14:40 h.
El centro médico de Utopía estaba en el nivel A, directamente debajo del Nexo. Lo habían diseñado de forma tal que, en caso de una calamidad o desastre natural, fuese accesible desde cualquier zona del parque, pública o privada, en un mínimo de tiempo. Como era de esperar, contaba con todos los equipos de emergencia más modernos y en tal número que más de un centro hospitalario de fama mundial lo habría envidiado: respiradores, ventiladores, desfibriladores, instrumentos para intubar, monitores. La mayoría de estos equipos de última generación permanecían sin usar en los quirófanos, salas y almacenes, objetos que en un entorno no esterilizado habrían juntado polvo. En los agitados Mundos de Utopía, el centro médico siempre era un remanso de paz; amables enfermeras que atendían algún corte o una luxación de tobillo, auxiliares que guardaban suministros, técnicos que hacían las revisiones obligatorias a unas máquinas que estaban por estrenar.
Ahora, el centro se había convertido en un escenario donde reinaba una actividad frenética. Los gemidos de dolor se mezclaban con las voces que pedían plasma. Los ayudantes técnicos sanitarios iban de habitación en habitación. Los auxiliares que normalmente se ocupaban de los inventarios de medicamentos trasladaban equipos de un quirófano a otro. Los visitantes se amontonaban en las salas de espera, reunidos alrededor de personas que lloraban o recostados en las sillas con la mirada perdida.
Warne echó las cortinas azul claro del cubículo para aislar el ruido todo lo posible. Le dolió el hombro izquierdo mientras arrastraba las anillas por el raíl. Cuando se volvió hacia la cama, se vio en el espejo que había encima del pequeño lavabo: el rostro contraído, los ojos hundidos. La venda manchada de sangre en la sien le daba el aspecto de un bandido.
Georgia yacía en la cama, la respiración lenta y regular, los ojos cerrados. Sujetaba en la mano el reproductor de CD. A Warne aún le dolía el brazo allí donde lo había sujetado su hija. No lo había soltado en ningún momento; ni siquiera cuando el equipo de rescate los había bajado de la barquilla tendidos en una tabla, ni tampoco mientras el coche eléctrico los había traslado por los pasillos hasta el centro médico.
Georgia abrió los ojos y miró a su padre.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Warne en voz baja.
—Somnolienta.
—Es el efecto del sedante. La inyección que te puso el médico. Descansarás durante unas horas.
—Bueno. —Cerró los ojos. Warne miró el morado en la mejilla de su hija y le acarició los cabellos—. Gracias por venir a buscarme. Me refiero a cuando estaba en la barquilla.
—Que duermas bien, Georgia —repuso Warne.
Georgia se movió debajo de la manta.
—No me has llamado princesa —murmuró.
—Creía que no te gustaba.
—No me gusta, pero dilo de todas maneras. Solo por esta vez.
Warne se inclinó para darle un beso en la mejilla herida.
—Te quiero, princesa —susurró.
Georgia no lo escuchó porque ya se había quedado dormida.
Warne miró por unos momentos las subidas y bajadas del pecho debajo de la delgada manta. Después le arregló el pliegue del cobertor debajo de la barbilla, le quitó de la mano el reproductor de CD y cogió la pequeña mochila que estaba en la silla. En el momento en que guardaba en ella el aparato, algo cayó al suelo. Dejó la mochila en la silla y se agachó para recoger el objeto. Se quedó de piedra cuando lo vio.
Era una sencilla pulsera de plata con media docena de dijes que reproducían embarcaciones de vela. La hizo girar entre los dedos mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Su esposa le había regalado la pulsera a Georgia cuando cumplió siete años. Cada vez que acababa el diseño de un nuevo yate, le daba a Georgia un dije con la replica para que lo añadiese a la pulsera. La había olvidado por completo; no tenía idea de que su hija la hubiese llevado con ella todo este tiempo. Sus dedos recorrieron la grácil silueta de Bright Future, la última embarcación diseñada por su esposa. El yate con el que se había ahogado frente a la costa de Delaware.
—Charlotte. —Susurró con un nudo en la garganta.
Se oyó un leve crujido y luego el rostro de un hombre asomó entre la separación de las cortinas: de mediana edad, un poco calvo, un bigotillo encima de una boca muy pequeña. Al ver a Warne entró en el cubículo escoltado por otro hombre. No vestían las habituales americanas blancas de los empleados de Utopía, sino unos sobrios trajes oscuros.
