16:03 h.
Poole se detuvo bruscamente en cuanto vio la entrada principal de las dependencias del Servicio de Seguridad. Fred Barksdale, que caminaba delante, tardó un par de segundos en darse cuenta. Después, él también se detuvo. Poole se le acercó.
—Ahora, escuche —le dijo en voz baja al oído—. Haremos esto con toda calma y naturalidad. No diga nada a menos que se lo indique y no intente nada. Si es necesario, dispararé primero y después me ocuparé del papeleo.
Barksdale no dio ninguna señal de haberlo oído. Reanudó la marcha, escoltado en silencio por Poole.
Hasta el momento todo había ido como una seda. La breve exhibición de fuerza, la visión del arma, había sido suficiente. Poole ya había visto este efecto antes, sobre todo en personas que estaban metidas en algo que los superaba. Los jóvenes soldados rebeldes —poco habituados al uso de armas automáticas, paralizados por el miedo ante la perspectiva del combate— parecían agradecer que los hicieran prisioneros. Barksdale había reaccionado de la misma manera; se había rendido sin ofrecer resistencia. Al menos, esa era la impresión que había dado. Pero ahora venía la parte más difícil: convencer a Allocco y a sus hombres de que Frederick Barksdale, amo y señor de los sistemas de Utopía, estaba aliado con el enemigo. Si Barksdale quería, todo se complicaría. Sería su palabra contra la de un visitante entrometido. Poole frunció el entrecejo mientras miraba la cabeza rubia y se preguntó qué estaría pasando por su mente.
Menos de una hora antes, en las dependencias de Seguridad había reinado una actividad frenética. Al menos una docena de guardias habían estado muy atareados con los informes de incidentes, las llamadas telefónicas y el espectáculo nada habitual de un detenido en la única celda. Pero, cuando Poole abrió la puerta y escoltó a Barksdale a través de la antesala pintada de colores alegres y muy bien iluminada, se sorprendió. El lugar se hallaba casi desierto. Solo había tres guardias, y todos estaban sentados detrás de la mesa de la recepción: dos hablaban por teléfono y el tercero utilizaba una radio.
Poole metió una mano entre los botones de la chaqueta de pana y, sujetando el codo de Barksdale con la otra, guio al inglés hacia la mesa. Cuanto antes acabara con esto, mejor. Reconoció a uno de los guardias de su visita anterior: Lindbergh, un muchacho de pelo negro, ojos grises y el rostro salpicado de marcas de acné. Se dio cuenta de que el guardia lo recordaba por la expresión de sus ojos y la manera como colgó el teléfono cuando se acercaron. El joven abrió la boca para decir algo, pero Poole se le adelantó.
—¿Dónde está Allocco?
—Está en Calisto. —Lindbergh miró alternativamente a los dos hombres—. En el lugar del accidente.
—¿Accidente?
—En una de las atracciones del Puerto Espacial. La Estación Omega.
—¿Qué ha pasado?
—No tengo los detalles. Algo que funcionó mal.
—Dios bendito. —Poole pensó en su prima, Sonya Klemm; en su marido, Martin; en sus tres malhablados hijos. Los había enviado al Puerto Espacial, había insistido en que disfrutaran de las demás atracciones. La probabilidad de que les hubiese pasado algo era pequeña, muy pequeña, pero de todas maneras debía preguntarlo—. ¿Hay víctimas?
—Muchas, según los informes. Por lo visto, aquello es un infierno.
Poole se volvió hacia Barksdale.
—¿Lo ha escuchado, maldito hijo de puta? —masculló, al tiempo que le retorcía el brazo—. ¿Lo sabía?
El rostro de Barksdale mostraba repentinamente una palidez cadavérica. No respondió, ni siquiera hizo un gesto. Era como si de pronto su mente hubiese escapado a un lugar remoto.
Poole se dirigió de nuevo a Lindbergh, que seguía mirándolos de hito en hito.
—Necesito hablar con Allocco. —El guardia no le respondió—. He dicho que necesito hablar con Allocco.
Esta vez, Lindbergh se volvió hacia el compañero que hablaba por la radio.
—¡Eh! ¿Con quién hablas?
—Con Tannenbaum.
—Dile que se ponga un momento el señor Allocco.
El segundo guardia transmitió el mensaje y luego le dio la radio a Lindbergh.
—No se entretenga —le dijo Lindbergh a Poole, mientras le pasaba la radio por encima de la mesa—. Están un tanto ocupados.
Poole cogió la radio.
—Diablos, ¿qué pasa ahora? —escuchó gritar al jefe de Seguridad.
De fondo se oían llantos, gemidos, gritos incoherentes. Alguien reclamaba la presencia de un médico a voz en cuello.
—Señor Allocco, soy Poole. Angus Poole, ¿me recuerda?
—Sí. Ahora no puedo hablar, Poole.
—¿Qué ha sucedido? ¿Cuál ha sido el fallo?
El ruido de fondo apagó las primeras palabras de Allocco.
…todavía no lo sabemos. Esto es un matadero.
—¿Un qué? ¿Quiere decir que hay muertos? ¿Cuántos?
—Todavía los estamos contando. El personal médico está llegando ahora mismo.
—Escuche, existe la posibilidad de que unos parientes míos estuviesen en la atracción. Una mujer con una gorra de mago, un hombre con una camiseta verde, tres chicos…
—No tengo tiempo para peticiones personales —interrumpió Allocco con furia mal contenida. Luego Poole lo oyó suspirar—. Escuche, no he visto a nadie que encaje con esa descripción, ¿vale? Se lo haré saber si los veo. ¿Es por eso por lo que ha llamado?
