16:24 h.

Warne avanzó por el pasillo a la mayor velocidad que le permitía la prudencia. Debajo de un brazo llevaba media docena de morteros, unos tubos negros con números en los extremos que indicaban la capacidad de carga. Debajo del otro cargaba una variedad de proyectiles envueltos en bolsas de plástico. Los tenía bien sujetos. Smythe le había advertido, con muchos detalles a cuál más desagradable, lo que podía suceder si alguno de los paquetes se le caía y golpeaba violentamente contra el suelo.

Detrás lo seguía el experto, con una brazada de las voluminosas tracas y varias cosas más que Warne no sabía qué eran. Tuercas cerraba la marcha. No avanzaba con la rapidez habitual, porque se lo impedían las cuatro pesadas cargas sujetas a su aparato locomotor, y arrastraba cuatro largas mechas de papel retorcido como la cola de un vestido.

El pasillo se hallaba desierto. Warne se fijó vagamente en que las puertas que daban al pasillo —correspondientes a almacenes donde se guardaban equipos y material de trabajo, y a una subestación de filtrado de agua— eran lugares poco visitados y, por lo tanto, el cierre del pasillo durante la recogida de la recaudación semanal no los afectaba. Como ya había sonado el aviso de que la cámara acorazada estaba cerrada, habían accedido a la zona restringida gracias al pase de Smythe. Pero el personal no podría utilizar el pasillo hasta que sonase la señal de todo despejado.

—¿Está seguro de que es por aquí? —preguntó Warne por encima del hombro.

Smythe, que jadeaba a más no poder y tenía problemas para sujetar la carga, no le respondió. Warne volvió la cabeza para mirarlo. En el rostro del experto se reflejaban varias emociones, entre las que destacaba la preocupación. Se preguntó que habría hecho el hombre de haberle explicado el plan en detalle. ¿Habría aceptado que era la única alternativa o se habría negado en redondo?

Mientras corrían, el olor comenzó a notarse en el aire frío e inodoro del subterráneo; el hedor de los humos de un motor Diésel. «¿Hemos llegado tarde?», se preguntó Warne con un súbito espasmo de ansiedad. Ya hacía rato que debería haber sonado el aviso de todo despejado. Sin duda, John Doe y sus muchachos tendrían prisa por marcharse. Si ya se habían hecho con el dinero, ¿qué sentido tenía que siguieran allí?

Entonces oyó algo por encima del rumor de sus pisadas: el ruido de un motor al ralentí. Era un sonido sordo, que estaba fuera de lugar en estos pasillos de cemento. Entonces recordó lo que Amanda Freeman le había dicho a su llegada al parque: «El único vehículo no eléctrico autorizado es el camión blindado que hace la recogida semanal».

Warne acortó el paso. Delante, el pasillo acababa en otro más ancho que lo atravesaba perpendicularmente. A la izquierda, Warne vio, o creyó ver, la luz del sol que iluminaba las paredes.

Se volvió hacia Smythe y señaló sin decir palabra. El experto asintió. Habían llegado al pasillo de acceso.

Warne continuó avanzando hacia la intersección a paso lento. El ruido del motor llegaba por el lado derecho del pasillo. Eso significaba que el camión blindado pasaría directamente por su campo visual para salir del subterráneo.

Se sintió dominado por emociones contrapuestas. Una era de alivio: contra toda esperanza, habían llegado a tiempo. Otra era el miedo puro y duro, y una tercera: ¿qué estaba haciendo allí, él que solo era un teórico rebelde de simposios y laboratorios? En ese mismo instante tendría que estar ocupándose de salvar una carrera que se hundía, dedicado a escribir artículos para las revistas científicas o a investigar en su laboratorio. ¿Por qué, entre tantos otros lugares, estaba allí?

Ya se había planteado antes la misma pregunta, y la respuesta también fue la misma. No tendría que estar allí. Pero no había nadie más. Él era el único que tenía alguna probabilidad de evitar que estos hombres hicieran volar la cúpula, y para lograrlo, necesitaba impedir que salieran del subterráneo.

