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En 1928, dieciséis años antes de la muerte de Constance Kent, el escritor de novelas policíacas John Rode publicó un libro sobre el asesinato en la casa de Road Hill. En febrero del año siguiente, su editor recibió una carta anónima franqueada en Sidney, con las siguientes indicaciones: «Querido señor: haga lo que quiera con esto: si tiene algún valor monetario envíelo a los mineros de Gales, los hombres a quienes nuestra civilización maltrata torturándolos. Por favor, acuse recibo en el Sydney Morning Herald en el apartado de amigos perdidos». La carta continuaba repasando la temprana vida de la familia Kent desde el punto de vista de un niño. Era un documento asombrosamente vivido, de más de tres mil palabras, y es difícil de creer que fuera escrito (o dictado) por alguien que no fuera Constance. En algunos lugares concuerda casi exactamente con la carta que escribió para Eardley Wilmot y con las peticiones que hizo a los ministros del Interior. Ninguna de ellas se hizo pública hasta mucho tiempo después. Aunque no menciona a Saville, la carta de Sidney busca explicar las causas de su muerte.
Según este documento, Constance amaba a la «bella y muy capaz» institutriz que se unió a la familia Kent a principios de la década de 1840, y la señorita Pratt hizo de ella «una mascota». La llegada de la señorita Pratt pronto dividió a la familia. El hijo mayor, Edward, discutió con Samuel cuando se lo encontró una mañana saliendo del dormitorio de la institutriz. El resultado fue que él y las dos hijas mayores fueron enviados a un internado. Cuando estaban en casa, los tres favorecían el ala de la casa de su madre, como hizo William, el más joven, a quien la señora Kent estaba «apegada devotamente». Mary Ann y Elizabeth, según la carta, estuvieron siempre seguras de que su madre estaba cuerda. Constance, mientras tanto, pasaba los días en la biblioteca con su padre y la institutriz. La señorita Pratt «hablaba de la señora Kent con sorna, la llamaba Esa Persona, ridiculizándola». A veces Constance era grosera con su madre y luego iba a contárselo a la institutriz, quien por todo comentario esbozaba «una sonrisa de Mona Lisa». La señora Kent solía llamarse a sí misma frente a sus hijos como «tu pobre mamá», lo que confundía a Constance.
La casa se volvió opresiva, y cuando los niños crecieron sus amistades fueron cuidadosamente vigiladas. Un día Constance y William se ocupaban de su parcela detrás de los matorrales cuando oyeron el sonido de una «alegre carcajada» procedente del jardín vecino. Miraron con ansia por encima de la cerca y, aunque tenían prohibido jugar con los vecinos, no pudieron resistir la invitación a unirse a ellos. Descubrieron su transgresión y como castigo «sus pequeños jardines» fueron «arrancados de raíz y pisoteados». Nada ni nadie del exterior era bienvenido: dos aves tropicales que Edward envió a sus hermanos fueron confinadas en un frío cuarto oscuro, donde murieron.
Una vez alentaron a Constance a hacer amistad con una chica que vivía a un kilómetro y medio de distancia, pero la relación no tuvo éxito: «Después de un período de mutuo aburrimiento, la chica acusó falsamente a Constance de tratar de ponerla en contra de su madre». La acusación era patética, dado que a la misma Constance le habían enseñado a tratar a su madre como una enemiga.
Conforme Constance crecía, el afecto entre ella y la institutriz disminuyó. Las clases eran particularmente tirantes. Si Constance equivocaba una letra o una palabra, la institutriz la castigaba por su terquedad.
La letra H hizo que Constance pasara muchas horas confinada en una habitación, mientras escuchaba la música de la guadaña en el jardín. Cuando había que dominar la ortografía los castigos se hicieron más severos: pasó dos días encerrada en una habitación con pan seco, leche y agua para té. Y otras veces permanecía de pie en una esquina del vestíbulo sollozando: «Quiero ser buena, quiero serlo, quiero serlo», hasta que llegó a la conclusión de que el bien era imposible para un niño y solo pudo desear crecer rápido, porque los adultos nunca eran malos.
