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Cuando Thomas Benger sacó el cuerpo de Saville del retrete, la cabeza del niño cayó hacia atrás y dejó a la vista el corte limpio que le atravesaba el cuello.
—Su cabecita casi se desprendió —dijo William Nutt cuando expuso su relación de los hechos de aquel día ante el juzgado de primera instancia de Wiltshire.
—Le habían cortado la garganta —dijo Benger— y su cara estaba salpicada de sangre... Tenía un poco amoratados los labios y alrededor de los ojos pero parecía muy tranquilo y sus ojitos estaban cerrados. Tranquilo aquí significa plácido.
Nutt extendió la manta sobre el suelo del retrete y Benger colocó el cuerpo encima. Entre los dos envolvieron el cadáver —Benger por la cabeza y Nutt por los pies—, y, como Benger era el más fuerte de los dos, lo cogió en brazos y lo llevó hasta la casa. Urch y Morgan lo vieron cruzar el jardín. El granjero avanzó con el cuerpo por el pasillo hasta llegar a la cocina.
Colocaron el cadáver de Saville, ya rígido, en una mesa situada debajo de la ventana de la cocina; escaleras arriba, la silueta de su ser durmiente aún estaba impresa en sus sábanas y en la almohada de su cuna. Mary Ann y Elizabeth Kent, las dos hermanas mayores, entraron en la cocina, Elizabeth llevaba en brazos a Eveline, la pequeña de un año. «No puedo describir el horror y el asombro reflejado en sus ojos —dijo Nutt—. Creí que se iban a desmayar y las cogí a ambas por la cintura, luego salí con ellas al pasillo.»
La niñera también estaba en la cocina. Nutt le dijo que «debía de dormir profundamente para dejar que alguien se llevara al niño del dormitorio. Ella me respondió, pensé que con cierta aspereza, que yo no tenía idea». Gough dijo que solo entonces, cuando vio la manta que envolvía el cuerpo de Saville, comprendió que la habían cogido de su cuna. Aun así, el policía Urch, James Morgan y la señora Kent aseguraron que Gough les había mencionado la desaparición de la manta antes de hallar el cuerpo de Saville. Las declaraciones contradictorias de la niñera respecto a la manta terminarían convirtiéndola en sospechosa.
Fuera de la casa, los sirvientes y un grupo de vecinos cada vez más numerosos comenzaron a buscar rastros del asesino y del arma. Daniel Oliver, jardinero por horas, le señaló al policía Urch algunas huellas en el césped, cerca de las ventanas del salón: «Alguien ha estado aquí». Pero Alloway dijo que las pisadas eran suyas, de la noche anterior: «Usé la carretilla».
Cerca de la puerta del retrete, Alloway encontró un trozo de periódico de unos quince centímetros, manchado de sangre, doblado y aún húmedo. Parecía que hubieran limpiado un cuchillo o una navaja con él. La fecha era legible (9 de junio), pero no el nombre del diario. Edward West, granjero, le aconsejó a Alloway: «No destruyas el papel, cógelo y guárdalo; quizá sea una buena pista». Alloway se lo dio a Stephen Millet, carnicero y policía de la parroquia, que en ese momento estaba echando un vistazo al retrete. Millet estimó que en el suelo había como dos cucharadas grandes de sangre y que la manta había absorbido tres cuartos de litro. West describió la mancha de sangre del suelo «del tamaño del puño de un hombre. La encontré en avanzado estado de coagulación».
En el primer piso, Elizabeth Gough peinaba a la señora Kent (había trabajado como doncella y en Road Hill atendía por igual a su ama que a los niños). Samuel había ordenado que su esposa no recibiera noticia alguna sobre el niño, así que Gough no mencionó que habían encontrado a Saville muerto, pero cuando la señora Kent se preguntó en voz alta dónde podría estar su hijo, ella afirmó: «Oh, señora, es una venganza».
En cuanto el reverendo Peacock llegó a Road Hill, le dijeron que habían encontrado a Saville y le mostraron el cadáver en la cocina. Regresó a casa, ensilló su caballo y salió en busca de Samuel. Pasó por la barrera del portazgo de Ann Hall en Southwick.
—Señor —le dijo ella al vicario—, lo que ha sucedido en Road es muy triste.
