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Un hombre misterioso

1 de octubre de 1814—15 de julio de 1860

Aún era de día cuando aquel domingo de 1860 el tren de Whicher se dirigía hacia el oeste de Wiltshire. En julio suelen brotar entre los pastos franjas amarillas (trigo rojizo o maíz de un brillante dorado), pero aquel año el verano había llegado muy tarde y los granos eran tan verdes como el pasto.

El tren llegó a Trowbridge (un bosque de torres y chimeneas industriales) a las 18.20 y Whicher bajó al estrecho andén de la estación. El primer edificio con el que se topó, justo al salir del vestíbulo donde se vendían los billetes, fue la comisaría de John Foley, en Stallard Street, una estructura de dos pisos que databa de 1854, cuando se constituyó la policía local. Allí permanecía detenida Elizabeth Gough, por su propia voluntad, hasta que el interrogatorio se reanudara al día siguiente.

Durante siglos, la riqueza de Trowbridge provino de la industria textil. La llegada del tren en 1848 acarreó aún mayor prosperidad y, entonces, con una población de once mil habitantes, era el mayor pueblo fabril del sur de Inglaterra. Las fábricas de lana y las tintorerías se extendían a izquierda y derecha de la estación, había cerca de veinte, impulsadas por más de treinta motores de vapor. Y Samuel Kent había inspeccionado todas esas fábricas. Aquel domingo por la tarde estaban dormidas, pero a la mañana siguiente las máquinas comenzarían a aporrear y a zumbar, el aire se volvería espeso por el humo y el hollín, y los olores a orina (que recogían en cubas en los bares y usaban para lavar la lana) y a colorantes vegetales inundarían el río Biss.

Whicher contrató a un mozo de cuerda para que cargase con su equipaje hasta la posada Woolpack, en Market Place, que se encontraba a setecientos metros de la estación. Cruzaron juntos el puente del Biss (un pequeño y lento afluente del Avon) y se encaminaron hacia el centro del pueblo. Pasaron por las mansiones del Parade, una hilera de casas adosadas construida por acaudalados georgianos, y por las calles perpendiculares, atestadas de casitas propiedad de los tejedores. El comercio había flojeado ese año. Como muchas ovejas habían muerto aquel crudo invierno, la lana era más escasa que de costumbre y los competitivos fabricantes del norte de Inglaterra estaban vendiendo la muselina a precios más bajos.

Cuado Whicher llegó a la Woolpack, en la esquina de Red Hat Lane, pagó al mozo de cuerda seis peniques y entró. La posada era un sólido edificio de piedra con un arco en el centro, que ofrecía habitaciones por un chelín y seis peniques la noche. En el bar se servía vino, sidra, licores y cerveza rubia casera. Whicher podría haber pedido una o dos copas: en una ocasión le comentó a Dickens que cuando se encontraba en un aprieto «nada mejor que tomarme un brandy con agua para mantener el valor».

Jonathan Whicher había nacido el 1 de octubre de 1814 en Camberwell, a cinco kilómetros al sur de Londres. Su padre era jardinero, quizá uno de los muchos jardineros que comerciaban con sus productos en aquel pueblo, de aquellos que cultivaban cerezas, lechugas y rosas para venderlos en la ciudad. Quizá cuidara de los jardines y los arriates de las familias ricas del barrio (Camberwell estaba salpicada de villas de estuco y casitas ornamentales de comerciantes que buscaban un retiro espacioso y aireado fuera de Londres).

El día del bautizo de Jonathan, el 23 de octubre, el cura de la parroquia de St. Giles también bautizó al hijo de otro jardinero, y a los bebés de un zapatero, un ebanista, dos cocheros, un fabricante de flautas y un obrero. Jonathan fue inscrito, dadas las numerosas variantes que parecía admitir su apellido, como hijo de Richard y Rebecca Whitcher. Se le conocía como Jack. Tenía una hermana mayor, Eliza, y, por lo menos, un hermano mayor, James. Su hermana Sarah nació en agosto de 1819, cuando él tenía cuatro años. Ese verano sería recordado por la abundancia de «Bellezas de Camberwell», las enormes y aterciopeladas mariposas de color granate oscuro, que fueran vistas en la región por primera vez en 1748.

