12:45 h.
A medida que el sol se elevaba en el cielo de Nevada, todos los colores desaparecían del paisaje. Los rojos, amarillos, castaños y ocres de los cañones de piedra caliza se esfumaban hasta convertirse en blancos, y la vegetación se quedaba sin sombra.
En lo alto de la meseta que rodeaba Utopía, el sol iluminaba un vasto paisaje lunar de quebradas y riscos. Los múltiples cañones, silenciosos y desiertos, estaban salpicados de juníperos y artemisas. El propio cielo era una cúpula de azul claro, absolutamente limpio excepto por la estela de un avión solitario que trazaba una línea blanca a diez mil metros de altura.
Algo se movió en una angosta cañada cerca del extremo más apartado de la meseta. El hombre, que apenas si se había movido desde antes del amanecer, estiró las piernas y consultó su reloj. A pesar del terrible calor, había dormido tranquilamente. Más que cualquier otra cosa, era el entrenamiento lo que se lo había permitido. La mayor parte de la vida profesional del hombre había consistido en esperar. Había esperada durante horas, a veces días: en la selva de Mozambique; en los hediondos pantanos camboyanos, rodeado de sanguijuelas y mosquitos que transmitían la malaria. El desierto de Nevada era para él como un lugar de vacaciones.
Se desperezó a gusto, hizo sonar los nudillos y realizó unos cuantos movimientos de cabeza para aliviar una ligera tensión en los gruesos músculos del cuello. A su espalda, la cúpula geodésica que cubría Utopía se elevaba sobre el cañón como la parte superior de un gigantesco globo aerostático. El armazón metálico y los miles de paneles de vidrio resplandecían con el sol de mediodía. Estaba rodeada de pasarelas, una encima de la otra, separadas entre sí por una distancia aproximada de quince metros y comunicadas con escalerillas. En una parte de la cúpula se veía un trozo oscuro con forma de luna en cuarto creciente: era el cielo sobre Calisto. Visto de cerca y a esta altura, la cúpula resultaba de una belleza sobrenatural que ningún visitante tendría nunca la ocasión de ver.
El hombre de la meseta no era un visitante, y no había acudido por la vista.
Se volvió hacia una gran bolsa de lona que tenía a su lado. Abrió la cremallera, rebuscó en el interior hasta encontrar la cantimplora y bebió un buen trago. Aunque no había guardias ni cámaras de vigilancia en esta zona absolutamente desértica, los movimientos del hombre eran rápidos y precisos.
Dejó la cantimplora a un lado y se secó los labios con el dorso de la mano. Luego se acercó a los ojos los binoculares que llevaba colgados alrededor del cuello. El medidor de distancias láser hacía que los binoculares pesaran mucho, y tuvo que utilizar las dos manos para mantenerlos firmes mientras observaba la zona.
Desde su posición disfrutaba de una excelente vista de la parte trasera de Utopía. Muy abajo, vio con toda claridad la sinuosa carretera de acceso que ascendía hacia el aparcamiento del personal y los muelles de carga. Un gran camión frigorífico subía en ese momento; como en una película muda observó al conductor cuando cambiaba las marchas. Era un buen puesto de observación, pues se podía ver inmediatamente cualquier vehículo que intentara escapar o si aparecían coches de la policía. Enfocó los binoculares un poco más alto, y de inmediato los números rojos de la pantalla subieron rápidamente a medida que hacía un barrido del horizonte.
Para construir el parque, la Utopía Holding Company había comprado un terreno limitado al sur por la carretera 95, y al norte por la base aérea Nellis. En las profundidades de Nellis, en un lugar llamado Groom Lake, había unas instalaciones que en un tiempo habían aparecido en los mapas del gobierno con el nombre de Área 51. Estaban vigiladas por centinelas autorizados a disparar a matar contra los intrusos. Por el este y el oeste, Utopía limitaba con un desierto que pertenecía a la Oficina de Administración de Tierras. El parque no necesitaba de las altas alambradas y patrullas empleadas en otros parques temáticos: dejaba que la naturaleza y el gobierno se encargaran de la vigilancia.
Quizá Utopía y los demás parques se dejaban adormecer por la sensación de seguridad y bienestar que tanto se esforzaban por infundir en los visitantes. Cuando se trataba de cerrar los perímetros, solo les preocupaba contar con unos obstáculos que impidieran el paso a aquellos que querían ahorrarse el dinero de la entrada. Las medidas de seguridad no tenían en cuenta a alguien que había perfeccionado sus técnicas de penetración y evasión en medía docena de entornos hostiles.
El hombre bebió otro sorbo de agua. Después guardó la cantimplora en la bolsa y sacó un fusil M-24 Sniper Weapon Sistem. Silbó muy suavemente mientras realizaba una rápida inspección del arma. El SWS estaba basado en el Remington Modelo 700; eran fusiles más nuevos, pero no más precisos. Pesaba cinco kilos, un peso reducido para el arma de un francotirador. El disipador del fogonazo y la caperuza de la mira telescópica aseguraban que no se descubriera su presencia cuando se lo utilizaba.
Apoyó el fusil en las rodillas y de nuevo metió la mano en la bolsa para sacar cuatro proyectiles 308 Winchester, la mejor bala que se podía conseguir para el calibre 30. Llenó el cargador, accionó el cerrojo para meter la primera bala en la recámara y después guardó el fusil con mucho cuidado en la bolsa. No le preocupaba que el sol pudiese alabear la culata, pero no quería que el cañón se calentara hasta el punto de no poder tocarlo.
El segundo fusil que sacó de la bolsa era un Barret M-82 «Light 50». Tenía un aspecto mucho más impresionante que el M-24 y era menos preciso; claro que con balas de ametralladora calibre 50 podía tumbar cualquier cosa a una distancia de mil metros.
Con los fusiles y todo lo demás que llevaba en la bolsa, el hombre había cargado más de cuarenta kilos en la escalada que había hecho la noche anterior para llegar a la posición. No le había molestado porque había aprendido a llevar armas de repuesto desde que había ido a Parris Island.
Sonó un suave pitido en la radio. La desenganchó del cinto y marcó rápidamente el código de desbloqueo.
—Búfalo de Agua, Búfalo de Agua —dijo la voz—. Aquí Factor Primario. ¿Cuál es la lectura?
—Todavía cinco sobre cinco —respondió el hombre.
—¿Estado?
—Preparado.
—Muy bien. Controla esta frecuencia, te informaremos dentro de una hora. Factor Primario fuera.
Se silenció la radio y el hombre la enganchó de nuevo en el cinto. Miró otra vez el reloj: la una en punto. Luego se ocupó del M-82, y lo inspeccionó como había hecho con el primer fusil. Satisfecho, pasó la mano por la mira telescópica. Se trataba de una mira fija, por supuesto —las miras desmontables no siempre mantenían el ajuste—, y el arma ya había sido ajustada. Miró la enorme cúpula que se elevaba por detrás y encima de su posición; vio una minúscula mancha que se movía sobre ella. Se llevó el arma al hombro para mirar a través de la mira telescópica. La mancha era un hombre vestido con un mono blanco que se movía lentamente por la estructura metálica para inspeccionar los cristales. Ocupaba dos líneas en la retícula del medidor de distancias; estaba aproximadamente a trescientos metros.
El hombre acarició el gatillo.
—Ten mucho cuidado —murmuró—. No queremos que te caigas.
Después, con mucho cuidado, amorosamente, guardó el fusil en la bolsa.