11
A las once de la mañana del viernes 27 de julio, los magistrados se reunieron en Temperance Hall para proceder al interrogatorio de Constance Kent. Su labor consistía en juzgar si debía ser enviada a juicio en una corte superior. Dos docenas de periodistas esperaban fuera. Antes de que se levantara la sesión, Whicher habló en privado con Samuel Kent. Le dijo que lo consideraba inocente y que estaba preparado para declarar en ese sentido. Kent declinó la oferta («por prudencia», dijo su abogado). Los matices de las relaciones entre el padre, la hija y el detective eran delicados; podría perjudicar a Samuel que lo asociaran con el acusador de Constance.
Había otros indicios de que Whicher no estaba del todo seguro de tener éxito en su caso contra Constance. Esa mañana contrató a un grupo de obreros para desmantelar el retrete en que se había encontrado a Saville, y para limpiar y secar su fosa. Era un intento desesperado por encontrar el camisón perdido o el cuchillo. La búsqueda fue infructuosa. Whicher pagó a los hombres seis chelines y seis peniques, y un penique extra para refrigerios.
Constance llegó a Road a las once y media, escoltada por el director de la prisión de Devizes. Después de un breve retraso en el comienzo de los procedimientos, durante el cual Constance aguardó en la casa de Charles Stokes, el talabartero, la chica se aproximó a la sala. «Iba vestida como antes —informaba The Times—, de luto riguroso, pero llevaba un tupido velo que ocultaba su semblante a la mirada ansiosa de la mayoría de los espectadores reunidos en el exterior.» El velo se entendía como un signo de modestia y decoro. Que una mujer se ocultara a sí misma y las intimidades de su familia no era siniestro sino decente, pero también seductor. En una novela de 1860, A Skeleton in Every House, Waters escribió sobre «los oscuros secretos que palpitan y se retuercen detrás de los finos velos».
«Cuando la condujeron al auditorio —continuaba The Times—, la señorita Constance Kent se echó en los brazos de su padre y le besó. Luego se sentó donde le indicaron y prorrumpió en llanto.» Según el Somerset and Wilts Journal entró temblando en la sala: «caminando con paso vacilante y yendo hasta su padre, a quien dio un beso tembloroso».
En contraste con su fragilidad, la multitud se mostró fuerte y entusiasta. El auditorio quedó «lleno de inmediato», informó The Times. Los espectadores «hicieron su entrada con una prisa tremenda, ocupando cada centímetro disponible», según el Journal. Solo cupo la mitad, así que el resto abarrotó el exterior en espera de noticias. Tres filas de periodistas se extendían por toda la sala. Sus transcripciones enteras y al pie de la letra de la sesión serían publicadas al día siguiente por toda Inglaterra.
Los magistrados tomaron asiento en su plataforma junto a los detectives Whicher y Williamson, el capitán Meredith, el subjefe de policía Wolfe y Henry Clark, el ayudante de los magistrados. Le correspondería a Clark interrogar a Constance por parte del tribunal.
En una mesa situada frente a la plataforma se sentaron Samuel Kent y su abogado, William Dunn, de Frome, y enfrente de ellos el abogado contratado para defender a Constance: Peter Edlin, de Clifton, Bristol. Tenía «una mirada deslumbrante, se expresaba con distinción, había en él cierta expresión cadavérica de serenidad», informaba el Somerset and Wilts Journal.
Constance inclinó la cabeza hacia delante y no se movió ni habló. Pasó el día doblada y hiératica. «Los acontecimientos del mes que acaba de pasar le han afectado severamente —aseguraba el Somerset and Wilts Journal—, porque en ese rostro delgado y pálido apenas habríamos podido reconocer a la chica robusta, de fuerte complexión, la muchacha de cinco semanas atrás. Sin embargo, la misma compostura intimidatoria y singular caracteriza sus rasgos.»
Samuel apoyó la barbilla en el puño y miró hacia el frente. Parecía «muy deprimido —según el Bath Express—, su semblante estaba cargado con los signos inequívocos de la pena profunda ... Además de la prisionera, él y el señor Whicher dividían la atención del público». Ninguno de los tres tenía una participación formal en los procesos de ese día, solo estaban ahí para observar y ser observados. La ley prohibía específicamente a Constance testificar por ser la acusada.
