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El furor del detective

Londres, julio-agosto de 1860

Whicher llegó a la estación de Paddington la tarde del sábado 28 de julio y alquiló un coche para que los llevase, a él y a su equipaje, a Pimlico, probablemente al número 31 de Holywell Street, en la esquina de Millbank Row. Aquella era la casa en que su sobrina, Sarah Whicher, ama de llaves soltera, de treinta años, alquilaba una habitación, y fue la dirección que él dio como suya tres años después. Durante la década de 1850, un amigo y colega suyo, Charley Field, vivió en el número 27, con su esposa y su suegra, mientras que la sobrina de Whicher, Mary Ann, trabajaba como sirvienta para una familia de tapiceros en el número 40.

Aquel barrio cambiaba rápidamente. Hacia el oeste, estaba a punto de terminarse la estación ferroviaria de Victoria y, hacia el norte, el palacio gótico de Westminster, de sir Charles Barry, también estaba casi listo (el reloj «Big Ben» fue colocado en su sitio un año antes, aunque aún no tenía más que una aguja y le faltaba el carillón). Sobre el nuevo puente de Westminster se habían instalado trece lámparas de luz de calcio ese verano, lámparas que eran alimentadas por pequeñas explosiones de oxígeno e hidrógeno, que llevaban a los cilindros de calcio a una temperatura tan alta que se quemaban al blanco vivo, despidiendo una brillante incandescencia. Dickens visitó Millbank un día templado de enero de 1861 y se dirigió al oeste, a lo largo del río: «Recorrí cinco kilómetros en línea recta, sobre una espléndida y amplia explanada que sobresale por encima del Támesis. Hay fábricas, obras del ferrocarril y quién sabe cuántas cosas que han construido allí; los más raros arranques y terminaciones de calles opulentas se aprietan hasta tocar el Támesis. Cuando solía remar en ese río, aquel terreno era irregular y tenía zanjas, había algún que otro bar, un viejo molino y una alta chimenea. Nunca lo había visto en un estado de transición, aun cuando creía conocer esta gran ciudad tan bien como cualquiera».

La zona de Millbank en la que vivía Whicher era un vecindario ribereño, ruidoso e industrial, de humildes casas adosadas amarillas, dominado por la flor de seis puntas de la prisión de Millbank. El novelista Anthony Trollope describió la zona como «extremadamente grisosa, casi podría uno decir que fea». Holywell Street quedaba separada del muro divisorio de la prisión únicamente por unos gasómetros, un aserradero y una fábrica de mármol. El número 31 daba la espalda a estas y tenía enfrente una gran cervecería y un cementerio. La fábrica de pianos Broadwood quedaba una calle hacia el norte; la destilería de ginebra de Seager, una calle hacia el sur. Justo detrás de la destilería, las barcazas que transportaban carbón echaban amarras en los muelles, mientras que en la parte más alejada del río yacían las enormes alfarerías y las pútridas fábricas de harina de huesos de Lambeth. Barcos de vapor con paletas traían y llevaban a los londinenses al trabajo, agitando todo el drenaje que se vierte en el Támesis (el hedor que desprende el río viciaba el aire).

El lunes 30 de julio, Jack Whicher fue a su oficina de Scotland Yard, apenas un kilómetro y medio al norte de Holywell Street: simplemente había que seguir el Támesis más allá de los perniciosos tugurios de Devil’s Acre, hasta los altos edificios de Westminster y Whitehall. La entrada pública de la jefatura de policía estaba en Great Scotland Yard, aunque la dirección era el número 4 de Whitehall Place. Había un gran reloj en la pared que daba hacia el jardín, una veleta en el tejado y cincuenta habitaciones. El edificio había albergado a la administración de la policía metropolitana desde 1829 y a la fuerza de detectives (en tres pequeñas recámaras) desde su constitución, en 1842. La pensión que Dolly Williamson compartía con otros oficiales solteros se levantaba en una esquina de Great Scotland Yard, detrás de Groves. En otra esquina había un bar y fuera, una vieja borracha vendía pies de cerdo los sábados por la noche. Al norte del jardín quedaba Trafalgar Square y, al sur, el río.