—¿El doctor Warne? —preguntó el primero, después de consultar una lista que llevaba en la mano.
Warne tardó en volverse el tiempo que necesitó para enjugarse las lágrimas, asintió.
—Lamento molestarlo —añadió el hombre del bigotillo—. Mi nombre es Feldman, y él es Whitmore. Si nos permite, queremos hacerle algunas preguntas.
—También, por supuesto, responder a las suyas —manifestó Whitmore. Era alto, con una voz aguda y parpadeaba al hablar.
Antes de que Warne pudiese responder, se separó la cortina y entró Sarah Boatwright con aire decidido. La seguía Tuercas. Sarah miró primero a Warne y luego a los dos visitantes.
—No lo molesten —ordenó.
Los dos hombres asintieron y se marcharon en el acto.
—¿Quiénes eran? —preguntó Warne sin demasiado interés.
—Feldman, del departamento legal. Whitmore, de Relaciones Públicas.
Warne contempló cómo una mano invisible cerraba las cortinas desde el exterior.
—Control de daños.
—Mantenemos controlado el incidente.
—¿Cuánto saben?
—Saben únicamente lo que se les ha dicho. Un fallo mecánico de poca importancia. —Se acercó—. ¿Cómo estás?
—Como si me hubiese atropellado un camión. ¿Qué pasó?
—Iba a preguntarte lo mismo.
—No lo sé. —Warne intentó hacer memoria—. Se produjo una explosión, un destello de luz. Toda la atracción comenzó a saltar y retorcerse. Creí que estaba a punto de desplomarse sobre nosotros. —Hizo una pausa—. Cerré los ojos, abracé a Georgia. Eso es todo lo que recuerdo hasta que llegaron los equipos de emergencia. —Miró a Sarah con una expresión interrogativa.
—No te mentiré, Andrew. No ha faltado más que un tris. Colocaron un artefacto explosivo en el eje central de la atracción. El eje es un elemento crítico para la integridad estructural de todo el sistema. De haberse partido, todas las barquillas se habrían desplomado a tierra. Cometieron un error de cálculo cuando colocaron el artefacto. Uno de los soportes aguantó e impidió la caída del eje. Eso nos permitió evacuar a los viajeros.
Un error de cálculo. Durante una fracción de segundo, Warne sintió algo cercano al alivio. Por lo visto, después de todo, los malos no eran invencibles. Si habían fallado una vez, podían equivocarse de nuevo.
Sarah señaló la cama con un gesto.
—¿Cómo esta Georgia?
—Recibió unos cuantos golpes, El médico dice que no es nada grave. Es una chica valiente.
Sarah miró a la niña dormida. Luego acarició la frente de Georgia.
Warne la miró mientras lo hacía. En realidad, era la primera vez que miraba a Sarah desde que había entrado. Había una expresión en su rostro altivo que no recordaba haber visto nunca: una expresión de dolor, casi de vulnerabilidad. Recordó la última conversación que habían mantenido en el despacho. De pronto comprendió que ella nunca le había pedido antes ayuda. «El parque lo es todo para ella —pensó—, de la misma manera que Georgia lo es todo para mí».
Se enfureció, sintió furia contra aquellos que habían hecho esto, que habían herido a las personas que amaba.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó.
Sarah lo miró.
—En tu despacho, me pediste ayuda —insistió Warne—. Quiero ayudarte, si puedo.
Sarah vaciló. Miró de nuevo a Georgia.
—¿Estás seguro?
Warne asintió.
Al cabo de un momento, Sarah apartó la mano de la frente de Georgia.
—Nos han advertido que no avisemos a la policía. No sabemos qué han tocado y qué no. Sabemos que al menos hay un topo en el parque, pero no sabemos quién es. Lo único que sabemos es que utilizaron la metarred para intervenir en el código operativo de algunos de los robots.
—¿No podéis ordenar una evacuación?
—Han colocado explosivos en el monorraíl. También nos han dicho que tienen vigiladas las salidas de emergencia.
—¿Sabes por qué hicieron estallar una bomba en Aguas Oscuras?
El dolor se acentuó en el rostro de Sarah.
—Nosotros… yo… subestimé a estas personas. Aceptamos entregarle la tecnología del Crisol. Pero teníamos la intención de seguir a John Doe, el jefe, cuando recogiera el disco. Descubrió al agente. —Metió la mano en el bolsillo y sacó la bolsa de plástico con la media docena de fragmentos. La dejó en el borde de la cama con una sonrisa amarga—. Un guardia resultó muerto, y esto es todo lo que queda del disco. Aguas Oscuras fue el castigo. Ahora espero a que vuelvan a ponerse en contacto conmigo para concertar la entrega de un segundo disco.