A mediados de la década de 1830, Jack Whicher aún vivía en Camberwell, seguramente en Providence Row, un pequeño grupo de casitas adosadas ubicadas en la zona norte, la más pobre del pueblo. Esas casas estaban en Wyndham Road, cerca de una fábrica y a espaldas del jardín de una guardería, pero en medio de un barrio miserable («famoso tanto por su depravación como por su ignorancia», como se describía en una crónica publicada por la escuela local). Wyndham Road era frecuentada por tipos sospechosos: buhoneros, vendedores ambulantes de verdura, deshollinadores y declarados maleantes.

Cuando Jack Whicher solicitó su ingreso en la policía metropolitana, a finales del verano de 1837, cumplía con la edad mínima exigida, veintidós años, y con la estatura mínima, un metro setenta. Superó la prueba básica de lectura y escritura, así como la de aptitudes físicas, y dos «propietarios respetables» de su parroquia avalaron su buen carácter Al igual que más de un tercio de los primeros admitidos, trabajaba como obrero cuando hizo la solicitud.

El 18 de septiembre, Whicher se convirtió en agente de policía. Aunque su salario semanal, más o menos de una libra, apenas mejoraba sus anteriores ganancias, su futuro estaba mejor asegurado.

La policía metropolitana, la primera fuerza de esa clase en el país, tenía apenas ocho años. Londres había crecido tanto y era una ciudad tan ajetreada y tan misteriosa que en 1829 sus habitantes tuvieron que aceptar, a regañadientes, que un cuerpo de hombres disciplinados patrullara las calles. Los tres mil quinientos policías fueron conocidos como bobbies y peelers (en homenaje a su fundador, sir Robert Peel), como coppers (porque capturaban o pillaban maleantes), como crushers (porque aplastaban la libertad), como Jenny Darbies (por «gendarmes») y como «cerdos» (un término que hacía referencia al abuso desde el siglo XVI).

A Whicher le hicieron entrega del uniforme azul marino: pantalones y chaqueta de cola, cuyos brillantes botones metálicos llevaban impresas una corona y la palabra POLICÍA. Su división y número («E47», la «E» hacía referencia a Holborn) estaban marcados nítidamente en el broche que cerraba el cuello, debajo del cual un trozo de piel de diez centímetros de grosor alrededor de la garganta servía como protección contra los estranguladores. Su abrigo contaba con bolsillos profundos en los que se podía esconder una porra y una matraca de madera. Usaba un sombrero en forma de cañón de chimenea con la copa satinada y soportes de piel a ambos lados. Un colega policía describió detalladamente el traje así: «Tuve que ponerme un abrigo con faldones y una chistera de piel de conejo, recubierta de cuero, que pesaba medio kilo, un par de botas Wellington de por lo menos quince milímetros de grosor, y un cinturón de diez centímetros de ancho con una hebilla de quince... En la vida me había sentido más incómodo». Un oficial debía vestir de uniforme incluso cuando no estaba de servicio, para que no se le pudiese acusar de ocultar su identidad. Se ponía una banda alrededor de la muñeca para mostrar que sí estaba trabajando. La barba y el bigote estaban prohibidos, así que muchos hombres se dejaban, en su lugar, patillas.

En una época en que todo el mundo vestía alguna suerte de uniforme, el de la policía tenía sus aspectos positivos. La periodista Harriet Martineau señalaba que un ambicioso joven de clase trabajadora podía «andar por la calle un poco más orgulloso y haciéndose notar más» con dicho atuendo «que el artesano con su delantal y su gorro de papel o que el obrero con su blusón o arrastrando su cuerda de mozo». El fustán era el basto material con el que se confeccionaban los blusones de los obreros y las almohadillas que los mozos de cuerda se ponían sobre los hombros para llevar una pesada carga estaban hechas de cuerda.

