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En los primeros y fríos días de noviembre, tuvo lugar en Temperance Hall la más extraña de las investigaciones. Thomas Saunders, un magistrado y abogado de Bradford-upon-Avon, Wiltshire, estaba convencido de que los habitantes de Road poseían importante información sobre el asesinato y se entregó a la tarea de obtenerla. Aunque actuaba por su entera iniciativa, su estatus como magistrado de Wiltshire le proporcionaba una aparente autoridad, y al principio nadie puso en cuestión su derecho a investigar el caso.
A partir del 3 de noviembre, Saunders mandó llamar a unos cuantos vecinos para que ofrecieran sus opiniones y observaciones; algunas de ellas iluminaban el tipo de vida del pueblo y de la mansión de Road Hill y, si bien casi todas eran del todo irrelevantes para el caso, de ellas se había servido Whicher durante los quince días que pasó en Road, una enorme cantidad de rumores y detalles periféricos que una investigación policial arroja y que nunca suelen llegar al pueblo. Saunders ventiló esta morralla de forma claramente caprichosa: «la prueba, si es que se le puede llamar prueba, fue aducida de la manera más singular e indigna», informó el Bristol Daily Post. «En varias ocasiones los presentes no lograban ocultar la risa que los procesos producían y, constantemente, parecían considerar que todo el asunto se había preparado para su propio entretenimiento, más que para la resolución de un crimen misterioso y terrible.»
En Road, las dos semanas siguientes se parecieron más a un interludio cómico que a una obra trágica, en la que Saunders actuaba como el bufón que aparece en escena trastabillando para enredar y confundir todo lo que le ha precedido. Abría y cerraba los procesos a su gusto, olvidaba los nombres de los testigos y se engrandecía con misteriosas alusiones a «los secretos que llevo en mi pecho», mientras entraba y salía de Temperance Hall con una botella de líquido que, según el Bristol Daily Post, «se parecía mucho al brandy». Saunders dijo que se trataba de una medicina para el resfriado que había cogido, por la corriente de aire de una ventana (había reñido al conserje del edificio, Charles Stokes, por el pobre aislamiento del edificio). Durante los procesos, el magistrado daba tragos a su poción y mordisqueaba trozos de bizcocho. Con frecuencia interrumpía a sus testigos exigiendo que sacaran a los bebés llorosos de la sala o que las mujeres guardaran silencio: «¡Mujeres, cállense!».
Un testigo típico era la señora Quance, una vieja dama que vivía en las casitas cercanas a la propiedad de Road Hill. Saunders la interrogó el martes sobre un rumor según el cual ella había dicho que su marido, que trabajaba en una fábrica de Tellisford, había visto a Samuel Kent en el campo, a las cinco de la madrugada del 30 de junio. Ella lo negó rotundamente y se quejó de que la policía ya le había preguntado sobre este asunto.
—Creo que lo realizaron con demasiado ingenio para ser descubierto —añadió—, a menos que uno de los cómplices confiese.
—¿Qué realizaron con ingenio? —pregunto Saunders.
—El infanticidio —de repente, la señora Quance se puso en pie, se revolvió y dijo—: Oh, Dios, no puedo quedarme aquí, me he dejado la estufa encendida. —Y salió corriendo entre las risotadas de reconocimiento de la audiencia.
James Fricker, fontanero y cristalero, declaró que lo habían presionado mucho para que arreglara la linterna de Samuel Kent la última semana de junio: «En principio no creí que hubiera nada inusual en meterme tanta prisa por tener la lámpara en pleno verano, pero ahora sí lo creo».
