09:00 h.

Los diez mil relojes de Utopía cambiaron la hora a la vez. Acabada la cuenta atrás, los contadores quedaron en blanco; a continuación señalaron las nueve y volvió el tiempo real. Había llegado la hora cero.

En el Centro de Transporte parecía reinar la confusión. Los acomodadores, provistos con bastones luminosos, se desplegaron por los aparcamientos y las carreteras de acceso para dirigir a los miles de coches en una milimétrica coreografía. Los tranvías de varios vagones azules y blancos unían los aparcamientos con el centro. En el primer vagón iban los guías, con sus birretes blancos donde destacaba el logotipo del ruiseñor, explicando, micrófono en mano, las normas del parque entre bromas y curiosidades de Utopía en una docena de idiomas.

En el interior del centro, todas las taquillas estaban abiertas, y por setenta y cinco dólares por cabeza, para todas las edades y sin descuentos, distribuían las insignias con la silueta del ruiseñor que, enganchadas en la camisa o la solapa, permitían el acceso durante un día a las mágicas tierras del parque. Los monorraíles circulaban ahora a la velocidad calculada para la «hora punta», para transportar hasta el Nexo a un millar de personas cada diez minutos.

En el Nexo, donde hasta entonces había reinado un silencio casi absoluto, resonaban ahora una infinidad de voces. Los visitantes novatos se agrupaban a la sombra de las palmeras y junto a las fuentes, muy ocupados en consultar los planos y las guías del parque. Los veteranos —los «utópicos», que formaban clubes y tenían páginas web para compartir su pasión— caminaban seguros, con los neófitos a la zaga, hacia sus Mundos favoritos.

En Luz de Gas, una vendedora de pescado y patatas fritas pasó a la carrera por delante de la entrada de la Caza de Notting Hill —cerrado por reparaciones— para ir a su quiosco.

En Paseo, los revisores de la Máquina de los Alaridos acabaron su ronda, teclearon sus códigos de autorización en la consola de la sala de control y le dieron el visto bueno al operador para que pusiera en marcha la montaña rusa. En las profundidades del castillo de Caernarvon, un especialista en imágenes hizo una última comprobación del sistema informático que controlaba las secuencias holográficas de «El príncipe encantado».

Los noventa minutos posteriores a la apertura y antes del cierre —cuando el máximo volumen de visitantes entraba y salía del parque— eran los que más inquietaban a la dirección de Utopía. Los especialistas de operaciones estaban en alerta máxima, preparados para actuar al instante si se producía alguna irregularidad en el tráfico que pudiera provocar atascos en el Centro de Transporte, el Nexo, o dentro de los Mundos. Miles de cámaras —discretamente ubicadas detrás de espejos, en tabiques y vigas falsas, tras las fachadas— transmitían imágenes de todo el parque para que los Mundos se llenaran sin tropiezos ni demoras, Los guardias, algunos con americanas negras, otros de paisano, se mezclaban con las multitudes, atentos a los niños perdidos y a la presencia de carteristas. Pero nada de todo esto era visible para el visitante medio, que recorría el parque con la intención de disfrutar al máximo.

Otro lugar donde no había visitantes —una zona absolutamente prohibida a ellos— era el «Subterráneo», los niveles inferiores debajo del parque. La mayoría de los visitantes ni siquiera sabían de su existencia; creían que estaban a nivel del suelo, y no cuatro pisos por encima del fondo del cañón. Aunque en el subterráneo no había fantásticos hologramas, espectaculares rayos láser ni reproducciones de personas y de objetos de los cuentos de hadas hechas con cemento celular, era aquí donde estaba la magia real de Utopía. Los empleados del parque iban de un lado a otro; algunos eran actores vestidos con los trajes de los personajes que interpretaban en los espectáculos y mezclados con la muchedumbre; otros eran trabajadores a los que los visitantes nunca veían, vestidos con monos, vaqueros y trajes. En las paredes de cemento había diagramas donde aparecían las cafeterías para el personal, los vestuarios, las peluquerías, las salas de descanso, almacenes, centros informáticos, laboratorios de investigación y desarrollo, y el resto de la activa ciudad secreta «subterránea». Los guías y el personal de los servicios de visitantes utilizaban los túneles como atajos entre los diferentes Mundos. Los técnicos, los artistas y los especialistas se reunían en una docena de salas de conferencias y laboratorios, para pensar en nuevas atracciones o analizar la penetración del mercado. Por el laberinto circulaban coches eléctricos para llevar de una sección a otra de Utopía a un artista famoso o un recambio requerido con urgencia.

