16:20 h.
Angus Poole subió la escalera de dos en dos escalones, sujetándose con ambas manos a las balaustradas para darse impulso. Había pasado muchos años desde la última vez que había hecho marchas forzadas con el equipo completo, y ahora le faltaba el aliento. A su izquierda, la pared de la caja de la escalera se perdía en las alturas. A su derecha, al otro lado del cristal opaco que solo permitía la visión en un sentido, aparecían los verdes prados y los pabellones multicolores de Camelot, un fantástico tapiz de almenas, gallardetes y construcciones medievales. Poole no le prestó atención.
Había tardado más de lo previsto en encontrar el acceso a la escalera: primero había tenido que convencer a uno de los actores de Camelot y luego, con la ayuda de la tarjeta de Warne, conseguir que un guardia le permitiera pasar. Mientras subía, prefirió no pensar en los muchos minutos desperdiciados.
Tampoco quería pensar en lo descabellado que era todo aquello. La idea de que habían colocado explosivos para derrumbar la cúpula sobre el parque y matar a miles de personas parecía demasiado exagerada incluso para alguien como John Doe. Poole se preguntó si Sarah Boatwright habría entendido bien las palabras que había dicho Barksdale con la boca destrozada, o si se podía creer en Barksdale. Quizá no era más que el delirio de un moribundo o tal vez un plan para escapar, para conseguir que lo dejaran solo en el centro médico. Pero el instinto le decía otra cosa. Barksdale se había mostrado desesperado por hablar, se había ahogado con su propia sangre en sus esfuerzos para advertirle a la directora del parque lo que iba a suceder. Solo mover las mandíbulas aplastadas debía de haber sido un dolor terrible. No podía ser que estuviese mintiendo.
El pasillo se curvaba suavemente, Camelot desapareció de la vista, y vio que la escalera acababa en una puerta de hierro. Una muy fina línea de luz trazaba el contorno rectangular contra el marco oscuro. Un trabajador vestido con un mono marrón bajaba la escalera, con una bolsa de gran tamaño en una mano. Miró a Poole por un instante cuando se cruzaron. Poole le devolvió la mirada pero continuó subiendo; no era el momento para detenerse y jugar a las preguntas con un operario. Afortunadamente, no hubo ningún grito de advertencia, ninguna orden de que se detuviera, y Poole continuó subiendo los escalones de dos en dos, concentrado en la tarea que tenía por delante.
Si era verdad que habían colocado explosivos en la cúpula, ¿qué podía hacer en los pocos minutos que le quedaban? «Estás corriendo en la dirección equivocada, imbécil», le gritaba el instinto. Estos tipos eran profesionales, y lo que fuera que hubiesen colocado allí arriba no sería una bomba casera conectada a un reloj despertador. Era un trabajo para un equipo completo de artificieros con todos los medios necesarios y mucho tiempo por delante.
Entonces pensó en su prima y su familia —una familia de pesados sin duda, pero de todas maneras una familia— y las decenas de miles de visitantes que se encontraban en esos momentos en el parque, absolutamente ajenos a lo que ocurría, que paseaban y charlaban a la sombra de la enorme cúpula, y entonces apuró todavía más la carrera para llegar cuanto antes a la puerta.
Quizá no estuviese todo perdido. Esta no era una zona de guerra; probablemente solo contaban con uno o dos hombres para cargar los explosivos y el equipo; no habría elementos extra. Además, si había un transmisor, eso significaba que tendría que haber un receptor en alguna parte. Encontrarlo sería mucho más rápido y seguro que retirar unos cuantos detonadores con la esperanza de salvar la cúpula. El receptor tenía que estar en algún lugar de la parte trasera, de cara a la carretera de servicio. De eso no había ninguna duda. El técnico, Peccam, había dicho que el transmisor necesitaba un campo visual despejado.
Cuatro pasos más, dos, y llegó a la puerta. Por un terrible momento temió no poder franquearla, que tendría algún lector de manos como la puerta que le había abierto el actor después de mucho hablar, pero respiró más tranquilo al ver un simple pomo. Un buen puntapié bastó para reventar la cerradura y abrir la puerta.
Una luz cegadora y un calor infernal lo envolvieron en el acto. Poole vaciló por un momento, volvió la cabeza con los ojos cerrados. Se había habituado a la fresca penumbra de la escalera y el cambio era brutal. Dio un paso adelante, luego otro, mientras sus ojos y su cuerpo se acomodaban a las nuevas condiciones.
La escalera acababa en un pequeño cobertizo metálico, colocado como un juguete en lo alto de un inmenso y llano acantilado. La rala vegetación del desierto se aferraba a las fisuras y hondonadas que surcaban la extensión de piedra caliza. Las superficies rojizas parecían las terribles cicatrices de una batalla. Esta era la meseta que rodeaba la hoya que contenía a Utopía. Más allá, arqueada sobre la hoya, se elevaba la cúpula, el techo del parque, un armazón de acero y paneles de cristal que brillaba con el sol como las alas de una libélula.