Antes de abrir su investigación, Saunders estuvo husmeando en Road unos días e informó de sus observaciones al tribunal. Una tarde, dijo, él y un policía vieron a una dama vestida de negro, con enaguas blancas, dirigiéndose a Road Hill. Se detuvo en la verja, dio unos pasos, miró hacia atrás y entró en la casa. Pocos minutos después, Saunders vio a una dama, posiblemente la misma, en una ventana de los pisos superiores, peinándose. La narración de este incidente anodino levantó quejas de la familia Kent, por lo que a lo largo de la semana Saunders se disculpó, reconociendo que la «ligera inquietud» que había mostrado la dama quizá fue motivada por su conciencia de que «dos personas extrañas observaban sus movimientos». Alguien de la audiencia gritó que la joven mujer era Mary Ann.
El último testigo que interrogó Saunders fue Charles Lansdowne, un obrero. «El meollo de su testimonio era —observaba con sequedad el Frome Times— que no había visto nada, no había oído nada y no sabía nada sobre lo sucedido en la mansión de Road Hill, la noche del 29 de junio.»
Los periodistas que habían estado cubriendo el caso desde julio quedaron atónitos ante la investigación de Saunders. El periodista del Morning Star, estupefacto ante «los procesos absurdos» del «torpe chiflado», dijo que se sentía atrapado entre la «admiración de su audacia y el desprecio hacia sus locuras». El Bristol Mercury describió al magistrado como «monomaníaco». Saunders era un escritor satírico involuntario, la caricatura del detective aficionado al que le parecía importante cualquier banalidad, cualquier circunstancia trivial, que estaba convencido de que él solo podía revelar un misterio que había escapado a los profesionales. Creía tener derecho a espiar, que su deber era entregarse a la especulación. Tenía un agudo «sentido de la profunda importancia de las declaraciones inmateriales», dijo el Somerset and Wilts Journal, y sentía mucho respeto por las cartas que recibía de la gente: «Todas ellas contienen pistas de gran importancia». Leyó varias de esas cartas ante el tribunal, incluyendo la de un compañero abogado que decía: «Eres un idiota entrometido, inútil y enfermo».
Aun así, dicha investigación descubrió un hecho significativo. Una carta de James Watts, un oficial de policía de Frome, pedía a Saunders que interrogase a varios agentes sobre un descubrimiento que la policía había hecho en Road Hill el día del asesinato y que luego había ocultado. El jueves 8 de noviembre, en Temperance Hall, interrogó al policía Alfred Urch, y el viernes al oficial de policía James Watts y al subjefe de policía.
A las cinco de la tarde del 30 de junio, escuchó la audiencia, Watts descubrió unas enaguas de mujer en la cocina que estaban en el hoyo de la caldera (el espacio donde se producía el fuego, por debajo del hornillo) envueltas en un diario. Urch y Dallimore las vieron también: «Estaban secas, señor —le dijo Urch a Saunders—, pero muy sucias ... como si alguien las hubiera llevado mucho tiempo ... tenían algo de sangre encima ... yo no las toqué. El oficial de policía Watts las extendió, les echó un vistazo y se las llevó a la cochera». «¿Eran bastas o finas?», preguntó Saunders. «Me parece, señor, que eran de una de las sirvientas ... Comentamos, dos o tres de los que nos hallábamos allí, que eran pequeñas.»
Una enagua era una prenda de ropa que se usaba debajo de un vestido durante el día o sin nada más durante la noche. Podía llegar hasta la rodilla, la pantorrilla o el tobillo, sus mangas solían ser cortas y apenas tenían adornos. El típico camisón era una prenda más rica que llegaba hasta el suelo, con mangas hasta las muñecas, tiras de encaje o de bordado en el cuello, en los puños o el dobladillo. Y había una tierra de nadie en la que una enagua y un simple camisón podían confundirse, así que la prenda hallada en la caldera podría ser el camisón perdido.
—¿Era una enagua de noche o de día? —le preguntó Saunders a Urch, provocando risas en la concurrencia.
—Bueno, señor, era una enagua.
—¿Entiende mucho de enaguas? —Los espectadores aullaron divertidos—. ¡Silencio!, ¡silencio! —gritó Saunders.
