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Mejor que esté loca

Abril-junio de 1865

El 25 de abril de 1865, Constance Kent, ya una mujer de veintiún años, tomó el tren de Brighton a la estación de Victoria bajo un sol implacable y luego un coche de alquiler al juzgado de primera instancia de Bow Street, en Covent Garden. Iba acompañada por el reverendo Wagner, con indumentaria de vicario, y Katharine Gream, la madre superiora de St. Mary con traje de ceremonia (capa larga negra con un gran volante blanco). Constance llevaba un velo suelto y lucía «pálida y abatida —narraba el Daily Telegraph—, pero perfectamente serena». En cuanto llegó al juzgado, poco antes de las cuatro, informó a los funcionarios de que acudía a confesar un asesinato.

La sede de Bow Street, la primera y más famosa de los juzgados de primera instancia de Londres, ocupaba dos casas adosadas de fachada de estuco en el dudoso barrio que rodeaba la Royal Opera House y el mercado de Covent Garden. Un policía hacía guardia en el exterior, debajo de una farola de gas y una talla de las armas reales. Constance y sus acompañantes fueron conducidos a un estrecho pasillo que daba a un juzgado de una sola planta, en la parte trasera del edificio. La sala estaba entrecruzada por rejas metálicas y estrados de madera; el sol brillaba a través de un tragaluz del techo; un reloj y varios cuadros colgaban de las desteñidas paredes. Sir Thomas Henry, de cincuenta y seis años, el juez de Bow Street, estaba sentado en el estrado. Constance le entregó la carta que había llevado consigo y tomó asiento. En la sala, en un día de abril tan cálido que parecía pleno verano, se respiraba un ambiente bochornoso y parecía que no corría el aire.

Henry leyó la carta, que estaba escrita en papel suave y con caligrafía segura y retórica florida:

Yo, Constance Emilie Kent, sola y sin ayuda alguna, la noche del 29 de junio de 1860 asesiné en la casa de Road Hill, en Wiltshire, a Francis Saville Kent. Antes de cometer el acto, nadie conocía mi intención, ni más tarde mi culpa. Nadie me ayudó en la comisión del crimen ni en la evasiva del descubrimiento.

El juez miró a Constance.

—¿Debo entender, señorita Kent —preguntó el juez—, que usted se entrega en un acto libre y por propia voluntad declarándose culpable de este crimen?

—Sí, señor —respondió Constance, «firmemente aunque con tristeza», informó The Times.

—Todo lo que diga aquí será transcrito y podrá ser usado en su contra, ¿lo entiende?

—Sí, señor.

—¿Este papel, que ahora tengo en mis manos, está escrito por su propia mano y por su propia voluntad?

—Así es, señor.

—Entonces dejemos que la acusación registre sus propias palabras. —El secretario del juez apuntó el cargo de asesinato en un impreso azul y solo le preguntó a Constance si deletreaba su segundo nombre como «Emily» o «Emilie».

—No me importa —contestó—. A veces lo escribo con «y», otras con «ie».

—Observo que en este papel, que usted asegura haber escrito con su propia mano, aparece «Emilie».

—Sí, señor.

Henry le preguntó a Constance si firmaría su confesión.

—Debo recordarle —añadió— que este crimen es el más grave que puede cometerse y que su declaración será usada en su contra en el juicio. He copiado las palabras en esta hoja de acusación, pero no espero que la firme a menos que ese sea su deseo.

—Lo haré si es necesario —dijo Constance.

—No es absolutamente necesario —le dijo Henry—. No hay motivo para que firme la acusación a menos que así lo desee. Adjuntaré su declaración a los testimonios, y nuevamente le preguntaré si usted la escribió movida por su propia voluntad y sin sentirse forzada por nadie a entregarse.

—Sí.

Henry trasladó su atención al reverendo Wagner y le pidió que se identificase. Wagner era un personaje bastante conocido; educado en Eton y Oxford, había usado su herencia para construir cinco iglesias en Brighton, para las que encargó adornar las ventanas y el altar con obras de artistas como Edward Burne-Jones, Augustus Pugin y William Morris. Hizo del pueblo de la costa un centro del movimiento anglocatólico. Algunos lo consideraban un papista y un peligro para la Iglesia de Inglaterra.