Sir Richard Mayne, cuya oficina también estaba en Scotland Yard, consideraba que Whicher estaba por encima de todos los otros policías: a finales de la década de 1850 «sir Richard ponía en sus manos todos los casos importantes», dice Tim Cavanagh en sus memorias. El jefe de policía Mayne, un hombre que entonces tenía sesenta y seis años, «medía 1,72 m, era enjuto pero fornido», escribió Cavanagh; tenía un «rostro delgado, una boca muy apretada, el cabello y las patillas grises, una mirada de halcón y una ligera cojera, debida, supongo, a una afección reumática de la articulación femorotibial». Era «respetado pero temido por todos los agentes». Cuando Whicher y Williamson regresaron a la oficina, Mayne firmó debidamente sus gastos, incluyendo las reclamaciones de dietas extra por haber salido de la ciudad (once chelines al día para un inspector y seis para un oficial). El jefe de policía le pasó a Whicher un montón de cartas de ciudadanos que proponían soluciones al caso de Road Hill. Las cartas, dirigidas a Mayne o al ministro del Interior, siguieron llegando durante todo el mes.

«Le pido que me permita ofrecerle una idea que se me ha ocurrido y que podría ayudar a desentrañar el misterio —escribía un tal señor Farrer—. Se la envío con toda confianza y espero que ustedes mantengan mi nombre en secreto ... Elizabeth Gough, la niñera, quizá pasó la noche con William Nutt y el niño (FS Kent) pudo despertarse, quizá temiendo que pudiese alertar a sus padres al llorar, ellos lo estrangularon y, mientras Nutt llevaba el cuerpo al retrete, ella volvió a hacer la cama.» El señor Farrer añadía una posdata: «Ya que William Nutt está relacionado con la familia de la lavandera por matrimonio, él pudo haber sustraído el camisón para culpar a otra persona».

La teoría de que Nutt y Gough habían matado al chico era, de manera abrumadora, la más popular. Un escritor pensaba que Constance «había sido utilizada de la manera más cruel y se había convertido en un chivo expiatorio», argüía que las pruebas forenses indicaban que se había utilizado un cuchillo de «punta torcida» en el asesinato (muy probablemente un cuchillo de zapatero muy usado). Nutt era zapatero. «El cuello cortado de oreja a oreja, dividiéndolo casi hasta la columna, apunta más a la fuerza y determinación de un hombre que a una nerviosa chica de dieciséis», y «los zapateros siempre tienen dos cuchillos, uno podría estar escondido en el retrete». Un corresponsal del Mile End tenía un punto de vista similar, al igual que el capellán del Bath Union Workhouse, el internado de Bath; el director del asilo de pobres de Axbridge, en Somersetshire; el señor Minot de Southwark, y un tal señor Dalton, que escribía desde un hotel de Manchester. Un sastre de Cheshire quería que mantuvieran a Gough «bajo estricta vigilancia».

Un cura de Lancashire, también magistrado, daba la más completa relación de dicha teoría:

Aunque las sospechas de las que estoy a punto de hablar han sido muy comentadas, desde el principio de la investigación, en mi propia familia, me habría parecido injusto darles un mayor alcance de no haber sido porque la prensa (el Morning Post) ha aludido a la persona nombrada (me refiero al asunto del asesinato Kent).

¿No es posible que la niñera tuviera un amante que viviera en la casa o en el exterior pero que conociera tan bien la casa como para entrar en ella fácilmente por la noche? ... Claro que, por lo que hemos oído, nuestras sospechas recaen de inmediato en Nutt... si era admirador de la chica, ¿no podría un examen médico establecer si es probable que ella recibiera visitas nocturnas o no? El tenía todos los medios a su disposición (cuchillos, etcétera) y tenían toda la noche para hacerlo. El está relacionado con la lavandera y, si ella sabía que pasaba algo entre ellos dos, quizá haya brillado en su mente una sospecha, sobre todo porque él encontró el cadáver con suma facilidad. Quizá no fue ella la que ocultó el camisón y así cambió el curso de todo lo que entonces pudiera considerarse una sospecha, desviándola hacia la excéntrica señorita Kent, quien ya hace un tiempo huyó vestida de hombre. Por supuesto que no son más que conjeturas, pero cuando nada parece dar en el blanco, uno llega a pensar que quizá las personas que se ocuparon del caso trabajaron con una idea preconcebida del mismo y rechazaron o quizá pasaron por alto aquello que no casaba con sus propias sospechas ... Dada mi experiencia en los juzgados, en un barrio más bien salvaje, he aprendido a estudiar las razones que mueven a actuar a la gente, más de lo que debería.

