16:00 h.
El tiempo de espera en la cola había sido muy corto, y Kyle Cochran aún notaba el frío del granizado en el estómago cuando vio que apartaban el cordón al pie de la escalera mecánica. En realidad no era un cordón, sino un holograma: una perfecta recreación de aquellos gruesos cordones de terciopelo que había en los vestíbulos de los viejos cines. Brilló por unos segundos, y las trenzas rojas se convirtieron en otras amarillas antes de desaparecer. Un acomodador se acercó y con una gran sonrisa invitó a los primeros de la cola a subir a la escalera. Mientras Kyle esperaba, se vio empujado hacía delante por su amigo.
—Tranquilo, grandullón —exclamó.
Incluso la escalera mecánica era fantástica: las balaustradas tenían un brillo azul neón y los escalones estaban hecho; de un material casi translúcido. Subía lenta y muy suavemente, para que los visitantes disfrutaran de la vista del Puerto Espacial que parecía agrandarse a medida que subían. Kyle no se perdía detalle. Con esta era la séptima vez que lo veía desde la mañana, pero era una vista que no envejecía: las colas que llenaban la estación, los rayos láser y los mágicos juegos de luces que resaltaban los detalles, la cúpula de estrellas que lo abarcaba todo. La única atracción donde no había cola era en Fuga de Aguas Oscuras, inexplicablemente cerrada por trabajos de mantenimiento durante unas horas en que la afluencia de público era máxima.
«Siete caídas en Estación Omega. Increíble».
En lo alto de la escalera mecánica, otro acomodador guio a los visitantes a un vestíbulo señalado con un cartel que decía; «TRANSPORTADOR». Tom caminó con la muchedumbre, con el cuello estirado para mirar por encima de las cabezas de quienes lo precedían. Allí estaba, con las puertas abiertas de par en par al final del pasillo, y las brillantes paredes de acero: el transporte hasta el transbordador espacial. Al supuesto transbordador espacial. Un billete de ida directamente hacia abajo. El interior, iluminado con una luz roja, le recordó una boca abierta. Se estremeció de placer.
Una acomodadora los esperaba al final del pasillo.
—El tiempo estimado de viaje hasta el transbordador es de cinco minutos —explicó mientras los hacía pasar a la cabina—. Por favor, tengan preparadas las tarjetas de embarque. El transbordador saldrá del muelle espacial dentro de veinte minutos, así que por favor no se demoren cuando salgan del transporte.
Mientras seguía a los demás al interior de la cabina, Kyle sonrió para sus adentros. Le encantaba ser uno de los que sabían qué se ocultaba detrás de todo este engaño perfectamente planeado. Era como saber de qué modo hacía un mago el truco que dejaba boquiabiertos a los espectadores. Miró a los demás. Había unos cuantos que sonreían.
Para los veteranos de Estación Omega, la caída era solo la mitad de la diversión. La otra mitad era observar las reacciones de los demás pasajeros. A pesar de la fama de la atracción, —los artículos en las revistas, las múltiples páginas web dedicadas a Estación Omega—. Siempre había unos cuantos que no estaban en el secreto. Creían de verdad que iban a viajar en un transbordador y que esto que parecía un ascensor gigante no era más que un medio para llegar a la verdadera atracción. La mirada experta de Kyle observó a los sesenta y tantos pasajeros apiñados a su alrededor, para descubrir a los novatos. El grupo de turistas japoneses que charlaban alegremente, quizá. O la parejita de adolescentes en el rincón, que parecían más interesados en hacerse mimos que en cualquier otra cosa. Y, sin lugar a dudas, la pareja de mediana edad con las camisas y los sombreros idénticos, que comentaban cuánto duraría el viaje en el transbordador. Kyle sonrió. Ya sabía a quién tenía que mirar cuando comenzara la diversión.
Mientras esperaban, Kyle vio a la acomodadora que hablaba en el pasillo con una pareja de cabellos blancos. Ninguno de los dos era viejo, no podían tener más de sesenta años, pero era obvio que la acomodadora les pedía que se marcharan. Utopía no corría riesgos. Kyle sabía, por las páginas web que había visitado, que los acomodadores de la Estación Omega habían asistido a cursillos de formación médica y que eran capaces de reconocer a cualquiera que estuviera incapacitado para una caída libre, aunque solo fuese remotamente. Vio cómo la pareja se marchaba de mala gana, con las fichas para el casino que les había dado la acomodadora. Podrían haber sido sus propios padres. Una parte de él se alegró de que no estuviesen allí.
Miró a Tom, le dio un codazo en las costillas y le señaló con un gesto a la pareja con las prendas idénticas. Tom los miró y puso los ojos en blanco. «Sí —parecía decir su expresión—. Víctimas».
Kyle sonrió. Además de la expectativa que crecía por momentos, era consciente de otra sensación, algo muy cercano al alivio. Tom volvía a ser el de antes. Quizá fuese algo pasajero, pero tenía la esperanza de que, por fin, comenzara a ver la luz al final del túnel.
