13:17 h.

—¡Atención! —anunció una voz entre bambalinas a través del sistema de megafonía—. La función empieza dentro de tres minutos.

Roger Hagen consultó su reloj sin interrumpir su trote hacia el vestuario. Puntual como siempre. Algunas veces tanta puntualidad llegaba a ser deprimente.

Por todas partes se llevaban a cabo los últimos preparativos para el espectáculo en la Torre del Grifo. El técnico de efectos especiales estaba en su cabina. El director escénico repasaba los detalles con su ayudante. Los tramoyistas ponían en marcha las máquinas de humo y niebla. Los técnicos de sonido, los electricistas, los carpinteros y los maquilladores se ocupaban de sus tareas con la rapidez propia de la práctica. Algunos de los actores ensayaban movimientos de esgrima. Otros, sentados en los rincones, repasaban las frases en inglés medieval con sus profesores de dicción.

En otros parques, antes de comenzar la función los actores se comportaban como si estuviesen en una juerga estudiantil. En Utopía, en cambio, parecían más unos estudiantes preparándose para el último examen de licenciatura. Hagen pasó entre bastidores, con mucho cuidado para no tropezar con la infinidad de cables que había en el suelo, y luego bajó un tramo de escaleras.

El vestuario para el espectáculo en la Torre del Grifo estaba abarrotado: magos, doncellas con tocas y caballeros andantes a medio vestir. Resonaba el ruido de las máquinas de coser, y los ayudantes pasaban con percheros cargados de prendas de época. Harvey Schwartz, el fornido encargado del vestuario, vio a Hagen y sonrió.

—¡Eh, gente, mirad! —gritó mientras se apartaba de una fila de lavadoras y señalaba a Hagen—. ¡Es el que nos abandona!

—Sí, sí —murmuró Hagen.

Se quitó la camisa, abrió la taquilla y se puso el justillo de Nomex retardante del fuego colgado en el interior. Miró en derredor un tanto inquieto. A pesar de la atmósfera de estudio, también Utopía tenía sus tradiciones, como cualquier otro parque, y una de ellas era gastar una broma pesada a aquellos que trabajaban por última vez en uno de los espectáculos.

Uno de los ayudantes de vestuario se acercó para ayudarlo a ponerse la armadura. Hagen inspeccionó cada pieza —la coraza, las perneras, las botas—, atento a la presencia de algún regalo indeseable. El mes pasado le habían metido una caca de perro en el casco a un tipo que se despedía. El pobre no la había descubierto hasta que ya era demasiado tarde y había tenido que actuar durante toda la función con aquella porquería dándole vueltas por la armadura.

No encontró nada fuera de lugar y Hagen le hizo una seña al ayudante para que le pusiera el yelmo. De inmediato, el mundo de Hagen quedó reducido al pequeño rectángulo de luz que entraba por el visor. La armadura no le molestaba mucho —después de todo, estaba hecha de una plancha de aluminio muy delgada—, pero sí la pérdida de visión. Eso y el olor: cuando terminaba la actuación, el interior de la armadura olía como un vestuario que no hubiesen ventilado en años.

Oyó la fanfarria y los gritos del público cuando se alzó el telón y comenzó el espectáculo. El ayudante cerró el último broche, encendió el pequeño transmisor sujeto al yelmo, le entregó el escudo y la espada, y por último golpeó el yelmo con los nudillos para avisarle que estaba listo. Hagen movió la cabeza para despedirse de Harvey Schwartz y subió la escalera para ir a la parte de atrás del escenario. No era fácil caminar con la armadura. Debía tener mucho cuidado con donde pisaba; si tropezaba y caía, no podría levantarse sin ayuda.

Se acercó a las bambalinas para espiar desde detrás de uno de los cortinados. Los tres mil asientos de la sala estaban ocupados. La Batalla de la Torre del Grifo se había estrenado hacía cuatro meses y se había convertido rápidamente en uno de los espectáculos en vivo más populares de Utopía. A los chiquillos les encantaba ver en vivo y en directo a los personajes de Feverstone Chronicles, las películas de dibujos animados de Nightingale sobre el mundo mágico de Camelot. Al ver las sonrisas de los niños, iluminados por luces estroboscopicas de 25.000 vatios y rayos láser, a Hagen le entraron dudas.

El parque había sido un buen lugar de trabajo. Años antes, en su época de estudiante, había interpretado el papel de un capitán de un barco fluvial en busca de clientes en uno de los parques de Disney. Utopía era otra cosa. No dejaba de ser cierto que la insistencia en el realismo, las clases, se hacían un poco pesadas. En cada función, siempre había uno o dos asesores que controlaban la exactitud histórica y otorgaban puntos a los mejores intérpretes. Pero los salarios eran los mejores del ramo. Todas las semanas recibían fichas por valor de doscientos dólares para los casinos, y los esfuerzos se recompensaban: Si uno lo hacía bien, podía escoger las mejores representaciones y se le abría el camino para los ascensos.