A principios de agosto, sir George Cornewall Lewis, ministro del Interior, recibió dos cartas que señalaban a Elizabeth Gough y a su amante como los asesinos. Una la enviaba un abogado de Guilford, que amonestaba los esfuerzos de Whicher: «Es posible que un policía tenga buena mano para descubrir a un criminal, pero se requiere de intelecto y de amplias miras para la observación si se quiere investigar un crimen y desentrañar un misterio». La otra carta provenía de sir John Eardley Wilmot, de Bath, un baronet y antiguo abogado, cuyo interés en el caso era tal que convenció a Samuel Kent de que lo dejara visitar Road Hill y entrevistarse con algunos de sus miembros. Horatio Waddington, el formidable subsecretario permanente de Estado en el Ministerio del Interior, le reenvió las cartas a Mayne. «Esta es ahora la teoría favorita —escribió Waddington en uno de los sobres, con letra puntiaguda—. Me gustaría escuchar los comentarios del inspector Whicher sobre estas dos cartas; seguramente si la chica tenía un amante, alguien debía de saberlo o por lo menos sospecharlo.» Una vez que Whicher cumplió con la orden, enviando un informe donde explicaba sus contraargumentos: «Me parece que sir John no ha profundizado lo suficiente en los hechos», Waddington estuvo de acuerdo: «Yo estoy con el policía».

Cuando Eardley Wilmot envió otra carta, sugiriendo esa vez que Gough tenía un novio soldado, Waddington escribió en el sobre: «Nunca he oído hablar de un soldado. No sé de dónde lo ha sacado». El subsecretario permanente garabateó sus comentarios en el continuo torrente de cartas del baronet: «Me parece un extraño capricho». «Este caballero está obsesionado con el tema» y «¿Quiere que le demos empleo como detective o qué?».

En otras cartas se sugerían a otros sospechosos. George Larkin, de Wapping, decía:

Señor, durante tres semanas seguidas he pensado en el asesinato de Frome cuando me despierto y no puedo quitármelo de la cabeza. He llegado a la conclusión de que el señor Kent es el asesino, así como de que su oferta de una recompensa es un engaño [majaderías]. Me explicaré. Tengo la impresión de que el señor Kent visitó la habitación de la niñera por algún motivo; que el niño se despertó y reconoció a su padre; que el padre, por miedo a poner en peligro a su familia, lo estranguló en la habitación y que, después de dormirse la niñera, lo cargó hasta el retrete y le cortó el cuello.

Un vecino de Blandford, Dorset, escribió: «Creo firmemente que la señora Kent mató al niño en Road»; mientras que Sarah Cunningham, del oeste de Londres, aseguraba que «paso a paso puedo rastrear al asesino hasta llegar al hermano de William Nutt y el yerno de la señora Holly, la lavandera».

El teniente coronel Maugham escribía desde Hanover Square, en Londres:

Con su venia permítame sugerir ... que se investigue si había cloroformo en la casa en la que el niño fue asesinado ... y, de no ser así, si alguien del barrio lo compró, allí o en los pueblos o aldeas donde los hijos del señor Kent han asistido a la escuela ... además sugeriría que se investigara si en los barrios donde están sus escuelas se han robado o comprado armas.

En una nota para Mayne, Whicher observaba que Joshua Parsons no había detectado ningún rastro de cloroformo en el cuerpo de Saville. «En cuanto a la sugerencia de que un arma pudo haber sido comprada en el barrio o traída de la escuela por la señorita Kent¿se han hecho las pertinentes investigaciones?»

En la mayoría de las cartas que enviaban, Whicher garabateaba: «Aquí no hay nada que pueda ayudar a la investigación». A veces se extendía, impaciente: «Ya he considerado antes todos estos puntos con rigor» o «Conocí a todas las personas aludidas mientras estuve en el lugar y estoy convencido de que no están relacionadas con el asesinato».

La única carta que ofrecía información, más que especulación, provenía de William Gee, de Bath: «En cuanto el señor Kent, sé por la viuda de un maestro de escuela, un amigo mío, que hace cuatro años pasó por semejante apuro económico que no podía pagar los gastos de su hijo, que ascendían a quince o veinte libras al semestre. No puedo entender que ocupe una mansión tan hermosa (superada por pocas en aquel vecindario) y trate [ilegible] a un pobre maestro». La dificultad de Samuel para pagar los gastos escolares de su propio hijo confirmaba que sí tenía los apuros que había mencionado Joseph Stapleton. También indicaba cierta falta de cuidado por el bienestar de William.

