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La tarde del martes 18 de julio, Constance fue enviada a la prisión del condado de Salisbury. Los prisioneros solían ser trasladados de un pueblo a otro en tren, pero el director de la prisión de Devizes llevó a Constance en carruaje a través de las llanuras de Salisbury, un viaje de sesenta y cuatro kilómetros. Se reunió con unos cuarenta y cinco hombres y cinco mujeres en la cárcel de Fisherton, en las afueras de la ciudad. Ese miércoles (dos días antes del juicio), Rowland Rodway visitó a Constance para decirle que sus abogados creían que, a pesar de su confesión, sería absuelta si se declaraba no culpable. La exhortó a que hiciera la paz con Dios en privado: su expiación espiritual, explicó, no dependía de una confesión y una condena públicas. Constance reiteró su intención de declararse culpable, pues era «simplemente su deber», le dijo al abogado, «el único camino que podría satisfacer a su conciencia», y el único que levantaría las sospechas que se cernían sobre otras personas.
Salisbury estaba plagado de visitantes. Samuel, Mary, Mary Ann y William Kent tenían habitaciones en el White Hart, un hermoso hotel georgiano frente a la catedral. Williamson estaba en el pueblo, al igual que Whicher, quien quizá se quedó con su sobrina Mary Ann y su esposo, William Wort, en su casa de New Street. Más de treinta testigos de la acusación esperaban cerca por si eran requeridos. Entre ellos estaba Louisa, la compañera de escuela de Constance, pero Emma Moody, que había caído enferma, no pudo viajar desde Irlanda.
John Duke Coleridge, de cuarenta y cinco años, uno de los más exitosos abogados de su generación, se había comprometido a defender a Constance. El jueves se reunió con Mary Ann y William Kent para discutir el caso de su hermana «y luego —escribió en su diario— me quedé despierto hasta las tres preparando mi discurso que, después de todo, no pronunciaría». Escribió también una carta para su cliente: «Si te declaras no culpable, conseguiré tu absolución. Si te declaras culpable, conseguiré ayudar a todos los otros. Pero te prevengo contra tomar cualquier ruta intermedia». Constance respondió temprano en la mañana del viernes 21 de julio, el día del juicio: «Estoy convencida de que nada ayudará más a los inocentes que mi condena».
La policía de Wiltshire levantó barreras fuera del juzgado y asignó agentes de policía de todo el condado. Aparecieron unos treinta periodistas y se enfurecieron al descubrir que no se había contado con ellos: las autoridades de la ciudad no construyeron el balcón para la prensa que habían prometido. Solo se asignaron catorce asientos a los periodistas, así que los demás tuvieron que buscarse la vida con el resto de la muchedumbre cuando las puertas se abrieron a las nueve.
El juez era sir James Willes, un hombre alto, de cabello, cejas y patillas negros, hermosos y abundantes, nariz prominente y mirada melancólica y severa. Era de modales reservados y educados y su voz tenía cadencia irlandesa (había nacido en Cork, de padres protestantes, en 1814). Una vez que él y los veinticuatro magistrados que servían como miembros del jurado ocuparon sus asientos, condujeron a Constance a su presencia. Llevaba un velo de estambre negro, una sencilla capa negra, un sombrero negro adornado con cuentas de cristal y un par de guantes negros. Habló brevemente con Rowland detrás del banquillo de los acusados, luego se levantó el velo y se dirigió hacia el frente. Su rostro, según el periodista del Daily Telegraph, era «amplio, regordete, carente de interés», con una «expresión de estúpida simpleza». «Tenía los ojos grandes, en los que a veces había una mirada como si sospechase de los que la rodeaban y que quedaría mejor descrita como la mirada de una persona temerosa.» El News of the World la describía como «sosa y pesada, con la frente baja, ojos pequeños y una figura tendente a lo regordete, y había una completa ausencia de vivacidad en su aspecto o en su semblante». Parecía embotada.
El ayudante del jurado leyó en voz alta los cargos y preguntó:
—¿Cómo se declara, Constance Emilie Kent, culpable o no culpable?
—Culpable —dijo ella en tono bajo.
Willes se volvió hacia ella.
—¿Es usted consciente de que es acusada de haber matado con malicia, deliberada e intencionalmente a su hermano?