El verdadero motivo por el que Hagen había decidido marcharse era que no le gustaba el desierto. Muchos de los actores —aquellos que no querían recorrer cada día cincuenta kilómetros desde la zona norte de Las Vegas— se habían instalado en la ciudad de Creosote, a unos pocos kilómetros al norte del parque, sobre la carretera 95. En el último año, lo que una vez había sido poco más que un parada de camiones se había transformado en una bulliciosa aglomeración de casas rodantes y cabañas, con una muy animada vida nocturna y el ambiente de un campus universitario. Pero, para Hagen, vivir como un estudiante a los treinta años ya no le resultaba divertido.

En el escenario, Mymanteus el archimago estaba preparando el hechizo maligno que le permitiría dar vida a los grifos de la torre. Alguien golpeó la armadura con los nudillos y Hagen se apartó de la cortina al tiempo que se volvía. Por la mirilla vio a Olmstead, el actor que hacía de su escudero, o écuyer, como insistían los asesores.

—Hola, hola —dijo Olmstead. La cabeza asomaba de la cota de malla, generosamente embadurnada con gel—. ¿Qué tal lo llevas?

—Fatal, con esta armadura.

—Vamos, disfruta —replicó Olmstead con una sonrisa. Recuerda que hoy es tu último día. Piensa que a mí me quedan ocho funciones antes del fin de semana.

Cada vez sonaba más fuerte la música de los altavoces ocultos en los falsos tabiques. El hechizo del archimago casi había acabado entre bambalinas la tensión era cada vez mayor. Era ahora cuando comenzaba la diversión. Hagen miró a la directora de escena, que estaba debajo de una hilera de monitores con el dedo a un lado en el botón de efectos especiales de la consola que tenía delante. Cerca de ella se encontraba el técnico teatral que se ocupaba del panel desde donde se controlaba la parte piromusical del espectáculo. Detrás de ellos vio a un hombre bayo con gafas y pinta de profesor, con un medidor de decibelios en la mano. No lo había visto antes y pensó que se trataba probablemente de uno de los especiales en pirotecnia que habían contratado. La traca final era realmente espectacular pero el estruendo resultaba insoportable. El público no dejaba de quejarse, y dos de los trabajadores sufrían ahora de zumbidos en los oídos. Hagen miró de nuevo al tipo calvo que habían llamado para que solucionara problema. «Petardos silenciosos —pensó—. Las cosas que inventan».

Ese día no lo serían. En unos segundos se abrirían las puertas del infierno. Los grifos saldrían de su sueño rodearían a la reina Kalma y al príncipe regente. El malvado archimago Mymanteus los atacaría con rayos de hielo y misiles mágicos. La chiquillería comenzaría a gritar. Entonces Hagen haría su gloriosa aparición. Correría al centro del escenario, lucharía heroicamente y moriría al cabo de dos minutos. Moría tres veces al día. Excepto que, al final de ese día, moriría por última vez. Después colgaría el escudo, devolvería la espada si la suerte lo acompañaba, quizá conseguiría regresar a Creosote sin que sus compañeros lo empaparan con una manguera o lo sometieran a cualquier otra clase de maltrato.

Los tramoyistas sudaban la gota gorda, pues las máquinas de niebla funcionaban al máximo para lanzar ríos de niebla gris en el teatro. El técnico tenía montado el sistema electrónico pirotécnico, y la directora de escena apretó el botón al tiempo que hacía una seña a la cabina de control.

Sonó un tremendo estallido que hizo temblar el suelo, acompañado por los gritos del público. Los grifos estaban en movimiento. Treinta segundos. Destellos de color naranja y rojo brillaban entre las muselinas y los cortafuegos. De vez en cuando había un destello más intenso: eran los rayos láser del hechizo del archimago. Olmstead sonrió de nuevo y asintió. La adrenalina comenzó a correr por las venas de Hagen. Un técnico subió por una escalerilla en el extremo derecho del escenario para asegurarse de que el robot que disparaba los rayos láser estuviese colocado en los raíles y preparado para funcionar. El suelo volvió a temblar cuando entraron en funcionamiento los altavoces colocados debajo del escenario, Hagen miró el reloj colocado entre bambalinas: 13.28. Más destellos, luego una risa diabólica: su señal.

La directora levantó una mano.

—¡Hagen! ¡Ahora!

Hagen respiró a fondo, sujetó bien firme la espada, levantó el escudo por delante de la coraza y avanzó. La directora alzó el pulgar. Uno de los tramoyistas apartó la cortina, y Hagen entró en el escenario envuelto en una nube de humo.

Había representado este papel quizá unas trescientas veces, pero esta vez, en su último día, intentó verlo como algo nuevo, fijar claramente en su memoria todas y cada una de las sensaciones que le producía estar en el escenario de la Torre del Grifo.

La más obvia era el ruido. Los gritos del público, los rugidos de los grifos furiosos que se movían por el escenario, los estampidos de los dardos mágicos del archimago, todo contribuía a que fuese impresionante. Cuando lo iluminaron los focos y dejó atrás la niebla y el humo, la multitud estalló en vítores.

