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Una especie de anhelo

1861-1864

Las investigaciones sobre el asesinato de Road Hill fueron decayendo. Al comienzo de 1861, el presidente del tribunal de apelación rechazó una propuesta para abrir una nueva investigación sobre la muerte de Saville Kent, descartando los alegatos de que el forense no había actuado como debía al no examinar a Samuel. La policía de Bath reunió algunas pistas más, o rumores de pistas, que llegaron a los periódicos en enero, pero nada más: un par de chanclos de caucho de la India habían sido vistos al pie de las escaleras traseras poco después del asesinato y un par de medias habían desaparecido. Joseph Stapleton aseguraba que un par de medias sucias y húmedas habían sido halladas en un armario debajo de las escaleras traseras. El Frome Times dijo que Constance Kent, cuando asistió a la escuela de la señorita Ducker, en Bath, hacía muchos años, «había destrozado y arrojado por el retrete, como represalia por un supuesto desprecio, algunos objetos que pertenecían a su niñera». También en esa escuela, dijo algún otro medio, había tratado de causar una explosión dejando abierto el gas.

En una carta dirigida a un amigo suizo, el 1 de febrero, Charles Dickens abundaba en su teoría sobre los culpables. «Hablas del asesinato de Road, supongo, ¿incluso en Lausana? Ni todos los detectives del mundo me convencerán jamás de abandonar la hipótesis que las circunstancias han ido configurando poco a poco en mi mente. El padre estaba en la cama con la niñera: descubrieron entonces al niño incorporado en su camita, observando lo que evidentemente habría de “contarle a mamá”. La niñera saltó de la cama y de inmediato lo sofocó en presencia del padre. El padre cortó el cuello al niño para distraer las sospechas (lo que efectivamente logró) y llevó el cuerpo hasta donde lo encontraron. Cuando iba a buscar a la policía, cuando dejó a los agentes encerrados en su casa o en ambos momentos, se deshizo del cuchillo y de las otras cosas. Seguramente ya no podrá descubrirse nunca la verdad.»

O podría ser como lo sugirió Poe en «Un hombre en la multitud» (1850): «Hay algunos secretos que no permiten ser contados ... misterios que no dejarán de serlos por ser revelados. De vez en cuando, ¡ay!, la conciencia del hombre acepta un peso tan cargado de horror que solo se puede depositar en la tumba».

Joseph Stapleton reunía material para su libro con la intención de defender a Samuel. En febrero le escribió una carta a William Hughes, el comisario en jefe de la policía de Bath, pidiéndole que refutaran formalmente los rumores de que el señor Kent «llevaba una vida de libertinaje» con las mujeres de la servidumbre. El 4 de marzo, Hughes le respondió, confirmando que había interrogado a más de veinte personas sobre este aspecto: «todos aseguraron de la forma más tajante que no existe el menor fundamento en semejante rumor. Por todo lo que pude espigar al respecto, estoy convencido de que su conducta hacia las mujeres a su servicio no era en absoluto cercana y que en todo momento las ha tratado más bien con altanería que con familiaridad».

Ese mismo mes, Samuel solicitó al ministro del Interior la jubilación anticipada de la administración pública (ya había transcurrido más de la mitad de su baja de seis meses). Pidió que le concedieran una pensión de trescientas cincuenta libras, la totalidad de su salario. «En junio de 1860 me arrasó esa gran calamidad, el asesinato de mi hijo —explicó—, una calamidad que no solo me ha amargado el resto de mis días, sino que me ha abrumado con prejuicios y calumnias populares, mediante las condenadas falsedades de la prensa ... Mi familia es numerosa, mis ingresos limitados y no puedo renunciar a mi pensión oficial sin pasar por grandes privaciones.» En respuesta, Cornewall Lewis observó que se trataba de «una de las más extrañas peticiones que he oído, díganle que no podemos acceder a su solicitud». Los diarios informaron de un rumor según el cual Constance habría confesado en marzo a un pariente que ella había matado a Saville, pero los detectives que habían trabajado en el caso encontraron «poco aconsejable» reabrir la investigación.

El jueves 18 de abril de 1861 los Kent se fueron de Road. Constance fue enviada a una escuela para señoritas en Dinan, un pueblo medieval amurallado en el norte de Francia, y William regresó a su escuela en Longhope, donde estuvo internado con otros veinticinco chicos de edades comprendidas entre los siete y los dieciséis años. El resto de la familia se mudó a Camden Villa en Weston-uper-Mare, un pueblo de veraneo de la costa norte de Somersetshire. La señora Kent estaba embarazada de nuevo.