Sarah sostuvo la mirada de Warne.
—Muy bien. ¿Qué puedo hacer? —preguntó éste.
—Podrías usar la metarred para saber cuáles son los robots modificados, y cómo… Cualquier cosa podría ser útil. Si sabemos lo que han hecho, quizá podamos descubrir cuál será su siguiente paso. Podríamos prepararnos. —Desvió la mirada—. Roguemos a Dios que no sea necesario.
Durante unos segundos reinó el silencio.
—Haré lo que pueda —prometió Warne—. Siempre y cuando… —Señaló la cama.
—Me ocuparé personalmente de que la vigilen. Tenemos a varios equipos vigilando unas pocas áreas seleccionadas para evitar cualquier incidente. Aquí estará más segura que en cualquier otro lugar del parque. —Sarah bajó la voz—. Hay otra cosa que debes saber.
—¿Qué?
—Teresa Bonifacio está en la lista de posibles sospechosos.
—¿Terri? —exclamó Warne, incrédulo.
—Yo tampoco lo creo. Pero solo hay un puñado de personas con la capacidad y el acceso necesario para hacer esto. Ella es una. Tenlo presente. Ah, y otra cosa más. ¿Recuerdas cómo, en mi despacho, rastreamos el distintivo de Georgia? Verás, por casualidad descubrí que alguien te rastreaba.
—¿A mí? —La sorpresa inicial fue seguida por una molesta sensación de miedo—. ¿Por qué?
—No lo sé. Pero ve con cuidado. Quizá lo mejor sería que te desprendieras del distintivo. Mandaré a alguien que lo arroje en alguna papelera en el extremo más apartado del parque.
Warne se llevó la mano a la solapa y la encontró vacía.
—No está. Supongo que lo perdí en Aguas Oscuras.
—Mejor así. Si alguien del personal te detiene, enséñale tu pase y dile que me llame.
Se separó la cortina, y entró un hombre con una bata blanca.
—Ah, Sarah. Me dijeron que te encontraría aquí.
—Doctor Finch, ¿cuál es la situación?
—Gracias a Dios, mucho mejor de lo que podría haber sido. Fue un milagro que aquel soporte aguantara. Evitó que toda la estructura se viniera abajo. De no haber sido así, ahora necesitaríamos toda una flota de furgones fúnebres. Tenemos veinticinco heridos, y el más grave es un chico con fracturas en ambas piernas.
—Manténgame informada —dijo la directora de operaciones.
El médico se marchó, y Sarah volvió a dirigirse a Warne.
—Te dejaste algo en mi despacho. —Le sujetó la mano y le abrochó el ecolocalizador en la muñeca.
Warne notó un cosquilleo en la piel con el contacto de los dedos de Sarah.
—¿Por eso has traído a Tuercas?
—Es tu perro, ¿no?
Warne miró al enorme robot canino que lo vigilaba. En un movimiento inconsciente acercó la mano al ecolocalizador. El momento, con su mezcla de sorpresa, pena y rabia, tenía un tinte surrealista.
La cortina se apartó una vez más, y entró un hombre bajo y fornido que saludó a Sarah. Se movía con la soltura de una persona muy segura de sí misma; el bronceado caoba hacía que la cabellera pareciera casi gris.
—¿Es él? —preguntó.
—No, éste es Andrew Warne —respondió Sarah—. Creo que Poole está en la siguiente, con Feldman y Whitmore.
El hombre frunció el entrecejo.
—El tipo es un maldito héroe. No tendría que dejar que lo incordie la gente de Relaciones Públicas.
Warne interrogó a Sarah con la mirada.
—Es nuestro jefe de Seguridad —manifestó Sarah—. Está aquí para darle las gracias a un visitante llamado Angus Poole. Al parecer Poole estaba en una de las barquillas detrás de Georgia. Arriesgó la vida para salvar a los demás pasajeros.
Allocco saludó a Warne con un gesto, masculló algo y desapareció.
—Creo que yo también iré a saludarlo —dijo Sarah.
Warne se volvió para mirar a su hija. Cuando se inclinó para darle un beso en la mejilla, advirtió que Sarah se había dejado la bolsa con los restos del disco en el borde de la cama. La recogió y, después de dirigirle una última mirada a Georgia, siguió a Sarah y Allocco.