Al policía perfecto lo definía el comedimiento, el anonimato y la ausencia de emociones. «Un carácter impulsivo jamás se ajustaría a ese perfil —decía Martineau—, como tampoco un hombre vanidoso que se sintiera tentado a despejar sus artes del cortejo, ni uno demasiado inocente ni nadie de temperamento o modales demasiado dubitativos, ni alguien que tuviera debilidad por la bebida ni que padeciera cualquier grado de estupidez.» Andrew Wynter, médico y escritor, describía al policía ideal como «tieso, implacable y sereno, una institución más que un hombre. Uno no parece saber más sobre su personalidad de lo que sabe sobre su chaqueta, abotonada hasta el punto de la asfixia... una máquina, moviéndose, pensando y hablando tan solo como se lo ordena su libro de instrucciones... Como si no sintiera ni padeciera».

Whicher compartía un dormitorio con unos dieciséis hombres en la comisaría de Hunter Place, en Hunter Street, al sur de King’s Cross. Era un sólido edificio de ladrillo que el cuerpo había adquirido recientemente. Se entraba por un largo y oscuro pasillo; además de los dormitorios en el piso superior, contaba con cuatro celdas, una biblioteca, una trascocina, un comedor y una sala de juegos. Todos los hombres solteros debían hospedarse en la comisaría y estar en sus habitaciones a medianoche. Cuando Whicher hacía el turno de la mañana, se levantaba antes de las seis. Debía asearse en el dormitorio, suponiendo que tuviera cubo y biombo propios, y después desayunaría una chuleta, una patata asada y una taza de café. A las seis los hombres formaban en el patio. Uno de los cuatro inspectores de su división pasaba lista y luego leía un mensaje de la jefatura de policía de Whitehall Place donde se daba cuenta individual de los castigos, las recompensas, los despidos y las suspensiones de los oficiales. El inspector también comunicaba a los hombres los últimos informes criminales, en los que se daban descripciones de sospechosos, así como de personas y pertenencias desaparecidas. En cuanto había inspeccionado los uniformes y el equipo de sus hombres, les ordenaba: «¡Se acabó!». Se enviaba devuelta a la comisaría a unos cuantos policías como fuerza de reserva, mientras que los sargentos llevaban al resto a sus respectivas rondas.

En un día, un agente cubría una ronda de doce kilómetros, a cuatro kilómetros por hora y en dos turnos de cuatro horas: más o menos de las seis a las diez de la mañana, y de las dos a las seis de la tarde. Se familiarizaba con cada casa en el vecindario y se esforzaba por limpiar las calles de mendigos, vagabundos, vendedores ambulantes, borrachos y prostitutas. Estaba sujeto a revisiones in situ por parte de un inspector o un sargento, y las reglas eran estrictas: prohibido apoyarse en nada ni sentarse durante la ronda, decir groserías y cortejar a las criadas. La policía tenía orden de tratar a todos con respeto (a los conductores de los coches de caballos de alquiler, por ejemplo, no se les podía llamar «cocheros») y de evitar el uso de la fuerza. Estos principios debían también observarse cuando estuvieran fuera de servicio. A principios de la década de 1830, cuatro de cada cinco despidos, de un total de tres mil, estuvieron relacionados con la bebida.

Hacia las ocho de la tarde, Whicher cenó en la comisaría (cordero asado, quizá, con col, patatas y empanadas). Cuando se le asignaba el turno de noche antes de las nueve ocupaba su puesto en el patio y llevaba una linterna, u «ojo de buey», una porra y una matraca. Durante este turno ininterrumpido de ocho horas, revisaba las cerraduras de puertas y ventanas, estaba alerta ante cualquier incendio, llevaba a los desposeídos a albergues y se cercioraba de que los bares cerraran a su hora. El recorrido era más corto por la noche (tres kilómetros) y se suponía que Whicher debía alcanzar un punto de su ronda cada hora. Si necesitaba ayuda, hacía sonar la matraca; el policía de una ronda vecina debía estar siempre suficientemente cerca para escucharle. Aunque ese turno podía ser realmente insoportable en invierno, tenía sus ventajas: propinas por despertar a los comerciantes o a los trabajadores del mercado antes del amanecer y, a veces, un «dedal» de cerveza o brandy, por cortesía de los dueños de los bares de la ruta.