Tom Tibbald caminaba por los pasillos del nivel C, canturreando por lo bajo. Acaba de cumplir los treinta, tenía los cabellos castaños rizados y comenzaba a tener tripa. En la solapa de la americana blanca llevaba la insignia dorada de los especialistas en electrónica. A pesar del canturreo, no se sentía en absoluto a sus anchas; le inquietaban los trabajadores que pasaban rápidamente sin saludarlo, las cámaras de vigilancia montadas en el techo abovedado y, sobre todo, las tarjetas de plástico y cobre que llevaba en un bolsillo de la americana. Pasó por delante de la Sección de Maquillaje y el Taller 3. Dejó de canturrear cuando se acercó al control de seguridad establecido en la entrada de personal.

El guardia de la garita comprobó su identificación, asintió y luego registró la salida en el ordenador. Tibbald volvió a canturrear cuando se abrieron las puertas automáticas y salió al aparcamiento del personal.

Después del aire frío y la iluminación suave de los túneles, el calor y el resplandor del sol fueron como una bofetada. Tibbald hizo una mueca y se volvió por un momento para dejar que sus ojos se acomodaran. Luego se sorbió la nariz y avanzó, esta vez sin tanta prisa, mientras miraba a un lado y otro del aparcamiento. Buscaba la furgoneta.

La parte trasera de Utopía carecía de la belleza de la fachada. Las paredes del cañón caían a pico hasta fundirse con la tierra parda del suelo. A su espalda se levantaba la inmensa pared trasera del parque, con unas pocas ventanas como manchas negras en la extensión de cemento. A cada lado, muy arriba, unas enormes puertas verdes daban a unas rampas que bajaban suavemente hasta el suelo trazando una curva: eran las salidas de emergencia, que nunca se usaban excepto en los simulacros. Entre ellas, a nivel del suelo, se encontraban los muelles de carga, las entradas de personal, talleres y cobertizos para los vehículos.

Allí estaba: una furgoneta color habano, de doble eje, aparcada un poco más allá de los demás vehículos. En las ventanas aparecía escrito el rótulo de la empresa: «Exotic Bird Trainers of Las Vegas». Tibbald caminó hacia la furgoneta con la ilusión de que tuviese aire acondicionado. Las ventanillas cerradas eran una buena señal. Pero cuando abrió la puerta del acompañante no sintió el impacto del aire frío. Suspiró con resignación, se aflojó el cuello de la camisa y subió al vehículo.

El hedor a guano era muy fuerte, y el asiento estaba cubierto con un trozo de tela plastificada verde. «Normal —pensó Tibbald—, con tanta mierda de pájaro en este trasto». En la zona de carga había una jaula blanca con media docena de cacatúas de las Molucas, unas aves grandes de color rosa. Lo miraron en silencio, las crestas color salmón desplegadas al máximo. Tibbald miró al conductor y parpadeó, sorprendido.

—¿Qué ha pasado con el otro tipo? —preguntó, sorbiéndose la nariz una vez más—. Me refiero al que vino la primera vez.

El hombre sentado al volante le devolvió la mirada. Tenía los ojos achinados y los pómulos muy altos le daban a su rostro la forma de un corazón.

—Tenía que atender otros compromisos —respondió al cabo de unos segundos.

Tibbald pensó por un instante, decidió que debía de ser un chiste, y se rio.

—¿Las tiene? —preguntó el hombre.

Hablaba pausadamente, con un muy ligero acento extranjero. Tibbald intentó determinar su origen. Tenía amigos en el servicio para Visitantes que hablaban con extranjeros todos los días, y les bastaba una palabra para reconocer un acento. Tibbald, en cambio, nunca trataba con los visitantes, y después de un momento renunció al esfuerzo.