Elizabeth Gough fue la primera en ser llamada a declarar y los magistrados reanudaron el interrogatorio del viernes anterior. «Lucía considerablemente desgastada», según el Somerset and Wilts Journal. El periodista de este diario parecía saber que las mujeres sospechosas en el caso se encogían ante sus ojos, como sí el ansia del público por verlas las fuera consumiendo lentamente.
Clark le preguntó a Gough sobre la manta. «No eché en falta la manta en la cunita del pequeño hasta que la trajeron con el cuerpo», dijo.
Edlin le preguntó a la niñera sobre la relación entre su cliente y su joven hermanastro. «Nunca oí que Constance dijera nada hiriente a Saville —dijo Gough—, Siempre se comportó con él con amabilidad.» Le fue imposible confirmar que Saville le hubiese ofrecido a Constance un anillo de cuentas el día en que murió ni que Constance le hubiera dado a Saville un cuadro.
Llamaron a William Nutt. Edlin le preguntó por su «predicción» de que encontrarían a Saville muerto y Nutt repitió lo que ya había contestado en la investigación: solo había querido decir que se esperaba lo peor.
Emma Moody, la compañera de escuela de Constance, fue interrogada a continuación.
—¿Alguna vez oyó que la prisionera hablara mal del difunto? —preguntó Henry Clark.
—No le gustaba por celos —dijo Emma.
En este punto Edlin intervino:
—Eso no responde a la pregunta, ¿qué dijo la prisionera?
Emma repitió algo de lo que ya le había dicho a Whicher: que Constance había admitido que molestaba y pellizcaba a Eveline y Saville, que no tenía ganas de ir a casa cuando llegaban las vacaciones y que sentía que sus padres favorecían a los niños pequeños.
Clark le preguntó si recordaba que Constance dijera cualquier otra cosa sobre Saville. Aunque Emma le había dicho a Whicher que una vez había reprendido a Constance por declarar que odiaba a su medio hermano, la chica no hizo ninguna referencia a ello. «No recuerdo ninguna otra conversación con ella sobre el niño fallecido. Apenas le oí decir unas cuantas cosas.»
—¿Alguna vez la oyó decir algo más sobre su hermano fallecido? —la urgió Clark, pero Edlin intervino.
—Sostengo que esto es incorrecto: el interrogatorio es muy inusual e impropio... Considero que se trata de una línea de interrogatorio inusitada y sin precedente.
—Solo intento aclarar los hechos —protestó Clark.
—No pongo en duda su sincero deseo de llevar a cabo su deber —contestó Edlin—, pero su voluntad de cumplirlo lo ha llevado, sin querer, a excederse.
Y Henry Ludlow interrumpió para defender a su secretario.
—Quizá quiera usted definir de qué manera, ya que esa es una expresión muy fuerte.
—Me expresaré con toda cortesía —dijo Edlin—. Creo que el señor Clark se ha excedido en su deber, parece que lo ha comprendido mal. Tiene frente a él a una compañera de escuela de la acusada y, en lugar de limitarse a las preguntas y quedar satisfecho con las respuestas, más bien ha conducido el interrogatorio con el método de la contrainterrogación, haciendo caso omiso a la manera en que los interrogatorios suelen ser conducidos, menos aún como merece un caso de tamaña naturaleza.
Hubo un estallido de aplausos en el auditorio que Ludlow, enfadado, hizo callar.
—Si se produce otra manifestación como esta —advirtió—, los magistrados se verán obligados a desalojar la sala. —Después se dirigió a Edlin—: Quizá tenga alguna objeción concreta, señor Edlin, en vez de presentar aquellas de naturaleza general.
—Si nos toca un testigo que no comprende lo que se le pregunta —agregó Clark—, no entiendo cómo puedo obtener la prueba, a menos que le repita la pregunta.
—Después de haber obtenido una respuesta —dijo Edlin—, usted no debe repetir la pregunta como repregunta.
—He presentado las preguntas según la norma de la evidencia —dijo Clark— y, si no recibo una respuesta, debo repetir la pregunta.
—Entonces la ha formulado una y otra vez y, por tanto, su labor ha terminado.
Clark se dirigió a Emma:
—¿Ha oído a la detenida hablar alguna vez de su hermano fallecido?