Whicher patrullaba en Holborn por la época en que la zona estaba dominada por la extensa barriada, tres hectáreas, de St. Giles. Aquella oscura complejidad de calles y callejones estaba surcada de pasajes secretos a través de patios, buhardillas y sótanos. Los ladrones y estafadores se echaban a la calle para sonsacar, estafar o robar a los transeúntes prósperos. Alrededor de St. Giles quedaban los tribunales, la universidad, el Museo Británico, las distinguidas plazas de Bloomsbury y las elegantes tiendas de High Holborn. Si los criminales eran detectados por la policía, se deslizaban de nuevo dentro del laberinto.

Holborn estaba repleto de embaucadores y la policía de la división «E» tenía que ser experta en su identificación. Se desarrolló un nuevo vocabulario para catalogar los distintos engaños. La policía estaba atenta a los «charlatanes» (estafadores tales como los fuleros), que «encandilaban» (engañaban) a los «planos» (pardillos) con la ayuda de los «botoneros» o «boinas» (cómplices que atraían a la gente haciéndole creer que habían ganado dinero al charlatán). Un «escriba» (alguien que prepara documentos) podría vender un «falsimento» a un vagabundo «por la mancha» (por medio de una historia lacrimógena); en 1837, cincuenta londinenses fueron arrestados por elaborar documentos semejantes y ochenta y seis por utilizarlos. «Trabajar la canción del golpe del pariente» era engañar a los niños para quedarse con su dinero o su ropa. «Trabajar el superficial» era inspirar la compasión al mendigar medio desnudo. «Blandir el merodeo» era mendigar disfrazado de marinero náufrago. En noviembre de 1837, un magistrado advirtió que algunos ladrones en la zona de Holborn fingían estar ebrios para distraer a los policías, mientras sus amigos robaban por las casas.

Una vez, los oficiales de la división «E» abandonaron su zona. Todo el cuerpo policial se desplegó para resguardar la ruta que va del palacio de Buckingham a la abadía de Westminster cuando Victoria fue coronada en junio de 1838. Ya entonces la policía tenía conocimiento de los dementes obsesionados con la nueva reina. Un interno de un asilo para pobres de St. Giles, por ejemplo, terminó ante los magistrados porque se había convencido de que Victoria estaba enamorada de él. Decía que habían «intercambiado miradas» en Kensington Gardens. Los magistrados recomendaron que fuera recluido en un manicomio.

El primer arresto de Jack Whicher del que se tiene noticia sucedió en diciembre de 1840. Encontraron en un burdel de Gray’s Inn Road, cerca de King’s Cross, a una chica de diecisiete años, aturdida por el alcohol y pavoneándose de vestir ropa sorprendentemente elegante. De su cuello colgaba un boa de plumas. Whicher recordaba que entre los objetos robados de una casa de Bloomsbury, hacía quince días, destacaba un boa, y que una criada había huido la noche del robo. Se aproximó a la chica del boa y la acusó de robo. A lo largo de ese mes, Louisa Weller fue hallada culpable de robar a Sarah Taylor, de Gloucester Street. La historia de su captura describía en miniatura las cualidades de investigación de Whicher: una memoria excelente, buen ojo para lo extraño, agudeza psicológica y aplomo.

Inmediatamente después, su nombre desapareció de los diarios durante dos años. Y se debió, probablemente, a que fue reclutado por los jefes de la policía metropolitana (el coronel Charles Rowan, hombre del ejército, y sir Richard Mayne, abogado) para formar un pequeño grupo de «oficiales activos» que iban de paisano, los primeros detectives cuya existencia era un secreto. A la opinión pública le horrorizaba la vigilancia. Al principio de la década de 1830, hubo mucha indignación cuando salió a la luz que un policía de paisano se había infiltrado en una reunión política. En aquel ambiente, los detectives tuvieron que ser introducidos a hurtadillas.