Al verla, Poole se detuvo de nuevo. Era tan inmensa —la suave curva de la superficie tan precisa, tan absolutamente perfecta en relación con el accidentado terreno que la rodeaba— que parecía algo escapado de un sueño. Poole se obligó a desviar la mirada y observó el cielo para orientarse. Después, con un esfuerzo consciente, avanzó.
A medida que se acercaba a la cúpula, vio la red de pasarelas y escalerillas sujetas al armazón. No advirtió nada fuera de lugar, nada que fuese sospechoso, y a punto estuvo de soltar una exclamación de alivio. Quizá Barksdale se había equivocado, después de todo…
Entonces vio el cable detonador.
Lo habían colocado debajo de la pasarela más cercana, y seguía el trazado de su curva alrededor de la base de la cúpula.
Poole se acercó a la pasarela, se arrodilló y metió la mano para palparlo. Era el cable utilizado por los profesionales, delgado, ligero y absolutamente fiable. Resistió la tentación de cortarlo, seguro de que lo habían instalado de tal manera que cualquier manipulación provocaría un estallido prematuro.
Se levantó y, dominado por una sensación de desánimo, siguió el tendido del cable. Unos quince metros más adelante encontró la primera carga: una pequeña bola de explosivo plástico colocada en la base de una ménsula. En cualquier otro momento, habría admirado la sutil belleza del emplazamiento. No podía menos que aprobar la economía de material. El experto en demoliciones —porque Poole ya no dudaba que era un profesional— había optado por la minuciosidad y se había centrado en la precisión más que en la cantidad de explosivos.
Continuó con el recorrido a lo largo de la base de la cúpula, hacia la parte trasera del parque. Encontró otra carga, y otra más, todas colocadas en el punto óptimo para causar el máximo de daño estructural con una cantidad mínima de explosivos. Esto lo había hecho un hombre solo, dos como mucho. Era un trabajo hecho a conciencia, casi exagerada; aquí no había chapuzas, ningún fallo que se pudiese aprovechar. La sensación de desánimo se acentuó.
Mientras corría, Poole no había dejado de mirar el cable detonador que serpenteaba debajo de la pasarela. Al llegar más adelante, siempre en la curva de la cúpula, vio una caja de control donde acababan los cables detonadores. «Quizá he dado con el receptor», pensó con nuevos ánimos.
De pronto distinguió un bulto en el fondo de una pequeña hondonada que tenía delante y se desvió para esquivarlo.
Luego se detuvo y retrocedió rápidamente para arrodillarse a su lado.
—Dios bendito —murmuró.
Era el cuerpo de un hombre: cuarentón, alto, vestido con el mono de los operarios de mantenimiento. Tenía las piernas recogidas, y algo que parecía un aparato electrónico enganchado al cinturón de herramientas. En la tela blanca del mono había una gran mancha de sangre. Poole tocó la tela: estaba rígida. Lo habían matado hacía varias horas.
Debajo de la pasarela, a menos de un metro y medio de donde yacía el cadáver, había otra carga cuidadosamente dispuesta. Poole se inclinó para verla mejor.
Advirtió un movimiento en su visión periférica. Los viejos reflejos casi olvidados entraron en acción, y Poole se tendió inmediatamente sobre las piedras junto al cadáver. Miró cautelosamente por encima del cuerpo que le servía de escudo.
En un primer momento no vio nada; la quebrada superficie de la meseta parecía desierta. Luego se repitió el movimiento. Era un hombre, que estaba fuera de la sombra proyectada por la cúpula. Se mantenía junto a la base y se movía lentamente. Desde donde Poole se encontraba, solo se veía la parte izquierda de su cuerpo. Vestía el mono marrón de los operarios de infraestructuras, y Poole maldijo por lo bajo cuando se dio cuenta de que era el hombre con el que se había cruzado en la escalera. Había estado tan absorto en su problema que ni siquiera se le había ocurrido preguntarse qué hacía allí. Había supuesto que todos los hombres de John Doe se habían reagrupado para marcharse en el camión blindado. Un error. John Doe era un tipo concienzudo; había dejado a un vigía para controlar la ruta de escape hasta el último momento. Había olvidado los principios básicos que le habían enseñado: «Nunca presumas nada. Piensa. No des nada por sentado».
Inmóvil detrás del cadáver, vio cómo el hombre se detenía por un momento, miraba en derredor y luego continuaba avanzando. Por la manera de moverse del hombre, Poole comprendió que seguía un rastro, y no dudó ni por un momento de quién era el rastro.
El hombre se acercó a la línea de sombra. Un obstáculo hizo que se apartara de la cúpula. Su lado derecho quedó a la vista, y fue entonces cuando el sol arrancó un destello del cañón del fusil que empuñaba.