Watts examinó la enagua en la cochera. Estaba «muy ensangrentada —dijo—. Ya se había secado, pero no creo que las manchas fueran muy antiguas ... parte de la sangre había caído por delante y otra parte por detrás. Envolví de nuevo la enagua y, cuando me disponía a salir, vi al señor Kent justo en la puerta del establo, en el patio. Me preguntó qué había encontrado, dijo que tendría que verlo y también el doctor Parsons. No dejé que el señor Kent lo viera, pero se lo entregué al señor Foley».
Foley se aplicó de inmediato a ocultar el descubrimiento de la enagua. Le «estremecía pensar —explicó al tribunal— que el hombre que la había encontrado había sido tan tonto como para enseñarla». Estaba seguro de que las manchas eran inocuas y que una de las criadas había escondido la enagua por vergüenza. Un médico, Stapleton, había confirmado su opinión de que las manchas se debían a «causas naturales» (es decir, que eran manchas de sangre menstrual).
Saunders le preguntó a Foley: «¿Las analizó él [Stapleton] con un microscopio?».
Foley contestó indignado: «No, ¡supongo que no!».
El subjefe de policía le entregó la prenda al agente Dallimore, quien se la llevó a la comisaría de Stallard Street.
En septiembre, Watts se había encontrado con Dallimore en la feria del queso y el ganado de Road Hill y le preguntó qué había sido de la enagua. Dallimore dijo que el lunes había regresado la «camisa» (una anglización de chemisse)9 a la cocina, el día de la investigación. Planeaba dejarla otra vez en el hoyo de la caldera, pero fue sorprendido por la cocinera que entraba en la trascocina, así que la echó a un lado de la caldera. Inmediatamente después, la niñera, que regresaba de dar un paseo con las dos niñas pequeñas, sugirió que buscara en el tejado, por encima de la cocina, y él así lo hizo (tuvo que trepar por una ventana recubierta de hiedra). Cuando volvió a la cocina, media hora después, la enagua había desaparecido: probablemente su dueña la habría recogido.
Si la distinción entre los distintos tipos de enagua era un territorio desconcertante para los agentes de policía, también lo era la distinción entre los distintos tipos de sangre. Las formas de identificar sangre menstrual y ropa interior femenina eran nebulosas, más aún cuando los objetos que debían examinarse eran retirados con tanta premura. Gran parte de la confusión sobre la ropa interior y sus manchas se debía a la vergüenza.
El jueves en que surgió la historia del hoyo de la caldera, por una extraña coincidencia, el investigador privado Ignatius Pollaky llegó a Road para presenciar los procesos de Saunders. Pollaky, húngaro, era «subjefe» en una oficina de investigaciones dirigida por Charley Field, amigo de Charles Dickens y de Jack Whicher, ya retirado de la policía metropolitana en 1852. Los investigadores privados, como se les conocía, eran una variedad nueva de profesionales y algunos eran detectives retirados como Field. (La pensión de policía le fue suspendida temporalmente a Field en la década de 1850, por seguir utilizando, de forma impropia, su antiguo cargo, inspector de policía, en su práctica privada.) El principal negocio de los detectives privados era el desagradable asunto del tribunal de divorcios (el divorcio había sido legalizado en 1858, pero se necesitaba una prueba de adulterio si un hombre quería deshacerse de su esposa, mientras que la mujer necesitaba una prueba de crueldad para terminar con el matrimonio).