La carta de Sidney estaba escrita con puntuación libre, estilo enfebrecido, como si la escritura tuviera prisa por encauzar la corriente de la memoria.
Cuando se mudaron a la casa de Bayton, en Wiltshire, continuaba la carta, la señorita Pratt castigaba los arranques de Constance encerrándola en un desván, pero la chica se divertía dejando perpleja a su carcelera. Solía «hacer el mono», se colocaba un pedazo de piel alrededor del pecho, salía por la ventana, escalaba al techo, se deslizaba al otro lado y se introducía en una habitación diferente del desván. Regresaba al lugar donde la había confinado, abría la puerta y entraba: «La institutriz se sorprendía al encontrar siempre la puerta abierta, con la llave puesta, los sirvientes eran interrogados, pero nadie, por supuesto, sabía nada».
Si la encerraba en la bodega de los vinos, Constance yacía en una pila de heno y «fantaseaba que estaba en el calabozo de un enorme castillo, era una prisionera raptada en la batalla contra Bonnie Prince Charlie, condenada a ser decapitada a la mañana siguiente». Una vez, cuando la señorita Pratt la liberó, la niña lucía una sonrisa, «encantada de sus fantasías». La institutriz le preguntó la razón de su sonrisa:
—Oh —ella respondió—, las divertidas ratas.
—¿Qué ratas? —preguntó la señorita Pratt.
—Ellas no muerden —respondió Constance—, solo bailan y juegan.
Su siguiente prisión fue la bodega de la cerveza, donde arrancó el tapón de un barril, y después de eso estuvo encerrada en dos habitaciones que se creían embrujadas (alguna vez un «fuego azul» se encendió en la chimenea). Si la confinaban en el estudio de su padre en el primer piso, salía para ir a escalar árboles, «desplegando una disposición natural a la crueldad, atravesando con palos las babosas y los caracoles, para luego clavarlos en los árboles a modo de crucifixiones». Era una niña «provocadora y apasionada», que buscaba emociones, incluso violencia. Podía deslizarse a los bosques «medio temiendo y medio esperando poder ver un león o un oso».
En el internado era la «oveja negra», decía el autor de la carta, «resentida con la autoridad», «metiéndose en problemas», aunque ella no tuvo «nada que ver con la fuga de gas, que probablemente se debió a que olvidaron cerrar las llaves cuando apagaron el contador». (La ansiedad del autor por eximir a Constance de la fuga de gas de la escuela es un detalle decisivo.) Constance ponía apodos a sus profesores. Uno era «oso en un matorral» debido a su grueso cabello negro. Un clérigo que daba clases sobre la Biblia supo que era conocido como «la urraca octagonal», por la forma de su capilla. En vez de reprenderla, el clérigo se rió y «pensando que podría extraer algo bueno de ella, le dedicó un poco de atención, pero al ver que las otras chicas se mostraban celosas, se dedicó a responder con estupideces a propósito, cayendo así en su gracia». Después, Constance intentó «volverse una persona religiosa», pero un libro del predicador puritano Richard Baxter la convenció de que ya había cometido «el pecado imperdonable», había basflemado contra el Espíritu Santo y quizá también había renunciado a la bondad.
La carta explicaba que Constance había leído a Darwin cuando era pequeña y que escandalizó a su familia al expresar que creía en la teoría de la evolución. Constance, como William, parecían encontrar la liberación en el mundo natural. Los animales corrían a lo largo de la carta como emisarios de la libertad (el león, el oso, la oveja, el mono, la urraca, las aves tropicales, las ratas bailarinas, incluso las babosas y los caracoles sacrificados).