—Aquí mismo. —Metió la mano en el bolsillo de la americana, sacó las tarjetas de plástico y las sostuvo en alto, en abanico como si fuesen naipes—. Todos sus sabores preferidos; lima-limón, cereza, fruta de la pasión y el nuevo fresa salvaje.

El hombre frunció el entrecejo y se apresuró a hacerle un gesto para que bajara la mano. Tibbald bajó las tarjetas por debajo del nivel de la ventanilla.

—Por un poco más de dinero —comentó—, le habría conseguido las especificaciones de la tecnología de reconocimiento de voz que quiere. Le habría evitado las molestias de todo esto. ¿Para qué parque dijo que trabajaba? ¿Paradise Island? ¿Fantasy World?

—No se lo dije —contestó el otro. Señaló las tarjetas—. ¿Las probó?

—Yo mismo las reprogramé —manifestó, orgulloso. Las fue enumerando por orden—: Esta da acceso a todas las áreas de visitantes, esta a Mantenimiento, esta otra al Núcleo. —Apoyó el dedo en la última tarjeta, de un color rojo claro—. Esta es la mágica. Todos los controles de seguridad hasta el nivel tres. —Apartó el dedo y en su rostro apareció una expresión inquieta—. Oiga, si lo pillan, no mencione mi nombre. Yo no sé nada. ¿De acuerdo?

El hombre asintió con un gesto.

Tibbald sonrió más tranquilo. Metió la mano en el bolsillo y sacó un puñado de insignias del ruiseñor.

—Aquí tiene las insignias que pidió. Son genéricas, así que no se las puede rastrear. Póngase una en la chaqueta y podrá moverse con toda libertad.

—¿Todo lo demás está preparado?

—El programa de hoy ya está en marcha. No podría cambiar nada aunque me fuese en ello la vida. —Tibbald se humedeció los labios—. ¿Ahora puede darme el dinero? —Lo dijo con un tono indiferente, pero después volvió a sorberse la nariz, el típico gesto del adicto a la cocaína.

—Por supuesto.

El hombre buscó en el bolsillo de la cazadora. —Tibbald advirtió sin darle importancia que la prenda era de piel a pesar del calor— y sacó un sobre muy abultado. Se lo dio a Tibbald.

—Buen trabajo.

En cuanto Tibbald comenzó a contar el dinero, el hombre le pasó un brazo sobre los hombros como una muestra de aprecio, al mismo tiempo que metía la otra mano debajo de la cazadora, y esta vez empuñaba una pequeña pistola automática.

Tibbald no tenía ojos más que para el dinero, y no fue hasta que el hombre le apoyó el cañón del arma en las costillas y lo acercó con el otro brazo que se dio cuenta de lo que sucedía. Abrió los ojos como platos, intentó protestar, pero la sorpresa disminuyó su velocidad de reacción.

Los proyectiles eran de punta hueca, diseñados para estallar dentro de la carne más que para atravesarla, pero así y todo el hombre apuntó el arma hacia abajo, hacia la columna de Tibbald, para eludir la posibilidad de herirse en el brazo que sujetaba a la víctima.

Se escuchó una detonación sorda, luego otra. Las cacatúas chillaron como si aprobaran el asesinato. El cuerpo de Tibbald se aflojó y de sus labios escapó un sonido parecido al de un fuelle cuando el aire escapó de los pulmones. El asesino apartó el brazo para dejar que Tibbald cayera sobre el asiento y se apresuró a recoger el sobre del dinero antes de que se manchara con la sangre. Cogió la tela de plástico y la utilizó para envolver el cuerpo y luego lo hizo rodar a la parte trasera de la furgoneta. Miró a través de las ventanillas para asegurarse de que nadie había sido testigo de lo sucedido.

Se disponía a guardar el arma cuando se interrumpió, se había apartado rápidamente, pero no había bastado: tenía una salpicadura de sangre en la pechera de la camisa.

Maldijo en voz alta. Guardó la pistola y se subió la cremallera de la cazadora hasta el cuello. Un par de minutos en los lavabos bastarían para limpiar la sangre.

Además, una vez vestido con el disfraz, nadie se daría cuenta.