Los Kent dieron instrucciones a un subastador de Trowbridge para que dispusiera de sus pertenencias. Dos días después de su partida este abrió la mansión de Road Hill para que el público pudiera visitarla. Le habían pedido ya tanta información que se vio obligado a tomar la medida sin precedente de vender catálogos, a un chelín cada uno, y de limitarlos a uno por persona: vendió setecientos. A las once de la mañana del sábado, una gran multitud se arremolinó alrededor del edificio. Los visitantes se turnaban en el salón para levantar la ventana salediza central y comprobar su peso, y en la habitación de los niños intercambiaron sus propias opiniones acerca de si Elizabeth Gough podría haber visto el interior de la cuna de Saville desde su cama (coincidían en que sí). Examinaron minuciosamente las escaleras y las puertas. El subjefe de policía John Foley, que se había presentado para mantener el orden, se vio asediado por decenas de jóvenes que querían ver el retrete, donde aún quedaban manchas de sangre en el suelo. Los visitantes tenían menos interés en los muebles que estaban a la venta. En su discurso de apertura, el subastador admitió que los objetos de la casa «no eran muy elegantes», pero argumentó que estaban bien hechos «y señalaría que los efectos no llevan consigo solo un valor material sino histórico. Han sido testigos de un crimen que ha asombrado, aterrorizado y paralizado a todo el mundo civilizado».

Los precios alcanzados por los cuadros fueron ridículos. Un retrato al óleo de Mary, reina de los escoceses, de Federico Zuccari, por el que Samuel aseguraba que le habían ofrecido cien libras, fue adquirido por catorce, pero la espléndida cama de dosel del señor y la señora Kent alcanzó el impresionante precio de siete libras con quince chelines. El lavabo y otras piezas de su habitación también alcanzaron las siete libras. El subastador también vendió doscientas cincuenta onzas de una vajilla de plata, más de quinientos libros, varias botellas de vino, incluyendo jerez dorado y pálido, un microscopio lucerna (cuando se utilizaba con una luz de gas podía proyectar una imagen agrandada del objeto sobre una pared), dos telescopios, unos cuantos muebles de hierro para el jardín y un buen potro. El vino de Oporto de 1820 de Samuel (una cosecha excepcionalmente rica y dulce) se vendió a once chelines la botella, su yegua a once libras y quince chelines, su carruaje a seis y su vaca alderney de pura raza por diecinueve libras (una alderney era una vaca pequeña de color beis que daba leche muy cremosa). El órgano de cámara de los Kent fue adquirido por la capilla metodista de Beckington. Las camas de Constance, Elizabeth Gough y Eveline, en la que Saville había dormido cuando era bebé, fueron adquiridas por un tal señor Pearman, de Frome, quien pagó una libra por cada una. Con todo la suma total de la venta ascendió a mil libras. La cuna de la que sacaron a Saville no salió a subasta, por si acaso hallaba un lugar en la «cámara de los horrores» del museo de cera de Madame Tussaud.

Durante la subasta, un carterista robó un monedero, que contenía cuatro libras, a una mujer de aquel gentío. Aunque los hombres de Foley cerraron, las puertas de Road Hill y llevaron a cabo un registro y arrestaron a un sospechoso, no dieron con el culpable.

El último hijo de Samuel y Mary Kent, Florence Saville Kent, nació en su nueva casa de la costa de Somersetshire, el 19 de julio de 1861. Durante el verano, los comisionados de la fábrica discutieron adonde podían enviar a Samuel. Había puestos vacantes en Yorkshire e Irlanda, pero se temió que fuera incapaz de ejercer su autoridad allí, donde la hostilidad hacia él era profunda. En octubre quedó vacante un puesto de subinspector de fábricas en el norte de Gales, así que la familia Kent se mudó a Llangollen, en el valle de Dee.

Una inglesa residente en Dinan, en 1861 escribió más tarde a la Devizes Gazette sobre Constance Kent: «Yo nunca la he visto, pero todos mis conocidos sí, y todos la describían como una chica fea, de rostro llano y cabello rojizo, ni estúpida ni ingeniosa, ni animada ni aletargada, que solo destacaba por un rasgo en particular, a saber, su extrema bondad y ternura hacia los niños muy pequeños ... De toda su escuela, ella sería la que menos destacaría si se pusieran todas juntas». Constance se esforzó muchísimo en pasar desapercibida y en la escuela la conocían por su segundo nombre, Emily, pero sus compañeras sabían muy bien quién era, así que fue objeto de cotilleos y de acosos. Hacia el final del año Samuel la envió con las monjas del convento de la Sagesse, ubicado junto a un acantilado, desde donde se dominaba el pueblo.

Whicher se retiró varios meses de la escena pública, pues se dedicó a casos que no llamaran la atención. Solo uno de ellos recibió cierta cobertura periodística en profundidad: la detención de un clérigo que había obtenido seis mil libras por falsificar el testamento de su tío. El joven colega de Whicher, Timothy Cavanagh, por entonces un empleado de la jefatura de policía, declaró que el asesinato de Road Hill había destrozado «al mejor hombre que haya tenido jamás el departamento de detectives». El caso «estuvo a punto de romperle el corazón al pobre Whicher, regresó a la comisaría con cara larga. Esto fue un duro golpe para él..., el jefe de policía y otros perdieron la fe en él por primera vez». Según Cavanagh, el caso de Road Hill también cambió a Dolly Williamson. Cuando Williamson regresó de Wiltshire, dejó a un lado su picardía, su afición por las bromas pesadas y los juegos peligrosos. Se convirtió en un hombre apagado y distante.