Después de la muerte de su madre, Constance se convenció de que «nadie la quería, que todos estaban contra ella», y su nueva madrastra así se lo confirmó. Una vez, cuando Constance estaba de visita en casa, la segunda señora Kent le dijo que «si no fuera por mí estarías en el internado. Cuando dije que venías, una de tus hermanas exclamó: “¿Qué? ¡Esa pesada!”. Ya ves que ellos no te quieren». Constance tuvo la intención de embarcarse hacia donde fuera con William, decía la carta, por haber leído sobre «mujeres disfrazadas de hombres que se ganaban la vida y no eran descubiertas hasta que morían». Convenció a su hermano de irse con ella y después «la tacharon de chico malo que pervierte a los otros».
Constance empezó a sospechar que su madre, de la que se había burlado, nunca había estado loca; por el contrario, «ella debió de ser una santa: sobre su madre parece cernirse cierto misterio». La carta explicaba que Constance se había dado cuenta lentamente de que su padre y su institutriz eran amantes desde que ella era muy pequeña. En retrospectiva adivinó los secretos sexuales que se habían mantenido fuera de su alcance (la sospecha prendió y desfiguró su recuerdo). Cuando era pequeña, Constance había «dormido en una habitación dentro de la habitación de su institutriz, que siempre cerraba con llave la puerta que las separaba antes de irse a la cama. El dormitorio y el vestidor del señor Kent estaban del otro lado y cuando él se encontraba de viaje, la institutriz decía que le daba miedo estar sola y Constance tenía que dormir con ella». Una vez, en la biblioteca, la señorita Pratt se asustó durante una tormenta eléctrica y se arrojó sobre Samuel. El la atrajo hacia sus rodillas y la besó. «No delante de la niña», exclamó. La niña estaba inquietantemente enredada en esa relación sexual, pues era testigo de sus intimidades, dormía «dentro» del dormitorio cerrado con llave de la institutriz y ocupaba el lugar de su padre en la cama de la institutriz.
Como la heroína de Lo que Maisie sabía (1897), de Henry James, Constance fue una niña obligada «ver mucho más de lo que podía entender». Así fue como debió comenzar el impulso de investigar, en medio de la confusión o del miedo, apremiada por descubrir los secretos que presentía del mundo adulto. Constance leyó las pistas desperdigadas a lo largo de su joven vida, reunía las piezas de un crimen (la traición a su madre), identificaba a los criminales (su padre y la institutriz). Quizá todos los detectives aprendieron a curiosear en la infancia y permanecieron absortos en el pasado.
La carta de Sidney lanzaba una intrigante indirecta sobre la historia de la familia Kent: el escritor destacaba que Constance y William tenían dientes de «hutchinson». William tenía un absceso en una pierna y varios de sus hermanos murieron en la niñez. Los dientes de «hutchinson» se caracterizaban por presentar muescas en los incisivos y su nombre se debía a que habían sido identificados por el médico Johnatan Hutchinson en 1880 como un síntoma de la sífilis congénita. Dicha afección también causaba laceraciones en las piernas (gummata) y acababa con la vida de muchos bebés. El escritor de la carta de Sidney sugería que la primera esposa de Samuel era sifilítica.
La sífilis es una enfermedad fácil de sospechar retrospectivamente y difícil de demostrar si no es en vida. Isabella Beeton y su marido, Thomas Hardy y su esposa, Beethoven, Schubert, Flaubert, Nietzsche, Baudelaire, Van Gogh, todos han sido considerados posibles sifilíticos. La enfermedad se extendió en el siglo XIX, para ella no había cura y era conocida como «la gran imitadora», por su capacidad de imitar tantas otras aflicciones como los colores que adopta un camaleón. Como solía contraerse en relaciones sexuales ilícitas, sus víctimas ocultaban su enfermedad. Quienes disponían del dinero suficiente para comprar atención médica confidencial lograban mantener el secreto.