—Sí.
El juez hizo una pausa.
—¿Y se declara usted culpable de eso?
Constance permanecía en silencio.
Después de unos momentos Willes la presionó:
—¿Cuál es su respuesta?
Ella no dijo nada de nuevo. A pesar de su determinación de declararse culpable, el silencio y el misterio parecían dominarla.
—Usted está siendo acusada de haber matado con malicia, deliberada e intencionalmente a su hermano —repitió Willes—. ¿Es culpable o no es culpable?
Finalmente ella respondió:
—Culpable.
—Se hace constar la declaración —dijo Willes. Mientras el magistrado escribía, la sala se mantenía en silencio.
Coleridge se puso en pie y se dirigió al tribunal en defensa de Constance.
—Quisiera decir dos cosas antes de que el tribunal dicte la sentencia. —Era un hombre delgado, de rostro largo, afilado, de ojos compasivos y voz melodiosa—. En primer lugar, la prisionera, solemnemente, en presencia del todopoderoso Dios y como persona que valora su propia alma, quiere que diga que la culpa es solo suya y que su padre y todos aquellos que han sufrido por tanto tiempo las injustas y crueles sospechas, son completa y absolutamente inocentes. Luego desea que diga que su acto no fue consecuencia, como se ha afirmado, de ningún tipo de maltrato en su casa. Ella no conoció allí más que tierno y cariñoso amor y, debo añadir, espero no ser impropio, que siento una melancólica alegría por ser el portavoz de estas declaraciones, porque moralmente creo que son verdaderas.
Coleridge tomó asiento. El ayudante del jurado preguntó a Constance si podía dar alguna razón para que la sentencia de muerte no recayera sobre ella. No dijo nada.
El juez Willes se puso su birrete negro, preparándose así para dar la sentencia de muerte, y se dirigió a Constance.
—No tengo duda, después de leer su testimonio y de considerarlo en relación con sus tres confesiones del crimen, que su declaración es la declaración de una persona culpable. Al parecer usted se permitió que los celos...
—¡Los celos no! —saltó Constance de repente.
El juez continuó:
—... y la ira, anidaran en su pecho hasta que finalmente tuvieron en usted la influencia y el poder del maligno.
En este punto se quebró la voz de Willes. Como hizo una pausa, incapaz de hablar, Constance alzó la mirada hacia él y, al observarlo, la aflicción de él se apoderó de ella. Alejó la mirada del juez, tratando de contener las lágrimas. Willes lloraba abiertamente y continuó con dificultad.
—Si Su Majestad, en quien descansa el derecho de gracia, recibe consejo de ejercer esa prerrogativa en su caso, basándose para ello en su juventud en el momento en que se cometió el asesinato; en que usted queda condenada por su propia confesión y en que esta confesión elimina las sospechas que pesan sobre otros, es una cuestión que sería impertinente que yo contestara. Ahora le corresponde a usted vivir lo que le queda de vida como alguien a punto de morir, buscar una piedad más perdurable con sincera y profunda contrición y depositar su confianza en la santa redención.
Pasó entonces a dictar la sentencia de muerte, que terminaba con las palabras: «Y que Dios se apiade de su alma».
Constance se puso en pie y estuvo quieta un momento, luego se bajó el velo. Fue llevada fuera de la sala por una celadora de prisiones, cuyo rostro mojaban las lágrimas. El juicio había durado veinte minutos.
El grito de Constance «¡Los celos no!» fue la única declaración espontánea que hizo en público a lo largo de los meses que duraron su confesión y el juicio. Ella podía admitir la ira, el asesinato, pero se negaba a admitir que había sentido envidia. Tal vez su protesta fue exagerada: si simplemente estaba enfada, podía imaginarse a sí misma como una heroica vengadora de su madre biológica y de William; pero si estaba celosa, era egoísta, infantil y vulnerable. Si estaba celosa, no solo protestaba contra su madrastra y su padre, sino que los quería, ella los quería.
