16:16 h.

William Verne bostezó, se reclinó en la silla y se desperezó lánguidamente. Apenas si se había movido en la última hora y escuchó el crujido de las articulaciones. Recordó vagamente que sus movimientos estaban siendo filmados por una cámara de seguridad. Pero no se inquietó. Estirarse de vez en cuando no estaba excluido en el perfil de su trabajo. Por otro lado, todo el proceso se había vuelto tan condenadamente rutinario que dudaba mucho que alguien estuviese mirando. Y si alguien lo hacía, estaría mirando al camión y no a él.

Se inclinó de nuevo para echar una mirada al panel de control. Como siempre, todas las luces eran verdes. La cámara acorazada, correcta; la cámara de entrega, correcta; el pasillo de acceso, correcto; el sistema de control monetario, correcto. Correcto, correcto, correcto. Algunas veces casi deseaba que algo funcionase mal. Al menos sería un cambio.

Habían pasado cinco meses desde que Verne había cedido a la tentación y había dejado su trabajo de programador de software en Palo Alto. El puesto que le ofrecían era demasiado bueno para rechazarlo. No solo trabajaría en el departamento de Nuevas Tecnologías de Utopía, sino que el puesto parecía tener cierta relación con cosas secretas que le habían intrigado. Había tenido que firmar un montón de documentos que lo obligaban a mantener una discreción absoluta sobre su trabajo y había tenido que someterse a una investigación profunda de sus antecedentes. Para su sorpresa, se había encontrado haciendo en el parque el mismo trabajo que hacía en Palo Alto. Al parecer el desarrollo de sistemas y mantenimiento era el mismo ya fuese que uno trabajara en un parque temático o en una pequeña empresa de software. Aquí le pagaban más, los juguetes eran más sofisticados, pero tenía mucha menos responsabilidad creativa.

¿Y el aspecto secreto del trabajo? Pues consistía en observar las luces de un panel de control, respirar gases de un tubo de escape y mirar la parte trasera de un camión blindado durante unos siete minutos, una vez a la semana.

Se escuchó un leve zumbido y un chasquido cuando alguien fuera de la sala de control de la cámara activó el escáner de retina. Se abrió la puerta blindada y entró Tom Pritchard, del departamento de Auditoría y Control. Verne lo miró sin interés.

—¿Qué tal va?

—Como una seda —respondió Pritchard al tiempo que cerraba la puerta y echaba el cerrojo. Acababa de hacer la inspección visual obligatoria. Durante los pocos minutos que se tardaba en efectuar la transferencia, la sección del nivel C que rodeaba la cámara acorazada y el pasillo de acceso quedaba aislada del resto del subterráneo de Utopía.

—Bien. Entonces acabemos con esto.

Verne oía el insistente pitido del camión blindado mientras este recorría marcha atrás los cien metros del pasillo. Apretó un interruptor para poner en marcha los potentes extractores que enviarían el humo del escape del vehículo al desierto, donde debía estar.

—¿Dónde está nuestra niñera? —preguntó Pritchard mientras se acercaba a la ventana de observación.

Si bien solo se necesitaban dos personas para la transferencia —una de Tesorería y otra de Control—, normalmente siempre había un guardia que asistía a la carga.

—Supongo que hoy tendremos que arreglárnoslas solos —respondió Verne—. Lo más probable es que estén todos de nuevo en la dichosa máquina.

La semana anterior, uno de los guardias había ganado ocho mil dólares en una de las tragaperras del casino de Paseo. Le habían confiscado el dinero, y el guardia había recibido una sanción disciplinaria por jugar en horas de servicio, pero aquello había despertado el interés de los demás.

—Quizá los hayan llamado para que se ocupen del accidente en Calisto o lo que haya sido.

—Eso es. Hoy ya me han hablado de tres accidentes. Me pregunto quién se inventa todos esos bulos.

Claro que, aunque fuera verdad, probablemente tardarían días en enterarse, encerrados como estaban en aquella maldita sentina. Verne había leído una vez un cuento de Joseph Conrad sobre dos ingleses que trabajaban en un lugar remoto de África. Al final no habían podido soportarlo más, se habían vuelto locos y se habían matado el uno al otro. Eso al menos era lo que recordaba. Siempre le había parecido algo muy exagerado, pero ahora ya no opinaba lo mismo.

—No lo sé, a mí me pareció que iba en serio. Escuché decir que había un muerto.

—¿Uno? ¿Por qué no cien?

—Déjate de bromas. Incluso han hablado de terroristas.