En el verano de 1861, a Whicher le encargaron un caso de asesinato por primera vez desde Road Hill. Aparentemente, se trataba de un caso sencillo. El 10 de junio, una mujer de cincuenta y cinco años llamada Mary Halliday fue encontrada muerta en una rectoría de Kingswood, cerca de Reigate, en Surrey. Se había encargado de la casa mientras el vicario estaba de viaje. Al parecer, la señora Halliday había sido víctima de un robo chapucero: con un calcetín, probablemente utilizado para silenciarla, la habían asfixiado. El o los intrusos habían dejado pistas: un garrote de haya, varios cordeles de cáñamo poco común, con los que ataron las muñecas y los tobillos de la víctima, y un sobre con papeles, entre los que destacaban una carta de un famoso cantante alemán de ópera, una carta de súplica firmada «Adolphe Krohn» y documentos de identidad a nombre de Johann Karl Franz de Sajonia.

La policía tenía las descripciones de los extranjeros que habían circulado por aquella zona ese día, uno bajo y moreno, el otro alto y rubio: habían sido vistos en una taberna, en los campos cercanos a la rectoría y en una tienda de Reigate, donde compraron el mismo tipo de cordel hallado en la escena del crimen. Las descripciones del más alto de los dos encajaban con los detalles de los documentos de identidad. Se ofrecía una recompensa de doscientas libras por la detención de ambos, que supuestamente eran Krohn y Franz.

Whicher envió al oficial de policía Robinson para que se entrevistara con mademoiselle Thérése Tietjens, la célebre cantante de ópera cuya carta había sido hallada en la rectoría, en su casa de St. John s Wood, cerca de Paddington. Ella dijo que un joven alemán, más o menos alto, de cabello castaño claro, había llamado a su puerta hacía una semana, alegando que se había quedado sin dinero y pidiéndole que le ayudara a regresar a Hamburgo. Ella le prometió pagar los gastos y le había dado una carta a tal efecto. Whicher le pidió a Dolly Williamson que revisara las salidas por barco a Hamburgo y que investigara en las embajadas y consulados de Austria, Prusia y la Liga Hanseática.

Se enviaron más policías a Whitechapel, un barrio de refinerías de azúcar, en el East End, donde se alojaban muchos alemanes. Se detuvieron a varios vagabundos alemanes para ser interrogados. Whicher los fue descartando uno por uno. «Aunque en cierta medida se corresponde con la descripción de uno de los hombres implicado en el asesinato de la señora Halliday —escribía el 18 de junio, en un informe sobre un sospechoso—, no creo que sea uno de ellos.»

Sin embargo, a la semana siguiente, Whicher le dijo a Mayne que había encontrado a Johann Franz: un vagabundo alemán de veinticuatro años que había sido detenido en Whitechapel y que aseguraba llamarse Auguste Salzmann. Al principio, Whicher no dio con ningún testigo ocular que confirmara que aquel era uno de los alemanes de Kingswood. Por el contrario: «Tres personas de Reigate y Kingswood, que vieron a dos extranjeros en el vecindario el día anterior y el día mismo del asesinato, lo han examinado, pero se han declarado incapaces de identificarlo como uno de ellos», escribía a Whicher a Mayne, el 25 de junio. «Tampoco el policía Peck, de la división “P”, que vio a los dos hombres en Sutton la mañana del asesinato, dice reconocerlo. Aunque estas personas no lo han identificado, estoy seguro de que él es “Johann Cari Franz”, el propietario del libro olvidado y como hay otras personas que vieron a los dos extranjeros en el vecindario, me permito sugerir que el oficial de policía Robinson los haga venir a Londres por si pueden identificar al detenido.» La seguridad en sí mismo de Whicher (o su obsesión) dio sus frutos. El 26 de junio, los testigos de la taberna y de la tienda de cordeles de Reigate coincidieron en que aquel era el más alto y rubio de los dos alemanes que habían visitado el pueblo. Whicher dijo que estaba «completamente seguro» de conseguir una condena.

Envió fotografías de los documentos de identidad a la policía de Sajonia, quienes confirmaron que eran auténticos y añadieron que su propietario tenía antecedentes penales. Whicher también descubrió que dos días después del asesinato el sospechoso le había pedido a su casero que le guardara una camisa azul a cuadros. La camisa correspondía con la descripción de la que llevaba uno de los hombres vistos en Kingswood. Atado a ella había un trozo de cordel igual al utilizado para atar a la víctima del asesinato. Los detectives buscaron al fabricante del cordel, quien confirmó que había fabricado el cordel hallado tanto en la camisa como alrededor de los tobillos de la señora Halliday: «Pertenecen al mismo ovillo, estoy seguro». Otros testigos oculares también aseguraron que habían visto al prisionero en Surrey. Incluso el agente Peck creía que el sospechoso era uno de los hombres que había visto en Sutton. Whicher había encajado una larga cadena de pruebas circunstanciales. El 8 de julio, el prisionero admitió que era Franz y lo llevaron a juicio.