—Esta pregunta ha sido formulada una y otra vez —dijo Edlin— y la respuesta ha sido siempre negativa, así que no procede.
Edlin estaba haciendo justo lo que acusaba a Clark de hacer: usar la repetición como forma de intimidación.
Ludlow tomó el lugar del escribano.
—Queremos que cuente lo que sucedió realmente —le dijo a Emma—, cualquier conversación entre usted y la prisionera, no un testimonio de oídas. No queremos sacar a la luz nada que no sea estrictamente legal y justo. Quizá usted nunca haya estado antes en un tribunal y seguramente nunca ha estado en una ocasión tan solemne. Ahora yo le pregunto si alguna vez tuvo lugar una conversación entre usted y la prisionera en la escuela sobre sus sentimientos hacia el difunto.
—No recuerdo nada más.
En su turno de respuestas, Edlin hizo preguntas detalladas sobre la visita de Whicher a Warminster. «Vino una vez a nuestra casa —dijo Emma— y otra vez a visitar al señor Baily, un caballero reservado, se trata de un caballero casado. Lo conozco, vive justo enfrente. La señora Baily, al verme en el jardín de mi madre, me mandó llamar y, al acercarme, vi al señor Whicher. No me sorprendió verlo ahí porque el señor Baily se había interesado por el asunto y me había preguntado sobre él.» Emma testificó que Whicher le había mostrado una prenda de franela de busto.
La línea de interrogatorio de Edlin retrataba a Whicher como alguien taimado y malintencionado para lograr la prueba de confesión de Emma Moody, incluso sugería que Whicher la había acosado: había enviado un señuelo desde la casa de enfrente para luego atraerla, le había mostrado una prenda de ropa interior femenina y la había convencido para reelaborar los recuerdos de su compañera de escuela con el fin de condenarla.
Whicher interrumpió el curso del interrogatorio para hablarle directamente a Emma:
—Yo le hice ver la importancia de decir la verdad y nada más que la verdad. —Con este impulso esperaba animarla a dar el testimonio que él quería.
Edlin intentó restar importancia a esa petición.
—Eso lo damos por sentado —le dijo a Whicher.
—Preferiría que me lo dijera la acusada —dijo Whicher. (Emma no era una acusada sino una testigo. El resbalón de Whicher reflejaba la frustración que lo embargaba respecto a la chica.)
Emma confirmó que Whicher la había animado a decir la verdad.
Una vez más, Ludlow preguntó si recordaba cualquier otra conversación con Constance acerca de Saville. Ella respondió que no.
—La pregunta se ha repetido una y otra vez —dijo Edlin de nuevo.
—¿Ha discutido con la prisionera respecto a cualquier conversación que haya tenido con ella? —preguntó Ludlow.
—Sí, señor —dijo Emma, acercándose por fin a la conversación que le había contado a Whicher, pero Edlin protestó de inmediato.
—El tribunal no debería hacer tales preguntas —dijo—, pidiendo así que dejaran marcharse a Emma por humanidad.
Después de hacerle una consulta a Edlin, los magistrados decidieron permitir que Emma Moody se retirara.
Joshua Parsons prestó su testimonio sobre la autopsia y fue similar al que ya había dado en la investigación. «Conocía muy bien al pequeño que fue asesinado», agregó. El médico declaró que había visto un camisón muy limpio sobre la cama de Constance la mañana del asesinato. A la pregunta de Edlin, reconoció que «podría hacer una semana que lo usaba», y que se habría requerido una «gran fuerza» para infligir la puñalada en el corazón de Saville. No le preguntaron si pensaba que Constance era una maníaca.
Henry Clark interrogó a Louisa Hatherill, otra compañera de escuela de Constance, que repitió lo que Constance le había comentado sobre el trato injusto que recibían los hermanos de la primera esposa y el desprecio que manifestaban hacia William.
Sarah Cox declaró sobre el camisón perdido: contó que Constance había visitado la habitación en la que ella organizaba la colada, el lunes siguiente al asesinato, y el furor que se desató en el hogar cuando el camisón no apareció. Aun así Clark fue incapaz de que asomara siquiera la teoría de Whicher de que Constance había robado un camisón inocente para ocultar el crimen del que la inculpaba.
