08:10 h.
El Nexo era un espacio amplio y luminoso donde, lo mismo que en el Centro de Transporte, dominaban la madera clara y el metal pulido. Restaurantes, tiendas de todo tipo y salas de servicios se extendían a izquierda y derecha hasta donde alcanzaba la vista. Warne siguió a los demás por la rampa del andén del monorraíl. En las alturas, la cúpula de cristal enmarcaba un cielo sin nubes que se curvaba por encima del Nexo como un brillante manto azul. Delante de él, los puestos de información y las hermosas fuentes brillaban con los rayos del sol. Los carteles, grandes pero discretos, dirigían a los visitantes hacia los cuatro mundos del parque: Camelot, Luz de Gas, Paseo y Calisto. El aire era fresco, ligeramente húmedo, y se oía una infinidad de sonidos apagados: voces, el chapoteo del agua, un sonido más suave que no consiguió identificar.
Un grupo de jóvenes esperaban al pie de la rampa. Hombres y mujeres vestían americanas blancas y llevaban las mismas carpetas. Se parecían tanto los unos a los otros que bien podrían haber sido parientes. Warne se preguntó, medio en broma, si había limitaciones de altura, peso y edad para los empleados de Utopía. Hizo a un lado ese pensamiento al ver que una de las mujeres caminaba hacia él con paso enérgico.
—¿El doctor Warne? Soy Amanda Freeman. —Se presentó la mujer y le estrechó la mano.
—Ya lo veo —respondió Warne, con un gesto hacia la placa con el nombre abrochada en la solapa de la americana; se preguntó cómo lo había reconocido.
—Me encargaré de su acceso a Utopía. Le daré una breve explicación para que se oriente. —La voz era agradable, pero casi tan enérgica como su paso. Señaló el pequeño sobre que Warne llevaba en la mano, con un código de barras impreso en un borde—. ¿Me lo permite?
Warne se lo dio. Freeman rasgó el sobre y vació el contenido en la palma de la mano. Era una insignia del pájaro estilizado en color verde. Se lo abrochó a la solapa.
—Por favor, no se quite la insignia mientras esté con nosotros.
—¿Por qué?
—Lo identifica como un especialista externo. ¿Tiene el pase? Bien. Con el pase y la insignia tendrá acceso a todas las zonas restringidas.
—Es mucho mejor que pagar la entrada.
—Tenga siempre el pase a mano. Puede que se lo pidan en más de una ocasión. El personal que trabaja en el subsuelo suele llevarlo enganchado en los bolsillos. ¿Esta es su hija?
—Sí. Se llama Georgia.
—No me informaron de que lo acompañaría. Tendremos que darle una insignia.
—Muchas gracias.
—No es ninguna molestia. Puede esperar en los servicios de atención a los niños mientras procesan su admisión. Podrá recogerla más tarde.
—¿Servicios de atención a los niños? —preguntó Georgia, con un muy claro tono de indignación.
Una sonrisa apareció fugazmente en el rostro de Freeman.
—Me refería a la sección de jóvenes adultos de los servicios de atención a los niños. Creo que te llevarás una sorpresa muy agradable.
Georgia miró a Warne con unos ojos que echaban chispas.
—Papá, más te vale que así sea —murmuró—. Yo no juego con Legos.
Warne miró hacia la rampa de bajada. El especialista en pirotecnia, Smythe, se alejaba con paso decidido por el Nexo. Norman Pepper iba tras él, conversando animadamente con uno de los jóvenes recepcionistas. Pepper se frotaba las manos y sonreía.
Acompañaron a Georgia hasta uno de los mostradores de servicios y luego caminaron por el pasillo central del Nexo.
—Tiene una hija muy bonita —comentó Freeman.
—Gracias. Pero, por favor, no se lo diga. Es un tema que la saca de sus casillas.
—¿Qué tal el monorraíl?
—Fenomenal.
—Nos gusta traer a los especialistas visitantes en el monorraíl la primera vez. Hace que comprendan mejor la experiencia de los visitantes de pago. Le informarán de cómo llegar al aparcamiento de los empleados como parte del servicio de orientación. Es mucho menos espectacular, naturalmente, pero le ahorrará unos quince minutos de trayecto, a menos que este alojado aquí.
—No, estamos en el Luxor.
A diferencia de la mayoría de los parques temáticos, Utopía estaba organizada para que el visitante viviera una inmersión total de un día; no había alojamientos para turistas. Sin embargo, a Warne le habían dicho que sí había un hotel privado, un establecimiento de primera clase para los visitantes famosos, artistas y otros personajes importantes, y habitaciones más sencillas para los consultores visitantes, músicos y personal nocturno.
—¿Qué pasa con los relojes? —preguntó Warne mientras intentaba mantenerse a la par de su guía. Había advertido que, aunque eran las ocho y cuarto, los relojes digitales en las paredes del Nexo señalaban las 00.45.
—Cuarenta y cinco minutos para la hora cero.