—Tú siempre oyes hablar de terroristas. —Verne lo miró con cierto desdén—. Creo que te has equivocado de trabajo. Tendrías que trabajar con los ingenieros y los diseñadores de atracciones. De todas maneras —añadió con un tono menos agresivo—, si hubiese ocurrido algo grave, Su Señoría habría cancelado la recogida.

«Su Señoría» era el apodo que el personal de Información Tecnológica le había puesto a Fred Barksdale. Lo consideraban un jefe muy trabajador y de gran talento, pero también un fanático del protocolo. Barksdale había diseñado la mayor parte del sistema de control monetario y siempre se ocupaba de supervisar personalmente la transferencia del dinero de la cámara acorazada al camión blindado. Durante el cursillo de orientación, a Verne le habían explicado la estructura de la cadena de mando. Si algo iba realmente mal, Barksdale les comunicaría que se había cancelado la transferencia. Pero nunca se había producido ninguna emergencia, y Barksdale nunca había llamado para comunicar una cancelación. Había llamado por muchísimas otras razones —para criticar la lentitud o algún fallo en la transferencia—, pero nunca para cancelarla.

Sonó una llamada en el altavoz del panel de control.

—Utopía Central, aquí Nueve Eco Bravo. —Era la voz del conductor del camión—. Veo la cámara.

Verne se inclinó hacia el micrófono.

—Utopía Central confirma. Luz verde para la transferencia.

Consultó su reloj. Las 16.18. La hora convenida. Al menos ese día Barksdale no llamaría para quejarse.

Verne se levantó y se acercó a la ventana de observación donde estaba Pritchard. Vio cómo la parte trasera del camión blindado se acercaba lentamente por la curva del pasillo de acceso. El nombre de la empresa, American Armored Security, aparecía pintado con grandes letras doradas en los costados.

Verne miró sin interés. El humo del tubo de escape del camión comenzaba a entrar en la sala de control a pesar de los extractores, y el olor tardaría en desaparecer por lo menos veinte minutos. Se preguntó si el humo sería cancerígeno. Quizá podría solicitar una paga suplementaria por trabajo insalubre.

El camión llegó a la altura de la sala de control y se detuvo. Durante unos segundos no hubo ningún cambio mientras los ocupantes repasaban la lista de verificaciones. Luego el conductor abrió la puerta lateral, y el guardia salió de la caja con una escopeta en una mano y una lista en la otra. Se volvió hacia la ventana de observación y saludó.

Verne apretó un botón y se abrió una pequeña puerta que daba al pasillo de acceso, Verne bajó los diez escalones hasta el pasillo. El ruido del motor Diésel resonaba mucho más fuerte. Verne habría preferido que lo pararan, pero no se podía; iba contra las reglas.

El guardia armado se acercó. Verne frunció el entrecejo.

—¿Qué tal va? —dijo el guardia con una gran sonrisa. Tendría casi cuarenta años, la piel muy bronceada y el bigote rubio bien recortado. Su acento tejano hacía juego con sus modales desenfadados.

—Bien —respondió Verne.

El hombre asintió.

—Usted no es el conductor habitual —comentó Verne.

El guardia no se inmutó.

—No. Soy Earl Crowe, supervisor de ruta de la AAS. En ocasiones me ocupo personalmente de las transferencias para asegurarme de que todo se hace de acuerdo con las reglas. Es lo mejor para que los clientes estén felices y contentos, y, demonios, ustedes son nuestro principal cliente.

Le ofreció la hoja. Verne la aceptó, sin desviar la mirada del conductor.

—Johnny está aquí —añadió Crowe—. Fuera. Anoche algunos de los muchachos se fueron de parranda, y se emborrachó. Así que hoy conduce el coche de escolta en lugar del camión. No hay nada mejor que tragar polvo durante sesenta kilómetros para que a un tipo se le cure la resaca.

Verne soltó una carcajada. Cogió el bolígrafo y firmó la hoja sin molestarse en leerla.

—¿Están satisfechos con el servicio? —preguntó Crowe cuando Verne le devolvió la hoja—. ¿Tienen alguna queja o sugerencia que deba comunicar a la gerencia?

Verne, que ya se había acostumbrado a ser el último eslabón de la cadena, se sintió sorprendido y también satisfecho.

—La verdad es que no —contestó—. Ahora mismo no se me ocurre nada.

—Me complace mucho saberlo. De todas maneras, no dude en comunicarnos cualquier cosa que nos pueda ayudar a darles un mejor servicio.

—Puede estar seguro de que lo haré, gracias —afirmó Verne, que intentó imprimir a su voz un tono un poco más autoritario—. Si están preparados, abriré la cámara de transferencia.