La Torre del Grifo era enorme: una estructura de ocho pisos de altura, abierta como una chimenea hasta el techo. Olía a moho y piedras húmedas. Había antorchas y brasero en las paredes. El aire resplandecía con cegadores estallidos de color. En lo alto, el archimago continuaba riéndose al tiempo que —con la ayuda de los técnicos de efectos especiales situados entre bambalinas— lanzaba bolas de fuego sobre sus aterrorizadas víctimas: la reina y el príncipe regente. Una de las bolas de fuego chocó contra la pared más apartada de la torre. Se escuchó una brutal explosión, seguida por el desprendimiento de un trozo de mampostería, y luego la bola voló hacia el público sostenida por unas varillas invisibles, para desviarse finalmente en el último momento. Los espectadores prorrumpieron en gritos de deleite.

En otro lugar del escenario, el pobre Olmstead se veía asediado por un grifo furioso. Hagen levantó a Peligrosa, su espada refulgente, y se lanzó al rescate. Otro de los grifos se volvió hacia él, sus ojos mecánicos brillantes como ascuas. Con la precaución de mantener al robot entre él y el público, Hagen descargó un mandoble, que pasó a un palmo del grifo. Entre bambalinas, el técnico manipuló el control remoto, y la bestia mecánica cayó al suelo y se sacudió, soltando humo por la boca. Era un efecto realmente espectacular y el público lo recompensó con nuevos vítores.

Hagen saltó por encima del cuerpo de su escudero y corrió hacia la reina tras despachar a un segundo grifo. En el interior de la armadura la temperatura iba en aumento. Tenía el rostro bañado en sudor. Había una hilera de pequeños monitores, disimulados entre las candilejas, para que los actores, vieran la escena desde la perspectiva del público. Hagen no los perdía de vista. Aunque su actuación solo duraba dos minutos, resultaba muy fácil desorientarse entre el humo y el resplandor de los láseres.

Se colocó delante de la reina y levantó el escudo hacia el archimago.

—¡Varlet! —gritó—. ¡En nombre de Dios, cesad vuestra alquimia!

El archimago se rio al tiempo que se preparaba para obrar otro hechizo. Las luces parpadearon, y el escenario tembló al entrar de nuevo en funcionamiento los altavoces. Hagen miró los monitores a través del visor, para comprobar su posición y asegurarse de que estaba medio girado hacia el público. Cuando Mymanteus lanzara su ataque, un rayo láser rebotaría en el yelmo y a continuación rebotaría por todo el escenario, sincronizado con otra serie de explosiones. Él se desplomaría, con los brazos bien abiertos, víctima del rayo letal del archimago. Éste era otro de los efectos favoritos de los espectadores. Hagen quería hacerlo a la perfección en su última representación.

Se oyó un ruido espeluznante. El archimago levantó los brazos, y un rayo de luz azul partió de sus dedos. Hagen miraba el monitor. Nunca se cansaba de ver esto.

Solo que esta vez fue diferente. El rayo del archimago no rebotó en el yelmo para después continuar su alocada trayectoria entre la bruma. En cambio, el rayo perforó el yelmo y atravesó limpiamente la cabeza de Hagen, para salir por el otro lado en línea recta hacia la izquierda del escenario. En el monitor, pareció como si una resplandeciente aguja le hubiese atravesado las mandíbulas. La multitud aplaudió a rabiar.

Hagen no escuchó los aplausos. En realidad, no sentía ningún dolor, solo un calor que no desaparecía y una presión cada vez mayor en el cráneo, que continuó creciendo hasta que perdió el resto de los sentidos y se desplomó en redondo.

Unos segundos más tarde, bajó el telón en medio del estruendo de la traca final que estalló en las alturas de la torre y lanzó una lluvia de colores sobre el público. Los violentos ecos de la explosión se apagaron mientras el público, de pie, despedía el espectáculo con una larga ovación.

Al otro lado del telón la actividad era frenética. Los actores se felicitaban mutuamente y corrían a los vestuarios; los encargados del vestuario revisaban las prendas; los técnicos comenzaban a prepararlo todo para la siguiente función. Nadie hizo caso de los aplausos y gritos que aún sonaban en la sala. El especialista en pirotecnia anotó la lectura de su marcador decibelios. En una esquina, uno de los asesores reprochaba a un chiquillo que no podía tener más de diez años, porque había sostenido mal la trompeta. Solo Robert Hagen permanecía inmóvil tumbado boca abajo sobre las tablas del escenario.

Olmstead se acercó a su compañero.

—Venga, no se puede dormir en horas de trabajo —dijo con una sonrisa, y tocó el cuerpo de Hagen con la punta de la bota. Al ver que Hagen no se movía, creció la sonrisa de Olmstead—. ¿Qué es esto, tu gran actuación? Lo siento, muchacho, pero no me quedan más Oscar.

La sonrisa comenzó a borrarse cuando se prolongó el silencio.

—Eh, Ralph, ¿cuál es la broma? —preguntó Olmstead. Se arrodilló junto al caballero inmóvil y lo sacudió suavemente.

Cuando lo sacudió de nuevo, notó algo. Miró el yelmo de Hagen. Se agachó un poco más, y entonces olió a carne quemada.

Se levantó de un salto y comenzó a gritar pidiendo ayuda, pero su voz apenas era audible por encima del rugir de la multitud.