16:12 h.

El furgón blindado y el coche de escolta subían por la larga pendiente de la carretera de acceso a Utopía. La circulación por el carril contrario era intensa. Los camiones con que se cruzaban circulaban a gran velocidad, aligerados de las cargas que habían dejado en los depósitos de Utopía. A los vehículos pesados se sumaban los coches del personal que había terminado el turno y que emprendía el camino de regreso a sus casas en los barrios de la zona norte de Las Vegas o en la más cercana comunidad de Creosote.

Cuando pasaron por la última curva y apareció a la vista el inmenso muro trasero de Utopía, el conductor consultó su reloj: las 16.12. La hora exacta.

Abrió la guantera y sacó una radio. Con un ojo en la carretera y el otro en el teclado de la radio, marcó el código clave y acercó la radio a la boca.

—Factor Primario, aquí Heladero. ¿Me recibes?

Apartó el dedo del botón de transmitir y permaneció a la escucha. Al cabo de unos segundos, respondió una voz en medio de una descarga de estática.

—Te recibo, Heladero. ¿Tienes contacto visual?

—Ahora estoy a la vista.

—Excelente. —La señal era débil, pero no tardaría en ser fuerte—. Procede con el contacto. Nos encontraremos en el punto de reunión.

—Fuera. —El hombre dejó la radio a un lado. Tardó un momento en consultar una lista pegada en el tablero. Después apretó el botón del micrófono incorporado a los auriculares que llevaba puestos.

—Utopía Central, aquí transporte AAS Nueve Eco Bravo, cambio.

Una voz muy diferente sonó en los auriculares.

—Utopía Central.

—Estamos en el tramo final. Solicitamos la autorización de entrada.

—Nueve Eco Bravo, permanezca a la espera.

La voz calló y el conductor aminoró la velocidad. El cambio de turno se había completado, y cada vez eran menos los coches que se marchaban. Delante, más allá de la garita, la carretera desembocaba en una enorme extensión de asfalto. Los coches del personal de Utopía estaban aparcados a un lado en largas y resplandecientes hileras. Al otro lado había una gran variedad de camiones y otros vehículos de servicio, el último de los cuales era una furgoneta de color marrón. En la caja, escrito con letras que imitaban hojas de palma, se leía el nombre de la empresa: Exotic Bird Trainers of Las Vegas. Como si de un anuncio se tratase, un buitre se había posado en el techo, con las alas desplegadas y el cuello flaco estirado. De vez en cuando, picoteaba el techo de la furgoneta.

Más allá del aparcamiento del personal y la zona de mantenimiento se elevaba la inmensa mole de Utopía. Conocida oficialmente como Zona Administrativa y de Servicios, era una visión que los folletos y vídeos turísticos no mostraban y solo aparecía rara vez en fotos tomadas en secreto que publicaban las revistas y las páginas web dedicadas al parque. Sin embargo, era algo que impresionaba. La fachada trasera del parque trazaba una suave curva de una pared del cañón a la otra como un inmenso dique, solo interrumpido por unas diminutas ventanas. Por encima se alzaba la grácil curva de la cúpula, resplandeciente con el sol de la tarde. La enorme sombra de la cúpula se proyectaba en esos momentos sobre el extremo izquierdo del aparcamiento.

—Utopía Central confirma —dijo la voz—. Puede proseguir. Ahora están despejando el pasillo de aproximación.

—Nueve Eco Bravo confirma —respondió el conductor—. Gracias. Fuera.

En la garita de control del aparcamiento, el único guardia autorizó el paso del vehículo blindado con un gesto despreocupado. El conductor respondió con un toque de bocina y luego continuó hacia un portal entre dos muelles de carga. El portal estaba señalado con una letra B de dos metros de altura y pintada en negro, y, si bien tenía la altura y la anchura suficientes para dar paso a un vehículo más grande que el camión blindado, parecía poco más que el agujero de una ratonera en el muro.

El coche de escolta se separó del camión y aparcó junto a uno de los muelles de carga, con el motor en marcha y las luces intermitentes encendidas. El conductor del camión miró por el espejo retrovisor. El hombre que iba en el compartimiento de carga le devolvió la mirada, asió la escopeta y asintió.

Tenía que realizar la entrada sin fallos a la primera; cualquier error o desviación de las normas sería advertida de inmediato. Pero solo habían pasado dieciocho meses desde que había dejado de conducir camiones blindados para la compañía, y no le había costado recuperar la práctica. Además, habían ensayado la maniobra docenas de veces entre líneas de conos en los arroyos y las rieras secas de Esmeralda County, así que no hubo titubeos. El conductor se acercó a la entrada y dio la vuelta. Después puso la marcha atrás y guio al vehículo hacia la entrada. En cuanto la trasera del camión entró en el vientre de Utopía, el ruido del motor y el pitido de la señal de marcha atrás resonaron con fuerza en el interior del túnel.

Poco a poco, el cielo azul desapareció de la vista y lo reemplazó el techo del nivel C. Ahora el camión blindado ya estaba todo dentro, y continuó moviéndose marcha atrás por el ancho túnel, que trazaba una muy ligera curva. Cuando el conductor pasó por delante del puesto de vigilancia, el guardia lo saludó.

—¿Puede mirar el aceite y la presión de los neumáticos? —le gritó el conductor a través de la mirilla.

El guardia sonrió, levantó el pulgar y le indicó que siguieran.