La historia que el alemán contó en su defensa sonaba falsa de principio a fin. En abril, después de desembarcar de un vapor en Hull, dijo, se quedó con otros dos vagabundos alemanes, Wilhelm Gerstenberg y Adolphe Krohn. Gerstenberg, cuyas complexión y tez se parecían a las de Franz, lo estuvo acosando para que le diera algunos de sus documentos de identidad. Franz se negaba. Una noche de mayo, mientras Franz dormía detrás de un almiar, cerca de Leeds, sus dos compañeros le robaron, llevándose no solo los documentos sino su mochila y sus mudas de ropa, que estaba fabricada con la misma tela que lo que llevaba puesto. Eso explicaba el parecido entre su camisa y la que se había visto en Kingswood, mientras que su parecido con Gerstenberg se explicaba porque algunos testigos oculares pensaban que habían visto a Franz en Surrey. El indigente Franz regresó solo a Londres. Cuando llegó a la ciudad se enteró de que un alemán llamado Franz era buscado por asesinato, así que rápidamente se cambió de nombre. En cuanto al cordel que había en su habitación, dijo que lo había encontrado en el suelo frente a un estanco, cerca de sus habitaciones. Así que su defensa era que un vagabundo alemán muy parecido a él le había robado sus documentos y su ropa, que se había cambiado el nombre por miedo a que lo confundieran con un asesino y que por casualidad había recogido un trozo de cordel en una calle de Londres que se parecía exactamente al que había sido encontrado en la escena del crimen.

Todo parecía la invención de un hombre desesperado y culpable, pero durante los días que faltaban para el juicio ocurrieron varios hechos que parecían corroborar la historia de Franz. Un vagabundo de Northamptonshire le entregó a la policía unos documentos que parecían haberse caído de la mochila que según Franz le habían robado, dijo que los había encontrado sobre un montón de paja, cerca de una casucha. Esto sugería que por lo menos algunos de los papeles de Franz se habían perdido, como él aseguraba. Cuando mademoiselle Tietjens fue a ver al prisionero, juró que él no era el hombre de cabello castaño claro que le había pedido ayuda a principios de junio, lo que hizo surgir la posibilidad de que, de hecho, existiera otro hombre alemán de cabello castaño claro que estuviera asociado con el moreno Krohn. También salió a la luz que el proveedor de cordel de cáñamo de Londres, que se vendía en Reigate, y que habían hallado en el cuerpo de Mary Halliday, tenía su sede en Whitechapel, a pocas casas de distancia de donde Franz dijo que había recogido el trozo con el que había atado su camisa.

La investigación se le iba de las manos a Whicher, así que se dispuso a buscar desesperadamente a Krohn, convencido de que su detención resolvería el caso contra Franz. Sentía tanto entusiasmo solo de pensar en hallar al alemán perdido que en más de una ocasión expresó el convencimiento de que casi lo tenía atrapado: «Tengo pocas dudas de que el hombre descrito como Adolphe Krohn es un joven judío de Polonia llamado Marks Cohen», le escribió a Mayne. Se equivocó. Poco después tuvo la «fuerte impresión» de que otro hombre era Krohn, pero de nuevo se equivocó. Whicher nunca lo encontró.

En el juicio por el asesinato de Mary Halliday, el 8 de agosto, el abogado de Franz argumentó, en un apasionado discurso de cuatro horas, que las pruebas circunstanciales del caso debían ser coherentes no solo con la culpabilidad sino ser incoherentes con la inocencia. Se decía que diez de los doce miembros del jurado entraron a deliberar convencidos de que Franz era culpable pero que al salir lo declararon inocente. La embajada de Sajonia pagó su billete de vuelta a casa.

Al día siguiente, The Times, claramente persuadido de que Franz había matado a la señora Halliday, señaló que la prueba circunstancial siempre era (al menos en teoría) coherente con la inocencia. Ese tipo de prueba no demostraba nada: «Es tan solo una hipótesis que reúne algunos hechos, aunque al mismo tiempo es una hipótesis que en ciertos casos, por ley natural, no podemos dejar de dar por cierta».

La investigación de Kingswood se convirtió en una broma desagradable, una burla de las habilidades del detective. Constituía un recordatorio de que el trabajo del detective se basaba tanto en la agudeza como en la buena suerte. «Si yo no era el más ingenioso, de lo que tenía serias dudas, sí que era el más afortunado de los detectives —dice el inspector “F”, el narrador de Experiences of a Real Detective, de Waters—. Solo tenía que abrir la boca y verdaderas barbaridades salían de ella por su propia voluntad.» Parecía que la suerte de Whicher se agotaba. Probablemente tuviera razón sobre la identidad del asesino de Kingswood, pero una vez que Karl Franz fue absuelto, la confianza del detective comenzó a considerarse otra cosa (arrogancia, quizá, delirio u obsesión). Aquel fue el último asesinato que investigó.

En el siglo XIX comenzó a ganar terreno la idea de que la prueba testifical (la confesión o el testimonio ocular) era demasiado subjetiva para confiar en ella. Jeremy Bentham, en su Tratado de las pruebas judiciales (1825), por ejemplo, argumentaba que el testimonio tenía que respaldarse con pruebas materiales. Solo los objetos serían válidos: el botón, el boa, el camisón, el cuchillo. Como dice el inspector «F», de Waters: «Creo que una cadena de pruebas circunstanciales en la que lo material es consistente ... es el testimonio más fiable en el que puede basarse el juicio humano, ya que una circunstancia no puede cometer perjurio o dar falso testimonio». La misma preferencia puede deducirse de la literatura de Edgar Allan Poe: «El autor se sumerge en la literatura científica y analítica en la que las cosas desempeñan un papel más importante que las personas», observaban los escritores franceses Edmond y Jules de Goncourt, en 1856. El silencio de los objetos era incorrompible. Eran mudos testigos de la historia, fragmentos —como los fósiles de Darwin— que podían congelar el pasado.

