió otro sorbo de café, cogió la carta que le ofrecía el camarero y lo siguió con la mirada cuando se alejó.

—Yo no me preocuparía por Tibbald. Estoy seguro de que aparecerá.

—¿Qué es eso de una segunda entrega? Es del todo inaceptable, nunca figuró en el plan.

—Quizá sí, o quizá no. Ahora mismo eso carece de importancia. —La voz de John Doe perdió parte de su tono alegre—. Lo importante es que Cascanueces ha dejado de transmitir.

—¿Por qué? ¿Qué está pasando? —La incertidumbre en la voz se hizo más pronunciada.

—No estoy seguro. Quizá alguien se lo encontró por casualidad o como consecuencia de alguna circunstancia no prevista. Me inclino a creer que es obra de nuestro inesperado huésped, Andrew Warne, que no ha dejado de meter las narices donde no debía. En cualquier caso, Cascanueces acabó con las cámaras de vigilancia.

—Lo sé.

—Eso confirma que completó su trabajo en la planta alta y que no podemos contar con él para los preparativos en el sótano. Usted tendrá que ocuparse personalmente de su parte. ¿Está claro?

—Comencé en cuanto me comunicaron que no funcionaban las cámaras. Acabaré en cuestión de minutos.

—Bien. —El problema se había solucionado con una facilidad casi deprimente—. Adelantaremos ciertos acontecimientos para compensar cualquier pérdida de control. Así y todo, nos queda un tema pendiente. Su amigo, Warne. Cascanueces lo rastreó, y fuimos a hablar con él. Pero aparentemente otra persona llevaba el distintivo de Warne. También probamos en el lugar que nos mencionó, el laboratorio de robótica. No había nadie.

—No puedo ayudarlo. Estoy aquí desde hace una media hora. No sé dónde puede estar.

—Entonces necesitamos saber dónde está. Éste es el último acto de nuestra pequeña representación. Necesitamos convencerlo de que por su propio bien deje de entrometerse.

Hubo una pausa al otro lado de la línea.

—¿Me promete que nadie más resultará herido?

—Por supuesto.

—No estoy dispuesto a aceptar dinero sucio. No tiene ningún sentido seguir con esto si tienen que producirse nuevos actos violentos.

—¿Ningún sentido? —La voz de John Doe cambió radicalmente, se volvió desdeñosa, amenazadora. Incluso cambió un poco el acento—. Le advierto: no se pase de listo conmigo. Las expresiones de altruismo me provocan náuseas. Todo lo que hacemos es para obtener un beneficio. Usted, amigo mío, no es la excepción. Afirmar lo contrario solo es engañarse a sí mismo. ¿Necesito recordarle de quién fue la idea? ¿Quién nos llamó? ¿Necesito recordarle, además, las consecuencias de los escrúpulos de última hora? Recuerde con quién me encontraré dentro de unos pocos minutos.

Esta vez la pausa fue más larga.

—Dentro de unos minutos —añadió John Doe, y de nuevo su voz sonó amable— tendremos lo que hemos venido a buscar…

Por fin, su interlocutor rompió el silencio.

—Warne tiene una hija —dijo con voz ahogada—. Se llama Georgia. Está en el centro médico.

Doe enarcó las cejas.

—¿Sí? Eso es muy interesante.

—Recuerde su promesa.

—Recuerde usted la suya. Venga, coraje. Dentro de cuarenta y cinco minutos nos habremos marchado.

Doe cortó la comunicación, se guardó el teléfono en el bolsillo, bebió un sorbo de café y reanudó la lectura del periódico.

En un austero despacho muy por debajo del Chumley’s Café, se escuchó un chasquido cuando colgaron el teléfono. La mano que lo había colgado lo retuvo por un momento como si quisiera evitar cualquier otro sonido. Luego se movió a través de la mesa hasta un disco, que brillaba como un cristal dentro de la caja de plástico. La mano la acarició. Después cogió un teclado, lo acercó y comenzó a escribir, primero con pulsaciones vacilantes y a continuación cada vez más rápido.