Las cartas enviadas a Scotland Yard eran el fruto de una nueva obsesión inglesa por la profesión de detective. La opinión pública estaba fascinada con los asesinatos, especialmente cuando eran domésticos y misteriosos, y cada vez más absorbida por la investigación también. «Me gusta un buen asesinato que parece que no pueda resolverse —dice la señora Hopkinson en la novela The Semi-Detached House (1859), de Emily Eden—. Es, por supuesto, algo horrible, pero me gusta enterarme de esas historias.» El caso de Road Hill elevó el entusiasmo nacional por los crímenes desconcertantes a nuevas alturas. En La piedra lunar, Wilkie Collins bautizó esta manía como «el furor del detective».

Al mismo tiempo que la prensa y el público condenaban las especulaciones lascivas e impertinentes de Whicher, se permitían elaborar libremente las suyas. El primer detective de la literatura en lengua inglesa, al igual que ellos, era un detective de butaca: el Auguste Dupin de Poe no resolvía los crímenes buscando pistas en su escenario sino en las noticias de los periódicos. La época del aficionado estaba en todo su esplendor.

En un panfleto anónimo de un penique, impreso en Manchester (el folletín de dieciséis páginas ¿Quién cometió el asesinato de Road? o Siguiendo la pista sangrienta), un «Discípulo de Edgar Allan Poe» vertía sarcasmos sobre la investigación de Whicher: «Hasta ahora, los brillantes esfuerzos del “detective” se han centrado en relacionar el camisón con la señorita Constance Kent, ¡para probar que su culpabilidad está envuelta en él!, y a buscar el paradero de la prenda. ¡Y todo ha fracasado! Percibo la pureza de ella en esta pérdida y, en la pérdida, la culpa de otra persona. El ladrón ocultó el camisón para encubrirse, desviando las sospechas sobre alguien de su propio sexo». El autor del panfleto ya había absorbido uno de los principios de la ficción detectivesca: la solución siempre debe ser laberíntica, indirecta y paradójica. El camisón extraviado debía significar justo lo opuesto de lo que parecía significar: «Percibo la pureza de ella en esta pérdida».

El autor se preguntaba si se había efectuado un registro escrupuloso del pueblo en busca de ropa ensangrentada, si se habían examinado las chimeneas de la casa de Road Hill, en busca de retales quemados, si se habían revisado los libros de los vendedores locales de cuchillos. Él o ella imaginaba una desconcertante reconstrucción para argumentar que el asesino era zurdo pues había cortado el cuello de Saville de izquierda a derecha: «Solo hay que dibujar una línea imaginaria en el cuerpo de un niño regordete ... Una persona normal llevaría a cabo el crimen colocando, de forma natural, su mano izquierda en el pecho del niño y cortaría hacia sí mismo con su mano derecha».

También los diarios hacían conjeturas. El Globe culpaba a William Nutt; el Frome Times señalaba a Elizabeth Gough, y el Bath Express apuntaba hacia William Kent. El Bath Chronicle (en un artículo que le supuso una demanda por libelo) se centró en Samuel;

Si la hipótesis de que la chica mantenía una relación ilícita y su compañero prefería el asesinato a ser descubierto estuviera bien fundada, deberíamos empeñarnos, desgraciadamente, en hallar a alguien a quien ser descubierto lo arruinaría o, en todo caso, le supondría consecuencias tan terribles que, en un momento de terror desaforado, había elegido los medios más terribles para evadirla. ¿A quién podrían aplicársele todos esos términos? ... En esa extraña y pálida hora de la mañana en que sentimos los poderes del pensamiento con una viveza casi dolorosa pero que carecemos de la misma voluntad y la determinación sabia que nos llega al salir de la cama y alistarnos para enfrentar los deberes del día ... Un hombre débil, malo, aterrorizado y violento ve que un niño puede llevarlo a la ruina y consuma el terrible acto movido por la locura..