En cuanto se dictó la sentencia de muerte, aparecieron cientos de pasquines con baladas sobre el asesinato de Road Hill que cumplían con pauta ya marcada: eran crónicas de crímenes de una sola hoja, publicados rápidamente y con poco dinero en grandes cantidades para ser cantados y vendidos por los vendedores callejeros. Su papel había sido usurpado por los periódicos, que informaban de los crímenes al mismo precio y más extensamente a una creciente población alfabetizada. La mayoría de las baladas se escribieron en primera persona en forma de confesión o lamento:
Su pequeño cuello corté de oreja a oreja,
lo envolví en una manta y me fui presta
al retrete, que pronto encontré,
y luego en la sucia tierra lo eché.
A pesar de todas la negativas de Constance, los baladistas tenían claro su móvil:
Mi padre tuvo una segunda esposa,
que llenó mi pecho de lucha y cólera.
En palabras de otro, ella estaba «celosa de su madrastra». Más de un baladista describió a Constance embrujada por el fantasma de Saville: «Ni de día ni de noche descanso tengo, en mis sueños a mi hermano veo». Algunos desarrollaron un entusiasmo lascivo acerca de la rendición que se esperaba hiciera en la horca:
Veo al verdugo frente a mí,
listo para agarrarme por orden de la ley...
Oh, qué espectáculo será ver
en el árbol fatal a una doncella morir.
Pero los editores de las baladas se adelantaron a los acontecimientos (el público clamaba por conocer la sentencia de muerte de Constance). Un magistrado de Devonshire se presentó a testificar la locura de la primera señora Kent, alegando que él y otros vecinos de los Kent habían sido testigos de sus ataques de locura en la década de 1840. El siguiente domingo después de la condena de Constance, el reverendo Charles Spurgeon, el predicador más popular de aquellos tiempos, dio un sermón ante más de cuatro mil personas en el templo metropolitano, en Elephant and Castle, en el que comparó el crimen de Constance Kent con el del doctor Edward Pritchard de Glasgow, otro asesino condenado ese mes. Pritchard fue detenido cuando se encontraron restos de veneno en los cuerpos de su esposa y su suegra, las cuales murieron poco después de haber descubierto la relación de él con su sirvienta de quince años. El no confesó. Incluso cuando fue declarado culpable de asesinato, trató de culpar a otros de las muertes: «Me siento como si hubiera vivido en una especie de locura desde que me vinculé con Mary Mac-Leod». Constance, por el contrario, admitió voluntariamente la culpabilidad para terminar con las sospechas que recaían en las personas cercanas a ella. El reverendo Spurgeon explicó que a ella se le debería mostrar piedad. Rowland Rodway, el doctor Bucknill, el reverendo Wagner y el juez Willes12 se unieron para pedir al ministro del Interior que no la ejecutaran. Los periódicos estaban abrumadoramente de acuerdo. Para ser una despiadada asesina de niños, Constance despertó un extraordinario nivel de compasión. A los pocos días, sir George Grey recomendó a la reina que su sentencia fuera conmutada a una de trabajos forzados de por vida, que solía ser de veinte años.
La mañana del jueves 27 de julio, Victoria aceptó perdonarle la vida a la joven. El director de la prisión de Fisherton fue rápidamente a la celda de Constance para darle las nuevas, que ella recibió con su calma acostumbrada: «No mostró la más mínima emoción».
Esa semana, Joseph Stapleton escribió una carta a The Times, invitando a los lectores del diario a contribuir con un fondo para Elizabeth Gough, del North Wilts Bank, en Trowbridge. Durante «cinco largos años —decía—, ella ha estado vedada de trabajar en el servicio doméstico», debido a las sospechas que le imputaron en Road. El certificaba «la perfecta modestia y la pureza de su carácter, su fidelidad a su patrón y a su familia, su inquebrantable coraje y su sencilla veracidad en la época en que sufrió tantas tribulaciones y peligros». Stapleton llamó la atención sobre la difícil situación que atravesaba William Kent: «Este joven, ahora de casi veintiún años, es un buen hijo, un hermano devoto, amable y talentoso más allá de los atributos comunes de esas cualidades, pero la espesa y oscura nube de esta perdurable pena familiar se cierne sobre él y frena su entrada en la vida. ¿Nadie pondrá en aviso al gobierno sobre William Kent? ¿No llamará el gobierno por un empleo apropiado a su educación y sus hábitos?».