Los registros del juzgado señalan que Whicher trabajaba como agente secreto en abril de 1842, cuando advirtió la presencia de tres maleantes en Regent Street. Los siguió hasta que uno de ellos se interpuso en el camino de sir Roger Palmer, un baronet anglo-irlandés, propietario de una casa de Park Lane, mientras que otro levantaba con cuidado los faldones del abrigo de sir Roger y el último sustraía una cartera de su bolsillo. Los carteristas profesionales como ellos tres solían trabajar en grupos de tres o cuatro, cada uno protegiendo y facilitando el trabajo del otro. Algunos eran extraordinariamente hábiles pues habían sido entrenados desde pequeños en el arte de «meter» o «zambullir» la mano. Aunque uno de aquellos tres escapó, Whicher lo vio quince días después en otra zona de la ciudad y lo arrastró al juzgado, donde informó de que el hombre había agravado su delito al intentar sobornarlo con plata.

Los expedientes de la policía metropolitana indican que hacía finales del mes Whicher trabajaba nuevamente de incógnito, cuando participó en la caza de Daniel Good, un cochero de Putnam que había matado y descuartizado a su amante. Whicher y su colega de Holborn, el sargento Stephen Thornton, vigilaban la casa de una amiga de Good en Spitalfields, al este de Londres (Dickens describiría después a Thornton, once años mayor que Whicher, como un hombre de «rostro enrojecido y amplia frente bronceada... es famoso por ejercer el razonamiento inductivo y por trabajar, desde el mínimo hallazgo, yendo de una pista a otra hasta que caza a su hombre»), Daniel Good fue detenido finalmente en Kent, pero más bien gracias a la suerte que al diestro trabajo de la policía.

En junio de 1842, los inspectores de policía solicitaron permiso al Ministerio del Interior para formar una pequeña división de detectives: argumentaron que necesitaban una fuerza policíaca centralizada, de élite, para coordinar las cazas de asesinos (como la búsqueda de Good) y otros delitos graves que afectaban a varios distritos policiales. Si esos policías pudieran vestir de paisano, dijeron, la unidad sería aún más eficiente. El Ministerio del Interior dio su aprobación. En agosto, Whicher, Thornton y otros seis hombres que fueron elegidos como detectives, abandonaron sus rondas, se despojaron de sus uniformes y se volvieron tan anónimos y ubicuos como los maleantes que buscaban. Jack Whicher y Charles Goff de la división «L» (Lambeth) eran los menores, pero ambos fueron nombrados sargentos en apenas unas semanas. (Whicher estaba a un mes de cumplir su quinto año como policía, que solía ser el mínimo requerido para obtener un ascenso.) Así aumentó el número de sargentos de la división a seis, a las órdenes de dos inspectores. A Whicher le dieron un aumento de casi el cincuenta por ciento, de cincuenta a setenta y tres libras anuales, diez libras más que el salario normal de un sargento. Como antes, su salario fue complementado con gratificaciones y recompensas.

«Recientemente se ha seleccionado a un grupo de hombres inteligentes para formar un cuerpo llamado “policía de detectives” —informaba el Chamber’s Edinburgh Journal en 1843—. A veces el policía detective se viste como el hombre de la calle.» El recelo público persistía: un editorial del Times de 1845 advertía de los peligros de los detectives explicando que «en la mera idea del espionaje siempre hay algo de repugnante».

La sede de los detectives era una sala situada junto a las oficinas de los inspectores de policía en Great Scotland Yard, cerca de Trafalgar Square. Técnicamente, aquellos hombres formaban parte de la división A, o Whitehall. Whicher fue designado «A27». Su trabajo consistía en desaparecer, en deslizarse silenciosamente entre todas las clases sociales (los detectives debían mezclarse, escuchar, perderse en las tabernas frecuentadas por criminales y entre las multitudes salpicadas de ladrones. No estaban sujetos a nada. Mientras el policía común cumplía con su ronda como el brazo de un compás, los detectives recorrían la ciudad y todo el país a voluntad. En los bajos fondos de Londres se les conocía como «Jacks»,2 lo que reflejaba su carácter anónimo y su falta de pertenencia a ninguna clase.