Aun así, el caso de Kingswood y el de Road Hill mostraron lo resbaladizas que eran las cosas, dejaron claro que los objetos, al igual que los recuerdos, estaban sujetos a la interpretación. Darwin tuvo que descifrar los fósiles. Whicher tuvo que leer sus escenas del crimen. Una cadena de pruebas se construía, no se desenterraba. En The Female Detective, de Forrester, se expresa con sencillez: «El valor del detective recae no tanto en el descubrimiento de los datos, sino en reunirlos y descubrir lo que significan». El cuerpo mutilado de Road Hill quizá era la prueba de la ira o de la personificación de la ira. La ventana abierta podía indicar una ruta de escape o el ingenio del asesino, aún oculto en la casa. Whicher encontró en Kingswood el tipo de pista más definitivo: un trozo de papel con un nombre y una descripción física, pero incluso eso, según se supo, podía apuntar a lo opuesto de lo que parecía: al ladrón de una identidad más que a la identidad en sí.

Un nuevo estado de ánimo se apoderó de Inglaterra. En constraste con la enérgica y animosa década de 1850, la siguiente sería una década de incertidumbres y dudas. La madre de la reina Victoria murió en marzo de 1861 y su esposo, el príncipe Alberto, en diciembre. La reina se puso de luto y el resto de su vida vistió de negro.

A principios de 1860, las emociones que había levantado el asesinato de Road Hill pasaron a la clandestinidad, abandonaron las páginas de los periódicos para reaparecer, disfrazadas e intensificadas, en las literarias. El 6 de julio de 1861, casi exactamente un año después del asesinato, apareció la primera entrega de El secreto de lady Audley, de Mary Elizabeth Braddon, en la revista Robin Godfellow. Esta novela, un increíble best seller cuando se publicó en su totalidad, en 1862, retrataba a una malvada madrastra (una institutriz que se casaba con un caballero); relataba un asesinato brutal y misterioso en una elegante casa de campo con un cuerpo lanzado al fondo de un pozo, sus personajes estaban fascinados con la locura, con el trabajo detectivesco y temían la atención pública. En la historia de Braddon aflora la preocupación y las emociones que el asesinato de Saville había despertado.

Constance Kent se reflejaba en todas las mujeres de la novela: la asesina de cara dulce y posiblemente loca, la lady Audley; la masculina y animada hija de la casa, Alicia Audley; la doncella impasible de la señora, Phoebe Marks («silenciosa y contenida, parecía que se ocultaba a sí misma dentro de sí misma y no se dejaba afectar por el mundo exterior ... es una mujer que puede guardar un secreto»), y la solitaria y apasionada Clara Talboys, hermana del hombre asesinado: «Crecí en un ambiente de represión..., he ahogado y minimizado los sentimientos de mi corazón, hasta que su intensidad se ha vuelto artificial; no se me ha permitido tener amigos ni amantes. Mi madre murió cuando yo era muy joven ... No he tenido a nadie más que a mi hermano».

Jack Whicher emerge en la figura del atormentado detective aficionado, Robert Audley, que realiza una «investigación hacia atrás», un viaje hacia el pasado de su sospechoso. Ahí donde el inspector Bucket, de Casa desolada, es refinado, donde centellea su sabiduría secreta, Robert Audley está atormentado por el miedo de estar loco. ¿Quién es el monomaníaco?, se pregunta, ¿la mujer infantil, sospechosa de locura y asesinato, o por haberse obsesionado con ella es él quien se encuentra en las garras de un delirio obsesivo?

¿Era un mal presagio o una monomanía? ¿Qué sucederá si después de todo estoy equivocado? ¿Y si esta cadena de pruebas que he construido, eslabón a eslabón, está hecha solo de mi locura? ¿Y si este edificio de horror y sospecha es solo una colección de tejidos al croché, las nerviosas fantasías de un soltero hipocondríaco? ... Oh, Dios mío, ¿y si la miseria me ha dominado todo este tiempo?

La cadena de pruebas de Whicher respecto a Road podía ser la prueba de la culpabilidad de su sospechosa o de sus propios delirios, justo como la cadena de pruebas de Kingswood había demostrado. La incertidumbre era una tortura: «¿Es que nunca me acercaré a la verdad? —se pregunta Robert Audley—. ¿Deberán atormentarme toda mi vida las dudas, las desdichadas sospechas, que crecerán dentro de mí hasta transformarme en un monomaníaco?». Aun cuando lograse resolver el misterio solo lograría magnificar el horror: «¿Por qué querría desenredar la madeja y encajar las piezas de tan terrible puzle, reunir los fragmentos, dispersos que juntos completarán la horrible imagen?».

