11:15 h.
—¿Otro batido? —preguntó Teresa mientras se movía en la silla de plástico rojo, en un intento por encontrar una posición cómoda.
—No —respondió Georgia, y luego añadió—: Gracias.
Teresa sonrió mientras espiaba de reojo el reloj. La reunión duraría una media hora, quizá cuarenta minutos. Pero solo habían pasado diez, y ya no se le ocurría qué más decirle a la niña que tenía delante. Intentó disimular un suspiro de impaciencia. «No puedo creer que rechace un empleo de 120.000 dólares al año en el Rand Institute para acabar de niñera de una chiquilla malcriada», pensó.
Se movió de nuevo en la silla. Por mucho que le molestara hacer de niñera, casi se alegraba de no estar presente en la sala, de no ver el rostro de Andrew cuando se enterara de las noticias. A lo largo del último año, su aprecio por el hombre había aumentado más allá de la admiración intelectual. Un laboratorio de robótica podía ser un lugar solitario. Después de todo, los autómatas no hablaban; y, cuando lo hacían, la conversación casi nunca era interesante. Había descubierto que esperaba con ansia las charlas telefónicas con Warne. Era agradable conversar con alguien que disfrutaba con las pequeñas victorias, con las teorías un tanto descabelladas. Incluso parecía apreciar su curioso sentido del humor, y eso era decir mucho. Andrew Warne era muy buen tipo; lo que estaba pasando era una sorpresa muy desagradable, y no solo para él.
Georgia sacó un magnetófono del bolsillo, se puso los auriculares, y luego —como si acabara de caer en la cuenta de que era una descortesía— se los quitó. Teresa se preguntó por qué Warne había llevado con él a su hija. La respuesta apareció al instante. «Nadie le reveló el verdadero motivo de la llamada. Están dispuestos a mantener el máximo secreto. Él debió de creer que podría pasar un día de fiesta con su hija». Intentó buscar un nuevo tema de conversación.
—¿Qué es lo que escuchas? —señaló el magnetófono.
—Benny Goodman. En el Carnegie Hall.
—No está mal. Aunque para mí el viejo Benny es un pelín demasiado blanco, no sé si me entiendes. ¿Te gusta Duke Ellington?
Georgia sacudió la cabeza.
—No lo sé.
—¿No lo sabes? Es el padre de toda la música moderna. No me refiero solamente al jazz. El tipo tenía Swing. Tienes que escuchar su concierto en Newport en 1956. No te pierdas «Diminuendo and Crescendo in Blue». El saxofonista, Paul Gonsalves, interpreta un solo de veintisiete estribillos. Veintisiete fabulosos estribillos. Increíble.
El comentario no consiguió respuesta. Teresa exhaló otro suspiro. Se dio cuenta de que le hablaba a Georgia como si fuese una adulta. Pero no tenía idea de cómo hablar con una niña. Ni siquiera cuando ella misma era una niña sabía cómo hablar con los de su edad. Demonios, a veces ni siquiera se sentía cómoda cuando hablaba con otros adultos. Pero tenía muy clara una cosa: si tenía que seguir sentada allí durante otra media hora, acabaría loca perdida. Se levantó bruscamente.
—Vamos a dar un paseo. —Georgia la interrogó con la mirada—. Pareces aburrirte tanto como yo. Ven, quiero que veas una cosa.
Georgia la siguió en silencio mientras Teresa caminaba por los pasillos del nivel B. Llegaron a una puerta sin cartel. La puerta daba a una escalera metálica. Teresa la hizo pasar, y comenzaron a subir.
La escalera parecía no acabarse nunca. Por fin llegaron a un pequeño rellano, cerrado con rejas. En un extremo comenzaba otra escalera, más angosta que la anterior, que desaparecía en un túnel. De mutuo acuerdo, se detuvieron en el rellano para recuperar el aliento:
—¿No hay ascensor? —preguntó Georgia, entre jadeos.
—Sí, pero detesto los ascensores.
—¿Por qué?
—Tengo claustrofobia.
Permanecieron en silencio durante un par de minutos. Después Teresa preguntó:
—Dime una cosa, ¿qué tal es tener un padre que es un genio?
Georgia la miró sorprendida, como si nunca se hubiese planteado el tema.
—Bueno, no está mal.
—¿No esta mal? No sé lo que yo habría dado por tener a un padre como el tuyo. La idea que tenía mi padre de las matemáticas avanzadas era contar las cuentas del rosario.
Georgia pensó durante unos segundos.
—Es como cualquier otro padre. Nos divertimos.
—¿Te interesa la robótica?
—Sí. Bueno, me interesaba.
Teresa consideró la respuesta. Le costaba creer que estuviese allí, de charla con la hija de Andrew Warne, el creador de la metarred, el controvertido pionero de la robótica y la inteligencia artificial, que hasta no hacía mucho trabajaba en Carnegie-Mellon. Mientras ponían en marcha la metarred, había hablado tantas veces con él por teléfono que le costaba imaginar que tuviese una familia. Por supuesto, ella conocía la historia. Sabía que su esposa, ingeniera naval, había muerto ahogada cuatro años atrás mientras probaban un nuevo modelo de velero en la bahía de Chesapeake. Conocía la estrecha vinculación de Warne con Eric Nightingale en el proyecto original de Utopía, y cómo, después del fallecimiento de Nightingale, los ejecutivos encargados de acabar la construcción del parque lo habían apartado. Incluso conocía los cotilleos: la relación entre Warne y Sarah Boatwright en Carnegie-Mellon; cómo sus controvertidas teorías sobre el aprendizaje de las máquinas no estaban dando los frutos prometidos; cómo la compañía que había fundado después de abandonar Carnegie-Mellon había quebrado, víctima de la caída de las empresas de Internet. Por supuesto, no todos los rumores que corrían por Utopía era acertados; pero, si este último lo era, entonces más razones para lamentar lo que le esperaba ese día. Se apartó de las rejas.