—¿Qué?
—Utopía está abierta los trescientos sesenta y cinco días del año, de nueve de la mañana a nueve de la noche. A la hora de cierre, los relojes comienzan una cuenta atrás de doce horas. Permite que los artistas y los trabajadores sepan cuánto tiempo les queda hasta la apertura. Por supuesto, no hay relojes en los mundos, pero…
—¿Se tarda doce horas en preparar el parque para el día siguiente? —preguntó Warne, incrédulo.
—Hay muchísimas cosas que atender —respondió Freeman con otra pequeña sonrisa—. Venga, acortaremos camino a través de Camelot.
Lo llevó hacia un enorme portal en la pared más cercana. Encima, destacaba la palabra «Camelot» escrita con letra gótica. Esta era, hasta el momento, la única desviación que Warne había visto en el diseño del Nexo: hasta los carteles de los baños y las salidas de emergencia estaban escritos con letra Art Deco.
Tres empleados de americanas blancas que custodiaban el portal sonrieron y saludaron a Freeman. La mujer guio a Warne por un laberinto de barreras hasta una gran sala de espera. En la pared más lejana había media docena de puertas metálicas. Una de las puertas se abrió, y Freeman entró primera en el enorme ascensor.
Las puertas se cerraron y la misma sedosa voz femenina del tren anunció: «Están entrando en Camelot. Disfruten de la visita». Se oyó un golpe sordo y el ascensor se puso en marcha. Warne advirtió que la cabina no subía ni bajaba sino que se movía horizontalmente.
—¿Se tarda mucho en llegar al parque propiamente dicho? —preguntó.
—La verdad es que no nos movemos —respondió Freeman—. La cabina solo crea la ilusión del movimiento. Los estudios demuestran que a los visitantes les resulta más fácil acomodarse a los mundos si creen que es necesario un viaje, por breve que sea, para llegar hasta ellos.
Se abrieron las puertas en el otro extremo de la cabina. Por segunda vez en la última media hora, Warne se detuvo, asombrado.
Delante se abría una ancha calle de adoquines oscuros. Unos pintorescos edificios —algunos con techos de paja, otros con tejados a la holandesa— bordeaban la calle y se extendían hacia lo que, visto de lejos, parecía la plaza de un poblado. Más allá de la plaza, la calle se bifurcaba alrededor de la muralla de un castillo, monolítico y de color arena. Por encima de las almenas ondeaban un centenar de estandartes multicolores. Todavía más lejos, vio más torres y la ladera de una montaña con la cumbre nevada, que se elevaba sobre una colina cubierta de verdor. En las alturas, la curva de la cúpula creaba la ilusión de un espacio interminable. El aire olía a tierra, a hierba recién cortada y a verano.
Warne avanzó lentamente con la sensación de ser Dorothy que salía de su triste casa monocolor para entrar en Oz. «Espera a que Georgia vea esto», pensó. La fuerte luz solar blanqueaba toda la escena y recortaba los perfiles. Los empleados del parque caminaban presurosos por las calles adoquinadas, pero no vestían el uniforme que había visto antes: aquí los hombres vestían calzas y jubones de colores; las mujeres, amplios vestidos y tocas, y distinguió un caballero con armadura. Solo un pequeño grupo de supervisores con las americanas blancas, ordenadores de mano y radios, y un empleado de mantenimiento que limpiaba la calle con una manguera, rompían la ilusión.
—¿Qué le parece? —preguntó Freeman.
—Es fantástico —contestó Warne sinceramente.
—Sí, lo es. —Warne se volvió y la vio sonreír—. Me encanta ver a las personas que entran en un Mundo por primera vez. Dado que no puedo volver atrás y repetir la experiencia, ver la reacción de los demás es lo más parecido.
Continuaron caminando por la ancha calle, y Freeman le iba señalando las atracciones con que se encontraban. Cuando pasaron por delante de una panadería, se abrió una ventana con los cristales emplomados y les llegó un aroma irresistible. En algún lugar, un bardo afinaba su laúd mientras canturreaba una balada.
—La filosofía del diseño de los cuatro Mundos es la misma —le explicó Freeman—. Los visitantes pasan primero por un decorado… en el caso de Camelot, el pueblo donde estamos… que los ayuda a orientarse, a ponerse en ambiente. Lo llamamos descompresión. Hay restaurantes, tiendas y franquicias, por supuesto, pero sobre todo es un lugar para que los visitantes miren, se aclimaten. Luego, a medida que se adentran en el Mundo, comenzamos a integrar las atracciones… las montañas rusas, los espectáculos en vivo, proyecciones holográficas, lo que quiera… en el entorno. Todo ocurre sin solución de continuidad.
—Eso parece. —Warne advirtió que, excepto por los carteles en las tiendas y los restaurantes, no había ninguna señalización moderna: los lavabos y los quioscos de información muy bien integrados solo estaban señalados por lo que parecían ser unos símbolos holográficos muy reales.
