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El miércoles también hizo buen tiempo, aunque las nubes atravesaron el oeste del país por la tarde, ocultando parcialmente el sol. La policía local mantenía una vigilancia estricta sobre la casa de Road Hill, y distribuyó mil octavillas anunciando la recompensa de doscientas libras a cualquiera que proporcionara información que condujera a la resolución del asesinato de Saville.
Whicher amplió el campo de sus investigaciones. Tomó el tren de Trowbridge a Bristol y alquiló un coche de caballos por dos horas en Bath. Allí entrevistó a la policía y al propietario del hotel Greyhound acerca de un extraño episodio que había tenido lugar hacía cuatro años, en julio de 1856.
Los Kent ya llevaban casi un año en la casa de Road Hill. La segunda señora Kent cumplía ocho meses de embarazo de Saville. Constance y William, de doce y once años, habían vuelto a casa durante las vacaciones del internado y parecía que Constance tenía débiles los tobillos. Un médico había prescrito que usara medias de seda y se abstuviese de hacer ejercicio. Cuando la familia visitó Bath, con motivo de la exhibición veraniega de flores, la llevaron en una silla de ruedas.
Un día, Constance y William se escaparon. El 17 de julio, en el retrete que había junto a los setos, Constance se puso algunas prendas viejas de William, que había remendado y escondido con ese propósito. Luego se cortó el cabello y lo arrojó, junto al vestido y la enagua, en la fosa del retrete. William y ella planeaban hacerse a la mar como grumetes, así que se dirigieron a Bristol. Como su hermano mayor, Edward, esperaban huir del país. Por la tarde, recorrieron juntos a pie los dieciséis kilómetros que les separaban de Bath. Cuando intentaron alquilar una habitación en el hotel Greyhound, debido a su ropa y modales elegantes el posadero sospechó que se habían fugado y los interrogó celosamente. Constance «se mostró muy segura de sí misma, incluso fue insolente, tanto en sus modales como en su forma de hablar», contaba Stapleton, pero «William pronto perdió el control y se echó a llorar». Según Stapleton, los empleados del hotel acostaron a William y entregaron a Constance a la policía. Pasó la noche en las dependencias de la comisaría, donde guardó «silencio con mucha determinación».
Las noticias que aparecieron sobre el incidente en los diarios locales diferían del relato de Stapleton, quien quizá enfatizó la sensibilidad de William para exagerar la naturaleza dominante de Constance. Casi con toda seguridad, su fuente fue Samuel Kent. En uno de los periódicos, que consideraba el episodio «un ejemplo de extraordinario afecto y osada audacia», William no se echó a llorar y Constance no fue grosera. Ambos fueron «amables en exceso» cuando los interrogó el posadero y no dejaron de repetir que iban a hacerse a la mar. William fue trasladado también a comisaría y los dos mantuvieron su secreto hasta la mañana siguiente, cuando un sirviente de Road Hill llegó a Bath e identificó a los niños quejándose de que había dejado exhaustos a tres caballos en su búsqueda.
William confesó a la policía que se había fugado de casa y aseguraba que él había instigado a Constance a escaparse: «Su deseo era hacerse a la mar, aseguró él, y su compañera, su hermana menor, se había vestido con las ropas del muchacho y se había cortado el cabello a lo chico para acompañarlo hasta Bristol, donde él esperaba que un capitán de buen corazón lo aceptara como grumete. Dieciocho peniques era todo su capital, pero ni la falta de dinero ni la distancia hicieron mella en la determinación del muchacho ni en el cariño de su hermana». Otro artículo también daba a Constance el papel de secuaz y a William el de protector: «El chico quería hacerse a la mar y le confió su secreto a su hermana... cuyo enorme cariño determinó que lo acompañara a pesar de todos los peligros». Ella «le permitió que le cortara el cabello, que llevaba entonces con la raya a un lado».
Stapleton y los periodistas de Bath concuerdan en la inquebrantable resolución de Constance, aunque la aprecian de forma distinta. Según uno de los periódicos: «Se nos dice que la pequeña se comportaba como un pequeño héroe, haciendo tan bien el papel de chico que todos aquellos que la vieron admiraron su interpretación. Gracias al señor inspector Norris supimos que la señorita Kent mostró gran sagacidad y resolución. La ropa de chico que llevaba puesta le quedaba corta y cargaba un pequeño bastón que utilizaba como si estuviera acostumbrada a él. Pasó un rato antes de que sospechara que pertenecía al sexo femenino, lo cual únicamente descubrió por cierta peculiaridad en su modo de sentarse».