Como Constance se declaró culpable, la negativa de Wagner de descubrir todo lo que ella le había dicho nunca fue puesta en cuestión en el juzgado (de hecho, Willes había decidido que defendería el derecho de Wagner a callar el asunto: le dijo a Coleridge después que le complacía que hubiera «un privilegio legal para que un sacerdote pueda callar lo dicho en confesión»). El clérigo continuó leal a Constance. La visitaba regularmente en la prisión, como hacía Katharine Gream.
En agosto, los trabajadores del Madame Tussaud modelaron una efigie de Constance Kent y la expusieron en la cámara de los horrores del museo, en Londres, junto a las nuevas figuras de otros dos asesinos: el doctor Pritchard, el envenenador, y John Wilkes Booth, que asesinó al presidente estadounidense Abraham Lincoln la misma semana que Constance se confesó con Wagner; el día que fue aprisionada en Devizes, él fue detenido y muerto de un disparo en un granero en Virginia.13
El 4 de agosto, los magistrados de Wiltshire escribieron a sir Richard Mayne para sugerirle que Whicher y Williamson recibieran las cien libras de la recompensa que el gobierno había ofrecido en 1860 por la prueba por la que se resolviera el homicidio de Road Hill. Esto serviría, escribieron, como «un minúsculo agradecimiento a la suma habilidad y sagacidad desplegada por ellos en su difícil labor». Desoyeron la sugerencia.
Poco antes de que Constance dejara Brighton para presentarse en el tribunal de Bow Street, en abril, escribió una carta a sir John Eardley Wilmot, el baronet que en 1860 se había interesado en ayudar a los Kent a limpiar su nombre. Una parte de la carta, en la que Constance brindó la explicación más completa de los motivos que la llevaron al asesinato, fue remitida en julio a Peter Edlin, quien ayudó a preparar el caso para la defensa. Como no se presentó ninguna defensa, la carta no salió a la luz pública. El fragmento que se conserva es el que sigue:
Cometí el asesinato para vengar a mi madre, cuyo lugar fue usurpado por mi madrastra, quien ha vivido con mi familia desde mi nacimiento. Ella me trató con toda la amabilidad y el afecto de una madre (mi propia madre nunca me amó ni se ocupó de mí) y yo la amo como si lo hubiera sido.
Cuando tenía poco más de tres años empecé a observar que mi madre ocupaba claramente un lugar secundario como esposa y ama de la casa. Ella era quien realmente mandaba. Oí, y llegué a recordar a pesar de los años, muchas conversaciones sobre el tema que entonces se me consideraba demasiado pequeña para entender. En ese tiempo siempre tomé parte en contra de mi madre: si se hablaba de ella con desdén, también yo la despreciaba. Cuando crecí y comprendí que mi padre la amaba y que trataba a mi madre con indiferencia, mi opinión comenzó a cambiar. Sentí una secreta antipatía hacia ella cuando hablaba con menosprecio o despectivamente de mi madre.
Mamá murió. Desde ese momento mi amor se transformó en el más amargo odio. Incluso después de su muerte, ella continuaba hablando con desprecio de mi madre. En esas ocasiones, mi odio creció con tal intensidad que casi no podía permanecer en la misma habitación. Juré que me vengaría a muerte, renuncié a toda creencia en la religión y me dediqué en cuerpo y alma al espíritu maligno, invocando su ayuda en mi plan de venganza. Al principio pensé en matarla a ella, pero eso me parecía poco doloroso. Haría que sintiera mí venganza. Ella le había robado a mi madre el afecto al que tenía derecho, por eso yo le robaría a ella lo que más amaba. A partir de ese momento me convertí en un demonio que siempre buscaba hacer el mal y que guiaba a los otros hacia él, siempre tratando de encontrar la ocasión para cumplir mi maléfico designio. La encontré.
Cerca de cinco años han transcurrido desde entonces, durante los cuales me he encontrado tanto en un estado mental febril en el que solo soy feliz haciendo el mal, como en uno tan aciago que con frecuencia pensé en poner fin a mi vida, si hubiese tenido los medios a mano. Sentía odio hacía todos y deseaba que fueran tan desdichados como yo.