—Los eruditos vienen aquí porque esta calle que estamos recorriendo es una reconstrucción exacta de Newbold Saucy, una aldea inglesa abandonada en el siglo XIV —comentó Freeman—. Los visitantes vienen porque Dientes de Dragón es probablemente la montaña rusa más espectacular del parque, después de la Máquina de los Alaridos que está en Paseo.
Al acercarse a la plaza vieron la mole del castillo, que se alzaba ante ellos.
—Una réplica exacta de Caernarvon, en Gales. Con una compresión selectiva y una perspectiva forzada, por supuesto.
—¿Una perspectiva forzada?
—Los pisos superiores no son del tamaño real, son más pequeños. Crean la ilusión de tener las proporciones correctas, pero son más acogedores, intimidan menos. Utilizamos la técnica en diversos niveles en todo el parque. Por ejemplo, aquella montaña es más baja para crear la ilusión de distancia. —Señaló el rastrillo abierto—. En el castillo es donde se ofrece el espectáculo de «El príncipe encantado».
Hacía mucho que ya no se oía la balada del trovador, y ahora Warne percibió otros sonidos: los trinos de los pájaros, el rumor de las fuentes y el mismo ruido de fondo que había sentido en el Nexo.
—¿Qué es ese sonido que oigo continuamente? —preguntó.
—Es usted muy observador —dijo Freeman—. Nuestros investigadores han hecho un trabajo pionero sobre el útero. El sonido no es audible cuando los visitantes llenan Camelot. Sin embargo, no cesa.
Warne la miró, intrigado.
—Es la técnica de reproducir determinadas condiciones del útero, la temperatura y los sonidos ambientales, para estimular una sensación de tranquilidad subliminal. Tenemos pendientes de aprobación cinco patentes de la técnica. La Utopía Holding Company tiene más de trescientas patentes. Algunas las emplean con licencia diversas empresas farmacéuticas, médicas y de electrónica. Otras son de propiedad exclusiva.
«Tres de ellas las desarrolle yo», pensó Warne y se permitió cierto orgullo. Se preguntó si la mujer que lo acompañaba sabía la contribución que había hecho al funcionamiento de Utopía: la metarred, que coordinaba las actividades y la inteligencia de los robots del parque. Probablemente no, a la vista de la manera en que le explicaba las cosas, como si solo fuese un ayudante de programación. Una vez más, se preguntó por qué Sarah Boatwright había insistido para que acudiera allí con tanta premura.
—Por aquí —dijo Freeman y entró en una callejuela transversal.
Un hombre con una capa violeta y pantalones de montar oscuros pasó junto a ellos, muy entretenido en practicar su inglés medieval. Delante, dos fornidos especialistas de mantenimiento cargaban con una gran jaula metálica. En el interior había un pequeño dragón que batía la cola. Las escamas rojas brillaban como el fuego con la luz del sol y los orificios nasales se dilataban con el paso del aire. Warne lo miró fijamente. Habría jurado que los ojos amarillos de la criatura centelleaban cuando lo miraron.
—Es un dragón que instalarán en la Torre del Grifo —le informó Freeman—. El parque todavía está cerrado. Por eso no lo llevan por los túneles. ¿Qué pasa, doctor Warne?
Warne continuaba mirando al dragón.
—No estoy acostumbrado a verlos con piel, eso es todo —murmuró.
—¿Cómo dice? Oh, sí, esa es su especialidad, ¿no?
Warne se pasó la lengua por los labios. Los disfraces, la lengua arcaica, el absoluto realismo del entorno… Sacudió la cabeza lentamente.
—Puede ser un poco fuerte cuando no hay público alrededor que rompa la ilusión. —La voz de Freeman sonó más suave, menos enérgica—. A ver si lo adivino. Cuando llegó, el Nexo le pareció demasiado sobrio, sin ningún atractivo.
Warne asintió.
—Es algo que las personas sienten muy a menudo cuando visitan Utopía por primera vez. Una visitante me comentó que le recordaba la terminal de un aeropuerto. Bueno, lo diseñaron de esa manera, y esta es la razón. —Abarcó el entorno con un gesto—. Algunas veces el realismo puede desorientar a los visitantes. El Nexo les facilita un entorno neutral, una zona de reposo, una transición entre los Mundos.
Se detuvo delante de una casa de dos pisos con la planta baja de madera, y levantó la tranca de hierro que sujetaba la puerta. Warne la siguió al interior. Para su sorpresa, el edificio no era más que una cáscara vacía. Había una puerta gris en la pared del fondo, un escáner de huellas digitales y un lector de tarjetas. Freeman se acercó al escáner y apoyó el pulgar en el molde. Se oyó un chasquido y se abrió la puerta. Warne vio el resplandor verde de las luces fluorescentes.
—De nuevo en el mundo real —dijo Freeman—, o al menos lo más cercano que podemos estar por aquí.
Lo invitó a cruzar el umbral.