El sirviente llevó a los chicos a casa. Samuel, que estaba de viaje para inspeccionar fábricas en Devonshire, regresó a Road esa misma tarde. William «de inmediato expresó la mayor pena y contrición, y lloró amargamente», según Stapleton. Pero Constance se negó a disculparse ante su padre con su madrastra. Se limitaría a decir que «deseaba ser independiente».
Se trataba, según el Bath Express, de «una circunstancia muy extraña para la familia de un caballero, educada con esmero».
El miércoles, cuando terminó sus pesquisas en Bath, Whicher viajó en tren a Warminster, a ocho kilómetros al este de Road, para hablar con una de las compañeras de Constance.
Emma Moody, de quince años, vivía en una casa de Gore Lane con su hermano, su hermana y su madre viuda, todos obreros de la fábrica de lana. Whicher le mostró a Emma la pieza de franela de busto que ella aseguró no haber visto nunca hasta entonces. Le preguntó si alguna vez Constance había hablado de Saville.
«Le oí decir que el niño le desagradaba y que le pellizcaba, pero que lo hacía solo por divertirse —dijo Emma—. Se reía al contármelo.» Cuando le preguntó qué movía a Constance a molestar a los más pequeños, Emma respondió: «Creo que lo hacía por celos y porque los padres eran muy injustos —y luego se explicó—: En una ocasión le dije, mientras hablábamos de las vacaciones e íbamos paseando en dirección a Road: “¿No estaría bien que nos dejaran ir pronto a casa?”, y ella dijo: “Sí, quizá a tu casa, pero la mía es diferente”. Dijo que trataban mucho mejor a los hijos de la segunda esposa de su padre que a ella y a su hermano William. Lo repitió en varias ocasiones. Una vez, estábamos hablando de un vestido y ella dijo: “Mamá no me deja tener lo que quiero. Si digo que quiero un vestido marrón, me deja tener uno negro y, si digo negro, al revés”». Tal y como Constance lo veía, su madrastra sentía tal desprecio hacía ella que incluso le negaba la posibilidad de elegir entre el negro y el marrón. Al igual que el camisón basto, aquella ropa suya sin gracia reflejaba que a Constance le había sido asignado el papel de la hijastra maltratada y humillada, una cenicienta expulsada del mundo de las otras mujeres.
Según los informes que Whicher envió a sus superiores, Emma aseguró que Constance solía expresar su aversión por Saville, sentimiento que se debía a que el niño siempre era quien recibía los favores del señor y la señora Kent. Una vez, dijo Emma, le reprochó a Constance esta actitud «diciéndole que se equivocaba despreciando por ese motivo al niño, puesto que él no tenía la culpa». Y Constance respondió: «Bueno, quizá me equivoque, pero ¿qué harías tú en mi lugar?».
El trabajo de Whicher no consistía solo en investigar las cosas sino también en ordenarlas. El verdadero objetivo de la profesión de detective era la creación de una trama que explicara el móvil, en este caso, de Constance: había matado a Saville por «los celos o por el desprecio» que sentía hacia los hijos de su madrastra, desplegando así «una mente ligeramente afectada» por la locura. El trato que había recibido la primera señora Kent podría haber impulsado a su hija menor hacia la venganza. La segunda señora Kent, la mujer que había criado a Constance como su hija solo para rechazarla en cuanto dio a luz a sus propios hijos, podría ser el objeto de la cólera de la chica.
La huida de los niños a Bath le hacía pensar a Whicher que Constance y William eran muy infelices y capaces de hacer algo para acabar con esa infelicidad. Indicaba que podrían maquinar planes secretos y llevarlos a cabo, que podían valerse del disfraz y del engaño. Y, lo más significativo, señalaba el retrete como el escondite de los niños, el lugar en que Constance se deshacía de las pruebas y adquiría una nueva identidad. En esos informes, Whicher destacaba «la circunstancia de que el cuerpo se encontrase en el mismo retrete en el que ella arrojó su atuendo femenino y su cabello antes de fugarse... disfrazada como un chico, habiendo cosido ella misma con anterioridad parte del atuendo masculino, que ocultó en un arbusto a cierta distancia de la casa hasta el día de su partida». El día que huyó podría interpretarse como un paso hacia el asesinato de Saville.
Whicher trabajó solo esa semana. «Se ha dedicado activa y diligentemente a hacer sus pesquisas —informaba el Somerset and Wilts Journal—, sin confidentes, a menos, claro está, que el señor Foley sea uno. Avanza lento pero seguro, visitando y conversando por cuenta propia con todas las personas relacionadas con el drama y siguiendo, hasta el final, cada rayo de luz que pueda penetrar en él.» El Western Daily Press describía la investigación del detective como «ingeniosa» y «energética».