Suponiendo que Samuel contrajera la sífilis en Londres, los síntomas lo habrían obligado a dimitir de la empresa de salazones y así se explicaría su marcha de Devonshire en 1833. La enfermedad se manifestaba durante las primeras semanas en chancros indoloros, casi siempre en los genitales, pero después producía fiebre, dolores y una antiestética erupción por todo el cuerpo. Tal vez Samuel se vio obligado a ocultarse. Si él tenía «la viruela», se comprende perfectamente su deseo de aislamiento y secreto, así como su fracaso en la búsqueda de otro empleo hasta 1836.
Durante los primeros meses, la sífilis es muy infecciosa. Cuando en esa época Samuel mantuviera relaciones sexuales con su esposa, la bacteria que emanaba de los chancros de su cuerpo habría ascendido por un pequeño corte o rasguño de ella. Esta bacteria, vista por primera vez bajo el microscopio en 1905, se conoce como espiroquetas, un nombre derivado del griego para designar «hilos que giran». La primera señora Kent habría transmitido la enfermedad sin saberlo a sus bebés. Un feto con sífilis congénita tenía muchas posibilidades de ser abortado o nacer muerto; si sobrevivía solía ser raquítico, marchito y débil, inapetente y propenso a morir durante la infancia. La sífilis pudo ser la causa de los numerosos abortos de la señora Kent, así como de la sucesión de muertes de los cuatro niños. Algunos niños de madres sifilíticas no mostraban señales de la enfermedad en su juventud, pero cuando crecían desarrollaban los dientes con muescas, piernas arqueadas u otros de los síntomas identificados por Hutchinson. Quizá Joseph Stapleton sospechaba de la sífilis cuando aludió a cómo la «intemperancia» (alcohólica, económica o sexual) de un hombre podía dañar a sus hijos.
Si Samuel tenía sífilis, cabe suponer que fue uno de los enfermos de la mayoría afortunada que después de un año, o poco más, ya mostraba claros síntomas, pero también cabe suponer que su esposa fue una de la desafortunada minoría que transcurridos algunos años (entre cinco o veinte) desarrolló sífilis terciaria, una afección que no fue entendida hasta mucho después de su muerte: se solía manifestar en desórdenes de personalidad y luego en paresia, «una parálisis general del demente», en un seguro e incurable deterioro del cerebro. Al igual que explica su enfermedad mental y su precariedad, la sífilis terciaria podría ser la causa de su muerte prematura (a los cuarenta y cuatro años) de obstrucción intestinal, ya que los problemas gástricos se encontraban entre los muchos síntomas posibles y la muerte por lo general tenía lugar entre quince y treinta años después de iniciada la infección.
Resulta tentador culpar a la sífilis asimismo de la prematura muerte de la segunda señora Kent, que se quedó paralítica y casi ciega antes de morir en Gales a los cuarenta y seis años, pues si bien sus síntomas eran propios de la enfermedad de tabes dorsal, también pudo ser una manifestación de sífilis terciaria. Sin embargo, ella solo pudo haberla contraído de Samuel si él se hubiese infectado de nuevo. Y pudo contagiarse cuando Samuel se creyó curado una vez que los chancros y el sarpullido remitieron. En plena época victoriana se creía que la viruela no se podía coger dos veces, era un mito que creció porque la segunda infección no iba acompañada por lesiones ni manchas.
La prueba es circunstancial y discutible. Incluso el autor de la carta de Sidney no estaba muy seguro, pero si nosotros hacemos hipótesis sobre los dientes de Hutchinson, el principio de la tragedia de la historia de la familia Kent sería un encuentro sexual entre el padre de Saville y una prostituta de Londres al inicio de la década de 1830. La pista puede haber terminado en el mundo casi invisible por el que William Saville—Kent estaba tan embelesado, en una criatura parecida a una hebra, plateada, ondulante, tan pequeña que solo podría mirarse a través del objetivo de un microscopio.