Al final me sobrevino un cambio. El remordimiento torturaba mi conciencia, era miserable, desdichada, sospechosa, sentía como si el infierno estuviese en mí. Entonces decidí confesar.
Ahora estoy preparada para cumplir cualquier restitución que quede en mi poder. Por una vida solo puedo ofrecer otra, ya que el mal que hice no se puede reparar.
No tuve piedad, no dejéis que nadie la pida para mí, aunque seguramente todos me verán con horror.
No me atrevo a pedir el perdón de aquellos que herí tan profundamente. Odié, por eso su odio es mi justa retribución.
Era una expiación hermosamente escrita. La explicación de Constance de por qué había matado a Saville (ella quería causar en su madre mala el mismo dolor que ella había causado en su madre buena) era pasmosa, al mismo tiempo loca y lógica, igual que el asesinato en sí mismo, que había sido al mismo tiempo metódico y vehemente. Había un asombroso dominio de la narración: su furioso ataque a un niño era interpretado como una abstracción. Ella buscaba una oportunidad de hacer el mal y «la encontré».
Después del juicio, Dolly Williamson presentó el informe en limpio, con letra curvilínea, a sir Richard Mayne. Le habían dicho que Constance afirmaba haber intentado asesinar a su madrastra dos veces, «pero las circunstancias se lo impidieron, luego tuvo la idea de que antes de matarla, mataría a los niños, eso le causaría una agonía adicional. Con esos sentimientos en el corazón regresó de la escuela en junio de 1860». Su informante probablemente fue el doctor Bucknill, que había discutido con cierta profundidad el asesinato con Constance. No fue hasta finales de agosto cuando el alienista, en una carta a los periódicos, divulgó el relato de la chica sobre cómo había asesinado a Saville:
Pocos días antes del asesinato, consiguió una navaja de afeitar de la caja verde del guardarropa de su padre y la escondió. Este fue el único instrumento que usó. También escondió una vela y cerillas que colocó en la esquina del retrete del jardín, donde se cometió el asesinato. La noche del asesinato, se desvistió y se fue a la cama, porque esperaba que sus hermanas la visitaran en su habitación. Se recostó en vela hasta que pensó que todos estaban dormidos y, poco después de medianoche, salió de su habitación, bajó y abrió la puerta del salón y las contraventanas. Después subió al dormitorio de los niños, retiró la manta de entre la sábana y el cubrecama y la colocó al lado de la cuna. Entonces cogió al niño de su cuna y bajó con él y atravesó el salón. Llevaba puesto su camisón y en el salón se puso sus chanclos. Sosteniendo al niño en un brazo, alzó la ventana del salón con la otra mano, rodeó la casa y entró en el retrete, prendió la vela y la colocó en el asiento de madera. El niño estaba envuelto en la manta y seguía durmiendo y, mientras estaba en esa posición, le cortó la garganta. Dijo que pensó que no sangraría y que el niño no estaba muerto, así que le clavó la navaja en el costado izquierdo y arrojó el cuerpo, con la manta alrededor, en la fosa. La luz se apagó. El pedazo de franela que ella llevaba estaba cortado de una vieja prenda, que habían tirado en la bolsa de los desperdicios y que ella había cogido hacía algún tiempo y cosido para asearse. Regresó a su habitación, examinó su camisón y solo vio dos manchas de sangre, lo lavó en un cuenco y tiró el agua, que estaba un poco amarilleada, en el barreño donde se había lavado los pies por la noche. Cogió otro de sus camisones y se metió en la cama. Por la mañana, el camisón se había secado, lo dobló y lo puso en un cajón. Sus tres camisones fueron examinados por el señor Foley y ella creía que también por el señor Parsons, el médico que atendía a la familia. Ella pensó que las manchas de sangre se habían borrado, pero sosteniendo el camisón frente a la luz, uno o dos días después, descubrió que las manchas seguían siendo visibles. Escondió el camisón, llevándolo de un lugar a otro, y finalmente lo quemó en su propia habitación y arrojó las cenizas en la chimenea de la cocina. Quemó el camisón unos cinco o seis días después de la muerte del niño. El sábado por la mañana, tras haber lavado la navaja, tuvo la oportunidad de devolverla a la caja del guardarropa. Extrajo el camisón del cesto de la ropa cuando la sirvienta fue a buscarle el vaso de agua. La prenda manchada que encontraron en el tiro de la caldera no tenía ninguna relación con el asunto. En lo que atañe al móvil del crimen, parece que aunque alguna vez tuvo en gran consideración a la actual señora Kent, aun así si esta alguna vez llegó a hacer un comentario que, en su opinión, fuese desdeñoso con cualquier miembro de la primera familia, la chica lo guardó para sí y se propuso vengarlo. No tenía mala voluntad contra el niño pequeño, excepto que era uno de los hijos de su madrastra...
