16:16 h.
El equipo de guardias de la sala VIP se había reducido considerablemente desde la última visita de Warne. Solo vio a dos: uno que vigilaba la entrada, el otro en el interior, junto a una columna de alabastro, con las manos a la espalda. La música que interpretaba el cuarteto de cuerda sonaba en la sala.
El guardia de la entrada miró la insignia que Warne llevaba en la solapa y los autorizó a entrar.
—¿Qué venimos a hacer aquí? —preguntó Peccam mientras cruzaban el vestíbulo.
—No lo sé —respondió Warne—. Pregúntemelo de nuevo dentro de cinco minutos.
Pero en realidad sí lo sabía, o al menos eso esperaba.
Mientras en el exterior sonaba la música, el suave murmullo de las fuentes y la conversación de un puñado de personas sentadas en los sillones de cuero, oyó en su mente las palabras de Poole: «El transmisor de alta potencia que encontramos en la bolsa no puede enviar una señal a través de las paredes, necesita un campo visual despejado. En cuanto salgan del edificio, harán estallar las cargas. La cúpula caerá sobre el parque, y ellos aprovecharán la confusión para escapar».
Quizá Poole conseguiría encontrar las cargas a tiempo, desactivar todas las posibles para evitar el desplome de la cúpula. Pero no tenían la seguridad de que pudiera conseguirlo y eso significaba que solo quedaba una única alternativa: impedir que el camión blindado saliera del subterráneo de Utopía.
De nuevo, la voz de Poole sonó en su cabeza: «Tienen armas. Muchas armas. Los guardias de Utopía están desarmados».
Era verdad. Utopía no tenía armas para emplear contra el camión acorazado. Pero quizá, solo quizá, tenían otra cosa.
Warne abrió las puertas y siguió por el pasillo alfombrado, mientras intentaba recordar la disposición de las salas. Las había visto de pasada, en medio de las prisas, y tenía que confiar en la suerte. «Creo que era esta», decidió y, sin molestarse en llamar, la abrió.
En la habitación, el hombre bajo y delgado llamado Smythe se volvió al oír que abrían la puerta. Tenía las gafas casi en la punta de la nariz; los cabellos, muy bien peinados cuando había hecho el viaje en el monorraíl durante la mañana, ahora estaban desordenados. Al parecer, llevaba rato paseándose para entretener la espera.
Se oyó un zumbido y algo se movió detrás de la mesa donde reposaba la cafetera. Un segundo después apareció Tuercas. Las cámaras gemelas que eran sus ojos enfocaron a su creador, y el robot se acercó rápidamente con un sonoro ladrido. Warne le palmeó la cabeza, aliviado al verlo allí, y dio gracias a Dios por haber encontrado también al hombre.
—Señor Smythe, soy Andrew Warne. ¿Me recuerda?
El hombre se acomodó las gafas y lo miró.
—Ah, sí. Viajamos juntos en el monorraíl esta mañana, y después creo que nos volvimos a ver aquí. La señorita Boatwright lo llamó después de que… de que… —Se interrumpió.
—Así es —se apresuró a decir Warne—. Le presento a Ralph Peccam. Es uno de los técnicos de vídeo del departamento de seguridad y ha venido en representación de Bob Allocco, el hombre que estaba con la señorita Boatwright.
«Diez minutos —susurró una fría voz en su cabeza—. Dispones de diez minutos, quizá menos». Toda esa charla cortés era un suplicio, pero vital. Para que esto funcionase, tenía que ganarse la confianza de Smythe.
—Señor Smythe, espero que me perdone, pero tenemos cierta prisa. Me pregunto si podría ayudarnos a hacer una cosa.
El hombre se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas con la punta de la corbata. Sin las gafas para protegerlos del mundo exterior, sus ojos azul claro parecían indefensos, sorprendidos.
—Por supuesto, si está en mi mano.
—Señor Smythe, ¿puede decirme que clase de fuegos de artificio tienen almacenados en el parque?
El pirotécnico continuó limpiando las gafas.
—Los habituales. La clase B.
—¿Clase B?
—Por supuesto. Libro naranja clasificación uno punto tres. —Al ver que sus palabras habían sido insuficientes, añadió—: Es una de las clasificaciones de la ONU para materiales peligrosos. Uno punto tres. Proyectiles de alto riesgo. Solo para ser usados en exhibiciones, no aptos para el uso general. —Pareció sorprendido ante semejante muestra de ignorancia.
—¿Hay muchos?
—¿Muchos? ¿Se refiere a fuegos de artificio? Oh, sí. Piense que hay varios espectáculos pirotécnicos todas las tardes. Sobre todo hay cometas, lluvias de estrellas y…
—Ya veo. ¿Cuáles son los que estallan?
Smythe acabó de limpiar las gafas.
—¿Estallan? —preguntó. Tenía el irritante hábito de repetir la última palabra de una pregunta—. Bueno, veamos. Todas las bengalas estallan, porque ése es su objetivo. —Comenzó a explicar las diferencias con el tono lento y paciente de alguien que habla con un niño pequeño—. Hay dos clases de pólvora negra; una que se utiliza para propulsar la bengala y otra que estalla.
—No, no —lo interrumpió Warne—. Quiero saber cuáles son las que estallan.
—¿Estallan? Bueno, eso depende de lo que usted entienda por estallar. Tenemos cascadas y molinetes, que son aquellas que tienen movimiento. Estallan lateralmente, y después tenemos las cascadas multicolores que…
—¡No! —Warne consiguió controlarse con un esfuerzo tremendo—. Quiero saber cuáles pueden ser destructivos como una bomba.
Smythe pareció sorprenderse. Se puso las gafas.
—Yo diría que todas lo son, o por lo menos la mayoría. Eso, claro está, si se utilizan incorrectamente. —Titubeó y miró a Warne con más atención—. Pero las que se utilizan en las exhibiciones a cielo abierto, las tracas, serían las más… —Su voz se apagó.
—¿Dónde las guardan? —preguntó Warne, que casi saltaba de impaciencia.
—En los depósitos del nivel C.
—¿Tiene usted acceso?
—Naturalmente. Supervisé la instalación.
Warne miró a Peccam, que había seguido la conversación con una expresión cada vez más incrédula. Después miró de nuevo a Smythe.
—Escuche, necesitamos su ayuda. Sin usted no podemos hacer nada. Es algo relacionado con… con lo que usted encontró en la sala de los especialistas. ¿Podría llevarnos a los depósitos donde guardan el material pirotécnico?
Smythe vaciló, esta vez un poco más.
—Por favor, señor Smythe. Es cuestión de vida o muerte. Se lo explicaré sobre la marcha. No podemos perder ni un segundo más.
Por fin, Smythe asintió.
—Muy bien, en marcha —dijo Warne. Sujetó al experto de un brazo y casi lo arrastró hacia la puerta—. Lo más rápido que pueda, por favor. —Entonces se detuvo y miró atrás—. Tuercas, seguir.
Con un bocinazo de alegría, Tuercas siguió al grupo fuera de la habitación.
Mientras avanzaban a la carrera por el pasillo, Warne le daba vueltas al ecolocalizador del robot que llevaba en la muñeca.