Hasta aquí, la identidad del «hombre violento» no estaba bien definida, pero en las últimas frases del artículo el autor mencionaba a Samuel Kent:

Un niño desaparece de su dormitorio, la habitación no está desprotegida, sino en un piso superior, en el interior de la mansión, a una hora en que ningún visitante podría acercarse a la habitación, y entonces un hombre para quien el niño debía ser lo más querido, un hombre que debía buscarlo eficaz e intensamente, adopta la frívola y novelesca idea de que ¡los gitanos han secuestrado al niño! Si hubiese dicho que había salido volando con un grupo de ángeles, la sugerencia, teniendo en cuenta las circunstancias, no podría ser más ridícula.

Todos coincidían en que el móvil del asesinato era sexual, concretamente que la catástrofe se había desatado por el hecho de que un niño había presenciado una transgresión sexual. Desde el punto de vista de Whicher, Constance había vengado la aventura entre su padre y la antigua institutriz destruyendo al fruto de esa relación. Para la opinión pública, era Saville quien había presenciado una relación sexual y a quien asesinaron por lo que había visto.

La prensa se mostraba perpleja. Se sabían muchas cosas y aun así apenas se podía sacar conclusiones: las columnas que se ocupaban del asunto solo amplificaban el misterio. «Aquí termina lo que sabemos —decía el editorial del Daily Telegraph—. Aquí nuestras investigaciones nos llevan al desconcierto. Nos tropezamos justo en el umbral y el amplio panorama del crimen yace desconocido al otro lado.» La historia que se escondía detrás del asesinato era de capital importancia, pero quedaba oculta a la vista. Quizá se había registrado la casa de Road Hill desde el sótano hasta la buhardilla, pero simbólicamente su puerta estaba cerrada.

A falta de una solución, la muerte de Saville se había vuelto un pretexto para la libre especulación, desataba fantasías delirantes. Era imposible saber qué identidades ocultas podían emerger en esa «extraña y pálida hora de la mañana». Los personajes del caso habían llegado a tener dobles identidades: Constance Kent y Elizabeth Gough eran ángeles del hogar o demonios; Samuel era el querido padre, abrumado por la pena y los insultos o un desalmado y lujurioso tirano; Whicher era un visionario o un tonto cualquiera.

Un editorial del Morning Post explicaba cómo las sospechas fueron recayendo sobre casi todos los miembros de la casa y sobre varias personas ajenas a ella. Samuel o William podrían haber matado a Saville, decía el artículo, pero quizá lo cometió la señora Kent, bajo el influjo de «una de esas alucinaciones a las que las mujeres en su estado [es decir, embarazadas] son a veces propensas». Saville podría haber sido asesinado por «uno o varios de los jóvenes de la familia, en un arrebato de celos, o por cualquiera que quisiera herir a los padres en su punto más débil». El columnista se preguntaba por los antecedentes de Sarah Kerslake, los cuchillos de William Nutt, las mentiras de Hester Holley. Su imaginación lo llevaba a los huecos y cuestas de la casa de Road Hill, a sus puntos débiles. «¿Se ha buscado en los pozos, en los estanques, los drenajes, las chimeneas, los tocones de los árboles, la tierra suelta del jardín?»

«Por más oscuro que nos parezca el misterio —escribió—, estamos convencidos de que gira alrededor del camisón y el cuchillo.»

A los pocos días de haber llegado a Londres, enviaron a Jack Whicher y Dolly Williamson a ocuparse de un nuevo caso de asesinato, otro espectáculo de horror doméstico también protagonizado por camisones y un cuchillo. «Nos acabamos de enterar de que se ha cometido un atroz y cruel asesinato —observaba News of the World— y de que no es probable que se resuelva, cuando descubrimos conmocionados que la impunidad está causando resultado lógico: que brota un asesinato tras otro por doquier como si fuese una temible epidemia que repentinamente hubiese estallado.» Por lo visto, un asesinato sin resolver parecía infeccioso. Cuando un detective era incapaz de atrapar al asesino, desataba una horda de homicidios.

