14:22 h.
Georgia Warne salió de la atracción conocida con el nombre de Eclíptica y se unió a la muchedumbre que llenaba la ancha avenida. Acababa de comprar la versión Calisto de un copo de algodón de azúcar —un iridiscente arco iris de azúcar hilado y cristales carbonatados que estallaban ruidosamente en la boca— y se lo comía muy concentrada. No oía el crujido de los cristales, ni los gritos y risas de los visitantes que pasaban a su lado, ni la música electrónica de fondo; llevaba puestos los auriculares, y para ella el panorama iba acompañado por la interpretación de la Orquesta de Count Basie de «Jumping at the Woodside».
Un grupo de adolescentes mayores, con los cabellos teñidos de rojo fucsia y vestidos con camisetas de Dientes de Dragón, avanzaban ruidosamente hacia ella, y Georgia se apartó para dejarlos pasar. No había esperado gran cosa de Eclíptica —después de todo, no era más que una rueda gigante— y en cambio había resultado ser muy divertido. Giraba alrededor de un planeta con un anillo vertical como si fuese Saturno. Oscura, como la mayoría de las atracciones de Calisto, pero con una sorprendente sensación de profundidad, de estar en el espacio exterior. Los anillos holográficos le habían parecido tan absolutamente reales que estaba segura de que habría podido tocarlos si hubiera sacado la mano fuera de la barquilla.
Como iba sola, la habían hecho sentar con otra chica de una familia numerosa, que, además de no estarse quieta, había insistido en señalarle todo lo que había a la vista. Era demasiado estúpida para cerrar la boca y disfrutar del viaje. Así que Georgia había acabado por ponerse los auriculares y subir el volumen al máximo.
Se detuvo, con el entrecejo fruncido al recordar la experiencia. Adelante y a la derecha, vio una rampa que se iniciaba en la calle Mayor y acababa en una cinta transportadora que desaparecía en el interior de un túnel con la boca marcada con luces de neón y rayos láser. Era la entrada de «El lado oscuro de la Luna», una atracción que había merecido elogiosos comentarios en la red. Sacó del bolsillo su itinerario particular. Efectivamente, una atracción de cuatro estrellas. Caminó hacia la rampa. Luego se detuvo. Le había prometido a su padre que no iría a las atracciones principales. Probablemente, Eclíptica entraba en ese categoría, pero ¿qué esperaba su padre que hiciera? Había probado con algunas de las atracciones para niños, como Anillos de Saturno, y se había sentido ridícula entre los chicos de seis años.
Miró la entrada, cada vez más ceñuda. Luego se volvió de mala gana y se alejo por la calle hasta dar con un banco. Se sentó, sacó del bolsillo el plano del parque, le echó una ojeada y lo guardó de nuevo. Se comió el último trozo de la golosina y se volvió para tirar el largo cucurucho blanco en una papelera; Entonces hizo una pausa, con la mirada fija en el cucurucho de papel.
Antes le había dicho a su padre que no recordaba el viaje que habían hecho a Kennywood Park y había faltado a la verdad. Recordaba cómo su madre la había sorprendido con una gran nube de algodón de azúcar, sujeta precariamente en un palo blanco idéntico a éste. Recordaba que la golosina rosa le había parecido enorme para sus ojos de niña de ocho años. Recordaba el calor del sol que caía a plomo sobre ellos, el rostro bronceado de su madre, el lápiz de labios claro, las arrugas que se le hacían en las comisuras de los ojos cuando sonreía.
Recordaba más cosas de su madre: Salir a navegar en uno de los veleros que ella diseñaba; cabalgar por un parque frondoso; estar sentada junto a la ventana, bien arropada con una manta, mientras leían juntas unos cuentos de Kipling. Eran recuerdos fragmentarios, pálidos y borrosos como las viejas fotografías, y se los guardaba para ella, como si hablar de ellos, incluso con su padre, pudiera romper el encantamiento y hacer que desaparecieran para siempre.
Miró el cono de papel durante unos momentos, lo hizo girar en las manos, hasta que acabó por tirarlo a la papelera. Luego se levantó y continuó el paseo.
Un poco más allá vio la galería del Ojo de la Mente. Encima de la puerta flotaba un holograma de Eric Nightingale de tamaño natural, que invitaba a entrar al público con su sombrero de copa. Había unas cuantas personas que miraban los retratos en el escaparate de la galería y señalaban la imagen del mago. Georgia acortó el paso. También recordaba a Nightingale. Nunca parecía estar quieto, se movía continuamente y gesticulaba. Recordaba que, pese a no ser muy alta la habitación siempre parecía demasiado pequeña para él. Las noches que visitaba a su padre, los hombres se sentaban en la cocina y conversaban durante horas. Recordaba el aroma del café y del tabaco de pipa. Ella se metía debajo de la mesa y jugaba, mientras escuchaba las voces, consciente de que mientras no llamara la atención se podía quedar levantada hasta mucho más tarde de la hora habitual.
