15:55 h.
El vestuario central del nivel B era un enorme laberinto de habitaciones. Sí bien siempre había una multitud de actores, a partir de las tres y media estaba a rebosar. Duques y caballeros errantes de Camelot que acababan la jornada se codeaban con vendedores ambulantes con sombreros de paja y trajes a rayas, que iban a Paseo y a los espectáculos de la tarde. Cortesanos con peluca y cortesanas con miriñaques conversaban con exploradores interestelares vestidos con trajes espaciales presurizados. Modistas, sombrereros, sastres, consultores de vestuario y de dicción recorrían las habitaciones ocupados en repasar todos los detalles. Era una ruidosa y desconcertante mezcla de lo viejo y lo nuevo, del pasado y el futuro.
El enorme aseo de hombres estaba entre un almacén de vestuario y la sección de maquillaje. Dentro había un hombre delante de uno de los lavabos. Se frotaba las manos con mucho cuidado y se tomó el tiempo necesario para quitarse algo que tenía pegado debajo de las uñas. Cuando acabó, se secó con una toalla de papel al tiempo que se miraba en el espejo. Unos ojos almendrados de expresión taciturna le devolvieron la mirada.
Se abrió la puerta y entró un grupo de titiriteros vestidos con trajes de brillantes colores, que hablaban y reían ruidosamente. El hombre arrojó la toalla a un cubo, salió del lavabo y caminó por el pasillo donde estaba el almacén de recambios de Camelot, con sus estanterías llenas de espadas, lanzas, cotas de malla, escudos, yelmos y corazas que brillaban bajo las luces fluorescentes, hasta el vestuario de los hombres. Se acercó a su taquilla, marcó la combinación y abrió la puerta de metal gris. Ya había dejado el bastón —después de limpiarlo y pulirlo— en una estantería donde había otros cincuenta idénticos del almacén de Luz de Gas, mientras que la capa y el sombrero los había colgado en los ganchos de la cinta transportadora de la lavandería que rodeaba todas las paredes del vestuario central. En la taquilla había un brillante traje de piloto espacial junto a un mono azul oscuro.
Se oyó un muy leve pitido. El hombre miró en derredor para asegurarse de que nadie lo miraba y sacó la radio del bolsillo. Se apoyó con toda naturalidad en la taquilla vecina y, oculto por la puerta abierta, marcó el código del descodificador.
—Béisbol —dijo.
—Béisbol, aquí Factor Primario —respondió la voz de John Doe—. ¿Algún curioso?
—Negativo.
—¿Tu trabajo en Luz de Gas?
—Todo a punto.
—Perfecto. Escucha con atención, hay un cambio de planes. En cuanto acabes tu tarea en Calisto, tendrás que hacer una parada más en el camino al nivel C. ¿Recuerdas a nuestro esquivo amigo, Andrew Warne?
—Afirmativo.
—Resulta ser que ha venido acompañado al parque. Su hija está en el centro médico. Al parecer, se recupera de un desagradable incidente en Aguas Oscuras. Se llama Georgia.
—Comprendido.
—Tienes que llevarla al punto de reagrupamiento. Quizá nos resulte útil.
—Comprendido.
—Seguimos sin tener noticias de Cascanueces. Tengo el transmisor de respaldo, así que por esa parte todo está controlado. Pero me preocupa ver cómo el tal Warne se nos escapa cada vez. Puede que lo encuentres con su hija. Eso simplificaría las cosas. En cualquier caso, tendrás compañía.
El hombre miró en la taquilla donde había una bolsa de piloto.
—No es problema.
—Ya lo sabía. El tiempo es esencial. Tengo que acudir a una cita, y tú también tienes unas cuantas. ¿Preparado para encender la vela?
—Me estoy vistiendo para hacerlo.
—En ese caso, enciende la mecha. —Hubo una pausa—. Siempre he querido decirlo.
La risa de John Doe se apagó cuando el hombre desconectó la radio y se la guardó en el bolsillo. Miró de nuevo en derredor, cogió el traje de piloto y comenzó a ponérselo.