6
El martes 17 de julio, Jack Whicher salió de Road para hacer sus pesquisas. Siguiendo la pista del camisón perdido, visitó la escuela de Constance situada en Beckington. Se dirigió hacia el pueblo, a dos kilómetros y medio, por un angosto camino rematado con zarzamoras, juncos y ortigas, y salpicado de flores blancas de espondilio. Llevaba consigo la pieza de franela de busto hallada en la fosa del retrete. Hacía buen día y la siega del heno casi había finalizado.
Como era hijo de un jardinero, Whicher se sentía cómodo entre campos y flores. Whicher fue el modelo del sargento Cuff, el detective de La piedra lunar.
—No tengo mucho tiempo para encariñarme con nada —dice Cuff—, pero casi siempre que puedo ofrecer algo de cariño ... se lo llevan las rosas. Comencé mi vida entre ellas en el vivero de mi padre y si puedo la acabaré entre ellas. Sí. Uno de estos días (te lo ruego, Dios) dejaré de perseguir criminales e intentaré cultivar rosas con mis propias manos.
—Parece una afición rara, señor —le señala su compañero—, para un hombre con una vida como la suya.
—Si miras a tu alrededor, lo que la mayoría de la gente no hace —responde Cuff—, verás que la naturaleza de los gustos de un hombre se opone en todo lo posible a la naturaleza de sus negocios. Muéstrame dos cosas que se opongan más que una rosa y un ladrón y, para ser coherente, cambiaré de aficiones. —Cuff acaricia los pétalos blancos y suaves de una rosa aromática y le habla con ternura como si fuese un niño—: ¡Hermosa mía! —No le gusta recolectar flores—: Se me encoge el corazón si hay que partirlas por el tallo.
Cuando llegó al pueblo, Whicher se dirigió a Manor House, la escuela a la que había asistido Constance durante los últimos nueve meses, seis de ellos como interna. La directora del colegio, Mary Williams, y su ayudante, la señorita Scott, tenían a su cargo durante el período lectivo a treinta y cinco chicas, además de cuatro sirvientas y otras dos maestras. Los centros de enseñanza como aquel eran, de hecho, escuelas para señoritas que enseñaban o perfeccionaban las habilidades que debía tener una dama: cantar, tocar el piano, tejer, bailar, comportarse y tener nociones de italiano y francés. Una chica de buena familia solía asistir un año o dos durante su adolescencia, después de haber comenzado su aprendizaje con una institutriz. Las señoritas Williams, y Scott dijeron que Constance lo llevaba bastante bien. Durante el período escolar anterior, se le había concedido el segundo premio por buena conducta. Whicher mostró a las maestras la pieza de franela con los lazos cortados que Foley había encontrado en el retrete y les preguntó si la reconocían. Ellas respondieron que no. Les pidió los nombres y las direcciones de las mejores amigas de Constance, a las que entrevistaría esa semana.
Durante su estancia en Beckington, Whicher también visitó a Joshua Parsons, el médico de los Kent, en su casa del siglo XVII con tejado a dos aguas, que compartía con su esposa, siete hijos y tres sirvientes. Como miembro de la nueva clase media de hombres dedicados a profesiones liberales, Parsons no pertenecía ni de lejos a la misma clase social que Samuel Kent. Uno de sus hijos, Samuel, era apenas unos meses mayor que Saville.
Joshua Parsons, hijo de bautistas, había nacido en Laverton, tres kilómetros al noroeste de Beckington, el 30 de diciembre de 1814. El doctor tenía el cabello oscuro, labios carnosos, nariz bulbosa y enormes ojos marrones. En Londres, donde estudió para ser médico de familia, trabó amistad con Mark Lemon, quien posteriormente fuera editor de Punch y amigo de Dickens, y con John Snow, epidemiólogo y anestesista que estudió la etiología del cólera. Parsons y Whicher vivieron durante un tiempo en la misma parte de la ciudad: Whicher se alistó en la policía y se mudó a Holborn un mes antes de que Parsons abandonara sus habitaciones cerca de Soho Square para regresar a Somersetshire. En 1845, Parsons se instaló en Beckington, acompañado de su esposa Letitia, de treinta y seis años. Era jardinero de vocación, especialmente apasionado por las plantas de roca y las perennes.