El martes 31 de julio, llamaron a la policía desde una casa de Walworth, un barrio del sur de Londres situado entre Camberwell y el río. El casero y un inquilino habían oído un grito y un fuerte golpe poco después del amanecer. Cuando los agentes de la policía local llegaron a la casa, encontraron a un joven muy pálido y de corta estatura que estaba de pie, en camisón, ante los cadáveres de su madre, sus hermanos (de once y seis años) y una mujer de veintisiete años. Todos vestían pijamas o camisones. «Lo ha hecho mi madre —dijo el hombre—. Ella se acercó al lado de la cama donde dormíamos mi hermano y yo, lo mató con un cuchillo y me hirió. Le arranqué el cuchillo de la mano en defensa propia y la maté, si es que está muerta.» El superviviente de la masacre se llamaba William Youngman. Cuando fue arrestado como sospechoso de asesinato se limitó a decir: «Muy bien».

Whicher y Williamson fueron asignados para asistir en el caso al subjefe de policía Dann, de la división de Lambeth. A diferencia de Foley, Dann era un oficial competente y se mantuvo a cargo de la investigación. La policía no tardó en determinar que Youngman estaba comprometido con la joven, Mary Streeter, y que había firmado una póliza de seguro de vida a su favor en caso de fallecimiento de la futura esposa, que ascendía a cien libras, seis días antes de que la mujer muriera. Whicher averiguó que las amonestaciones para el matrimonio ya se habían publicado en la parroquia. Resultó que Youngman había comprado el arma homicida dos semanas antes de los asesinatos (había asegurado que era para cortar pan y queso).

Había similitudes entre los asesinatos de Road y de Walworth: la serenidad de los principales sospechosos, la extrema violencia mostrada hacia los miembros de la familia inmediata, los indicios de locura. Pero The Times señaló que las diferencias eran mayores. El asesinato de Londres era de una «literalidad y una obviedad repulsiva», argumentaba, aceptando que el móvil de Youngman para matar a su familia había sido tan solo económico. «La opinión pública no queda desgarrada por el suspense, ni alterada por la incertidumbre.» La solución era demasiado obvia y el crimen no iba más allá de su propio espanto y horror. No se había perdido nada. En contraste, el caso de Road poseía un acertijo seductor y urgía su resolución, pues constituía una preocupación personal de muchas familias burguesas.

El News of the World coincidía en afirmar que había algo en el asesinato de Road Hill que «parecía distinguirlo y situarlo en una categoría propia». Aun así, el diario hallaba una perturbadora conexión entre los diversos asesinatos sanguinarios de 1860 (todos parecían carecer de móvil): «De inmediato queda uno impresionado por la brutalidad del crimen y la pequeñez del móvil». Ambos asesinos, el de Road y el de Walworth, parecían estar, aunque no del todo, locos: su ferocidad era desproporcionada respecto a cualquier posible ganancia y, aun así, habían planeado cuidadosamente la ejecución y la ocultación de sus crímenes. Respecto a los asesinatos de Walworth, el diario señalaba: «Si este crimen no es un exabrupto de locura, es el más horrible y atroz asesinato que jamás haya cometido un hombre».

Unos quince días después de que comenzara la investigación, Youngman fue juzgado en Old Bailey. «Parecía totalmente despreocupado —informaba The Times— y proyectaba la más extraordinaria calma y seguridad ... no manifestaba la menor emoción.» Cuando el jurado lo condenó por asesinato, dijo: «No soy culpable», se volvió y «descendió con paso firme del banquillo». Se rechazó la eximente de demencia y fue condenado a muerte. En cuanto Youngman llegó a su celda, pidió de cenar. Comió con ganas. Mientras esperaba su ejecución, una dama le envió un folleto religioso en el que había subrayado algunos pasajes que podían aplicarse a su caso. «Ojalá me hubiera enviado algo de comer —comentó—, pues ahora mismo me podría comer un ave y un trozo de cerdo en escabeche.»

La participación de Whicher en el caso de Walworth pasó casi desapercibida en la prensa, que continuaba publicando airadas críticas a su investigación en Road Hill. Aunque garabateaba sus réplicas en las cartas que llegaban a Scotland Yard, Whicher tenía que permanecer callado ante la discusión pública sobre su conducta.