La cabina ya estaba casi llena, y sus ocupantes comenzaban a moverse para crear pequeños espacios entre ellos, tal como hacían inconscientemente en los vagones del metro y los ascensores. En unos momentos ya no tendría importancia: todos estarían gritando a voz en cuello, desesperados por sujetarse al que estuviese más cerca, sin preocuparse por el espacio personal, mientras caían a pique en la oscuridad.
Una vez más, la curiosidad lo llevó a preguntarse cómo lo hacían: cómo conseguían que todos se mantuvieran de pie durante la caída. En las caídas libres de otros parques, las personas iban sujetas a los asientos y barras de seguridad como si llevaran camisas de fuerza. Aquí, donde el elemento sorpresa lo era todo, los asientos y los cinturones habrían denunciado el engaño. Sabía que alguien de la universidad, un estudiante de ingeniería, afirmaba que utilizaban aire comprimido. Kyle se prometió que esta vez prestaría más atención, aunque era difícil. La caída era tan brusca, desconcertante y breve que casi antes de que uno pudiera abrir la boca para gritar ya se había acabado. Después estaba…
Se olvidó de todo cuando las puertas se cerraron silenciosamente y la cabina quedó aislada del pasillo. Escuché un fuerte ruido metálico en el exterior, y luego una voz sonó en un altavoz invisible: «Transportador en marcha hacia el muelle de embarque. Quizá noten una ligera vibración cuando salgamos de la esclusa de aire».
«Una ligera vibración —pensó Kyle—. Sí, tío».
Éste era el momento que más le gustaba: los últimos segundos antes de que el mundo se hundiera debajo de sus pies. Se preparó. Cruzó una mirada con Tom y levantó el pulgar. Después miró a los rostros más cercanos —algunos sonreían como conspiradores, otros parecían aburridos e ignorantes de todo— antes de fijarse en la pareja escogida.
Se escuchó un zumbido en el exterior, como si se hubiese puesto en marcha un motor. El zumbido se hizo cada vez más fuerte a medida que aumentaba la potencia. Una ligera sensación de movimiento.
Entonces una súbita sacudida.
—¡Mierda! —mascullaron varios.
La sensación de movimiento cesó bruscamente. Se produjo otra sacudida, esta vez más violenta, y las luces parpadearon. Kyle vio cómo la pareja cruzaba una mirada, un tanto sorprendidos. No tardarían en aterrorizarse.
El zumbido de los motores aumentó, pero al cabo de unos segundos se volvió irregular y luego se apagó. En el súbito silencio sonaron unos crujidos en el exterior de la cabina. Algo se partió. Otra sacudida, y entonces, repentinamente, se apagaron las luces.
Por un instante reinó la oscuridad y al siguiente se encendieron las luces de emergencia instaladas cerca del suelo. A Kyle le gustaba mucho este efecto: las débiles luces rojas que iluminaban desde abajo daban a los rostros de los pasajeros un aspecto grotesco.
«Atención —anunció la voz—. Tenemos dificultades con el sistema de propulsión principal. Dentro de unos segundos estaremos en camino. No se alarmen».
«Por favor, que se alarmen», pensó Kyle, sin desviar la mirada de la pareja. Tenían los ojos abiertos como platos y habían palidecido.
De nuevo se oyó un estrépito metálico en el exterior, seguido por un chisporroteo. Entonces, en el momento exacto, apareció el humo.
Kyle tensó los músculos. Atención: la caída.
Esperó, un tanto ansioso y también un tanto aprensivo el indescriptible momento en que sin más uno de daba cuenta de que el suelo había desaparecido debajo de los pies y que se caía a plomo al vacío. Respiró una vez lentamente, después otra.
Entonces ocurrió algo muy extraño. Se apagaron las luces de emergencia.
Kyle esperó, sin preocuparse por los ruidos que sonaban en el exterior. Alguien lo empujó suavemente cuando los ocupantes comenzaron a moverse en la más absoluta oscuridad. No recordaba que las luces de emergencia se hubiesen apagado las otras veces, al menos no del todo, aunque era posible que en la excitación no se hubiera dado cuenta.
A su alrededor los demás permanecían en sus lugares, algunos atentos a la caída, otros intrigados. No recordaba que en ninguna de las ocasiones anteriores hubiese tenido que esperar tanto. Quizá era que ya se había acostumbrado.
Entonces se dio cuenta de otra cosa. En todos los lugares del parque donde había estado la temperatura era baja, casi fría, tanto en las atracciones como en las calles y plazas. Era algo tan normal que casi no se notaba. En cambio parecía hacer calor en la cabina; la temperatura era cada vez más alta.
Los murmullos que le llegaban tenían un tono de preocupación que iba en aumento.
—¿Qué pasa? —dijo alguien.
—¿Por qué no se pone en marcha? —preguntó otro.
—¿Ya estamos viajando hacia el transbordador? —quiso saber un tercero.
Kyle se tiró de la camisa, que se le había pegado al cuerpo. La capa del archimago parecía pesarle una tonelada. Diablos, el calor empezaba a ser insoportable.