—Soy miembro del clero, el coadjutor perpetuo de la iglesia de St. Paul en Brighton —respondió Wagner. El vicario tenía una cara agradable, carnosa, que enmarcaba dos ojillos inquisitivos—. Conozco a Constance Kent desde hace dos años, desde el verano de 1863.

—En agosto —interrumpió Constance.

—¿Cerca de veintiún meses? —preguntó Henry.

—Sí —dijo Wagner—. Creo recordar que una familia inglesa me escribió pidiéndome su admisión en St. Mary... debido a que no tenía hogar o porque resultaba conflictiva. La «casa» o, mejor dicho, el «hospital», como se llama ahora, es una casa para religiosas y está adscrito a la iglesia de St. Mary. Aunque vino como visitante, ha residido con nosotros hasta el día de hoy.

—Ahora, señor Wagner —dijo Henry—, es mi deber preguntarle si ha inducido a la prisionera de alguna manera a hacer esta confesión.

—No he hecho nada por mi parte. Por lo que sé, la confesión de Constance es un acto completamente voluntario. Hace ya casi dos semanas, creo recordar, que la situación llegó a mi conocimiento. La propuesta de ser llevada ante un juez de Londres fue totalmente suya. Ella misma propuso venir a Londres con tal propósito. La naturaleza de la confesión que me hizo fue la misma, en sustancia, que presentó como declaración escrita por su mano y que se ha copiado en la hoja de acusación.

Wagner añadió que cuando hablaba de la confesión de Constance se refería nada más a su declaración pública, no a nada que ella le hubiera dicho en privado.

—No hablaré de eso ahora —respondió Henry—. Eso será tratado en el juicio, quizá en extenso.

El juez se volvió de nuevo hacia Constance, visiblemente intranquilo por el papel que desempeñaba el sacerdote en su entrega.

—Espero que entienda que todo lo que usted diga debe constituir su propia y libre declaración y que ningún incentivo que se le haya ofrecido habrá de influir en su parecer.

—Ningún incentivo lo ha hecho jamás, señor.

—Insisto en que usted debería considerarlo más seriamente.

Wagner intervino:

—Quisiera decir que muchos suelen confesarse conmigo como un ejercicio religioso, pero nunca induje a Constance a hacer una confesión pública.

—Sí —dijo Henry, con cierta dureza—, sabía que terminaría mencionándolo. ¿En un principio la indujo a confesarse con usted?

—No, señor. No la busqué ni le pedí de ninguna manera la confesión. Ella misma quiso hacerlo.

—Si usted cree que la confesión ha sido inducida por algo que ella le haya dicho o que usted le haya dicho a ella, debería decirlo.

—Ni siquiera se lo recomendé —insistió Wagner—. Me he comportado con pasividad, consideré que lo que ella hacía estaba bien y no la disuadí.

—Pero ¿puede usted asegurar que no la persuadió?

—Eso digo.

Henry levantó la carta de confesión de Constance.

—Este es el papel que quiere firmar como su declaración, ¿no es verdad? —preguntó—. Todavía no es demasiado tarde... No está obligada a hacer ninguna declaración a menos que así lo desee.

El juez le preguntó si la letra con la que estaba escrito el documento era la suya.

—Sí —respondió.

Henry preguntó a Wagner si conocía la letra de la señorita Kent, él respondió que no, que nunca había visto su caligrafía.

El ayudante leyó a Constance su confesión y ella confirmó su exactitud. Al firmarla usó la ortografía original de su segundo nombre: Emily. Cuando Henry le explicó que sería llevada a juicio, suspiró como si se sintiera aliviada y regresó a su silla.

En el transcurso de aquel interrogatorio habían entrado en la sala el subjefe de policía Durkin y el inspector Williamson, enviados por Scotland Yard.

—El delito se perpetró en Wiltshire —observó Henry—, así que el juicio debe tener lugar allí, de manera que será necesario enviarla a que la interroguen los magistrados de ese condado. El inspector. Williamson estuvo presente en la primera investigación y sabe cómo se realizó y quiénes fueron los magistrados.