Me dijo que cuando acusaron a la niñera había decidido que confesaría si la condenaban, y también que había decidido suicidarse si ella misma era condenada. Dijo que se había sentido bajo la influencia del demonio antes de cometer el asesinato, pero que no creía, y que nunca había creído, que el demonio tuviera más que ver con su crimen que lo que tenía que ver en cualquier acción malévola. Ella no había dicho sus oraciones durante el año anterior al asesinato y tampoco después, hasta que llegó a residir a Brighton. Dijo que la circunstancia que había revivido en su mente los sentimientos religiosos fue pensar en recibir el sacramento de la confirmación.
Bucknilll terminaba su carta observando que, aunque en su opinión Constance no estaba loca, incluso desde niña tenía «una peculiar disposición» y «gran determinación de carácter» que indicaban que «para bien o para mal, su vida futura sería singular». Si se la confinaba en solitario, advertía, podría sucumbir a la locura.
La explicación que Constance dio a Bucknill tenía emocionalmente la extraña objetividad que el crimen había requerido. En aquel asesinato, la metodología suplantaba a cualquier sentimiento. En el momento de la muerte de Saville la narración se apartaba de la caída del cuerpo y se dirigía al chisporroteo de la vela en el asiento del retrete: «La luz se apagó».
Pese a su aire de fría precisión, el relato era insólitamente impreciso. La historia de Constance del asesinato no cuadraba, como la prensa se apresuró a señalar. ¿Cómo dobló y alisó las sábanas de la cuna mientras sostenía con un brazo a un niño dormido de casi cuatro años? ¿Cómo había podido, sosteniendo al niño, agacharse para levantar la ventana del salón? ¿Cómo se las había arreglado luego para pasar por debajo, sin despertarlo, y prender una vela en el retrete con él a cuestas? ¿Por qué había llevado el pedazo de franela al retrete y por qué nadie la había visto antes en su habitación? ¿Cómo es que solo un par de gotas de sangre habían salpicado su camisón mientras apuñalaba repetidamente al niño? ¿Cómo es que aquellos que habían inspeccionado la casa después del asesinato no vieron las manchas del camisón ni advirtieron la desaparición de la navaja de Samuel? ¿Y cómo se las había arreglado para hacer esas profundas puñaladas con una navaja, una hazaña que los médicos declararon imposible? Aun así algunos detalles eran convincentes solo porque complicaban la imagen: por ejemplo, el pánico de Constance cuando parecía que «no sangraría» sonaba demasiado particular y truculento para ser inventado.
The Times observó, con consternación, que el crimen «disminuye en perplejidad y extrañeza cuando se desenmaraña paso por paso. Es evidente que no hemos obtenido un relato completo de todas las circunstancias». Incluso después de una confesión de asesinato, parecía que había secretos. «Estamos poco informados», dijo el News of the World, la explicación de Constance solo añade «una nueva punzada de horror».
Cuarenta años después, Freud hizo una aseveración gloriosamente porfiada sobre cómo los seres humanos se delatan sin poder contenerse, cómo pueden ser leídos sus pensamientos. «Quien tiene ojos para ver y oídos para escuchar puede convencerse de que no hay mortal que pueda mantener un secreto. Si sus labios están cerrados, habla con la punta de los dedos; la delación rezuma por cada uno de sus poros.» Como un narrador sensacionalista o un superdetective, Freud consideró que los secretos de los seres humanos salían a la superficie cuando se sonrojaban y palidecían o salían al exterior en los movimientos de los dedos. Quizá en algún punto de las confesiones y evasiones de Constance yace la historia contenida del crimen y su móvil, esperando a revelarse.