—Pero han encontrado al niño —dijo él.
—¿Dónde, señor?
—En el jardín. —Pero Peacock no mencionó que estaba muerto.
Peacock dio alcance a Kent: «Siento decirte que tengo malas noticias. El pequeño ha sido asesinado».
Samuel Kent se fue a casa: «No tardé mucho, fui tan rápido como pude». Cuando pasó por la barrera del portazgo, Ann Hall le preguntó por Saville.
—Entonces, señor, ¿han encontrado al niño?
—Sí, asesinado. —Y siguió su camino.
Como su padre no se encontraba en casa, a William Kent le tocó ir a buscar a Joshua Parsons, el médico de la familia. El chico fue a todo correr por la estrecha carretera que llevaba a la aldea de Beckington y encontró al médico en su casa de Goose Street. Le dijo que habían descubierto a Saville en el retrete de la servidumbre, degollado, y partieron juntos hacía Road Hill en el carruaje de Parsons. A su llegada, recuerda el médico, «el señor William me condujo por el camino trasero porque no estaba seguro de si su madre sabía o no lo que estaba ocurriendo, así que entré en la biblioteca».
Samuel acababa de llegar a casa. Saludó a Parsons y le dio la llave de la lavandería, situada justo frente la cocina, lugar donde habían trasladado el cadáver de Saville. «Entré yo solo», dijo Parsons. Advirtió que el cuerpo estaba completamente rígido, lo que indicaba que el niño había sido asesinado por lo menos hacía cinco horas (es decir, antes de las tres la madrugada). «La manta y el camisón [estaban] manchados de sangre y suciedad —informó (por «suciedad» quería decir excrementos)—. Le habían cortado la garganta hasta llegar al hueso con algún instrumento afilado y de izquierda a derecha, dividiendo completamente todas las membranas, los vasos sanguíneos, los nervios y las vías respiratorias.» Parsons también vio una puñalada en el cuerpo, que, sí bien había atravesado la ropa y el cartílago de dos costillas, apenas había sangrado.
—La boca del niño tenía un aspecto negruzco y la lengua asomaba entre sus dientes —dijo—. Concluí que ese color amoratado se debía a la fuerte presión que habían ejercido sobre el niño cuando todavía estaba vivo.
La señora Kent se encontraba en la planta baja, sentada a la mesa del desayuno, cuando su marido fue a decirle que su hijo estaba muerto.
—Lo ha hecho alguien de casa —dijo ella.
Cox, la criada, la oyó. «Yo no lo he hecho», dijo.
A las nueve, como de costumbre, Kerslake apagó el fuego bajo el hornillo de la cocina.
El subjefe de policía John Foley llegó a Road Hill, procedente de Trowbridge, entre las nueve y las diez. Fue conducido a la biblioteca y a la cocina. Cox le enseñó la ventana abierta del salón; Gough le mostró la cuna vacía en la habitación de los niños. La niñera le explicó, dijo él, que «no había echado en falta la manta hasta que trajeron al niño envuelto en ella». Foley dijo que le había preguntado a Samuel Kent si este tenía noticias de la desaparición de la manta antes de dirigirse hacia Trowbridge: «Por supuesto que no», respondió Samuel. O Foley no lo recordaba bien («Mi memoria no es tan buena como la de otras personas», reconoció) o Samuel mentía o sufría una grave confusión. Su esposa, la recaudadora del portazgo y la esposa del agente de policía Heritage, testificaron que ya estaba al corriente de la pérdida de la manta antes de partir hacia Trowbridge y, de hecho, él mismo lo reconoció cuando más tarde volvieron a preguntárselo.
Foley inspeccionó la propiedad con la ayuda de Parsons, quien había concluido su examen preliminar del cadáver. Revisaron toda la ropa de la casa, incluyendo un camisón que había en la cama de Constance («No tenía ni una mancha —dijo Parsons—, estaba muy limpio»). La ropa de cama de la cuna de Saville, señaló, estaba «cuidadosamente doblada por una mano experta». El médico estudió los cuchillos de la cocina con un microscopio y no encontró rastros de sangre. En cualquier caso, dijo, no creía que ninguno de esos cuchillos pudiese haber infligido las heridas que había visto.