Parsons explicó a Whicher las conclusiones a las que había llegado después de la autopsia. Estaba convencido de que Saville había sido parcial o totalmente asfixiado antes de que lo apuñalasen, lo que explicaría tanto el color oscuro alrededor de los labios como la ausencia de sangre en las paredes del retrete: el corazón del chico se había parado antes de que le infligiesen la herida en el cuello, así que la sangre, en vez de brotar a chorros y borbotones, manó lentamente hacia la fosa. La verdadera arma del delito, sospechaba Parsons, no era un cuchillo, sino un retal. Joseph Stapleton, con quien Parsons había llevado a cabo la autopsia, discrepaba de la teoría de la asfixia: Stapleton aseguraba que la herida del cuello era la causante de la muerte y que el color de los labios de Saville se debía a que lo habían colocado boca abajo en el retrete. También señaló que la manta empapó casi toda la sangre del niño.
Los diferentes puntos de vista de los médicos tenía importantes consecuencias. Si Saville había sido estrangulado y las puñaladas tan solo habían pretendido disfrazar la causa de la muerte, lo podían haber matado siguiendo un impulso, quizá al tratar de callarlo. Los asesinos podrían ser la niñera y su padre, a quienes habría sorprendido en la cama. Esa misma escena era mucho más difícil de creer si Saville había sido víctima de un furioso ataque con cuchillo.
De cualquier manera, Parsons no daba crédito a aquella escena. Estaba seguro de que Constance era la asesina. El sábado del asesinato, cuando examinó el camisón que yacía sobre su cama, dijo Parsons, no solo lo encontró limpio sino «extraordinariamente limpio». Pensó que se trataba de un camisón limpio, no de uno que llevaba usándose seis días. Se lo había comentado a Foley, pero el subjefe de policía había hecho caso omiso de la pista. Parsons le dijo a Whicher que Constance tenía antecedentes de inestabilidad y resentimiento. Estaba convencido, dijo, de que ella estaba «afectada de locura homicida» y creía que la causa se hallaba en su propia sangre.
Los médicos del siglo XIX que se especializaban en enfermedades mentales, conocidos como loqueros o alienistas, creían que la mayoría de las demencias eran hereditarias: la madre era la fuente más poderosa y la hija la receptora más probable. Se decía que la primera señora Kent había sufrido un ataque de locura estando embarazada de Constance y se creía que una niña nacida en esas circunstancias era más propensa a enloquecer: en 1881 George Henry Savage escribió que dos bebés que había encontrado en el manicomio de Bethlehem «estaban afectados de locura cuando aún se encontraban en el vientre materno ... estos niños ya eran unos perfectos diablillos desde su nacimiento». Otra teoría (psicológica más que fisiológica) decía que dar vueltas a la idea de la locura hereditaria podía desatarla (esta idea es el eje de la trama de «Monkton el loco», de Wilkie Collins, un relato breve de 1852). El resultado era el mismo. Parsons le dijo a Whicher que él «no dormiría en una casa en la que la puerta de la señorita Constance no estuviera atrancada».
Se corría el peligro de que los argumentos de Parsons terminaran volviéndose en su contra. A finales de la década de 1850 se descubrió que varios médicos habían enviado mujeres sanas a manicomios (la facilidad con la que se podía conseguir que un médico testificara sobre la locura de una mujer constituía un auténtico escándalo nacional). Una selecta comisión parlamentaria investigó el fenómeno en 1858 y La dama de blanco lo novelaba en 1860. La opinión pública estaba familiarizada con la figura del médico que falsamente declaraba loca a una mujer.
Cuando Whicher regresó a Road exhibió la pieza de franela de busto en el Temperance Hall e invitó a los vecinos a que la identificaran. Esa prenda, dijo un periodista del Somerset and Wilts Journal, debió de utilizarse para administrarle cloroformo a Saville o para amortiguar sus gritos. La única otra razón posible que explicara su presencia en el retrete, escribió, era que «al asesino se le cayera accidentalmente mientras se inclinaba para hacer el trabajo sucio, escena que en apariencia señalaría a una persona medio desnuda». Partiendo de la pieza de franela, el periodista conjuraba la imagen de una mujer casi desnuda apuñalando al niño en el retrete. Aquel periodista estaba tan contagiado por la importancia de aquella prenda que había olvidado una cuarta posibilidad: que no tuviese nada que ver con el asesinato.
