15:50 h.
Aunque no había relojes a la vista en las zonas públicas de Utopía, eran exactamente las cuatro menos diez. En Luz de Gas había una cola considerable en la entrada de los espejos holográficos. Éste no era el verdadero nombre de la atracción: en las guías, y en el cartel en el área de espera, aparecía como «La cámara de las fantásticas ilusiones del profesor Cripplewood». Eran una sala de espejos que utilizaba la tecnología del Crisol para ofrecer hologramas a partir de las fotos tomadas en secreto de los visitantes. Los hologramas se procesaban para que parecieran imágenes en el espejo y después se proyectaban en tiempo real en los pasillos en penumbras de la sala. También se utilizaban espejos para crear un entorno desconcertante y siniestro. Los visitantes que recorrían los pasillos se veían enfrentados constantemente con las imágenes de ellos mismos y de los demás, y nunca podían estar seguros si eran reflejos reales o representaciones holográficas, tomadas en otros puntos del recorrido. Los visitantes salían desorientados, asustados, fascinados. Los espejos holográficos, como los llamaban todos, ofrecían una experiencia tan particular que tenían el mayor porcentaje de repeticiones de todas las atracciones de Luz de Gas.
Esta vez, sin embargo, la multitud que esperaba no lo hacía con el entusiasmo habitual. Se oían las voces de protesta de aquellos que llevaban esperando más de una hora, y ahora les habían informado de que la atracción estaba cerrada temporalmente por problemas técnicos. Las acomodadoras vestidas con miriñaques y los acomodadores de levita recorrían la cola para calmar los ánimos y repartir vales de comida y fichas para el casino. A un lado de la entrada se encontraba Sarah Boatwright, con los brazos cruzados, prácticamente invisible en la bruma. Observaba al público, con una mano apoyada en el disco guardado en el bolsillo interior de su chaqueta.
En el desierto castigado por el implacable sol de Nevada, la fría bruma de Luz de Gas era como un sueño de un mundo más amable. El hombre conocido como Búfalo de Agua había acabado su trabajo y ahora estaba sentado en la sombra proyectada por la suave curva de la cúpula de Utopía. A un lado tenía una radio, y al otro, una botella de agua. El libro de Proust lo tenía sobre los muslos, y lo leía con mucha atención. De vez en cuando interrumpía la lectura para mirar por encima del borde rocoso la larga y sinuosa carretera que salía del aparcamiento de los empleados y se perdía en la inmensidad de Yucca Flats.
A veinticinco kilómetros de distancia, más allá de los límites de la visión, dos vehículos circulaban en dirección noroeste por la carretera 95. El vehículo de atrás era un turismo último modelo con una luz destellante ámbar en el salpicadero y un faro auxiliar sujeto al marco de la ventanilla del conductor. A ambos lados del maletero destacaban las largas antenas de radio. El coche era blanco, pero ahora tenía un color marrón debido al polvo que levantaba el vehículo que lo precedía.
El vehículo que iba en cabeza era un furgón blindado Ford modelo F8000 de color rojo y vivos blancos alrededor de los faros delanteros y los deflectores de las ventanillas. El motor diésel de diez velocidades apenas si podía con el peso de las planchas de acero de medio centímetro de grosor del blindaje. Un único guardia viajaba en el compartimiento de carga, con la espalda apoyada en un lateral y las piernas extendidas sobre la manta que cubría el suelo. Sobre las rodillas llevaba una escopeta de repetición. El hombre y el arma se movían al ritmo marcado por la suspensión.
En la cabina, el conductor iba atento a la carretera, sin hacer caso del paisaje de marrones, amarillos y verdes que tenía un aspecto sobrenatural por el efecto del cristal blindado del parabrisas. El conductor hizo una llamada.
—Utopía Central, aquí el transporte Nueve Eco Bravo.
—Utopía Central confirma —respondieron.
—Salimos de la 95. Hora prevista de llegada, las cuatro y diez.
—Nueve Eco Bravo, comprendido.
El conductor dejó el micrófono. El furgón blindado abandonó la carretera por una salida no señalizada que llevaba al camino de acceso; la pendiente se hizo más pronunciada. El conductor cambió de marcha y aceleró para llegar a horario a la entrada de servicio de Utopía.