El 15 de agosto, el día anterior al juicio de Youngman, Whicher fue denunciado en el Parlamento. Sir George Bowyer, el principal portavoz católico en la Cámara de los Comunes, se quejó sobre la calidad de los inspectores de policía británicos y puso a Whicher como ejemplo. «La reciente investigación del asesinato de Road ofrece pruebas asombrosas de la falta de preparación de algunos de los inspectores en activo —dijo—. Un inspector llamado, Whicher fue enviado para que investigara el caso. Por las razones menos probables, simplemente porque uno de sus camisones se había perdido, el inspector de policía arrestó a una jovencita que vivía en la casa donde se había cometido el crimen y aseguró a los magistrados que en unos cuantos días dispondría de pruebas que la inculparían.» Acusó a Whicher de actuar «de manera sumamente reprobable. Después de alardear sobre las pruebas que podía presentar, la jovencita fue liberada de sus cargos por los magistrados». Sir George Cornewall Lewis, el ministro del Interior, defendió con ligereza al detective, arguyendo que «el comportamiento del inspector de policía estaba plenamente justificado».

Pero el sentir nacional estaba representado por Bowyer. «Sin duda podemos decir que expresamos la opinión popular —aseguraba el Frome Times— al decir que un oficial que puede jugar tan caprichosamente con un cargo tan grave como el de homicidio intencional, y que puede prometer aquello que debía saber que le era imposible presentar, no puede esperar otra cosa sino que se le mire con desconfianza.» «La teoría del detective Whicher ha sido incapaz de arrojar ninguna luz sobre la espesa oscuridad de este horrible misterio —aseguraba el Newcastle Daily Chronicle—. Es necesario encontrar una nueva pista antes de que la justicia pueda abrirse paso en los laberintos de Road.» El Morning Star descartaba el «testimonio frívolo, chismoso y totalmente insulso de la escolar» en el que Whicher se había basado.

El Bath Chronicle criticaba «las exiguas especulaciones vacilantes y aducidas como pruebas ... el experimento llevado a cabo ha sido tremendamente cruel». En un ensayo publicado en la Cornhill Magazine, el distinguido abogado sir James Fitzjames Stephen argüía que a veces el costo de resolver un asesinato (el daño causado por la atención pública y la intrusión policial) era demasiado alto: «las circunstancias del asesinato de Road son bastante curiosas, pues permite determinar ese costo de forma tan exacta que si se hubiese cometido con ese propósito difícilmente se habría calculado mejor». Ya que no se pudo hallar a ningún otro culpable, culparon a Whicher por el embrollo y el misterio de Road. El «discípulo de Edgar Allan Poe» seguía jugando con las siniestras asociaciones de su nombre cuando escribió en su panfleto que «Constance es considerada inocente, aunque la brujería8 metropolitana la puso en peligro en una ocasión».

De las acusaciones lanzadas contra Jack Whicher, una de las más dañinas era que se había dejado llevar por la codicia. A los primeros detectives se les veía como granujas con glamour, tan solo a un paso de los delincuentes que perseguían. El criminal francés convertido en detective Eugéne Vidocq, cuyas memorias libremente cargadas de ficción fueron traducidas al inglés en 1828 y dramatizadas en los escenarios de Londres en 1852, intercambió alegremente la maldad por el trabajo policial cuando convino a sus intereses económicos.

Las recompensas que los detectives podían ganar procedían del dinero sucio del siglo XVIII, que se pagaba a los cazadores de ladrones y a los informantes. En agosto de 1860, el Western Daily Press aludió burlonamente al «celo [de Whicher], afilado por la oferta de una buena recompensa». Una carta de «Justicia», publicada en la Devizes and Wilts Gazette, comparaba a Whicher con Jack Ketch, un famoso verdugo del siglo XVII que infligía gran sufrimiento a sus víctimas; Whicher era «totalmente irresponsable», escribía «Justicia», «tentado por la imagen de una recompensa de doscientas libras, capaz de permitir que una joven de quince años fuera encerrada durante quince días en una prisión». Como muchos remitentes, «Justicia» mostraba desagrado por los tipos de la clase trabajadora que se inmiscuían en los asuntos de la burguesía. Los detectives eran codiciosos e ineptos porque no eran caballeros. Quizá se condenaba con vehemencia a Whicher, que encarnaba el deseo que yacía en la imaginación de verdaderas legiones de nuevos lectores: husmear y espiar, observar y maravillarse ante los pecados y los sufrimientos de sus semejantes. Los Victorianos veían reflejada en el detective una imagen de ellos mismos y, movidos por una especie de autorrepugnacia colectiva, decidieron expulsarlo.