Whicher señalaba en su informe que todos los sirvientes de la mansión de Road Hill y los comerciantes que la visitaban, hombres y mujeres, usaban aquel retrete. La pieza de franela no se había encontrado junto al cuerpo sino en la «tierra blanda» de la fosa séptica que quedaba bajo él. El detective observaba que era «muy probable que ya se encontrara en el retrete antes del asesinato y que, de habérsela mostrado a la persona a la que pertenecía, por miedo a que le considerasen sospechosa, esta se habría negado a reconocerla». Solo una persona serena podía considerar que un objeto en apariencia banal era, a veces, verdaderamente banal, y que la gente podía mentir no porque fuese culpable sino quizá por miedo. Whicher añadió otra posibilidad: quizá el asesino arrojó esa prenda en el retrete para engañar a la policía: «Quizá la echaron ahí deliberadamente —señalaba— para levantar sospechas sobre una persona inocente».
La prenda de franela fue uno de los cabos sueltos del caso que los investigadores (la policía, los periodistas, los lectores de periódicos) intentaron dotar de significado, convertirlo en una pista. En tanto un asesinato quedaba sin resolver, todo se volvía potencialmente significativo, se colmaba de secretos. Los observadores, como los paranoicos, veían mensajes por todas partes. Los objetos recobraban su inocencia únicamente cuando el asesino era detenido.
Whicher estaba convencido de que el asesino era un miembro de la casa y de que todos los sospechosos se encontraban aún en la escena del crimen. Constituía el auténtico y original misterio de asesinato de la casa de campo, un caso en el cual el investigador no tenía que encontrar a una persona sino la identidad oculta de esa persona. Era el más puro «quién lo hizo», un juego de inteligencia y valor entre el detective y el asesino. Todos sumaban doce, uno era la víctima, ¿quién era el traidor?
Alcanzar los pensamientos y las emociones secretas de la casa de los Kent era más una cuestión de instinto que de lógica, lo que Charlotte Brontë describió como «sensibilidad; esa facultad del detective, peculiar y aprehensiva». Surgía un nuevo vocabulario para expresar los métodos nuevos y esquivos del detective. En 1849 la palabra «corazonada» se usó por primera vez para significar un cierto impulso o tendencia hacia una solución. En los años cincuenta, «pista» también significó un indicio conductor o rastro.
Whicher observó a los habitantes de la casa de Road Hill, sus tics y entonaciones, los movimientos inconscientes de sus cuerpos y caras. Deducía sus personalidades a partir de su comportamiento. En sus propias palabras, él «los calculaba». Un detective anónimo intentó explicar este procedimiento al periodista Andrew Wynter, le describió cómo había detenido a un miembro de la mafia refinada en una ceremonia en Berkshire, en 1856, cuando la reina colocaba la primera piedra del Wellington College, cerca de Crowthorne. «Si me pides que te explique por qué pensé que era un ladrón en el momento en que lo vi, no te podría decir más —argumentaba el detective—, ni siquiera me conozco a mí mismo. Había algo en él, como en todos los miembros de la mafia refinada, que inmediatamente me llamó la atención y me llevó a torcer la vista hacia ellos [sic]. No pareció notar que lo observaba, pero se sumó a la multitud y entonces se volvió para mirar hacia el lugar que yo ocupaba: eso fue suficiente para mí, aunque nunca lo había visto y, hasta donde yo sabía, aún no había intentado robar a nadie. Inmediatamente me abrí paso hasta él y, tocándolo en el hombro, le pregunté con brusquedad: “¿Qué haces aquí?”. Sin pensarlo, él me respondió en susurros: “De haber sabido que me encontraría con cualquiera de ustedes no habría venido”. Entonces le pregunté si trabajaba acompañado y él me respondió: “No, te doy mi palabra, estoy solo”. Al oír esto lo llevé a la sala que habíamos habilitado para custodiar a los miembros de la mafia refinada». La audacia del detective, su instinto para ubicar a la persona que era «inadecuada», su familiaridad con la mafia refinada y el modo llano y dramático en que narraba su historia, indica que el informante de Wynter era Whicher. Además, había modismos reveladores en su lenguaje: Whicher usó la frase «Eso fue suficiente para mí» en una conversación recreada por Dickens.