El secreto de lady Audley fue una de las primeras y mejores novelas «sensacionalistas» o de «intriga», que dominaron la escena literaria en los años sesenta, relatos laberínticos de miseria doméstica, engaños, locuras e intrigas. Lidiaban con aquello que Henry James llamó «los más misteriosos de los misterios, los que se encuentran en nuestra propia puerta ... los terrores del alegre campo o de los concurridos alojamientos de Londres». Sus secretos eran exóticos, pero sus escenarios inmediatos (tenían lugar en Inglaterra, un país de telegramas, trenes y policías). Los personajes de estas novelas estaban a merced de sus sentimientos, que eran expulsados, sin mediación alguna, por medio de su piel: la emoción los empujaba a palidecer, ruborizarse, ensombrecerse, temblar y sobresaltarse; sus miradas los llevaban a arder, centellear y extenuarse. Se llegó a temer que los libros actuaran sobre sus lectores de la misma manera.

En 1863, el filósofo Henry Mansel describió estas novelas como «indicadores de una corrupción generalizada, de la que son en parte la causa y en parte el efecto: fueron llamadas a existir para satisfacer los antojos de un apetito morboso y ellas mismas contribuyen a propagar la enfermedad, a estimular el deseo que satisfacen». Mansel lo expresó con una contundencia nada habitual, pero sus puntos de vista estaban generalizados. Muchos temían que las novelas sensacionalistas fueran una especie de «virus» que podía crear la corrupción que describía, formando un círculo de emoción (sexual y violento) que atravesara todos los estratos de la sociedad. Estos libros, los primeros thrillers psicológicos, eran vistos como responsables de la decadencia social, incluso por la manera en que eran consumidos: eran leídos en la trascocina y en el salón, por criadas y señoras por igual. Aludían a crímenes reales, como el asesinato de Road Hill, para darles un toque de autenticidad. «Hay algo insoportablemente desagradable en este apetito voraz por la carroña —escribió Mansel—, este instinto parecido al de los buitres que puede oler la más reciente masa de descomposición social y se apresta a devorar tan repugnante exquisitez antes de que su olor se haya evaporado.» Las novelas sensacionalistas apelaban a las emociones primarias de sus lectores, a sus apetitos animales; amenazaban las creencias religiosas y el orden social de la misma manera que el darwinismo. Mansel observó que la típica ilustración de la cubierta de una de estas novelas retrataba a «una joven pálida con un vestido blanco y una daga en la mano», la escena que Whicher había conjurado en Road.

El libro de Joseph Stapleton sobre el asesinato, The Great Crime, de 1860, fue publicado en mayo de 1861, con el apoyo de Rowland Rodway. Stapleton estaba muy bien informado: conocía a los sospechosos del caso y había estado atento a los rumores que corrían por la región. Henry Clark, el ayudante de los magistrados, lo proveyó de información sobre las investigaciones de los funcionarios y de la policía y Samuel Kent le contó la historia de la familia. Stapleton apuntaba casi sin duda hacia la culpabilidad de Constance. Aun así, el tono de su libro resultaba muchas veces extraño y alocado (las oscuras sugerencias que lanzaba no solo versaban sobre la identidad del asesino sino sobre la decadencia y el hundimiento de la sociedad inglesa en su conjunto, una catástrofe racial).

En una prosa tan encendida como la propia de las novelas sensacionalistas, Stapleton urgía a sus lectores a «pensar en los corazones humanos que palpitan» en los hogares de la nueva burguesía, «en las pasiones humanas que se revelan ahí ... en las injusticias familiares, en los conflictos familiares, en las desgracias familiares, cubiertas tan solo por una miserable capa de refinamiento; destellando aquí y allá, de forma intermitente, con una repentina, devoradora e inextinguible llama». Compara estas familias con volcanes: «Se sabe que en muchas familias inglesas las diversiones de la vida social solo revisten de gracia una corteza escabrosa y hueca. La tempestad ... cobra fuerza en aquellos recodos profundos en que el cráter está encendido por el fuego y ... estalla con toda su furia, lanzando a padres, niños y sirvientes a una inevitable, común y promiscua destrucción».

El público fue corrompido por el asesinato de Road Hill, sugería Stapleton. «En tanto el misterio asociado al crimen se ha agravado y prolongado, la sospecha se ha convertido en una pasión.» Daba una versión chillona de los espectadores que asistieron a la investigación de Saville, comparándolos con las mujeres en una corrida de toros española. «Las mujeres se agolpaban en la sala para escuchar cómo se había desgarrado un cuello —escribió— y sostenían a los niños en sus brazos para que vieran la reliquia ensangrentada.» Era como si el ángel doméstico de las fantasías victorianas se transformara por un momento en un demonio necrófago sediento de sangre. «Sus solidaridad con el sufrimiento queda suspendida hasta que ha saciado sus instintos y, cuando la curiosidad y el amor a lo horrible han quedado satisfechos, la mujer inglesa se recobra de su eclipse y vuelve con nosotros, donde otra vez luce el brillo de sus mejores atributos.» Desde el punto de vista de Stapleton, los observadores de una investigación de asesinato se transformaban a sí mismos, mataban brevemente ante la visión de la violencia. Aunque estaba más que dispuesto a asignar todo el apetito por la sangre a las mujeres de clase trabajadora del pueblo y a compararlas, en buena medida, con extranjeros, la avariciosa curiosidad sobre el caso se extendió a todas las clases sociales inglesas y a ambos sexos. El mismo mostraba avidez por el tema del asesinato, como dejaba claro su libro.