El primer relato de detectives en inglés, del periodista Wílliam Russell, que firmaba como «Waters», apareció en el Chamber’s Edinburgh Journal en julio de 1849. Al año siguiente, Whicher y sus colegas fueron elogiados por Dickens en varios artículos publicados en revistas: «Son, todos y cada uno de ellos, hombres de aspecto respetable —informaba Dickens—, de inteligencia poco común y de muy buena conducta; no hay nada en sus modales que resulte holgazán o furtivo; exhiben un aire de aguda observación y rápida percepción cuando se les habla y sus rostros suelen reflejar de manera más o menos marcada un intenso trabajo mental. Todos tienen buena vista y pueden, y lo hacen, examinar de arriba abajo a cualquiera que hable con ellos».

George Augustus Sala, un colega periodista, consideró que el entusiasmo de Dickens era algo empalagoso y del novelista le disgustaba su «curiosa y casi malsana parcialidad que comulgaba y gustaba de los oficiales de la policía ... Parecía que siempre se encontraba a gusto entre ellos y que nunca se cansaba de hacerles preguntas». Los detectives, al igual que Dickens, eran muchachos de la clase trabajadora que habían progresado y estaban entusiasmados de participar en la marcha de la ciudad. En Tom Fox; or, the Revelations of a Detective, unas memorias en clave paródica, John Bennett decía que el detective era socialmente superior al «polizonte común» porque estaba mejor educado y su «inteligencia era mucho mayor». Investigaba los secretos de las altas esferas y de los bajos fondos por igual y, como contaba con pocos precedentes, ideaba sus métodos sobre la marcha.

Estos métodos recibían a veces críticas. En 1851, Whicher fue acusado de espionaje y de incitar a la comisión de un delito, cuando atrapó a dos ladrones de banco en el Mall. En mayo de ese año, mientras caminaba por Trafalgar Square, Whicher vio a «un viejo conocido», un ex convicto que había regresado a la ciudad después de pasar un tiempo en las colonias penales de Australia. Observó que se sentaba junto a otro veterano de la cárcel en un banco del Mall, frente al Banco de Londres y Westminster. Durante las dos semanas siguientes, Whicher y un colega vigilaron a la pareja mientras evaluaba el banco. Los policías se mantuvieron a la espera hasta que el 28 de junio atraparon a los maleantes con las manos en la masa, cuando huían del banco con el botín. Los corresponsales de The Times censuraron a los oficiales por permitir que el delito se cometiera en vez de haberlo cortado de raíz. «El crédito de ingenio y habilidad ganado por los detectives es, probablemente, en gran medida lo que les decanta más hacia la actividad detectivesca que hacia la prevención», se quejaba un lector mediante una carta, sugiriendo que esa figura se había inflado gracias a las atenciones Dickens y otros escritores.

Dickens encarnó a sus nuevos héroes en la figura del inspector Bucket, en Casa desolada (1853), el supremo detective de ficción de la época. El señor Bucket era un «brillante desconocido» que «camina en una atmósfera de misteriosa grandeza». Como primer detective que aparece en una novela inglesa, Bucket se convirtió en todo un mito en su época. Flotaba y sobrevolaba por encima de nuevas zonas, como un fantasma o una nube: «Tiempo y lugar no pueden atar al señor Bucket». Podía «adaptarse a todas las categorías». De Auguste Dupin, el detective aficionado y mago intelectual de Edgar Allan Poe que le había precedido hacía doce años, tomaba prestado algo de su resplandor.