Poole maldijo de nuevo. Un arma de esa clase cambiaba todas las reglas del juego. Un encuentro uno contra uno era imposible con un francotirador. No tenía más alternativa que adoptar una postura defensiva, evitar que el francotirador aprovechara la ventaja de la distancia. Además, no había tiempo para juegos.
Solo podía hacer una cosa: pillarlo por sorpresa, esperar a que se acercara lo suficiente para que el fusil dejara de ser una ventaja.
Asomó de nuevo la cabeza: el francotirador se disponía a entrar en la zona de sombra de la cúpula. Sin perder ni un segundo, mientras aún tenía la ventaja de estar oculto, se apretó todo lo posible contra el cadáver. El hombre sabía que allí había un muerto; sin duda él era el responsable de la muerte del operario, y no se le ocurriría que pudiese haber un segundo cuerpo.
Poole metió la mano debajo de la chaqueta y sacó la pistola del pirata. Con un mínimo de movimientos comprobó que había un proyectil en la recámara. Después apoyó el brazo sobre el pecho y, oculto por el borde de la hondonada, esperó con el oído atento. Ya no podía depender de los ojos. El hombre estaba ahora en la zona de sombra y, si Poole levantaba la cabeza, advertiría el movimiento. Así que aguardó agazapado, atento al ruido de las pisadas. Las filosas aristas de las piedras se le clavaban en la espalda y le molestaba el perfume de la colonia barata del muerto. «Tú sí que eres listo, Poole —se dijo—. Ahora mismo podrías estar disfrutando de una cerveza en el Mar de la Tranquilidad. En cambio, estás acurrucado junto a un fiambre, y están a punto de volarte el trasero».
Entonces percibió las pisadas. Eran cautelosas, medidas. Se detuvieron por un momento para reanudarse enseguida. Poco a poco se fueron acercando. Poole esperó, casi sin respirar. Cinco segundos. De pronto la sombra del hombre se proyectó sobre la hondonada.
En cuanto la cabeza del hombre apareció a la vista, Poole levantó la pistola y utilizó el brazo izquierdo como punto de apoyo.
—Quieto —dijo.
El hombre se detuvo bruscamente y luego bajó muy despacio el pie para apoyarlo en el suelo. Poole no se movió de donde estaba, con la pistola apuntada a la cabeza del hombre. Durante unos segundos se limitaron a mirarse el uno al otro.
—Un día bonito si no llueve —comentó Poole.
Si el hombre lo oyó, no se molestó en responder. Era corpulento, y el cabello corto le caía sobre las sienes y por la nuca en unas ondas muy prietas. Mantenía el fusil apartado del cuerpo y boca abajo.
Poole se movió con mucha cautela y se levantó, sin desviar la pistola del objetivo. Oyó el ruido de los pequeños guijarros que se desprendían de su chaqueta y chocaban contra el suelo. Dio un par de pasos hacia atrás con mucho cuidado para no tropezar. Después señaló el fusil con un ademán.
—Que yo sepa no son muchas las personas aficionadas a ese modelo de arma. ¿Estuvo en el ejército?
El hombre no abrió la boca.
—Yo estuve en la unidad expedicionaria noventa y seis de la infantería de marina —añadió Poole—. Al menos estuve hasta que se cansaron de mi compañía. La historia de mi vida.
Tampoco esta vez el hombre hizo comentario alguno. Continuó mirando a Poole con el rostro impasible.
Poole exhaló un suspiro.
—Vale. Si no es capaz de mantener una conversación educada, ¿qué le parece si deja caer el arma?
El hombre permaneció inmóvil, y después de un par de segundos Poole apuntó a las piernas del prisionero. Se habían acabado las amabilidades; le dispararía a la rodilla, incapacitaría a su oponente, y después le sacaría la información que necesitaba.
Esta vez, el hombre reaccionó de inmediato. Aflojó la mano derecha y dejó que el fusil cayera al suelo. Poole sonrió. El hombre había leído correctamente su mirada: muy astuto.
—Un buen principio. Ahora, ponga las manos sobre la cabeza, separe los dedos y explíqueme cuál es la manera más rápida de desactivar las cargas que ha colocado.
Con una lentitud rayana en la insolencia, el hombre comenzó a alzar los brazos. Poole ya iba a decirle algo cuando vio que el brazo derecho se movía hacia atrás con la velocidad de una serpiente al ataque y desaparecía detrás de la espalda.
Poole levantó el arma y disparó. No sonó un estampido sino solo un chasquido, y para el momento en que Poole reaccionó y movió el cerrojo para reemplazar el proyectil, la mano del hombre ya había reaparecido con una pistola calibre 45. Vio el fogonazo e inmediatamente sintió que algo, con la misma fuerza de la coz de un caballo, lo golpeaba por debajo de las costillas. Disparó cuando caía de espaldas, y le pareció que la curva negra de la cúpula y el cielo azul giraban a su alrededor antes de que el golpe contra las rocas le hiciera soltar todo el aire de los pulmones y que el mundo se sumiera en la más total oscuridad.