Cox no manifestaba ninguna hostilidad ni suspicacia hacia Constance. «No observé nada fuera de lo común en el comportamiento ni en los modales de la acusada aparte de la comprensible pena —dijo—. Nunca oí ni que tuviese ninguna actitud desagradable o impropia de una hermana hacia el difunto.»
El último testigo en declarar fue la señora Holley. Le preguntaron por el camisón perdido. En los cinco años que llevaba lavando ropa para los Kent, dijo, solo había extraviado dos cosas: «la primera era un guardapolvos viejo; la segunda, una toalla vieja».
Edlin comenzó su alegato final pidiendo a los magistrados que liberaran de inmediato a Constance Kent. «No existe la más mínima prueba contra esta jovencita.» Edlin equiparó así, con extraordinario valor, la investigación del asesinato con el mismo asesinato: «Digo que se ha cometido un atroz asesinato, pero me temo que a este le ha seguido un asesinato judicial de una atrocidad apenas menor».
«Nunca, nunca se olvidará —continuó— que esta jovencita ha sido arrancada de su hogar y enviada como un criminal cualquiera, un maleante cualquiera, a la prisión de Devizes. Digo, por tanto, que este paso debió darse solo después de la más profunda de las reflexiones y después de presentar algo que pueda considerarse una prueba tangible, no a partir de la pérdida de un mezquino camisón, que estaba en la casa, según sabía el inspector Whicher, y que el señor Foley examinó junto al médico, al día siguiente del asesinato, como también hizo con los cajones de la señorita.» Edlin llamaba la atención sobre la cantidad de hombres que habían rebuscado en la ropa interior de Constance. No comprendía, deliberadamente o no, la teoría de Whicher sobre cómo se había disfrazado la destrucción del camisón. Si el camisón no estaba manchado, preguntaba Edlin, ¿qué se pretendía con sustraerlo? Insistió en que el misterio del camisón perdido «fue satisfactoriamente despejado para todo aquel que escuchara los testimonios aquel día y no cabe duda alguna de que este pequeño pretexto, sobre la que se sostiene tan terrible acusación, se ha echado por tierra».
«Digo que arrastrar a esta jovencita fuera de su casa, de tal manera y en semejante momento, cuando su corazón ya estaba de por sí desgarrado por la, muerte de su querido hermanito, basta para despertar la compasión de todos los habitantes de este condado y no solo eso, sino de todos los habitantes de este país que posean una mente imparcial, que hayan oído hablar, y pocos no lo han hecho, de este horrible asesinato.»
En este punto, tanto Samuel como Constance Kent sucumbieron al llanto y escondieron sus rostros entre las manos. Edlin continuó:
«Los pasos que ustedes han dado son suficientes para arruinar su vida. Con respecto a esta jovencita, toda esperanza es vana ... ¿Y dónde reside la prueba? El único hecho, y me da vergüenza referirme a él en este país de libertad y justicia, es la “sospecha” del señor Whicher, un hombre ansioso por perseguir al asesino y preocupado por la recompensa que se ha ofrecido ... No pretendo pillar en falta al señor Whicher sin necesidad, pero considero que en el presente caso su entusiasmo profesional en la búsqueda del malhechor le ha llevado a tomar un camino sin precedentes a fin de probar un móvil. No puedo dejar de aludir a la mezquindad, digo la indeleble mezquindad, podría decir el descrédito y estaba por decir la vergüenza pero no quiero decir nada que pueda dejar una impresión desfavorable, así que diré el inefable descrédito con el que ha perseguido a dos compañeras de Constance y las ha traído hasta aquí, para prestar el testimonio que hemos escuchado. ¡Dejemos que la responsabilidad y la desgracia de semejante procedimiento descanse en aquellos que han traído hasta aquí a los testigos! ... Considero que se ha dejado llevar de una manera muy extraña en este asunto: perplejo y molesto por no encontrar una pista, se ha aferrado a aquello que no es, en absoluto, una pista».
El abogado concluyó: «De acuerdo con los hechos que revelan las pruebas, jamás se ha visto un caso más injusto, más impropio y más improbable ante ningún tribunal de ningún lugar, por lo menos que yo sepa, respecto a un cargo de tan seria naturaleza y, buscando, como de hecho pretende, acusar de semejante cargo a una jovencita de la edad de la señorita Constance Kent».