Se detuvo a poco más de treinta metros de la intersección. Se arrodilló y con manos temblorosas dejó los morteros en el suelo. Tuercas se había detenido un poco más atrás. Le costaba hacer su movimiento de vaivén habitual. Al parecer aún no había encontrado la manera de acomodar los movimientos al peso añadido de los cuatro grandes paquetes de pólvora negra atados en la caja que era su cuerpo, si hubiese podido mostrarse desconsolado, lo habría hecho. Warne dejó las cargas junto a los morteros.

—¿Qué viene después? —le preguntó a Smythe con la mayor calma posible.

El experto acabó de acomodar su carga en el suelo con toda parsimonia.

—Verá, si los disparos se hacen manualmente, primero tiene que hincar los morteros y comprobar que ninguno de los proyectiles pierda pólvora. Si hay algún cordel roto o suelto tendrá que repararlo para que la mecha esté bien atada al final de la bengala.

Warne escuchaba con las mandíbulas prietas para no gritar. El hedor del escape, el rumor del motor del camión invisible parecían ir en aumento. Así y todo comprendió que no podía hacer nada: Smythe necesitaba explicarse.

—¿Cómo se apunta? —preguntó.

Smythe lo miró. Se acarició el fino bigote.

—¿Qué ha preguntado?

—¿Cómo se apunta con el mortero? Si se quiere disparar horizontal y no verticalmente.

—Eso no se hace. —Smythe lo miró con desconcierto, como si acabaran de proponerle algo descabellado—. Estos proyectiles tienen una carga propulsora que puede elevarlos a una altura de centenares de metros. Equivale a varios cartuchos de dinamita. Ningún inspector lo permitiría. El riesgo que representaría dada la…

—Señor Smythe —lo interrumpió Warne—, nos enfrentamos a una situación que no es en absoluto normal. Solo dígame cómo se hace.

Smythe dejó de acariciarse el bigote, pero la expresión de sorpresa se mantuvo en su rostro.

—Supongo que el procedimiento es el mismo que en un disparo vertical. Se carga la bengala en el mortero y se comprueba que se desliza libremente y que descansa en la base. Luego tendría… —Smythe se interrumpió, y una expresión desabrida apareció en su rostro—. Tendría que poner el mortero apoyado sobre un lado, aunque no del todo horizontal, por supuesto. Eso haría… —Sacudió la cabeza y frunció los labios.

—Ya lo veo. —Warne señaló uno de los proyectiles más grandes—. Por favor, hágame una demostración con aquel, el… el…

—Sauce dorado.

—Sí, el sauce dorado.

Smythe quitó con cuidado la bolsa de plástico, verificó que la pesada carga propulsora estuviese bien sujeta a la base, quitó la sujeción de la mecha y la desenrolló. Luego sostuvo el proyectil por la mecha y lo introdujo suavemente en uno de los morteros grandes. Lo bajó y subió un par de veces. Satisfecho con el encaje, deslizó el proyectil hasta el fondo y sujetó el extremo de la mecha. Después cogió uno de los morteros pequeños, lo colocó en posición vertical y, con mucha lentitud, bajó el mortero cargado hasta apoyarlo con una leve inclinación en el mortero vertical.

—Muy bien —dijo Warne—. Ahora, ¿cómo se enciende?

—¿Encenderlo?

Warne asintió. El rugido del motor sonó estrepitosamente cuando el conductor lo aceleró en vacío.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Porque voy a dispararlo, señor Smythe.

El experto lo miró, boquiabierto.

—¿Dispararlo? ¿Por qué?

Solo había tiempo para una breve explicación o una amenaza. Warne optó por lo primero.

—Porque unos hombres muy peligrosos están a punto de aparecer por ese pasillo. En un camión blindado. Si los dejamos escapar, volarán la cúpula de Utopía. Destruirán el parque. No permitiremos que se escapen.

Detrás de ellos, se abrió una puerta de servicio y apareció Peccam. Miró en ambas direcciones y después se acercó. Tenía manchas de polvo en las rodillas y una expresión de angustia en los ojos. Smythe no hizo caso del joven.

—¿Va a disparar un sauce dorado aquí?

—Si es necesario, señor Smythe. El sauce dorado y el otro, el doble crisantemo, si hace falta. Pero primero utilizaré a Tuercas, que, como ve, lleva una buena carga de pólvora. Lo enviaré contra el camión.