Bucket estaba inspirado en líneas generales en el amigo y jefe de Whicher, Charley Field (compartían un dedo índice grueso, el gusto por la «belleza» de su trabajo y una risueña seguridad en sí mismos). Bucket también recordaba a Jack Whicher. Como el Whicher del gran hotel de Oxford, no había «nada destacable que mencionar [sobre Bucket] a primera vista, excepto su manera fantasmal de aparecer». Era un «hombre vestido de negro, de complexión sólida, mirada firme y agudo poder de observación», que veía y escuchaba con un gesto «tan inalterable como el gran anillo de luto que llevaba en el dedo meñique».

En las décadas de 1840 y 1850, Whicher estudió los juegos de manos y mentales. Lidió con criminales que se ocultaban tras distintas identidades falsas y parecían fundirse en las calles y callejones. Perseguía el rastro de hombres y mujeres que falsificaban dinero, firmas de cheques y giros postales, que escapaban cambiando de un alias a otro, que se despojaban de sus nombres como la serpiente se despoja de su piel. Era el especialista en la «mafia refinada», estafadores y carteristas que se vestían como caballeros y que podían abrir de un tajo un bolsillo utilizando un cuchillo oculto o birlar un alfiler de corbata cubriéndose con el pañuelo que agitaban en el aire. Ejercían sus artimañas en los teatros, las calles comerciales, los lugares de entretenimiento como el museo de cera de Madame Tussaud y el jardín zoológico de Londres. Obtenían sus mayores cosechas asistiendo a los grandes eventos públicos (carreras, ferias agrícolas, reuniones políticas), después de haber viajado en trenes de primera clase acompañando a los hombres y mujeres a los que pretendían robar.

En 1850, Charley Field le contó a Dickens un truco que Whicher había aprendido en el derby de Epsom. Field, Whicher y un amigo apellidado Tatt estaban tomando unas copas (iban por su tercer o cuarto jerez) cuando fueron atacados por cuatro miembros de la mafia refinada. Los hampones les tiraron al suelo, dando así comienzo a una terrible escaramuza: «Todos terminamos cayendo, y nuestras cabezas y talones chocaron contra el suelo del bar, ¡nunca habrás visto una escena de tanta confusión!». Cuando los maleantes intentaron escapar del bar, Whicher les cortó el paso. Los cuatro fueron conducidos a la comisaría local. El señor Tatt descubrió que le habían robado el alfiler de diamante de su camisa durante la pelea, pero ninguno de los cuatro miembros de la mafia refinada lo tenía. Field comenzaba a sentirse «perdido» (abatido) por la victoria de los ladrones cuando Whicher abrió el puño y mostró que tenía el alfiler en su palma. «Por Dios —dijo Field—. ¿Cómo te has hecho con él?» «Te diré cómo lo he conseguido —contestó Whicher—. Advertí cuál de ellos lo había cogido y, cuando estábamos todos por el suelo, chocando unos contra otros, le di un ligero toque en el dorso de la mano, tal como yo sabía que haría uno de sus compañeros, él creyó que yo era su amigo, ¡y me lo dio!»

«Quizá una de las cosas más hermosas que se haya hecho nunca —dijo Field—. Hermosa, Her-mo-sa... ¡Fue una idea preciosa!» El delito como una obra de arte era un concepto ya conocido, sorprendentemente analizado en el irónico ensayo de Thomas de Quincey, Del asesinato considerado una de las bellas artes (1827), pero la maestría artística de un agente de policía era algo nuevo. A principios del siglo XIX, el protagonista de un relato policíaco era un atrevido y gallardo sinvergüenza, pero dejó paso poco a poco al analítico detective.

Whicher, de quien se decía que era el oficial favorito del jefe de policía Mayne, fue ascendido a inspector en 1856 y su salario superó las cien libras. Charley Field había dejado el cuerpo para hacerse investigador privado, así que Whicher y Thornton quedaron a cargo del departamento. En 1858, Whicher capturó al ayuda de cámara que había robado La Virgen, el Niño Jesús y santa Ana, de Leonardo da Vinci, al conde de Suffolk. Ese mismo año participó en la búsqueda de los revolucionarios italianos que habían intentado asesinar a Napoleón III en París (los terroristas habían urdido sus planes y fabricado sus bombas en Londres) y había encabezado la reapertura de una investigación sobre el asesinato de un policía en un campo de maíz de Essex. En 1859, Whicher investigó si el reverendo James Bonwell, párroco de una iglesia al este de Londres, y su amante, la hija de un clérigo, habían matado a su hijo ilegítimo. Bonwell había pagado a un enterrador dieciocho chelines para que diera sepultura al bebé en secreto, metiéndolo en el ataúd de otra persona. El juez de instrucción levantó los cargos de asesinato que pesaban sobre la pareja, pero les censuró por su comportamiento y, en julio de 1860, el obispo de Londres demandó a Bonwell por mala conducta.