En el cubículo vecino había un hombre sentado en la cama, con un vendaje en la muñeca derecha. No había duda de que se trataba de un visitante: gorra de mezclilla marrón, chaqueta de pana y polo de cuello alto negro. De unos cuarenta y tantos, delgado, musculoso. Sus labios parecían estar fijos en una sonrisa distante. En realidad, todo su rostro parecía inmóvil salvo los ojos azul muy claro que lo miraban todo con una implacable curiosidad. Feldman y Whitmore habían desaparecido. El hombre se llevó una sorpresa cuando vio a Warne.
—¡Usted! —exclamó.
Sarah no le dio tiempo a decir nada más.
—Señor Poole, me llamo Sarah Boatwright. Él es Bob Allocco, jefe de Seguridad del parque.
—Queremos darle, las gracias por su valentía —añadió Allocco, con un tono de satisfacción—. Hay que tener mucho coraje para rescatar a esas personas como usted hizo.
—Esas personas son mis parientes —respondió Poole. Sus palabras fueron para Allocco, pero su mirada no se apartó de Warne.
—Lamentamos sinceramente todo lo sucedido —prosiguió Sarah—. Utopía es el parque con menor número de incidentes, pero me temo que ni siquiera los controles más rigurosos garantizan que no se produzca un fallo mecánico…
La mirada alerta del hombre pasó de Warne a Sarah.
—¿Usted dirige éste? —preguntó.
—Soy la directora de Operaciones, si es eso lo que quiere saber. Me gustaría hacer algo por usted, recompensarlo de la manera que pueda por lo que hizo.
La sonrisa distante se acentuó un poco más.
—Pues yo creía que podría hacer algo por usted.
Sarah frunció el entrecejo.
—No lo entiendo.
Poole la miró, sorprendido.
—¿Cuántos son los que están aquí?
—¿Cuántos son quiénes?
—Los malos. ¿Qué clase de fuerza es? ¿Táctica? ¿Un comando?
Warne vio cómo Sarah y Allocco intercambiaban una mirada.
—Señor —dijo Allocco—, creo que quizá debería ir a reunirse con su familia…
Sarah le ordenó que se callara con un gesto.
—Lo siento, estamos un tanto confusos.
—¿Por qué?
—Por lo que acaba de decir. Se ha producido un accidente grave, y…
Poole se echó a reír; una risa seca casi como una tos.
—Sí que fue grave, pero no fue un accidente.
Al ver que nadie lo interrumpía, añadió:
—No puedo creer que encendieran todas las luces. —Su voz de barítono tenía un claro tono de pesar—. Fuga de Aguas Oscuras era mi atracción favorita. Ahora ya sé cómo funciona. Me la han estropeado.
Una vez más, Warne vio el cruce de miradas entre Sarah y Allocco. Ninguno dijo nada.
—Yo estaba en el comienzo del recorrido cuando se produjo el estallido. Después de sacar a mis parientes, me quedé esperando un buen rato. Más tarde, vi los soportes partidos cuando me bajaron. Para entonces ya habían encendido todas las luces y pude mirar a placer. Menudo estallido. ¿C4, no? Tres cargas colocadas lateralmente. Lo que se conoce como un sándwich doble. Un trabajo notablemente preciso, y muy bien hecho, si se tiene en cuenta el entorno de trabajo.
Hizo una pausa a la espera de algún comentario.
—Continúe —dijo Allocco.
—¿Es necesario? A menos que tengan la costumbre de utilizar explosivos de gran potencia en los efectos especiales, yo diría que se enfrentan a un grupo de aguafiestas. Si no es así, debe de ser un visitante muy cabreado. —Poole señaló la cortina—. Sin embargo, ¿dónde están las fuerzas de la ley y el orden? ¿Por qué no han acordonado la escena del crimen? En cambio, no hay más que esos tipos de traje que piden disculpas por el accidente. El accidente. A mí me huele a tapadera. Alguien los está asustando, y mucho. Les diré más, creo saber quién es.
—Usted lo sabe —dijo Sarah.
—Esta mañana a primera hora, en el Nexo, vi a un tipo que hablaba solo. Eso fue lo primero que me llamó la atención: era como si estuviese recitando poesías o algo así. Tenía acento sudafricano, aquella fue la segunda cosa. Después el corte del traje; ningún turista se viste con un traje italiano de cinco mil dólares para pasar el día en un parque temático. Pero el detalle definitivo fue la manera como miraba el entorno. Reconocí la mirada. Como si estuviese valorando el local. Mejor dicho, como si ya fuese suyo y no quedara nada por descubrir. —Poole sacudió la cabeza y se echó a reír—. Como hoy es mi día libre, me olvide del tipo. Después, mientras estaba sentado en la barquilla, comencé a sumar dos y dos.