El discurso de Edlin fue interrumpido varias veces por el aplauso de la audiencia. Terminó poco antes de las siete de la tarde. Entonces los magistrados se reunieron y, cuando los espectadores pudieron entrar de nuevo en la sala, Ludlow dijo que Constance quedaba en libertad, a condición de que su padre depositara una fianza de doscientas libras, como garantía de que volvería al tribunal si era requerida de nuevo.
Constance abandonó Temperance Hall escoltada por Wiliam Dunn. En el exterior, la multitud se abrió a su paso.
Cuando Constance llegó a Road Hill, informó el Western Daily Press, «sus hermanas y familiares la estrecharon entre sus brazos con emoción, apasionados, con la mayor ternura. Los sollozos, los abrazos y los lloros se prolongaron bastante tiempo. A la larga, sin embargo, todo terminó, y desde entonces a la jovencita se le ha visto deprimida y contemplativa». Constance permaneció en silencio.
Desde cualquier punto de vista, la posición de Whicher había sido frágil. Cabía justificar su fracaso por varias razones prácticas: fue enviado a la escena del crimen demasiado tarde, ya desbaratada por la incompetente y defensiva policía local; le apremiaron para que lograra un arresto, y fue mal representado en el juicio (tal y como consignó en su informe a Mayne, «no había un profesional que pudiera conducir el caso por la parte de la acusación»), No iba a ser Samuel Kent, de quien se habría esperado que, en circunstancias normales, dispusiera la acusación del presunto asesino de su hijo, quien financiara un ataque contra su hija. Whicher estaba seguro de que un abogado profesional podría haber explicado mejor la teoría del camisón perdido y haber convencido a Emma Moody de repetir lo que le había dicho sobre la antipatía que Constance sentía hacia Saville: esas dos cuestiones habrían marcado toda la diferencia. Después de todo, los magistrados no debían decidir la culpabilidad de Constance, sino únicamente si había pruebas suficientes que justificaran enviarla a juicio.
Finalmente, lo que inclinó la balanza en contra de Whicher ese día fue el discurso de Edlin, su descripción del detective como un hombre rapaz, vulgar y ambicioso, que pretendía destruir la vida de una jovencita. Y había un trasfondo sexual, la insinuación de que el policía era un saqueador torpe y de clase baja de una virgen sin culpa. El análisis de Edlin atrajo al público. Aunque los vecinos de Road estaban preparados para creer que los infelices y extraños hijos adolescentes de Samuel Kent habían matado a su hermanito, la mayoría de los ingleses descartaba la idea por parecerles grotesca. Era casi inconcebible que una chica respetable pudiera poseer la furia y pasión suficientes para matar y al mismo tiempo la serenidad suficiente para ocultarlo. El público prefería creer en la maldad del detective, atribuirle la corrupción moral.
La investigación de Jack Whicher había permitido que la luz entrara en aquel hogar cerrado, abrió las ventanas de par en par para que entrara el aire, pero al hacerlo también había expuesto a la familia a las fantasías lascivas del mundo exterior. Había algo necesariamente sucio en los procedimientos policiales: se tomaban medidas de los pechos, se examinaban los camisones en busca de rastros de sudor y de sangre, a las jovencitas decentes les hacían preguntas indecorosas. En Casa desolada, Dickens imagina los sentimientos de sir Leicester Dedlock cuando registran su casa: «la noble casa, los cuadros de sus antepasados, desconocidos que los pintarrajean, oficiales de policía que manosean groseramente sus más preciosas reliquias de familia, miles de dedos señalándolo, miles de caras burlándose de él». Mientras que las novelas policíacas de las décadas de 1830 y 1840 se situaban en los tugurios de Londres, el crimen sensacionalista de la década de 1850 había comenzado a invadir el hogar de la burguesía, tanto en la ficción como en la realidad. «Nos enteramos de que suceden cosas muy raras en las familias —dice Bucket—. Sí, incluso en familias refinadas, familias de la alta sociedad, grandes familias ... usted no tiene ni idea ... de qué clase de juego son estos.»