Stapleton sugería que el asesinato era la prueba de la existencia de «una decadencia nacional»: «Una imputable degradación de la raza se ha vuelto entre nosotros un reproche nacional —escribió— solo porque reconocemos en él las consecuencias naturales y la expresión de una larga serie de placeres degradantes, de humillantes ocupaciones y pecados que corrompen». Suscribía aquí la teoría de la degeneración racial: si los seres humanos podían evolucionar, como argüía Darwin, con toda seguridad podían también involucionar. El decadente pasado de una familia podía afectar a sus hijos, arrastrando a la raza hacia atrás. Mansel también citaba el asesinato de Road Hill como prueba de degeneración, junto con la propagación del alcoholismo, el consumismo, la histeria, la contaminación, la prostitución y el adulterio. Stapleton, aun mostrándose impaciente por absolver a Samuel del asesinato, señalaba implícitamente que las pretensiones y corruptelas de su antiguo colega habían destrozado a su familia. La, dipsomanía podía marcar a los vástagos de un hombre, decía el doctor, lo mismo que otros tipos de excesos, como la avaricia o el exagerado deseo sexual.

El misterio sin resolver de Road reflejaba la idea que los novelistas sensacionalistas tenían de Gran Bretaña. El caso no transmitía ningún mensaje, solo una sacudida, como la electricidad. Su influencia era evidente en The Trial (1863), de Charlotte Yonge, que trataba de una adolescente de la burguesía que era acusada de asesinato, y el anónimo Such Things Are (1862), sobre elegantes jovencitas cuyos historiales criminales eran aterradoras: «Hubo un tiempo ... en que se buscaba a las mujeres inglesas, tanto en casa como en el extranjero, porque representaban todo lo que era inocente y puro, pero las cosas han cambiado». Los ecos podían discernirse en los libros que describían a un crudo agente de policía profanando una refinada escena doméstica. El Grimstone, de Scotland Yard, por ejemplo, con su «grasienta libreta de notas» y su «lápiz gastado», en Aurora Floyd (1863), de Elizabeth Braddon.

La novelista Margaret Oliphant inculpó de todo a los detectives. La literatura sensacionalista, dijo, era «una institucionalización de la manera de razonar a la que acostumbra la nueva policía». El «detective literario —escribió en 1862— no es un collaborateur al que recibimos con gusto en la república de las letras. Su aparición no es favorable ni para el gusto ni para la moral». Un año después se quejaba del «detectivismo», del «aspecto de juzgado que tiene la literatura moderna».

Desde el asesinato de Road Hill, los detectives quedaron, en palabras de Robert Audley, «manchados con viles asociaciones y su compañía no era adecuada para caballeros honestos». A Audley le disgustaba el personaje del detective, que él mismo había adoptado: «Su generosa naturaleza le provocaba asco por el oficio hacia el que se había visto arrastrado (el oficio del espía, del recolector de hechos condenatorios que, después, sobre el repugnante sendero, llevaban a horribles deducciones), el torcido camino de la sospecha y la vigilancia».

En la febril figura de Robert Audley, obligado a buscar lo que él mismo temía, se fusionaron el «sensacionalismo» y el «detectivismo». El detective podía verse como un adicto al sensacionalismo, hambriento del estremecimiento y la emoción del crimen. James McLevy, el detective de Edimburgo, cuyos dos volúmenes de memorias fueron best sellers en 1861, confesó la perturbadora emoción que le provocaba su trabajo. Retrató su deseo de recuperar propiedades robadas como una necesidad animal, como el deseo que el ladrón tiene de robar: «Apenas es posible imaginar las sensaciones que experimenta un detective cuando saca de una bolsa el objeto que ha estado buscando. Ni siquiera el ladrón, cuando sus dedos son todo movimiento al aferrar rápidamente el collar de diamantes, siente un mayor placer que nosotros cuando recogemos ese reloj de los mismos dedos que ahora se cierran nerviosos». McLevy dijo que sentía atracción por el peligro, el misterio, los «lugares en los que se cometieron actos secretos». La ansiedad que sentía por hacerse con un hombre «en busca y captura» era física: «Cada mirada ... parecía enviar de vuelta cierta energía que bajaba por mi brazo, impartiendo una especie de anhelo a los dedos, que buscaban atraparlo». Con una amargura peculiar, McLevy comparaba detener a un malvado con conquistar a una mujer: «qué bien lo agarré ... no hubiera cambiado eso por rozar la mano de mi novia, con ponerle el anillo en el dedo ... tal era mi debilidad que cuando vi a Thomson luchar infructuosamente con el oficial que lo tenía bien enganchado, ese maleante que era uno de los que con más frecuencia me habían arrancado suspiros secretos y a quien ya había visto en público ... ardía totalmente por abrazar al intrépido líder de la pandilla». McLevy se retrataba a sí mismo como un hombre solitario cuyas energías y emociones estaban desviadas y deformadas por la emoción que sentía por los casos en que trabajaba y los ladrones que anhelaba detener. Como Jack Whicher, y la mayoría de los detectives de aquel entonces, era soltero: su soledad era el precio de su excelencia.