—¿Es usted policía? —preguntó Sarah.
El hombre se rio de nuevo.
—No exactamente.
—¿Qué, exactamente?
—Guardia armado. Servicios de protección personal. Esa clase de cosas.
Allocco puso los ojos en blanco.
—Vaya, y yo que creía que era usted Sherlock Holmes —dijo, con un tono que había cambiado significativamente.
Hubo otro silencio, esta vez más largo.
Sarah fue la primera en romperlo.
—Mencionó que podía hacer algo por nosotros, señor Pool ¿Qué tenía pensado?
—No lo sé. ¿Qué necesitan?
Allocco los interrumpió sin más.
—Ya está bien. Señor Poole, ¿nos disculpa un momento, por favor?
—Por supuesto.
Warne siguió a Sarah y Allocco al cubículo de Georgia.
—¿Qué demonios está haciendo? —le preguntó Allocco a Sarah en voz baja para que Poole no los oyera—. El tipo no es más que un guardia de alquiler, y nosotros tenemos un trabajo que hacer.
—Ahí está el problema —susurró Sarah—. Exactamente, ¿qué trabajo? ¿Alguna novedad respecto a la lista de sospechosos que preparó Barksdale?
—No hemos encontrado nada. Un técnico llamado Tibbald salió esta mañana temprano y aún no ha vuelto, así que no hemos podido interrogarlo. Tampoco hemos encontrado nada en los vídeos de las cámaras de vigilancia.
—¿Ve a lo que me refiero? No tenemos nada más que hacer aparte de lamernos las heridas y esperar a que suene el teléfono.
Allocco señaló la cortina con el pulgar.
—Dado que no sabemos nada, él podría ser uno.
—Vamos, Bob. Sabe que eso es una locura. Sus parientes estaban en la atracción; arriesgó la vida para salvarlos.
—Así que es un visitante. Aún peor. ¿Sabe lo que parecerá esto? ¿Lo que el tipo puede decir?
—¿Qué cree que dirá si le decimos que se largue con viento fresco? Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir. Si envía sus agentes a que lo pongan todo patas arriba, resultara sospechoso. Pero este tipo, un turista con una gorra de mezclilla, probablemente no. Es obvio que sabe de lo que habla. Estoy dispuesta a aceptar la oferta, y, si no recuerdo mal, esto no es una democracia.
El jefe de Seguridad la miró, incrédulo. Abrió la boca dispuesto a protestar. Luego la cerró y sacudió la cabeza.
—Tiene razón, no lo es. De todas maneras, no quiero tener nada que ver con ese tipo.
Manténgalo alejado de mi gente.
—No se lo prometo. —Sarah los invitó a volver al cubículo de Poole.
—¿Tiene algún pariente aquí, señor Poole? —preguntó Sarah.
—La familia de mi prima. Buena gente trabajadora de Iowa.
—¿Están bien? Me refiero a después del accidente.
—¿Habla en serio? ¿Después de la manera como sus hombres de Relaciones Pública han estado repartiendo vales de comida y fichas para el casino a manos llenas? Ya están de nuevo en la juerga.
—¿No quiere reunirse con ellos?
—Ya se lo dije. Me han estropeado mi atracción favorita. —Poole sacudió la cabeza, y su sonrisa perpetua pareció perder fuerza—. Ahora no podría disfrutar de mi cerveza.
El comentario fue recibido en silencio.
—Habló usted de protección personal. ¿Algo así como un guardaespaldas?
—No es el término que preferimos. Cada caso es distinto: ejecutivos, dignatarios extranjeros, VIP. Esa clase de cosas.
—Muy bien. —Warne vio que Sarah lo señalaba—. Señor Poole, le presento a Andrew Warne.
—Lo vi en el Puerto Espacial —dijo Poole—. Creí que era otro visitante que tenía prisa. —Miró a Warne con más atención—. ¿Se siente bien, amigo?
—Verá, señor Poole, no es sencillamente un visitante más. Piense en él como su VIP.
El hombre tardó unos segundos en asentir.
—Ah, señor Poole…
Poole volvió hacia ella sus ojos azul claro.
—Manténgalo con vida el resto del día, y quizá consiga un pase libre a perpetuidad.
Poole sonrió.