Lo empujaron de nuevo, esta vez más fuerte, y cuando estiró la mano para recuperar el equilibrio, rozó con el brazo el rostro sudoroso y barbudo de un hombre. Apartó el brazo rápidamente. «Probablemente no es más que una maldita avería —pensó, irritado—. Te cobran una pasta y encima hay que aguantar que pasen estas cosas».
Alguien comenzó a llorar.
El murmullo fue en aumento, la tensión se hizo cada vez mayor. Kyle forzó la mirada, pero reinaba la más completa oscuridad. La sensación era terrible. Solo en una ocasión había estado completamente a oscuras. Había sido durante la visita a unas cuevas con un grupo de compañeros de estudios. El guía, para gastarles una broma, les había ordenado que apagaran las lámparas de los cascos cuando llegaron a la cueva más profunda. Pero aquello no duró más que unos segundos. Además todos tenían linternas y nada les impedía salir.
«¿Por qué tuvimos que venir de nuevo? —Se preguntó mientras sus invisibles compañeros se inquietaban cada vez más y sus voces sonaban más airadas—. Con seis ya habíamos batido el récord, ¿no?». Aquello lo estropearía todo.
La oscuridad absoluta era aterradora. Uno se sentía indefenso, desorientado, inútil. Para colmo, resultaba mucho peor dentro de esa caja de zapatos, sudando la gota gorda y suspendido sobre…
Kyle consiguió dominarse. «Quizá esto es intencionado. Probablemente controlan las páginas webs para saber si el público comienza a cansarse de algunas de las atracciones. Quizá han considerado necesario introducir algunos cambios para mantener vivo el interés de los visitantes, evitar que resulte aburrido. Eso está dentro de su estilo».
Incluso si se trataba efectivamente de un fallo mecánico, razonó, no había motivos para preocuparse. Todo el parque estaba lleno de técnicos y mecánicos. Al cabo de unos segundos lo tendrían reparado y la cabina se precipitaría al vacío. Otra gran historia para contar a los compañeros.
Como si fuese una respuesta a sus pensamientos, la cabina se sacudió. Esta vez los comentarios resonaron en la oscuridad mientras todos intentaban mantener el equilibrio. «Ya está», pensó Kyle. El alivio que sintió fue casi abrumador.
Pero no cayeron. Entonces, mientras esperaba en la opresiva oscuridad, Kyle comprendió que estaba pasando algo muy grave. El calor se hacía cada vez más intenso, sofocante, y no podía ser el producto del calor humano. El humo continuaba entrando en la cabina, pero no parecía el mismo humo artificial de las veces anteriores. Aquel era fresco, húmedo, inodoro; éste, caliente, casi abrasador.
—¡No puedo respirar! —gritó alguien, que comenzó a mover los brazos como una persona que ha caído al agua y no sabe nadar.
Kyle se dio cuenta de que a él también le costaba respirar.
Le ardían los pulmones. La desesperación lo fue invadiendo.
—¡Que alguien nos saque de aquí! —gritó otra voz.
—¡Estamos atrapados! ¡Socorro, socorro!
Fue como si de pronto se hubiese desmoronado un dique. En un único movimiento, docenas de cuerpos se volvieron hacia las puertas que se habían cerrado detrás de ellos unos pocos minutos antes, y comenzaron a aporrear frenéticamente las paredes y las puertas de la cabina al tiempo que pedían ayuda a voz en cuello. Kyle se vio empujado de aquí para allá como un pelele por sus invisibles compañeros de viaje. Alguien lo golpeó con tanta fuerza que lo tumbó.
Manoteó con desesperación para no acabar en el suelo y en el último momento consiguió sujetarse a alguien que le sirvió de punto de apoyo para recuperar el equilibrio. Incluso en este angustioso momento, una voz interior le advirtió que una caída significaría verse pisoteado. Las voces que suplicaban, maldecían y reclamaban ayuda formaban un coro ensordecedor. Escuchó otra voz en el sistema de megafonía —una voz masculina con un tono ansioso—, pero le fue imposible entender lo que decía en medio del barullo.
Alguien que chillaba chocó contra él con una fuerza tremenda. Unas manos le tiraron de los cabellos, después unas uñas afiladas le arañaron el rostro. Cayó hacia atrás, resbaló contra los cuerpos bañados en sudor y, a pesar de sus esfuerzos, continuó cayendo hacía una región poblada de botas, zapatos y sandalias. El suelo era como una parrilla y Kyle intentó ponerse de rodillas, pero no había espacio y tampoco tenía la fuerza necesaria para contener la presión de los demás. Oyó el espantoso ruido de los cuerpos que se aplastaban en la desesperada lucha por acercarse a las puertas. Algo pesado le golpeó el rostro —una vez, dos— y de pronto el pánico, la confusión, incluso el terrible calor, parecieron esfumarse. Se preguntó vagamente qué sería de Tom. Después otros cuerpos cayeron sobre él, lo aplastaron con su peso, y, mientras perdía el conocimiento y sus miembros se relajaban involuntariamente, se dio cuenta de que se hundía, como una hoja seca que cae suavemente para descansar en la tierra.