Era difícil comunicar con palabras el tipo de movimientos sutiles en los cuales un detective basaba sus corazonadas: un gesto momentáneo, una mueca fugaz. El inspector de policía de Edimburgo, James McLevy, hizo un buen intento en las memorias que publicó en 1861. Mientras observaba a una criada desde una ventana «podía incluso advertir su ojo, nervioso y rapaz, y sus movimientos furtivos, pues la mujer retiraba la cabeza cuando veía al hombre y, cuando lo veía atareado, avanzaba un poco». El periodista William Russell, en una de las novelas policíacas que publicó bajo el seudónimo «Waters» en la década de 1850, intentó discutir la complejidad del trabajo de observación: «su mirada, si se le puede llamar así, continuaba fija en mí (pero era una mirada introspectiva), explorando los registros de su propio cerebro así como leyendo mi rostro, considerándolos, comparándolos». Esta formulación refleja la manera en que trabajaba el buen detective: observando con agudeza el mundo y, al mismo tiempo, con la misma precisión, el interior, indagando en los archivos de su memoria. Los ojos de los otros eran los libros que había que leer y su propia experiencia era el diccionario que le permitía leer.
Whicher aseguraba saber qué estaba pensando una persona con solo mirarla a los ojos. «El ojo —le dijo a William Wills— es el gran revelador. Podemos, descubrir entre una multitud un miembro de la mafia refinada por la expresión de sus ojos.» La experiencia de Whicher «lo guiaba hasta caminos invisibles para otros ojos», escribió Wills. En los rostros, dijo McLevy, «puedes encontrar siempre algo que leer... yo rara vez dejo de hacerlo cuando poso mi mirada en ellos».
Whicher leía cuerpos al igual que rostros, un tic, un sobresalto, la agitación nerviosa de unas manos bajo una capa, la brusquedad al asentir con la cabeza hacia un cómplice, el abalanzarse hacia un callejón. Una vez arrestó a dos jóvenes bien vestidos que deambulaban por el exterior de los teatros Adelphi y Lyceum porque «sospechaba de sus movimientos» (al registrarlos descubrió que ni siquiera tenían dinero para pagar la más barata de las butacas de platea, lo que confirmaba su suposición de que planeaban robar carteras). Su perspicacia para detectar cualquier movimiento sospechoso le había permitido encontrar los diamantes robados por Emily Lawrence y Louisa Moutot.
La vista aparentemente sobrenatural del primer detective fue inmortalizada por Dickens en el inspector Bucket, un «mecanismo de observación» con una «cantidad de ojos ilimitada» que «eleva una alta torre en su mente y desde ahí lo mira todo». La «velocidad y certeza» de las interpretaciones del señor Bucket, eran «casi milagrosas». A mediados de la era victoriana, a la gente le aterrorizaba la idea de que los rostros y los cuerpos se pudieran «leer», que la vida interior estaba grabada en las formas, los rasgos y la agitación de los dedos. Quizá la raíz de aquel terror era la importancia que se le daba a la intimidad: era aterrador y emocionante que los pensamientos fueran visibles, que la vida interior, protegida con tanto celo, pudiera mostrarse al instante. Los cuerpos de las personas podían delatarles, como los latidos del asesino en «El corazón delator» de Poe (1843), que hacían retumbar su culpa. Ese mismo siglo, las revelaciones de la gestualidad y el discurso habrían de apuntalar las teorías de Sigmund Freud.