Se acabó «Jumping at the Woodside». Hubo un breve silencio y le llegaron los sonidos de Utopía: gritos, un mar de voces, un anuncio por los altavoces, el chillido de alegría de un niño. Entonces comenzó «Swingin’ the Blues» y los demás sonidos desaparecieron de nuevo. Georgia metió las manos en los bolsillos y siguió caminando. Recordó la manera que tenía Nightingale de mirarla cuando ella hablaba, de escucharla como si lo que decía tuviese importancia. No era tonto, como parecían ser la mayoría de los adultos. No decía las mismas tonterías que decían los demás, como lo bonita que era o lo mucho que había crecido desde que la había visto por última vez.
Sin saber muy bien la razón, pensó en Terri Bonifacio. Tampoco ella parecía tonta. Era incluso probable que le gustara el algodón de azúcar. Por lo general, a Georgia le interesaba muy poco lo que decían los adultos. Pero admitió que le interesaba mucho conocer las opiniones de Terri sobre muchas cosas: qué pensaba del bluegrass y el bop; qué libros había leído cuando tenía su edad; sus colores favoritos; cuál era su plato preferido. Esperaba que no fuese aquella cosa nauseabunda que olía a pescado. Eso sería todo un problema.
Llegó al final de la calle y se detuvo. Delante había lo que parecía ser una gran terminal circular. Era el puerto espacial de Calisto, con media docena de «zonas de embarque» que llevaban a algunas de las atracciones más populares de los Mundos. El lugar era un hervidero. Georgia consultó el plano. Disparo Lunar, Horizonte Espacial, Anillo Solar. Todas eran apasionantes, y todas se contaban entre aquellas a las que no debía subir sola, a petición de su padre.
Como siempre, no había ningún reloj a la vista. Consultó el suyo. Faltaban cuarenta cinco minutos para ir a encontrarse con su padre.
No era justo, esto no era justo. Solo un par de buenas atracciones durante la mañana, y después nada excepto unas reuniones aburridas y perder el tiempo en los laboratorios. Además no era divertido montarse sola. Sobre todo cuando no podía hacerlo en las mejores atracciones.
Georgia suspiró con profundo desconsuelo y se volvió dispuesta a emprender el camino de regreso. Fue entonces cuando vio una zona de embarque señalada como Fuga de Aguas Oscuras.
Miró las rutilantes letras holográficas. Lo sabía todo de esta atracción. Estaba basada en su escena favorita de Atmósfera, cuando los jóvenes héroes escapaban de la prisión de Morfeo en el planeta acuático de Aguas Oscuras Cuatro. La atracción era nueva; nadie de su clase había estado en ella. Además tenía dos cosas que la hacían especialmente atractiva. Todo tenía lugar en un mundo acuático y supuestamente era la primera atracción en el mundo entero que utilizaba la tecnología de la baja gravedad. Nada de trucos; baja gravedad en vivo y en directo.
Georgia advirtió que la mayoría de los visitantes caminaban hacia ella en lugar de alejarse; ya habían estado en el Puerto Espacial y ahora regresaban a Calisto. A pesar de que las seis atracciones eran sin duda las más populares las colas eran más cortas que otras donde había estado.
Las revistas publicadas por los clubes de aficionados de Utopía contenían exhaustivas listas de las horas ideales para visitar las atracciones; horas en las que, por alguna razón desconocida, las colas eran más cortas. A Georgia esto no le interesaba en lo más mínimo. Solo sabía que estaba harta de las atracciones para niños, de dar vueltas sin saber que hacer. Calculó que en menos de diez minutos podía entrar en Aguas Oscuras, y en realidad no era una montaña rusa. A su padre no le importaría; bueno, no mucho.
De pronto se vio apartada de un empellón. Dos chiquillos, cogidos de las manos de su madre, la habían adelantado camino de Aguas Oscuras. La madre era joven, atractiva, y el vestido rojo resaltaba el bronceado de la piel.
Georgia se quitó los auriculares. Luego avanzó al trote, miró por encima del hombro a los chicos cuando los adelantó y ocupó su lugar en la cola de Aguas Oscuras delante de ellos.