Durante el tiempo que Whicher estuvo investigando, el Frome Times lanzó «una indignada protesta contra la conducta de algunos representantes de la prensa. Una fuente autorizada nos ha informado de que una persona penetró en la casa disfrazada de detective (mientras que otra tuvo la audacia de acercarse al señor Kent, ¡y pedirle detalles sobre el asesinato de su hijo!). En nuestra opinión, el atrevimiento y la falta de escrúpulos de estas personas apenas pueden ser igualadas por el malvado que perpetró tan terrible crimen». Esta retórica, también empleada por Edlin, era posible gracias a la sensibilidad que se tenía en plena época victoriana frente a la «exhibición», al escándalo y a la pérdida de intimidad. Las investigaciones, de la prensa y sobre todo de los detectives, en el interior de un hogar burgués, se consideraban asaltos. La exhibición de la intimidad de uno podía terminar destruyéndolo y así lo dejaba claro el asesinato (cuando los pulmones, los conductos de aire, las arterias y el corazón se abrían repentinamente al aire, se colapsaban). Stapleton describió la muerte de Saville en estos términos: el habitante de la «casa de la vida» había sido «rudamente expulsado por un intruso violento y no autorizado».
La palabra «detectar» proviene de la palabra latina detegere o «descubrir», y la figura original del detective era el diablo cojo Asmodeo, «príncipe de los demonios», que levantó los tejados de las casas para espiar las vidas de sus habitantes. «El diablo Asmodeo es el diablo de la observación», explicaba el novelista francés Jules Janin. Stapleton, en su libro sobre el asesinato de Road Hill, utiliza la figura de Asmodeo, quien «atisba las vidas privadas» en la casa de los Kent, para encarnar la fascinación pública que despertó el caso.
«Si un observador oculto pudiera ver el interior de cada habitación de una casa —escribió el detective escocés McLevy en 1861—, se enfrentaría a un espectáculo más maravilloso que una exposición itinerante.» Un policía de paisano era justamente ese observador, un hombre con licencia para husmear. El héroe detective podía cambiar en cualquier momento y revelar a su sonriente doble, el voyeur.
«Ángel y demonio por turnos, ¿eh?», señala el señor Bucket.
Después de que Constance saliera bajo fianza, Whicher le dijo a Ludlow que no veía razón alguna para permanecer en Wiltshire. «No tengo ninguna esperanza de obtener más pruebas por más que prolongue mi estancia aquí—explicaba en su informe—, ya que la única prueba adicional sería encontrar el camisón que, me temo, ya había sido destruido.» Ludlow coincidió en que debía irse. Le aseguró a Whicher que estaba convencido de la culpabilidad de Constance y que le enviaría una carta a sir George Cornewall Lewis, el ministro del Interior, y a Mayne haciéndoselo saber. Henry Clark escribió las dos cartas de inmediato: «los magistrados nos han pedido ... que les hagamos llegar nuestro agradecimiento por los servicios prestados por el señor inspector Whicher y el señor oficial de policía Williamson. Aunque las pruebas resultaron ser insuficientes para determinar la culpabilidad de la acusada, la impresión definitiva de los magistrados es que la señorita Constance Kent es la culpable y esperan que en un futuro próximo alguna prueba lleve al responsable del crimen ante la justicia. Los magistrados se sienten completamente satisfechos con el trabajo realizado por los policías antes mencionados».
Whicher y Williamson regresaron a Londres al día siguiente. Whicher se llevó consigo las reliquias de su investigación: los dos camisones de Constance restantes, la lista de la colada y el trozo de periódico ensangrentado. En la nueva edición de All the Year Round, el héroe de La dama de blanco también daba por terminadas sus investigaciones en el campo. El episodio acababa así: «Media hora después, me deslizaba de regreso a Londres en el tren expreso».
Ese fin de semana, hubo intensas tormentas eléctricas en los alrededores de Road. Los relámpagos encendieron los campos, el río Frome creció casi un metro y el granizo destrozó el maíz.
Durante el proceso de Temperance Hall, la señora Kent había dado a luz. «La agitación y la incertidumbre en la espera de los resultados de la sesión fueron demasiado para ella —informaba el Bath Chronicle— y, como consecuencia, tuvo un parto prematuro.» Se llegó a rumorear que el bebé había nacido muerto, pero no era cierto. La señora Kent dio a luz a un niño el lunes 30 de julio, un mes después del asesinato de su primer hijo, y lo bautizó como Acland Saville Kent.