«El misterioso señor Pollaky», como lo describió The Times, se negaba en un principio a hablar con Saunders o con la policía. Durante ese fin de semana lo vieron en Bath y en Bradford. La semana siguiente visitó Frome, Westbury y Warminster, volvió a Londres (probablemente para informar de sus hallazgos y recibir nuevas instrucciones) y luego regresó a Road. «Hay buenas razones para creer que su principal objetivo no es descubrir al asesino», publicó el Bristol Daily Post, sino más bien, pensaba el periodista de este periódico, el detective privado estaba ahí para vigilar a Saunders. Otros diarios así lo confirmaron: su trabajo era intimidar más que investigar. Quizá Field envió a Pollaky a Road como un favor a Whicher, cuyos hallazgos Saunders tendía a minimizar. Pollaky tomó notas cuando Saunders hacía comentarios descabellados y consiguió sacar de quicio al magistrado. El Frome Times aseguraba: «Nos han informado de que el señor Saunders se entrevistó con aquel caballero ... y que le preguntó si era verdad que su misión era reunir pruebas para elaborar una lunatico inquirendo en su contra. Comprendemos que el señor Pollaky haya declinado responder». Ni siquiera los investigadores del asesinato de Road Hill temían acusaciones de locura. La investigación de Saunders fue suspendida el 15 de noviembre.
Sin querer, Saunders había hecho avanzar el caso de Whicher. Cuando apareció un artículo sobre la enagua ensangrentada en The Times, Whicher le escribió un memorándum a sir Richard Mayne, llamando su atención sobre la noticia. «Visto» escribió Mayne en su bloc de notas al día siguiente.
Se corría el peligro de que las investigaciones sobre el asesinato contribuyeran más a ocultar la solución que a revelarla. «Las conciencias de aquellos que tengan conocimiento del secreto no parecen volverse más sensibles ni su inventiva menos fértil, en el transcurso de los numerosos procesos que se han llevado a cabo —observaba The Times—. Cada investigación fútil supone una ventaja para los culpables, pues les muestra qué brechas hay que atajar y qué contradicciones deben evitar.» El autor de estas palabras se preocupaba por la falta de método en el trabajo policial (su excesiva confianza en la imaginación, la intuición y las conjeturas) y anhelaba un proceder menos apasionado: «Es sobradamente conocido que los detectives inician su investigación partiendo de la culpabilidad de alguien y luego intentan comprobar si su hipótesis encaja con las circunstancias. Aún queda lugar para la aplicación de un proceso más científico, que puede llegar si se permite que los hechos, cuestionados con más tranquilidad e imparcialidad, cuenten su propia historia». El Saturday Review se hacía eco de esta idea cuando pedía «un proceso mucho más baconiano» de deducción, que partiera de los hechos comprobados: en lugar de comenzar con una teoría, el detective debería elaborar «un registro rígido, imparcial y desapasionado del fenómeno». Parece que el detective perfecto no es tanto un científico como una máquina.
El persistente sentimiento en contra de Samuel Kent, que apuntalaba la pesquisa de Saunders, quedó reflejado en un panfleto de seis peniques escrito por el anónimo «Un Abogado». El autor se identificaba con «los detectives aficionados, los de agudo ingenio, los lectores jueces de los diarios, los fisgones con ojo de lince» y enumeraba quince preguntas sobre el comportamiento de Samuel Kent el día del asesinato (por ejemplo, «¿Por qué pidió su carruaje y fue a buscar a un policía tan lejos cuando había uno que vivía cerca?») y también nueve sobre Elizabeth Gough («¿Podría haber visto desde su cama al niño en su cunita?») y una sobre Constance («¿Qué fue del camisón?»).
Rowland Rodway salió en defensa de Samuel, protestando, en una carta al Morning Post, porque «La prensa, salvo contadas excepciones, parece apuntar al señor Kent como el asesino de su hijo y está provocando a su alrededor una tormenta de indignación pública que ha destruido la posición social de su familia y que ahora amenaza su seguridad personal». Ya no había posibilidades de que a Samuel le otorgaran el cargo de inspector que había solicitado.