Whicher no divulgó lo que habían revelado las entrevistas que había ido haciendo casa por casa. Manifestó a la prensa local que estaba «en posesión de una pista que muy pronto revelará el misterio», lo cual fue publicado de inmediato por el Bath Chronicle. Y con esas palabras solo estaba exagerando, lo que tenía en realidad era un teoría, si bien así podría poner nervioso al culpable y empujarlo a la confesión. El Bristol Daily Post era escéptico respecto a la probabilidad de que Whicher tuviera éxito: «Más que estar a la espera, parece tener la esperanza de que su sagacidad pueda revelar el misterio».
La «sagacidad» era una cualidad que las novelas y los periódicos solían atribuir a los detectives. The Times se refería a la «acostumbrada sagacidad» de Jack Whicher. Dickens elogiaba la «horrible agudeza ... los conocimientos y la sagacidad» de Charley Field. Un relato de detectives de Waters aludía a la «sagacidad lobuna» del héroe. La palabra denotaba entonces intuición más que sabiduría. En los siglos XVII y xviii, una bestia «sagaz» tenía un agudo sentido del olfato: por su rapidez y perspicacia, los primeros detectives eran comparados con perros y lobos.
Charlotte Brontë describió al detective como un «sabueso» que seguía el «rastro» o la «estela» que dejaba su presa. En los relatos de Waters de los años cincuenta, el héroe era una mezcla de cazador y sabueso que cercaba a su presa: «Su caza se intensificaba», «Le di caza hasta su madriguera», «Seguía el rastro correcto». «Si hay una profesión animada por la aventura hoy en día —escribió el célebre detective de Edimburgo James McLevy— es la del detective. Con el entusiasmo del cazador, cuya meta es tan solo dar caza y destruir animales, a menudo inocentes, se ve impelido por el impulso superior de buscar el bien general eliminando las plagas.» Los detectives de las ciudades cazaban a sus presas por las calles, deducían la identidad de los ladrones y estafadores por sus señas y firmas, los rastros y las huellas que iban dejando involuntariamente. Londres era «un vasto bosque o una selva —había escrito Henry Fielding hacía un siglo—, donde un ladrón puede esconderse con tanta seguridad como las bestias en los desiertos de África o Arabia, pues si va de un sitio a otro y cambia con frecuencia la ubicación de su guarida, casi puede escapar del todo a la posibilidad de que le descubran». Mientras los exploradores Victorianos se multiplicaban en el exterior, a lo largo del imperio, cartografiando nuevas tierras, los detectives se movían hacia el interior, hacia el corazón de las ciudades, de los vecindarios que para la burguesía eran tan lejanos como Arabia. Los detectives aprendieron a distinguir las diferentes escuelas de prostitutas, carteristas, rateros y ladrones, y a seguirlos hasta sus guaridas.
Whicher era especialista en los simuladores urbanos. Al igual que la heroína de The Female Detective, de Andrew Forrester, «se había mezclado mucho con enmascarados». En 1847, por ejemplo, atrapó a Richard Martin, alias Aubrey, alias Beaufort Cooper, alias Capitán Conyngham, que recibía órdenes de entrega de elegantes camisas haciéndose pasar por todo un caballero y, al año siguiente, detuvo a Frederick Herbert, un joven de «elegante aspecto» que había estafado a un talabartero de Londres sirviéndose de la funda de una pistola, a un artista con dos pinturas de esmalte y a un ornitólogo con dieciocho pieles de jilguero. En la ficción, el doble de Whicher era Jack Hawkshaw, el detective de la obra teatral The Ticket-of-Leave Man (1863), de Tom Taylor, cuyo apellido sugiere un ave de presa con muy buena vista.4 Hackshaw es «el detective más agudo de la policía». Persigue a un criminal maestro en el disfraz que «tiene tantos aspectos como alias». «Quizá hoy lo identifiques como un malhechor y mañana te quites el sombrero ante él, creyendo que es un párroco —dice Hawkshaw—, pero yo cazaré todas sus pieles.»
Algunos periódicos locales manifestaron su contento por la presencia de Whicher en Wiltshire. «La habilidad de un detective de Londres, acostumbrado al ambiente criminal de una ciudad, más sombría, ha sido solicitada para auxiliar a nuestros propios policías, ya de por sí competentes», decía el Bath Chronicle ese miércoles. «No podemos sino creer que los investigadores siguen el rastro.» Aun así, el crimen de este pequeño pueblo llevó a Whicher a un territorio mucho más turbio del que podría haber encontrado jamás en la ciudad: aquella no era una investigación sobre alias y domicilios falsos, sino que profundizaba en fantasías ocultas, identidades secretas y deseos enterrados.