El ensayo clásico sobre el arte de leer el rostro era Ensayos sobre fisonomía (1855), de John Caspar Lavater. «... su ojo, en particular [del fisonomista], debe ser excelente, poseer claridad, agudeza, rapidez y firmeza —escribió Lavater—. La precisión al observar es el alma misma de la fisonomía. El fisonomista debe poseer el más delicado, veloz, certero y amplío espíritu de observación. Observar es seleccionar.» Al igual que en el policía, un fisonomista con buen ojo era aquel que podía discriminar, el que podía distinguir lo importante. «Lo que se debe saber es qué observar», dice el Auguste Dupin de Poe. Los detectives y los fisonomistas compartían esa vista excelente que reflejaba (quizá incluso desafiaba) el ojo de Dios que percibe el alma.
«No hay nada más verdadero que la fisonomía —dice el narrador del cuento breve “ ¡Cazado! ” (1859) de Dickens—, si se le asocia con la conducta.» Luego explica cómo se formó la opinión sobre un hombre llamado Slinkton. «Desarmé su rostro en mi mente, como un reloj, y lo examiné en detalle. Si no pude hacerme una idea negativa al evaluar sus rasgos por separado, todavía menos cuando los uní. “Entonces, ¿no es monstruoso que solo por llevar raya en medio —me pregunté— yo haya sospechado de él e incluso lo haya detestado?”» Aun así, defiende su violento desagrado ante el peinado de Slinkton: «Alguien que se dedica a observar a las personas y a quien suele resultarle repelente cierto detalle en apariencia superficial de un desconocido, hará bien en darle importancia. Podría ser la clave de todo el misterio. Un par de pelos nos enseñan dónde se esconde el león. Una pequeña llave puede abrir una puerta muy pesada». Los rostros y los cuerpos encerraban claves y llaves; las cosas más pequeñas respondían enormes preguntas.
En su crónica del asesinato de Road Hill, Stapleton aseguraba que los secretos de la familia Kent estaban escritos en sus rostros. «Quizá nada revela con mayor fidelidad la historia y los secretos de una familia que los tics y expresiones de sus hijos —escribió—. Con sus tics, con su conducta y con sus temperamentos, con sus faltas, incluso con sus gestos y expresiones, se escribe la historia de sus hogares, algo tan cierto como que en una planta en crecimiento pueden encontrarse rasgos que correspondan a la naturaleza del suelo en el que hunde sus raíces, a la tormenta que desgarró sus jóvenes zarcillos y golpeó sus tiernos brotes, al cuidado con que la podaron y regaron ... Puede decirse, con toda justicia, que la fisonomía de los niños debe considerarse el mejor reflejo del ambiente familiar.» La retórica de Stapleton se nutría del remolino de las primeras ideas victorianas que había culminado con El origen de las especies, de Darwin, publicado el año anterior. Darwin esperaba que llegara un tiempo en que «consideremos toda producción de la naturaleza como algo que ha tenido una historia, en que contemplemos cualquier estructura compleja como la suma de varias estratagemas, cada una de utilidad para quien la posee». Las personas se habían convertido en la suma de su pasado.
Todos los que visitaron la casa de Road Hill las semanas posteriores al asesinato, examinaban a sus habitantes en busca de claves. De forma aún más literal, los médicos examinaron el cadáver de Saville para leer la historia que contaba. Otros estudiaron los rostros y los cuerpos de los miembros vivos de la casa. Rowland Rodway dijo de Elizabeth Gough: «Observé en su cara huellas de fatiga y emoción». Albert Groser, un joven periodista que se había colado en la casa el día del asesinato, advirtió el porte «agitado y compungido» de Gough. Pero si sus sospechas derivaban del entrecejo fruncido y del nerviosismo de la niñera, Whicher hallaba los rastros en sus silencios y ausencias.
En su informe a sir Richard Mayne, Whicher describía lo que había visto en la familia Kent. El señor y la señora Kent estaban «embelesados» por sus hijos menores. William estaba «muy abatido». Constance y William «simpatizaban» y tenían una «relación cercana» («cercana» en 1860 significaba hermética). Whicher tomó nota de cómo la familia reaccionaba a la muerte de Saville. Cuando Elizabeth Gough «le dijo a las dos señoritas Kent mayores que el niño había desaparecido aquella noche —escribió—, la señorita Constance abrió su puerta vestida, escuchó lo que se le decía pero no abrió la boca». La compostura de Constance, entonces y después, podría deberse a que tenía la conciencia tranquila y una personalidad severa, pero también se podía aducir una interpretación más siniestra. La serenidad era un requisito del crimen como obra de arte.