La conexión entre la sífilis y las enfermedades asociadas a la tabes dorsal y la paresia no fue reconocida hasta finales del siglo XIX, así que solo retrospectivamente podemos suponer que Samuel era el causante de las enfermedades de sus esposas. Cuando hizo pública la locura de la primera señora Kent y la parálisis y ceguera de la segunda, no sabía que así estaba dejando las pistas de la corrupción de su propio cuerpo.
Curiosamente, la carta de Sidney no esclarece en absoluto los aspectos inverosímiles de la confesión de Constance en 1865; incluso el libro de John Rhode que causó la carta describía la confesión como «francamente increíble» y, por tanto, «completamente insatisfactoria», de manera que abría espacios para dudar de la culpabilidad de la chica. «Su psicología parece tan sorprendente que casi ninguna especulación basada en ella se justifica», escribió Rhode. «Es perfectamente posible que, en la atmósfera intensamente religiosa del hospital de St. Mary, ella concibiera la idea de ofrecerse a sí misma en sacrificio, para quitar la nube que se cernía sobre su familia.» La persona más capacitada para resolver el crimen debía ser su autor, como The Times observó el 28 de agosto de 1865: «El fracaso anterior de toda la investigación mostró que los misterios del asesinato nunca serán desentrañados excepto por la persona que los cometió». Aunque Constance había puesto a prueba a un imperfecto detective, en su confesión y en la carta anónima en la que ella parece desnudar su alma, la solución era imperfecta. ¿Significa eso que ella no era la asesina?
Las lagunas en su relato dejaban el camino abierto para otras teorías acerca del asesinato, las que fueron formuladas en privado desde el principio y en público una vez que los principales implicados habían muerto. Mucho antes de todo esto, Whicher tenía una teoría que llenaba los vacíos en el testimonio de Constance, que nunca se hizo pública, pero que perfiló en los informes que enviaba a sir Richard Mayne.
En el primer informe que envió, Whicher notó que Constance «era la única persona que dormía sola, a excepción del hermano, que también se encontraba en la casa por vacaciones, y de quien sospecho ayudó en el asesinato, pero por el momento no cuento con suficientes pruebas para detenerlo». De regreso a Londres, después de que Constance fue liberada, Whicher observó que tanto ella como William habían llegado a la casa la noche anterior al asesinato: «Suponiendo que la señorita Constance sea la culpable y que tuviera un cómplice, ese cómplice, en mi opinión, habría sido con toda probabilidad su hermano William ... a juzgar por la relación que ambos mantienen». Whicher añadió en su informe:
En tanto soy capaz de dar una opinión, diría que el asesinato fue cometido por la señorita Constance sola, durante un ataque de locura, o por ella y su hermano William, movidos por el rencor y los celos que tenían hacia los hijos menores de sus padres, y me inclino fuertemente por esta última a juzgar por la relación que mantienen los dos, el hecho de que durmieran en habitaciones individuales y, en especial, el estado de abatimiento del chico tanto antes como después del arresto de su hermana. Además creo que al padre o alguno de los parientes no les habría sido muy difícil obtener una confesión de él mientras su hermana estaba en prisión, pero bajo las peculiares circunstancias del caso, no pude aconsejar que se actuara en consecuencia.
Parecería natural que William estuviera «abatido» después de la muerte de su hermano, pero para que Whicher lo destacara, su abatimiento debió de ser extraño: un vuelco hacia el interior, una cortante culpa o un miedo. Whicher dejó claras las alternativas que había discernido: o bien Constance estaba loca y había matado a Saville sola, o bien estaba cuerda y había matado a Saville con la ayuda de William. Desde el principio, Whicher sospechó que William y Constance habían planeado y llevado a cabo juntos el asesinato. Y cuando se fue de Road estaba casi seguro.