—Sí, señor Thomas —dijo Dolly Williamson—. Lo sé.

—¿Y las residencias de los jueces?

—Uno de ellos reside en Trowbridge.

—Un juez de paz puede ver el caso en primera instancia —dijo Henry y preguntó dónde estaba el inspector de policía Whicher; Williamson le respondió que se había jubilado.

Williamson llevó a Constance Kent y a la señorita Gream a la estación de Paddington, donde (junto con el oficial de policía Robinson, que había trabajado en el caso de Kingswood) cogieron el tren de las ocho y diez de la tarde a Chippenham. Durante el trayecto Constance permaneció en silencio, incluso cuando el oficial intentó animarla con preguntas amistosas. Era la primera vez que regresaba a Wiltshire desde 1861. Ella parecía estar, dijo Williamson, «en un estado de profundo abatimiento». El grupo llegó a Chippenham un poco antes de la medianoche y luego alquilaron una berlina (un carruaje cerrado, de cuatro ruedas) a Trowbridge, que quedaba a veinticuatro kilómetros. Williamson intentó de nuevo hablar con Constance, preguntándole si sabía a qué distancia estaban del pueblo, pero ella guardó silencio. El conductor del carruaje se equivocó de camino y llegaron a Trowbridge a la dos de la madrugada. En la comisaría de policía, la señora Harris, esposa del nuevo subjefe de policía (John Foley había muerto en septiembre pasado, a los sesenta y nueve años), se encargó de vigilar a Constance.

La prensa recibió la confesión de Constance con asombro. Varios diarios se resistieron a aceptar la validez de su declaración. Después de todo, algunos perturbados eran quienes cometían semejantes crímenes; otros, como el atribulado albañil que reclamó haber asesinado a Saville Kent, dijo haberlo hecho con la esperanza de que su confesión pudiese aliviar un enfermizo, extraviado, sentido de culpa y miseria. Tal vez Constance era «una loca en vez de una culpable», sugirió el Daily Telegraph (los cinco años anteriores de «lenta agonía» la habrían privado de los sentidos, incitándola a la falsa confesión). «Es mil veces mejor que se pruebe que es una maníaca que una asesina.» Aunque la lucidez y «el terrible coraje» de sus palabras, admitía el periódico, no parecen indicar locura». El Morning Star sugirió que Constance había asesinado a su hermanastro a causa de un «cariño apasionado» por William. La amistad casi romántica entre hermanos resultaba familiar para la sociedad victoriana (en la cerrada y vigilada familia burguesa, un hermano podría ser el único conocido del sexo opuesto de un jovencito o jovencita). El London Standard pensaba que había gato encerrado en la declaración de Constance, supuestamente redactada por ella misma: «Tiene la firma de un abogado». El London Review, insinuando que se escondían siniestras fuerzas papistas, encontraba «en el lenguaje del documento, reflejos palpables de una mano extranjera y de una influencia extraña».

The Times, en cambio, tomó al pie de la letra a Constance y ofreció una explicación del crimen que asignaba sentimientos de odio violento a la mitad de la población inglesa. «En el período de la vida que va de los doce o catorce años a los dieciocho o veinte, la corriente natural de afectos se encuentra en su etapa más baja, dejando al cuerpo y al intelecto sin trabas ni prejuicios en su desarrollo y dejando al corazón abierto a intensas pasiones y a tendencias irresistibles que se apoderan de uno... es triste decirlo, pero en especial es el sexo débil el que pasa por un período de casi absoluta insensibilidad.» Las chicas eran «más duras y egoístas que los chicos» (se preparaban para la pasión sexual que terminaría vaciando sus corazones de cualquier ternura). Y cuando resultaba que una chica también tenía una «peculiar, inquietante, imaginativa e inventiva tendencia ... el sueño parece crecer y se convierte en una vida interior, sin que la sensibilidad social ni ninguna ocupación exterior la frenen hasta que una simple idea, igualmente inútil y perversa, llena el alma». El periódico (desafiando la concepción de la burguesía victoriana que veía a la mujer como «ángel del hogar») sugería que la mayoría de las adolescentes se entregaban a deseos asesinos: «Se dice que Constance Kent solo hizo lo que miles de chicas de su edad desean que hagan otras personas, no ellas».