Por un momento pareció que al experto se le saltarían los ojos de las órbitas.

—¿Quiere decir…? —comenzó—. ¿Quiere decir que esto podría ser peligroso?

Warne guardó silencio. La expresión de asombro e incredulidad en el rostro del pirotécnico era absolutamente ridícula. Quizá el hombre se había estado engañando con la idea de que todo aquello no era más que un simulacro de emergencia o que se trataba de alguna prueba encubierta ordenada por la dirección del parque. Pese al ritmo alocado de su corazón, al apestoso olor del humo que arrastraban los extractores y al ruido del motor, que se aproximaba, Warne se echó a reír. Se rio hasta que el eco de las carcajadas en las paredes del pasillo apagó incluso el ruido del motor. Luego, cuando dejó de reír, se oyó un sollozo.

—Sí, señor Smythe —respondió, mientras se llevaba una mano a los ojos—. Creo que puede ser peligroso.

Peccam se acercó por detrás de Smythe.

—Solo muéstrele cómo se encienden antes de salir corriendo —dijo Peccam.

Smythe miró a Peccam y de nuevo a Warne. Asintió varias veces, sin decir palabra, se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas con el faldón de la camisa.

—¿Está bien? —le preguntó Warne a Peccam—. ¿Colocó el ecolocalizador?

El técnico asintió.

—Muy bien. —Warne se acercó a Tuercas, levantó una tapa y apretó una serie de interruptores en el panel de mando. Después se apartó—. ¿Ve estos botones en la carcasa? Cuando le dé la señal, apriete el segundo de la izquierda. Normalmente esta programado para seguir a su modelo, que soy yo. Pero acabo de modificar las cosas de forma tal que al apretar el botón se saltará el programa y seguirá la señal del ecolocalizador. Las cargas explosivas que lleva a la espalda son las que detendrán al camión blindado; utilizaremos los fuegos de artificio para impedir que nadie salga del vehículo. ¿Entendido? Por lo tanto, cuando el ca… —Se interrumpió al ver la expresión de Peccam—. ¿Qué pasa?

Peccam le señaló la intersección.

—El camión blindado no tardará más de dos segundos en pasar por nuestro campo visual. ¿Cómo piensa hacer todo esto en tan poco tiempo?

Warne lo miró, desconsolado. En el frenesí del momento, se había olvidado de algo crucial.

—Pues tendremos que encontrar la manera de detenerlo. Hacer que frene por un momento cuando llegue a la intersección.

Se dio cuenta de que pedía un imposible. Recordó las palabras de Poole: «No pienso arrojarme delante de un camión blindado con la ilusión de que frenará». Tenía toda la razón. No había manera…

Entonces, de pronto, recordó otra cosa.

—Quédese aquí —le dijo a Smythe. Después se dirigió a Peccam—. Venga conmigo.

Warne echó a correr por el pasillo, con Peccam pegado a los talones. Se detuvo delante de una de las puertas que había visto al pasar: «Almacén de equipos holográficos y vídeo». Intentó abrirla. Estaba cerrada. Peccam pasó su tarjeta por el lector y la puerta se abrió. Warne entró, encendió las luces y comenzó a mirar frenéticamente a uno y otro lado. «Nos han llevado ventaja todo el día —pensó—. A ver si, aunque solo sea por esta vez, tenemos una oportunidad».

Allí estaba: el cilindro negro que había ido a buscar. Descansaba en un rincón, entre otros dos iguales: una unidad holográfica portátil, como la que Terri le había mostrado en su laboratorio por la mañana.

Cruzó el almacén y comenzó a empujar la unidad, que tenía ruedas. Peccam lo miraba hacer con una expresión de curiosidad, pero esta cambió bruscamente cuando comprendió las intenciones de Warne.

—¿Nos queda tiempo? —preguntó.

Warne se detuvo a escuchar. El ruido del motor era más débil allí, pero oyó que continuaba funcionando al ralentí.

—Tenemos que intentarlo.

—Si el camión se pone en marcha antes de…

Warne levantó una mano para hacerlo callar.

—Una cosa a la vez. Vamos.

Empujó el cilindro lo más rápido que pudo fuera del almacén y se dirigió de nuevo a la intersección.