Algunas voces se alzaron en defensa de Whicher. El siempre leal Somerset and Wilts Journal criticaba el «ingenioso enredo» de Edlin y el «astuto truco» con el que había tergiversado la teoría del camisón. El Daily Telegraph mostró su acuerdo: «No podemos coincidir con el señor Edlin en sus fervientes denuncias de crueldad por el arresto de esta jovencita ... Ni creer el razonamiento ad captandum del abogado de esta señorita, según el cual ha quedado aclarado el importante punto de la desaparición de dicha prenda. El caso parece precisamente el contrario. ¿Dónde está el camisón? ... “Muy distinto sería todo si se hubiera encontrado un camisón manchado de sangre.” Muchos de nuestros lectores recordarán la horrible circunstancia de la sábana ensangrentada en la historia de Beatrice Cenci. Ese sencillo eslabón completaría una cadena de pruebas que rápidamente se convertiría en una soga de cáñamo». Beatrice Cenci era una noble romana del siglo XVI ejecutada por asesinar a su padre. En el siglo XIX se convirtió en una especie de heroína romántica, la hermosa justiciera de un tirano violento e incestuoso. Una sábana ensangrentada fue la prueba de su culpabilidad. Shelley caracterizó a Beatrice como una rebelde romántica en su drama en verso Los Cenci (1819). En El fauno de mármol (1860), de Nathaniel Hawthorne, un personaje la describe como «un ángel caído, caído y sin pecado».

El Northern Daily Express destacó: «El camisón de Constance Kent, con sus feos volantes —su portadora no había alcanzado la edad de la madurez y los encajes— con justicia puja por ser tan famoso como las gorgueras de la reina Isabel y de Shakespeare, el traje de color tabaco de doctor Johnson, el gorro de dormir de Cowper pintado por Romney o la chaqueta listada de Burns».

Henry Ludlow, el presidente del tribunal de Wiltshire, continuó apoyando a Whicher. «A la conducta del señor inspector Whicher respecto al asesinato de Road se le ha culpado por cientos de cosas —decía en una carta a Mayne—. Al señor Ludlow le complace dar testimonio de su buen juicio y de su destreza en este caso. Estoy totalmente de acuerdo con el señor Whicher en cuanto a la identidad del autor de aquel asesinato tan misterioso ... se justificaba plenamente que actuara como lo hizo.» Quizá Ludlow se sentía culpable por el papel que había desempeñado al alentar a Whicher para que arrestara a Constance. Toda la culpa del caso había recaído en el detective.

«Me permito informar —comenzaba Whicher el lunes 30 de julio—, para el conocimiento de sir R. Mayne, respecto al asesinato de Francis Saville Kent, acaecido en Road, Wilts., la noche del 29 de junio, que el segundo interrogatorio de Constance Kent tuvo lugar en Temperance Hall, en Road, el pasado viernes...»

En unas dieciséis páginas, escritas con una letra inclinada hacia la derecha, Whicher explica los argumentos de su caso. Descarta irritado las diversas teorías rivales propuestas por los remitentes de las cartas que le habían enviado los periodistas. Expresa su frustración con la investigación de la policía local: la prueba contra Constance «habría sido mucho más concluyente —dijo— si la policía hubiera determinado, en cuanto llegó, cuántos camisones tenía en su poder». Si Foley hubiera «seguido la pista dada» por Parsons cuando dijo que el camisón que había sobre la cama de Constance parecía estar muy limpio y la hubiera «interrogado de inmediato sobre cuántos tenía en su poder, creo que la prenda en cuestión se habría echado en falta de inmediato y quizá la habrían encontrado». El abogado de Constance, se quejaba Whicher, había «dicho que el misterio respecto al camisón perdido se había esclarecido, pero no es así, pues uno de los tres que trajo a casa, al regresar de la escuela, todavía no se ha encontrado y yo tengo en mi poder los dos restantes». Whicher sospechaba que pronto llegaría una confesión pero que «sin duda se hará en el seno de la familia y por eso no la conoceremos».

Whicher firmó pero no envió ese documento. Poco después tachó la firma y prosiguió: «Me permito informar...», y escribió dos páginas más, extendiéndose y detallando sus hallazgos. Nueve días después, aún incapaz de zanjar el asunto, continuaba: «Me permito añadir los siguientes comentarios y explicaciones...». El informe manchado de tinta que envió a Mayne el 8 de agosto (veintitrés páginas en total) estaba repleto de subrayados, correcciones, ajustes, inserciones, asteriscos, dobles asteriscos y tachones.