John Foley se dirigió a la lavandería para estudiar el cuerpo de Saville, acompañado de Henry Heritage, el policía que Kent había ido a despertar en Southwick y que llegó a Road Hill a las diez. Luego ambos examinaron el retrete en el que habían encontrado el cadáver. Cuando Foley se asomó a la fosa que había debajo del asiento del retrete vislumbró «un trozo de tela» entre la porquería. «Ordené que me trajeran un cayado, que até a un palo, y con él extraje un retal de franela.» El retal medía entre veinticinco y treinta centímetros cuadrados, y sus bordes estaban cuidadosamente ribeteados con una cinta estrecha. En un principio, Foley creyó que se trataba de una pechera masculina, pero luego fue identificada como la «franela de busto o de seno» de una mujer, una almohadilla que se cosía en el interior de un corsé para proteger el pecho. Parecía que habían cortado los cordones y la sangre, al espesar, había dejado pegajosa la franela. «Estaba manchada de sangre que parecía reciente —dijo Foley—, todavía estaba líquida... Había penetrado la franela pero, al parecer, había caído tan lentamente que había coagulado gota a gota.»
Más tarde, esa misma mañana, dos expertos profesionales conocidos de Samuel Kent, llegaron de Trowbridge para ofrecer sus servicios: Joseph Stapleton, cirujano, y Rowland Rodway, abogado. Stapleton, que vivía en el centro de Trowbridge con su esposa y un hermano, era el cirujano oficial de varias de las fábricas que Kent supervisaba. Él evaluaba si los trabajadores, especialmente los niños, estaban en condiciones para trabajar en las fábricas e informaba de cualquier accidente que pudieran sufrir. (Al año siguiente Stapleton publicaría el primer libro sobre el asesinato en la casa de Road Hill, el cual se convirtió en la principal fuente de muchas reconstrucciones del caso.) Rodway era un hombre viudo que tenía un hijo de veintiún años. Dijo que había encontrado a Samuel en un «estado de sufrimiento y horror..., de agitación y angustia», y que insistía en telegrafiar a Londres para solicitar de inmediato un detective, «antes de que cualquier rastro del crimen pudiera desaparecer o ser eliminado». El subjefe de policía Foley se mostró contrario a la propuesta (podría causar dificultades y decepciones, dijo) y, en su lugar, pidió a Trowbridge que le enviaran a una mujer que pudiera registrar a las mujeres del servicio. Según Rodway, se mostró «algo vacilante en invadir la intimidad de la familia y en adoptar las medidas de vigilancia que el caso requería». Samuel le dijo a Rodway que le dijera a Foley que «no debía tener el menor reparo».
Foley se colocó entonces las gafas, se puso a gatas y, como contó después, examinó «minuciosamente todos los peldaños y todos los rincones» que había entre la habitación de los niños y las puertas delantera y trasera. «Inspeccioné los postes, los laterales de las escaleras, los pasillos e, incluso, al detalle, el césped, la grava y los peldaños situados frente a la puerta, así como las esteras del vestíbulo, pero no di con nada».
Por la tarde, Foley se entrevistó con Gough en el comedor, en presencia de Stapleton y Rodway. Se la veía cansada, dijo Stapleton, pero sus respuestas eran sencillas y coherentes. Parecía «una mujer bastante inteligente». También Rodway consideró que respondía a las preguntas «franca, detalladamente y sin vergüenza». Cuando Foley le preguntó si sospechaba quién podría haber matado a Saville, respondió que no.
Samuel Kent le pidió a Rodway si podría ser su representante legal en la investigación. El abogado respondió que sería mal visto, pues podría interpretarse como que Samuel era uno de los sospechosos. Más tarde, Samuel dijo que pidió ayuda a Rodway no para sí mismo sino para proteger a William: «No sabía cómo terminaría todo, pues se rumoreaba que mi hijo William era quien había cometido el asesinato».
Benger y un grupo de hombres vaciaron la fosa de tres metros que había debajo del retrete. Cuando solo quedaban quince o veinte centímetros de agua, tantearon cuidadosamente con las manos todo el fondo, pero no encontraron nada. Fricker, fontanero y cristalero, se ofreció a examinar las cañerías y fue a la cocina para pedir una vela. Se topó con Elizabeth Gough, que le preguntó para qué quería la vela. Para echar un vistazo a la fosa, le explicó. Ella le comentó que estaba segura de que no encontraría nada allí.