La prensa redobló sus ataques contra Whicher y sus colegas. «En general, el detective moderno está equivocado —declaró el Dublin Review—, el caso de Road Hill ha sacudido con toda justicia» la confianza pública en su «sagacidad y anticipación... en este país, el estamento de los detectives es mezquino y malo». La palabra «despistado» fue documentada por primera vez en 1862. La revista Reynolds comparaba la policía metropolitana con un «gigante cobarde y torpe que ... siembra toda la mezquindad y la maldad de su propia naturaleza en cada criatura débil e indefensa que se traviesa por su camino». Se oían ahí ecos de la «mezquindad» que Whicher mostró al arrestar a la indefensa Constance Kent. Una parodia de la revista Punch, de 1863, hacía referencia al «inspector Watcher» de la «Policía Defectuosa».10 En la Saturday Review, James Fitzjames Stephen atacó la caracterización romántica de los policías en la literatura («este culto al detective»), argumentando que en la realidad eran ineptos para resolver los crímenes de la burguesía.

En el verano de 1863, Samuel y William Kent visitaron en Dinan a Constance, quien el 10 de agosto regresó a Inglaterra para ingresar como interna de pago en el St. Mary’s Home de Brighton. Dicho centro de enseñanza, fundado por el reverendo Arthur Douglas Wagner en 1855, era lo más cercano a un convento que la Iglesia de Inglaterra podía ofrecer. Un grupo de monjas novicias, lideradas por una hermana superiora, regentaban un hospital de maternidad para madres solteras, con la ayuda de unas treinta penitentes. Wagner era discípulo de Edmund Pusey, líder del movimiento tractariano o de Oxford que, en el siglo XIX, abogaba por recuperar las vestiduras, el incienso, las velas y la confesión sacramental en la Iglesia anglicana. Al unirse a la comunidad que Wagner había fundado en St. Mary, Constance sustituía a su familia natural por una familia religiosa, liberándose así de las ataduras de la sangre. Como había adoptado la forma francesa de escribir su segundo nombre, fue conocida como Emilie Kent.

En Londres, la vida de Jack Whicher estaba vacía. Apenas aparecía nada del antiguo «príncipe de los detectives» en los periódicos. Su amigo el inspector de policía Stephen Thornton murió fulminado por una apoplejía en su casa de Lambeth, en septiembre de 1861, a los cincuenta y ocho años, dejando así el camino libre para que Dolly Williamson fuera ascendido a inspector en octubre y se hiciera cargo del departamento.

Después de Kingswood, Whicher solo aparece en los archivos de la policía metropolitana en los casos importantes. En septiembre de 1862, él y su colega, el subjefe de policía Walker, fueron enviados a Varsovia, a petición de las autoridades rusas de esa ciudad, para que les aconsejaran cómo organizar un departamento de detectives. A los rusos les preocupaban los insurgentes nacionalistas polacos, que habían intentado asesinar a la familia del zar. «Todo parece estar en calma —informaron los oficiales ingleses desde el hotel Europa, el 8 de septiembre— y no se han producido nuevos intentos de asesinato, aunque ... el gobierno parece estar aterrado. Nuestra misión aquí se mantiene en secreto ... ya que nuestra seguridad personal puede peligrar si se hacen una idea equivocada del objeto de nuestra visita.» Después, los rusos hablaron muy bien de sus invitados: «Los dos policías... han satisfecho las expectativas de su alteza con la justicia y sagacidad de sus comentarios», pero no tomaron en cuenta sus consejos. En marzo de 1863, cuando los soldados rusos disparaban a los insurgentes en Varsovia, en la Cámara de los Comunes hubo un turno de preguntas acerca de la ética de la misión secreta de los detectives.

El 18 de marzo de 1864, Jack Whicher dejó la policía metropolitana, a los cuarenta y nueve años, con una pensión anual de ciento treinta y tres libras, seis chelines y ocho peniques. Regresó a su alojamiento de Holywell Street, en Pimlico. En los documentos de su jubilación apuntaba que su estado civil era soltero y que su pariente más cercano era William Wort, un propietario de carruajes de Wiltshire que se había casado con una de las sobrinas del detective, Mary Ann, en 1860. Los documentos de la jubilación consignaban como la razón del retiro anticipado de Whicher «congestión cerebral». Este diagnóstico solía asignarse a todo tipo de estados, como la epilepsia, la ansiedad o la demencia vascular. Un ensayo de 1866 describía los síntomas —jaquecas palpitantes, rostro ruborizado e hinchado y ojos enrojecidos— y argumentaba que su causa era una «tensión mental prolongada». Era como si los pensamientos de Whicher hubieran trabajado obsesivamente en el acertijo del asesinato de Road Hill y su mente se hubiera «sobrecalentado», como la de Robert Audley. Quizá la congestión del cerebro sobrevenía cuando el instinto del detective no tenía respuesta, cuando el ansia por resolver no quedaba satisfecha, cuando la verdad no se podía desentrañar basándose en las apariencias.

«Nada en este mundo queda oculto para siempre —escribió Wilkie Collins en Sin nombre (1862)—. La arena se vuelve una traidora y traiciona la huella que ha quedado en ella, el agua devuelve a la orilla delatora el cuerpo que se ha ahogado ... El odio rompe su prisión del secreto en los pensamientos y sale por las puertas de los ojos ... A dondequiera que miremos, la inevitable ley de la revelación es una de las leyes de la naturaleza: la preservación eterna de un secreto es un milagro que el mundo nunca ha conocido.»