Sus colegas tenían que llevar a cabo las inspecciones de las fábricas que competían a Kent. «Es imposible que Kent visite hoy en día las fábricas de Trowbridge —escribía uno de ellos—, tal es el sentimiento de las clases bajas contra él ... el señor Stapleton ... llevó a un caballero con él a la fábrica de Brown & Palmer, los trabajadores de tejido lo confundieron al entrar en la nave con Kent y de inmediato se levantó un griterío que continuó hasta que se les aclaró quién era el caballero.» Ese inspector añadía que entre la clase trabajadora la hostilidad hacia Kent prevalecía: «No creo que la gente bien informada y respetable de Trowbridge lo consideren culpable». Otro inspector escribió al ministro del Interior argumentando que los malos sentimientos contra el «muy injustamente acusado» Kent eran tan intensos «no solo en su propio vecindario, sino en todos lados» que incluso trasladarlo sería inútil. Y, lo que es más, era «poco probable que el señor Kent pudiera salir de casa y ausentarse alguna noche por una buena temporada». Estas palabras son una clara muestra de cómo estaba pasando el invierno la familia Kent: en un estado de ansiedad tal, quizá incluso de temor mutuo, que el padre se sentía incapaz de dejarlos solos después del anochecer. Cornewall Lewis garabateó su respuesta en el sobre: «Yo tampoco creo que sea el culpable pero, lo sea o no, es el objeto de tantas sospechas públicas que le es imposible cumplir con su deber, ¿se le podría suspender por un tiempo?». Dos semanas después, el 24 de noviembre, le otorgaron a Samuel seis meses de baja.
Durante los últimos días de noviembre, Jack Whicher le escribió a su antiguo colega John Handcock, de la policía de Bristol, reiterándole su teoría del camisón perdido.
Después de todo lo que se ha dicho sobre este caso y de las diferentes teorías que se han propuesto, en mi humilde opinión no hay más que una solución y si tú has llevado a cabo las mismas investigaciones que yo hice, estoy seguro de que habrás llegado a idéntica conclusión. Aunque es posible que tú, como otros, te hayas guiado por lo que has oído, especialmente respecto a la teoría de que el señor Kent y la niñera estaban relacionados con el asesinato, simplemente por la vaga sospecha de que quizá él haya estado en su habitación, etcétera. Ahora, en mi opinión, si hay un hombre por el cual se deba sentir piedad o que haya sido más calumniado que cualquier otro, ese hombre desgraciado es el señor Kent. Ya era horrible para él que su querido hijo hubiera sido cruelmente asesinado, pero ser marcado como el asesino es mucho peor y, según la opinión pública, seguirá marcado así hasta el día de su muerte a menos que la persona que, firmemente creo que cometió el crimen, confiese. No me cabe duda de que esa confesión habría llegado si a la señorita Constance la hubieran mantenido en arresto preventivo una semana más. Ahora, mi opinión es ... que el hecho de que haya dos familias ... fue la causa primordial del asesinato y que el móvil fueron los celos hacia los hijos del segundo matrimonio. El difunto era el hijo favorito y creo que el rencor contra los padres, contra la madre en particular, fue el móvil que llevó a actuar a Constance Kent... la señorita Constance posee una mente extraordinaria.
El enojo de Whicher por el trato que recibía Samuel quizá se veía agudizado por haber quedado él también estigmatizado para siempre por el caso. Ambos hombres eran funcionarios estatales que se habían convertido en objetos de un examen muy crítico.
En su carta, Whicher mencionaba que uno de los magistrados de Wiltshire había ido a visitarlo, para hablar de la enagua que la «torpe» policía había perdido. Whicher sospechaba que la policía la había devuelto al hoyo de la caldera a fin de que sirviese como cebo para su propietario y así atraparlo con las manos en la masa (esto explicaría por qué los policías fueron asignados a la cocina la noche del 30 de junio). «Foley nunca me explicó eso a mí... el señor Kent declaró que Foley le había dicho que era para cuidar que nadie se levantara a destruir nada.» Cuando la enagua desapareció, concluyó Whicher, la policía firmó un «pacto de silencio».