Varios oficiales de policía más aparecieron en Road Hill a lo largo de ese día, como también lo hizo Eliza Dallimore, la «cacheadora» empleada por la policía para examinar los cuerpos y las pertenencias de las mujeres sospechosas. La señora Dallimore era esposa de William, uno de los policías que se encontraban en la propiedad. Ella condujo a Gough a la habitación de los niños.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó Gough.
—Tienes que desvestirte —le respondió la señora Dallimore.
—No puedo —dijo la niñera. La señora Dallimore insistió y la llevó al vestidor contiguo.
—Bien, niñera —dijo la cacheadora mientras Gough se quitaba la ropa—, este asesinato resulta espeluznante.
—Sí, lo es.
—¿Crees que podrás contarme algo al respecto?
Gough repitió que se había despertado a las cinco de la mañana y había advertido que Saville no estaba. «Pensé que estaría con su madre, pues suele irse con ella por la mañana.» Según la señora Dallimore, añadió: «Todo esto es por los celos. El niño va a la habitación de su mamá y lo cuenta todo».
«Nadie asesinaría a un niño por algo así», dijo la señora Dallimore. La descripción que hiciera la niñera de Saville como un acusica se convertiría, para muchos, en la clave del crimen.
Eliza Dallimore y Elizabeth Gough bajaron a la cocina. «Es espeluznante —afirmó la señora Dallimore ante la servidumbre— y considero que todos los de la casa son responsables de lo que le ha ocurrido al niño.»
Cuando Fricker, el fontanero, regresó del jardín con su ayudante, Gough le preguntó:
—¿Qué has estado haciendo, Fricker?
—He estado abriendo el retrete —dijo él.
—¿Y no has encontrado nada?
—No.
—No encontrarás nada.
Los comentarios que le hizo al fontanero, antes y después de la revisión de las cañerías, fueron interpretados más tarde como claros indicios de que Gough sabía más del crimen de lo que quería admitir.
La señora Dallimore registró a las mujeres del servicio haciendo que se desnudaran pero, de acuerdo con las órdenes de Foley, no se lo pidió a las mujeres de la familia, aunque sí examinó sus camisones. Encontró manchas de sangre en el camisón de Mary Ann, la mayor de las hijas, así que se lo entregó a la policía. Y la policía se lo entregó a Parsons, quien atribuyó esas manchas a «causas naturales». Stapleton coincidió en que la sangre era menstrual. Aun así, el camisón quedó bajo la custodia de la señora Dallimore.
Cerca de las cuatro de la tarde, el agente de policía Urch pidió a dos vecinas del pueblo (Mary Holcombe y Anna Silcox) que lavaran y amortajaran al niño. Mary Holcombe era la mujer de la limpieza que estaba trabajando en la cocina cuando Nutt y Benger encontraron el cuerpo de Saville. Silcox era una viuda que solía trabajar como «niñera mensual», atendiendo a la madre y al bebé en las semanas posteriores al parto; vivía con su nieto, carpintero, cerca de Road Hill. Parsons les dijo a estas dos mujeres—que «hicieran lo necesario con el pobre niño».
Parsons estaba hablando con Samuel Kent en la biblioteca cuando, aproximadamente a las cinco, llegó un mensajero a Road Hill con la orden de que aquél dirigiera la autopsia. El forense, avisado por la policía del asesinato del niño, tenía ya prevista una autopsia para el lunes. Con el consentimiento de Samuel, Parsons le pidió a Stapleton que le ayudase a examinar el cadáver.