—No, no exactamente. —Poole titubeó—. Verá, no sé cómo decírselo, pero tengo aquí a Fred Barksdale y…
—Ya estoy al corriente.
Poole se interrumpió, sorprendido.
—¿Lo sabe?
—Sí. Andrew Warne consiguió localizarme cuando venía hacia aquí. Me lo contó todo.
—Entonces ¿qué hago?
—A mí me parece una locura, pero ahora no tengo tiempo para ocuparme de eso. Retenga a Barksdale hasta que yo regrese, y entonces veremos que hay de cierto. Que Dios lo ampare si ha cometido un error.
—¿Le dará instrucciones a sus hombres? Será mejor que usted se lo diga.
—Pásemelos. Venga, hombre, deprisa.
Poole le devolvió la radio a Lindbergh.
—Soy Eric Lindbergh, señor.
Poole oyó la voz airada de Allocco. Mientras el guardia escuchaba a su jefe, abría cada vez más los ojos. Miró a Barksdale, atónito.
—Sí, comprendido —dijo Lindbergh—. Muy bien, señor.
Bajó la radio y a continuación se la devolvió al segundo guardia, sin desviar la mirada de Barksdale ni por un instante.
—¿Ha recibido sus instrucciones? —preguntó Poole.
Lindbergh asintió.
—Entonces ya sabe lo que debe hacer. Enciérrelo en la celda, solo para estar más seguros.
El guardia asintió de nuevo. Parecía casi tan alelado como el director de Información Tecnológica.
Poole apartó a Barksdale de la mesa de un empellón. Lindbergh le hizo un gesto a uno de los otros guardias para que lo siguiera, recogió la porra y luego abrió una puerta.
Fuera de las áreas públicas de las dependencias, los colores alegres y los cómodos sofás daban paso a las paredes pintadas de gris y los suelos de linóleo.
—Tendrá la ocasión de encontrarse con uno de sus camaradas —le dijo Poole a Barksdale, y le dio otro empellón mientras caminaban por el pasillo—. Será como una fiesta de reencuentro.
El pasillo comunicaba con una habitación rectangular con varias puertas. Una de ellas; a la izquierda, era diferente: de acero con una pequeña ventana de vidrio reforzada con tela metálica. El segundo guardia se acercó a la puerta y miró a través de la ventana, antes de abrir con mucho cuidado. Lindbergh se colocó al otro costado de la puerta, con la porra preparada. Poole miró en el interior. El joven pirata informático continuaba acostado en el camastro. Al oír el ruido de la cerradura se había dado la vuelta y ahora miraba sin ningún interés hacia la puerta.
Mientras caminaban, Barksdale se había mostrado distante, como si aún no creyera lo que pasaba. Sin embargo, en el momento en que se abrió la puerta de la celda, se produjo un brusco cambio. Miró al interior, vio al ocupante y se sobresaltó visiblemente. El prisionero se sentó en el camastro, y una sonrisa retorcida apareció en su rostro magullado.
—Entre —dijo Poole, y empujó a Barksdale al interior.
Se apartó. El segundo guardia cerró la puerta, hizo girar la llave en la cerradura y la sacó.
El director de Información Tecnológica se volvió hacía la ventana.
—¡No quiero estar encerrado! —gritó—. ¡Por favor!
—No se preocupe —replicó Poole—. No me moveré de aquí. Estaré vigilando como un halcón.
Se apartó de la puerta, se cruzó de brazos y continuó mirando a través de la ventana. Los dos guardias también se apartaron. Poole vio por el rabillo del ojo que intercambiaban una mirada.
Sería interesante ver la reacción de Barksdale al encontrarse solo con el pirata. La interacción quizá le daría más pistas. Tal y como habían ido las cosas, había resultado mucho más fácil de lo esperado, sobre todo porque Allocco ya estaba al corriente gracias a que Warne lo había llamado. De lo contrario, las cosas se habrían puesto mucho más complicadas. Había sido una jugada muy astuta por parte de Warne, lo cual demostraba que preveía las cosas. Quizá, después de todo, lo había subestimado.
Barksdale se había puesto a caminar de un lado a otro de la celda sin apartarse de la pared más lejana y de vez en cuando miraba al pirata. Poole observaba la escena a través de la ventana, con una expresión divertida. Habría disfrutado mucho de no haber sido por una duda que lo inquietaba. Las probabilidades de que su prima o su familia hubiesen estado en la Estación Omega eran casi nulas y en cualquier caso tampoco podía hacer nada. Sin embargo, no estaría del todo tranquilo hasta que supiese que…
—¡Eh!
Era el tercer guardia. Estaba a la mitad del pasillo y le hacía gestos con a mano.
—¿Usted es Poole?
—Sí. —Poole se apartó de la puerta y se olvidó momentáneamente de Barksdale.
—Hay alguien en la radio que pregunta por usted.
Poole volvió a la antesala y cogió la radio que le ofrecía el guardia.
Escuchó por unos momentos la voz angustiada e incoherente.
—¿Quién es? ¿Qué? Tranquila, tranquila, Terri. ¿Dónde está? ¿Está herida? No, no se mueva. Ahora mismo voy.
Poole dejó la radio sobre la mesa y corrió hacia el pasillo.
—¡Lindbergh! ¡Lindbergh!
—¿Sí? —respondió el guardia.
—Escuche, tengo que irme. Volveré lo más rápido que pueda. Vigile a esos dos. ¡No los pierda de vista!
Lindbergh se rascó la cabeza con una expresión perpleja.
—Lo haré. El señor Allocco dijo…
Pero Poole ya se había marchado.