Volvió a la sala de control y se apresuró a cerrar la puerta para aislar el ruido y los humos. Una luz roja en el panel pasó a verde en cuanto se cerró la puerta. Verne miró a Pritchard, que había presenciado el encuentro a través de la ventana de observación. Asintieron. Habían completado el «apretón de manos» visual con el camión.

—Comienzo la apertura de la cámara de transferencia —anunció Pritchard, mientras escribía una serie de órdenes en un teclado.

Verne, por su parte, escribió un segundo código de acceso en un teclado que estaba en el otro extremo de la sala.

Se escuchó un leve zumbido y, al otro lado de la pared de la sala de control, la puerta de la cámara comenzó a girar silenciosamente sobre los cojinetes. Pritchard y Verne se acercaron a otra ventana un poco más pequeña en la pared lateral. Para Verne, esta era una parte del trabajo que siempre le resultaba muy interesante.

Desde el momento en que el dinero ingresaba en el sistema de procesamiento monetario de Utopía, ya fuese desde las cajas del casino de Luz de Gas, un bar de Paseo o un vendedor de tocas en Camelot, ya no lo volvían a tocar manos humanas. Un proceso totalmente mecanizado se encargaba de transportar el dinero a las estaciones recolectoras, donde las máquinas se encargaban de contarlo, hacer los fajos, empaquetarlos y por último depositarlos en la cámara acorazada, fuera de la vista de los empleados. Ahora la pesada puerta curva se deslizó para dejar libre el paso a la cámara de transferencia, al tiempo que sellaba el pasillo que comunicaba con el resto de Utopía. Se oyó un sonido sordo cuando la puerta acabó su recorrido.

Verne miró a través de la ventana. La cámara acorazada quedaba oculta a la vista por la enorme puerta curva; pero cuando se ordenaba la apertura, la puerta giraba noventa grados y convertía el pasillo de acceso en una galería cerrada. Ahora en un extremo brillaba la luz del día, en el otro se acumulaba una fortuna y en medio estaba el camión blindado.

Los dos hombres miraron mientras Crowe cruzaba la cámara de transferencia, con dos bolsas de lona en la mano izquierda. Reapareció unos veinte segundos más tarde, con las bolsas llenas al hombro. Los fajos eran de ochenta billetes, la cantidad ideal, como le habían explicado a Verne en el cursillo de orientación, para el manejo y el transporte por el sistema automático.

Crowe entró de nuevo para recoger otra carga. Se movía con la rapidez propia de alguien con mucha experiencia en este tipo de trabajo. «Está muy bronceado para ser supervisor —pensó Verne—. Debe de frecuentar mucho los campos de golf, o quizá con ese acento que tiene es que arrea ganado». Aunque Verne no alcanzaba a verlo detrás del blindaje transparente, sabía que el conductor del camión vigilaba atentamente a Crowe, sin perder en ningún momento el contacto visual y por radio con el guardia.

Crowe reapareció con otra carga, entró en el camión y salió de nuevo, con la escopeta debajo del brazo derecho. Verne miró el arma con indiferencia. Era un buen montaje, todo muy ordenado y práctico. El personal de Utopía nunca tocaba el dinero, nunca iba armado. Para eso contrataban a especialistas y se encerraban herméticamente durante todo el proceso. Sin duda a los inspectores de seguros les encantaba.

Crowe continuaba con su trajinar. Incluso a su ritmo, tardaría un rato en mover cien millones de dólares. Aburrido, Verne se apartó de la ventana, se sentó pesadamente en su silla delante del panel de control y se desperezó una vez más.

Earl Crowe entró en la caja del camión blindado y descargó las pesadas bolsas. El conductor, que lo esperaba, abrió las bolsas y vació el contenido. Docenas de fajos idénticos cayeron sobre el suelo de acero y goma. No era el procedimiento fijado por las normas —el conductor tendría que haber permanecido al volante, ocupado en vigilar la carga, atento a la presencia de cualquier extraño que pudiese representar una amenaza—, pero en el interior de pasillo sellado estaban ocultos de cualquier mirada.

Crowe se echó al hombro las bolsas vacías y luego miró al conductor, que se apresuraba a guardar los fajos en los compartimientos instalados en las paredes de la caja.

—Te gusta esto de conducir de nuevo un blindado, ¿no? —comentó.

El conductor asintió sin interrumpir el trabajo.

—Pues sí. Y, por primera vez, me quedaré con lo que transporto.

Crowe se rio por lo bajo. Se volvió y salió de la caja para ir a buscar otra carga.