—Vamos. Solo nos faltan setenta y un escalones. Una vez los conté.
Este tramo de escalera era muy empinado y estaba cubierto. No había ventanas, y la iluminación la daban los tubos fluorescentes en el techo.
—Ya casi estamos —dijo con voz jadeante Teresa, que se ayudaba a subir con el pasamanos.
La pendiente disminuyó poco a poco. Teresa pasó primera por una curva cerrada, salió a otro rellano y se apartó al tiempo que le hacía un gesto a Georgia para que se pusiera a su lado. La observó mientras se acercaba y después se detenía bruscamente, dominada por el asombro.
—Sujétate bien fuerte a la balaustrada. —Teresa sonrió al ver su expresión—. Se tarda un poco en acomodarse. Cierra los ojos un momento. A veces ayuda.
Se encontraban en una plataforma de observación, debajo mismo de la cúpula de cristal de Utopía. Abajo, más allá de un panel de cristal que solo permitía ver en un sentido, se extendía todo el parque. Se veía la nítida recta del Nexo que cruzaba por el centro. A cada lado, como las mitades de un pomelo, estaban los Mundos; cada uno con sus propios colores y formas, absolutamente diferentes los unos de los otros. Calisto, el futurista puerto espacial, visto desde esa altura parecía una fotografía en blanco y negro; Luz de Gas estaba envuelto en la bruma; Paseo era pura luz y colores pastel. Había gente por todas partes, personas que caminaban por los bulevares y las aceras, que hacían cola, tomaban fotografías, consultaban planos, hablaban con los actores, comían, bebían, reían y gritaban. Era como ver un plano animado del parque. Pero era mucho más; porque, desde esa altura, se descubría con todo detalle la compleja maquinaria secreta que ningún visitante llegaba a ver: las entradas y salidas ocultas, los falsos frentes de los edificios, los coches eléctricos, los decorados, los equipos y el laberinto de pasillos disimulados detrás de las paredes y las fachadas.
Teresa le señaló a un trabajador que, con una radio en la mano, trotaba por un angosto pasillo situado casi directamente debajo de ellas.
—No hagas caso de la gente que se mueve entre bambalinas —dijo con un tono risueño—. Bueno, ¿qué te parece?
—Es impresionante —afirmó Georgia, con los ojos brillantes ante el magnífico espectáculo que se extendía a sus pies. De pronto, señaló—: ¡Mira! Allí está el Expreso de Brighton. Subimos esta mañana. Y la Máquina de los Alaridos. No sabía que estaban tan cerca uno de otra.
—Es parte del diseño del parque —le explicó Teresa—. Se pone la salida de una atracción cerca de la entrada de la otra.
Sonriente, se apartó un poco para observar a Georgia, que lo miraba todo, boquiabierta. A diferencia de la mayoría de los demás parques, en Utopía los visitantes solo tenían acceso a las zonas públicas. Nadie excepto las personalidades llegaban a ver el subterráneo, y nadie tenía ocasión de ver el parque desde la posición en que estaban. Hasta cierto punto era de lamentar, porque era algo que asombraba a todos, incluso a las niñas precoces de catorce años que creían haberlo visto todo.
—Mira esto —añadió Teresa, Le señaló una pequeña placa en la balaustrada donde se leía «Eric Nightingale, 1956-2002»—. Lo llamamos el Nido de Nightingale. Está dedicado a su visión de Utopía. —Miró a Georgia—. ¿Tuviste ocasión de conocerlo?
—Solía venir a casa. Hablaba de robótica con papá. Jugó al backgammon conmigo en un par de ocasiones. Me dejó ganar más veces de lo que me deja papá.
Teresa sacudió la cabeza. Le resultaba divertida la imagen del gran Nightingale jugando al backgammon con una niña de primaria. Después contempló el parque.
—Todos los que trabajan en Utopía vienen aquí una vez. Por lo general en su primer día. Es algo así como una iniciación. Por lo demás es un lugar muy tranquilo. Ya sabes, con tantas escaleras. A mí me gusta venir aquí. Dios sabe que necesito hacer ejercicio. Cuando me siento baja de moral, por cuestiones de trabajo o algún otro motivo, venir aquí me recuerda para qué trabajo. Me pareció que hoy era apropiado subir hasta aquí.
Se interrumpió al comprender que había dicho más de lo que pretendía. Vio que Georgia la miraba de una forma extraña. «Está pensando algo sobre mí —dijo Teresa—. ¿Qué será? Quizá me valga más no saberlo».
—¿Qué? —preguntó en voz alta.
Georgia desvió la mirada por un momento.
—Me preguntaba una cosa. ¿Te gusta Fats Waller?
—¿Gustarme? Escuché «Handful of Keys» hasta que se borraron los surcos del disco. Creo que en piezas para piano no hay ninguna que supere a «Carolina Shout». —Ahora fue ella quien miró intrigada a Georgia—. ¿Por qué?
Georgia le sostuvo la mirada por un momento, y después se apresuró a mirar al parque.
—Oh, por nada especial —respondió, con una súbita timidez.
Teresa consultó su reloj.
—Creo que hemos conseguido matar media hora. Volvamos con tu padre —dijo, y comenzó a bajar la escalera.