Al observar el cuerpo, Stapleton advirtió que la cara del niño reflejaba «confianza»: «Su labio superior, ligeramente retraído por el último espasmo, se había endurecido a la altura de los dientes superiores». Los médicos abrieron el estómago del niño y encontraron los restos de la cena, entre los que se veía claramente que había comido arroz. Para saber sí le habían drogado, Parsons olfateó en busca de algún rastro de láudano o de algún otro narcótico, pero no detectó nada. La puñalada del pecho, de dos centímetros y medio de ancho, había empujado el corazón fuera de su sitio, pinchado el diafragma y rasguñado el borde exterior del estómago. «Debió de emplearse mucha fuerza —dijo Parsons— para infligir semejante golpe a través del camisón y penetrar a esa profundidad.» Era un niño «extraordinariamente desarrollado», dijo el médico. Por los desgarrones en la ropa y la piel del niño, Parsons conjeturó que el arma tenía la forma de una daga. «No pudo hacerse con una navaja —dijo—. Debió de hacerse, creo, con un cuchillo de punta afilada, largo, ancho y fuerte.» Inicialmente consideró que la herida de la garganta era la causa de la muerte.
La autopsia reveló dos singularidades. Una era «el aspecto negruzco alrededor de la boca», que Parsons había observado anteriormente. La boca «tenía un aspecto que no solemos encontrar en los cadáveres, como si se hubiese ejercido una fuerte presión sobre ella con algún objeto». Luego sugirió que ese objeto podría haber sido «una manta que le hubieran metido de manera violenta en la boca para evitar que el niño llorara o que esa presión podría haberse hecho con una mano».
El otro misterio era la falta de sangre. «Aún no se explica adonde ha ido a parar toda la sangre que debió de manar —informaba Parsons— si le hubiesen rebanado la garganta en el retrete, ya que debería haber muchas más salpicaduras en las paredes.» Si al niño le hubieran cortado el cuello estando vivo, «las pulsaciones habrían expulsado chorros de sangre». Pero ni siquiera había sangre en su cuerpo: los órganos internos, dijo Parsons, estaban completamente drenados.
Cuando regresaron a la biblioteca, los médicos hallaron a Samuel Kent llorando. Stapleton le consoló, asegurándole que Saville había muerto rápidamente. Y Parsons así se lo confirmó: «El niño sufrió mucho menos de lo que usted sufrirá».
El subjefe de policía Foley vigilaba el cuerpo en la lavandería. Cuando ya estaba anocheciendo, apareció Elizabeth Gough y besó en la mano al niño que había estado a su cuidado. Antes de irse a casa, el comisario pidió algo de comer o de beber —«Prácticamente no he probado bocado ni tomado nada en todo el día»—. Samuel le sirvió una copa de vino de Oporto y un poco de agua.
En la casa todo seguía su marcha. Holcombe podaba el césped del prado. Cox y Kerslake hacían las camas. Tal y como acostumbraba todos los sábados por la tarde, Cox cogió un camisón limpio de la habitación de Constance y lo colgó cerca del fuego de la cocina para quitarle la humedad. La ropa de cama de Constance se distinguía con facilidad de la ropa de sus hermanas, dijo Cox, porque era «de una textura muy basta». Sus camisones tenían «volantes sencillos», mientras que los de Mary Ann tenían encajes y los de Elizabeth bordados.
El sábado por la noche las hijas mayores durmieron separadas: Elizabeth bajó para compartir la cama con su madrastra, «ya que papá se quedó en vela» hasta el amanecer, y Constance se reunió con Mary Ann, «para estar acompañada». Elizabeth Gough, después de ayudar a la señora Kent y a Mary Amelia a prepararse para ir a la cama, fue a acostarse a la habitación de Cox y Kerslake. Al parecer, trasladaron la cama de Eveline a la habitación de sus padres, dejando así vacía la habitación de los niños. Únicamente William durmió solo.
Al día siguiente, Foley veló otra vez el cadáver de Saville. Todas las mujeres Kent besaron el cuerpo, como hiciera Elizabeth Gough el día anterior. Más tarde la niñera dijo a la señora Kent que había besado «al pobre niño». En un informe se decía que la señora Kent había comentado que Gough «parecía sentirlo mucho y lloraba porque el niño estaba muerto», pero en otro, que la señora había dicho que Gough «a menudo hablaba de él con cariño y afligida, pero jamás la he visto llorar». Se sometió a estricta vigilancia a las mujeres sospechosas del asesinato, escudriñando sus besos y lágrimas, pruebas de la inocencia.
El sábado por la noche, Constance durmió sola. Williams se encerró en su habitación «por miedo».