El puzle del caso de Road Hill surgía de la peculiar combinación que el asesino hacía de la vehemencia y la frialdad, de la pasión y la planificación. Quien fuera que hubiese asesinado, mutilado y profanado a Saville Kent debía padecer una perturbación horrible, estar poseído por fuertes sentimientos anormales; aun así, la misma persona demostraba tener un impresionante autocontrol, puesto que aún no se había descubierto su identidad. Whicher tomó la frialdad silenciosa de Constance como un indicio de que había matado a su hermano.
La confrontación de Whicher con Constance sobre el camisón quizá fue ideada como un experimento para poner a prueba sus nervios. De ser así, su falta de reacción solo confirmaría las sospechas. Igualmente sucedía con su comportamiento indiferente ante el camisón desaparecido: las pistas se hallaban en los vacíos, en los indicios de las cosas ocultas. Lo que Whicher creyó ver en Constance era tan ligero como lo que el señor Bucket detectó en la asesina madame Hortense, «cruzaba los brazos tranquila... [pero] algo en su oscura mejilla latía como un reloj». Y la convicción de Whicher de la culpabilidad de su sospechosa era tan clara como la de Bucket: «Por la gracia de Dios tuve la revelación... ¡de que ella lo había hecho!». O, en palabras del oficial de policía Cuff, de Wilkie Collins, el detective de ficción que Whicher inspiró: «Yo no sospecho, yo sé».
Aun antes de la llegada de Whicher, entre los lectores de los periódicos ingleses el caso de Road Hill había motivado a decenas de aspirantes a detectives. La policía recibía sus informaciones. «Tuve un sueño que me ha inquietado muchísimo —escribía un hombre de Stoke-on-Trent—. Soñé que veía a tres hombres planeando el asesinato en una casa cerca de Finished Building, como a ochocientos metros de la escena del crimen... puedo dar una descripción minuciosa de los hombres que vi en mi sueño.» Una vendedora de diarios de Reading, en Berkshire, sospechaba de un hombre que había visitado su tienda el 4 de julio por preguntarle «con voz trémula» si había aparecido algo sobre el asesinato en el Daily Telegraph del día anterior.
El día que Whicher llegó a Road, otro extraño visitó el pueblo presentándose como profesor de frenología. Se ofreció a examinar las cabezas de los sospechosos del asesinato: al tocar el contorno de sus cráneos, aseguraba, podía determinar quién era el culpable. Un bulto detrás de la oreja indicaba tendencia a la destrucción; mientras que en la parte del cráneo justo por encima de aquella se asentaba la tendencia al ocultamiento. Seguramente se trataba del mismo frenólogo que hacía una semana había escrito desde Warminster, a ocho kilómetros de distancia, ofreciendo sus servicios a la policía. Les aseguraba que practicaba una «ciencia probada, desinteresada»: «Me resulta tan fácil detectar la cabeza del asesino como diferenciar un tigre de una oveja». La policía declinó los ofrecimientos (ya en 1860, se consideraba la frenología mera curandería), pero en algunos sentidos era una prima cercana del trabajo policíaco. Gran parte de la emoción que desataba el trabajo del detective se basaba en su novedad, su misterio y su halo de ciencia, las mismas cualidades que pertenecían a la frenología. Poe reflexionó sobre sus propias historias de detectives: «Estos cuentos de razonamiento deben la mayor parte de su popularidad a que manejan una clave nueva. No quiero decir que no sean ingeniosos (aunque la gente cree que son más ingeniosos de lo que en verdad son), sino que deben más a su método y a su talante metódico».
Es posible que las especulaciones que hizo Whicher no estuvieran mejor fundamentadas que las de cualquier otro observador del crimen. Quizá los detectives, como los frenólogos, eran maestros del misterio, hombres que abrigaban la complejidad con sentido común, que vestían de ciencia las suposiciones.