Whicher creía que Constance, por ser la mayor, la más rara y la más resuelta de los dos, había instigado la trama homicida, pero también creía que lo había hecho por el bien de su hermano y con su ayuda. William tenía el móvil más claro para el asesinato: Saville lo había suplantado en el afecto de sus padres y su padre le decía con frecuencia que era inferior al pequeño. Si ambos, él y Constance habían planeado asesinar a Saville, el hecho de que el plan tuviese éxito era menos sorprendente: los dos niños juntos, aislados y amargados, habrían habitado un mundo de fantasía protegido uno por la convicción del otro y ambos habrían imaginado que actuaban en defensa del otro y de su madre muerta. Su resolución se habría fortalecido al determinar que no se decepcionarían uno al otro.
Quizá Samuel Kent alentara a la policía para que sospechara de Constance, protegiendo así a su hijo. Quizá estaba protegiendo a William cuando le contó a Stapleton la historia de la huida de los niños a Bath, tergiversando la narración para sugerir la sensibilidad del niño y el valor inamovible de la chica. Cuando se llevó a cabo la investigación, se solía descartar a William como sospechoso debido a su timidez. Aun así, Whicher lo creía capaz de participar en un asesinato. Las noticias de la prensa sobre la huida a Bath reflejaban que el chico tenía una voluntad fuerte y un carácter fantasioso, como demuestra su vida posterior.
A lo largo de la investigación del asesinato de Saville muchos argumentaron que debieron de participar dos personas en el crimen. Si William ayudó a Constance, se explicaría cómo es que se alisaron las sábanas cuando sacaron a Saville de la habitación; cómo se hizo callar a Saville mientras se abrían puertas y ventanas, cómo las pruebas fueron destruidas después. Constance habría mencionado solo la navaja en su confesión, porque ella únicamente usó una navaja mientras William empuñaba el cuchillo. La carta desde Sidney evitaba cualquier referencia al asesinato, quizá porque no había explicación que no implicara a su cómplice.
Varias de las historias que se inspiraron en el caso parecían obsesionadas con la posibilidad de que Constance y William tuvieran algo más que ocultar. En La piedra lunar, la heroína protege al hombre que ama permitiendo que se le considere sospechosa; el hermano y la hermana que huyen en El misterio de Edwin Drood compartían una oscura historia. El enigma de Otra vuelta de tuerca radicaba en el silencio de los dos niños, un hermano y una hermana encerrados juntos por un secreto.
Ya fuera William su cómplice o simplemente su confidente, Constance se empeñó en protegerlo, pues en cuanto confesó, insistió en que ella había cometido el crimen «sola y sin ayuda». Le dijo a su abogado que se negaba a alegar demencia porque quería proteger a William y confeccionó sus declaraciones sobre el asesinato y su móvil para que se ajustaran a dicho propósito: en ninguna de ellas lo menciona. Aunque se quejó a sus compañeras de escuela sobre cómo William era tratado por Samuel y Mary (las humillantes comparaciones con Saville, la forma en que lo hicieron empujar un cochecito por el pueblo), no hizo referencia a ello en 1865 y de su padre y de su madrastra dijo: «nunca he albergado rencor hacia ninguno de los dos por su comportamiento conmigo», evitando cuidadosamente el rencor que podría tenerles a causa de alguien más. Después de todo, la respuesta al misterio de la muerte de Saville podría descansar en el silencio de Constance, concretamente en el silencio sobre el hermano al que amaba.
Constance se entregó el año anterior al vigesimoprimer cumpleaños de William, cuando debía heredar un legado de mil libras de parte de su madre. Esperaba utilizar el dinero para costearse una carrera científica, pero aún se veía obstaculizado por la incertidumbre y la sospecha que rodeaba a la familia. Para evitar que ambos tuvieran que vivir bajo la nube del asesinato, Constance eligió quedarse con toda la oscuridad. Su acto de expiación liberó a William, hizo que su futuro fuera posible.