Epílogo

El tercer capítulo del libro de Joseph Stapleton sobre el asesinato de Road Hill está dedicado a la autopsia del cuerpo de Saville Kent; entre las diversas observaciones que el médico realiza acerca del cadáver hay una descripción en prosa característicamente florida sobre dos heridas en la mano izquierda del niño.

Sobre la mano, esa mano izquierda, esa mano hermosamente cincelada, que colgaba inerte de un cuerpo que podría, aun mutilado, decorar un estudio y ser modelo para un escultor, hay dos pequeños cortes (uno casi hasta el hueso, el otro apenas un rasguño). Sobre el nudillo del dedo índice. ¿Cómo se produjeron ahí?

La explicación de Stapleton para estas heridas coloca a Saville momentánea y violentamente de vuelta en el punto de mira. Por la naturaleza y la posición de las heridas, el médico deduce que Saville despertó justo antes de que lo mataran y levantó la mano izquierda para defenderse del cuchillo que atacaba su garganta: el cuchillo cortó su nudillo; alzó la mano una segunda vez, con mayor debilidad, y la hoja del cuchillo rasguñó su dedo antes de hundirse en su cuello.

Esa escena hace que Saville se nos aparezca de pronto: el niño despierta para mirar a su asesino y para ver a la muerte descendiendo sobre él. Cuando lo leí, recordé, con una sacudida, que el niño era una criatura viva. Al desentrañar la historia de su asesinato me había olvidado de él.

Quizá este es el propósito de las investigaciones policíacas, de las reales y las literarias, transformar la sensación, el horror y la pena, en un puzle y resolverlo, hacer que desaparezca. «El relato policíaco —observó Raymond Chandler, en 1949— es una tragedia con un final feliz.» El detective de una novela comienza enfrentándonos con un asesinato y termina absolviéndonos. Nos limpia de culpa. Nos alivia de la incertidumbre. Nos aleja de la presencia de la muerte.