Dos meses antes de que fuese enviado a Road Hill, Whicher siguió el rastro de quienes habían perpetrado un robo de joyas por valor de doce mil libras, cerca del Palais Royal, en París. Los ladrones, Emily Lawrence y James Pearce, se sirvieron de todo el boato propio de la gente refinada para llevar a cabo sus fraudes en las joyerías, donde Lawrence birlaba relicarios y brazaletes de los mostradores lanzándolos con la mano dentro del manguito de Emily (las ladronas iban bien equipadas con vestimenta por donde podían esconder sus trofeos: chales, estolas, manguitos y amplios bolsillos en los miriñaques). Acompañado de sus secuaces favoritos, los oficiales de policía «Dolly» Williamson y «Dick» Tanner, Whicher consiguió, en abril, entrar en la casa donde vivían los ladrones, situada en Stoke Newington, al norte de Londres. Cuando acusó a Emily Lawrence advirtió que ella movía las manos y le pidió que se las mostrara. A esto le siguió un forcejeo durante el cual Pearce amenazó con partirle el cráneo a Whicher sirviéndose de un atizador, pero finalmente Lawrence dejó caer tres anillos de diamante al suelo.

Por sus breves apariciones en memorias, diarios y revistas, Jack Whicher se perfila como un hombre amable, lacónico y atento a la comedia implícita en su trabajo. Era un «excelente oficial», dijo un compañero detective, «tranquilo, astuto y pragmático, nunca tenía prisa, solía tener éxito y siempre estaba dispuesto a aceptar cualquier caso». Era dado a dar un giro irónico a lo que decía. Si Whicher estaba seguro de algo, estaba «seguro como que estoy vivo». «¡Con eso bastará!», decía al encontrar una clave. Era benevolente con sus enemigos; antes de apresarlo, aceptó tomar una copa con un ladrón y librarlo de usar las esposas: «Estoy dispuesto a comportarme como un hombre ante ti —le dijo—, si tú estás dispuesto a comportarte como un hombre ante mí». También era capaz de hacer bromas pesadas: en Ascot, a finales de la década de 1850, algunos colegas policías y él se acercaron sigilosamente a un inspector mientras dormía, el inspector era conocido porque estaba muy orgulloso de sus patillas, y le afeitaron el negro y tupido vello de su mejilla izquierda.

Aun así, Whicher era un hombre reservado que nunca hablaba de su pasado. Al menos una pena lo aquejaba. El 15 de abril de 1838, una mujer llamada Elizabeth Whicher, Green por un primer matrimonio y Harding de soltera, había dado a luz en el municipio de Lambeth a un niño llamado Jonathan Whicher. En el acta de nacimiento ella había inscrito el nombre del padre como Jonathan Whicher, de profesión policía y cuyo domicilio era el número 4 de Providence Row. Ella estaba embarazada de cuatro semanas cuando Jack Whicher solicitó su ingreso en la policía, quizá fue la perspectiva de tener un hijo lo que le impulsó a alistarse.

Tres años después, Whicher vivía en la comisaría de Hunter Place, en Holborn, como hombre soltero. Ni su hijo ni la madre del niño aparecen en las actas de defunción de 1838 a 1851, como tampoco en ninguno de los censos que se llevaron a cabo ese siglo. Aparte del certificado, no existe ninguna prueba de que Jack Whicher tuviera jamás un hijo. Lo único que queda es el registro del nacimiento del niño.