Después de las revelaciones fruto de la investigación de Saunders, los magistrados de Wiltshire se centraron en la enagua hallada en el hoyo de la caldera. El día 1 de diciembre llevaron a cabo una audiencia pública, en la cual tanto Cox como Kerslake negaron que la enagua fuera suya. Watts describió cómo había encontrado la prenda: «Estaba dentro ... como para prender el fuego ... colocada en la parte más profunda», lo que indicaba que debieron ocultar la enagua después de las nueve de la mañana, cuando Kerslake apagó el fuego. Watts dijo que la enagua era muy fina, «con un faldón que se ataba por delante y otro por detrás» y que estaba muy gastada, tenía agujeros debajo de los brazos. La sangre «casi cubría la parte delantera y la trasera. No había marcas de sangre por encima de la cintura; la sangre se extendía unos veinte centímetros desde el extremo inferior. Supongo, por la apariencia, que la mancha de sangre fue provocada desde el interior».
Eliza Dallimore dijo que la enagua parecía propiedad de Kerslake porque estaba «demasiado sucia y era muy corta ... no me llegaba a las rodillas». La cocinera le había dicho que su «ropa interior estaba muy sucia porque tenía mucho trabajo que hacer». Dallimore observó que ni Kerslake ni Cox llevaban una enagua limpia el sábado en que murió Saville (ella había visto su ropa interior cuando se probaron la prenda de franela de busto).
La entusiasta descripción que hiciera la señora Dallimore de la ropa interior de las sirvientes contrastaba con el desagrado que Foley había mostrado por el tema. El subjefe de policía dijo que no había discutido el descubrimiento de la enagua con los magistrados porque le daba demasiada «vergüenza». «No la tuve en mi poder ni un minuto. No quería tocarla ... así que dije: “Ya lo ven, es una asquerosa enagua sucia, guárdenla” ... Consideré que sería impropio e indecente exponerla en público. He visto una gran cantidad de prendas manchadas. Supongo que ningún hombre ha visto más prendas manchadas que yo. Un sábado por la mañana tuve que registrar cincuenta y dos camas en Bath y podrán imaginarse qué cosas vi..., pero nunca vi una prenda más sucia que esa.» Dijo que le habría gustado someter a la propietaria de la enagua a una revisión médica.
Los magistrados castigaron a Foley, pero lo perdonaron, describiéndolo como un policía «ingenioso y astuto» cuyo error había sido motivado por sentimientos de decencia y delicadeza.
Por órdenes de Henry Ludlow, el ayudante leyó en voz alta una carta de Whicher: la enagua escondida en la trascocina, decía el detective, «ningún miembro de la policía me mencionó su existencia durante los quince días en que trabajé con ellos en Road, asistiendo en la investigación, ni en la comunicación diaria que mantenía con el subjefe Foley y sus ayudantes... Si, por tanto, los magistrados se sienten molestos porque el asunto se les haya mantenido en secreto, les ruego que entiendan que yo no tuve nada que ver ... Quiero que sepan que yo no tengo la culpa».
El libro de Joseph Stapleton sobre el asesinato citaba otra carta de Whicher, en la que argumentaba que la enagua y el camisón perdido eran uno y el mismo. «Cuando el descubrimiento de la prenda ensangrentada en el tiro de la caldera y el “secreto desesperado”, que ya antes se había ocultado, rezumaron —escribió—, me sentí muy satisfecho de que fuera el camisón con el que se había cometido el acto ... No tengo dudas de que quien lo colocó allí pensó que sería un escondite temporal y que después la policía, por negligencia, dejó que se le escurriera entre los dedos. Por tanto, la necesidad de mantenerlo en secreto, tanto antes como después, rezumó.» Que Whicher repita el verbo «rezumar» es llamativo. Parece sentir una aprensión fuerte y visceral a la sangre que casi llegó a sus manos, sangre que también está presente en su imagen de un vestido que se escurre, como líquido, entre los dedos de los policías.