Algunos diarios afirmaban que Constance ya había escrito a su padre en Gales, para ahorrarle el trauma de conocer su confesión por la prensa, pero una anécdota de la que daba cuenta el Somerset and Wilts Journal lo contradecía. Un conocido de Samuel Kent notó que estaba animado cuando visitó el pueblo galés de Oswestry, cerca de su hogar de Llangollen, el miércoles por la mañana. Cerca de las dos de la tarde, vieron a Kent comprando un periódico en la estación de tren. Mientras leía el diario (que incluía la confesión de su hija en Bow Street), se quedó «un buen rato paralizado» antes de apresurarse a buscar un hotel en la calle principal, desde donde pidió un carruaje e inmediatamente salió hacia su casa. Esa tarde faltó a una cita que tenía en Oswestry.

Williamson, a quien se le había asignado el caso en exclusiva, reunió a varios magistrados en el juzgado de Trowbridge a las once de la mañana del miércoles. El presidente, como la vez anterior, era Henry Ludlow. El ayudante de los magistrados, Henry Clark, también estaba presente, así como el capitán Meredith, jefe de la policía de Wiltshire, el jefe de policía Harris, Joseph Stapleton y los dos abogados que habían sido contratados por Samuel Kent en 1860 (Rowland Rodway y William Dunn). La reunión se retrasó por la ausencia de un testigo clave: el reverendo Wagner. Cientos de personas que no habían conseguido entrar esperaban fuera bajo el sol.

Wagner llegó a la estación de tren de Trowbridge a las doce, acompañado por el oficial de policía Thomas y fue directamente al tribunal. La sala estaba atestada. Se sentó, entrecerrando los ojos; sus manos regordetas descansaban sobre el paraguas y la barbilla sobre las manos.

Constance entró en la sala «con calma y firmeza», informó el Daily Telegraph. Era una chica corpulenta, de peso normal, según el periodista de ese diario, y parecía gozar de una «salud robusta... sus mejillas tenían un aspecto rubicundo, el cual de ninguna manera provocó en los espectadores la idea de que había sido presa de la mala conciencia. Durante los primeros minutos se la veía como cualquier mujer ante una situación desagradable». La señorita Gream, que tomó asiento junto a ella, estaba paralizada por los nervios.

El ayudante comenzó leyendo en voz alta la declaración de Wagner y luego Ludlow, el presidente, preguntó a Wagner: «¿Es eso verdad?». «Sí», respondió él. Ludlow se volvió hacia Constance: «¿Tiene alguna pregunta que hacer a este testigo?». «No, señor. No la tengo.» El magistrado se volvió hacia Wagner: «Puede retirarse».

Williamson subió al estrado y el ayudante leyó en voz alta su declaración. Conforme se leía la confesión en la sala, Constance fue perdiendo la compostura. Se echó a llorar con la palabra «asesinado» y casi cayó de rodillas, apoyándose en la señorita Gream y sollozando amargamente. La madre superiora lloraba con ella. A pesar de que una mujer sentada junto a Constance le ofreció una vinagreta (una caja de sales aromáticas) y otra un vaso de agua, la joven esta demasiado agitada para aceptar nada. Cuando el inspector bajó, Ludlow le dijo a Constance que estaría detenida en prisión preventiva una semana. La trasladaron a la cárcel de Devizes ese mismo día.

Williamson envió una carta a sir Richard Mayne, pidiéndole que un detective localizara a Elizabeth Gough, y al día siguiente mandó un telegrama directo a Dick Tanner, donde le rogaba que averiguara el paradero de la niñera. El inspector de policía Tanner (que había entrevistado para Whicher a Gollop, la antigua sirvienta de los Kent, en 1860) era una figura conocida al resolver el caso del ferrocarril del norte de Londres en 1864, el primer asesinato cometido en un tren (había localizado al asesino, Franz Muller, gracias a un sombrero que encontró en el vagón, y lo había perseguido hasta Nueva York en buque de vapor). Pese a que la prensa había afirmado que Gough se había casado con un granjero y criador de ovejas australiano, Tanner descubrió que se hallaba en la casa de su familia en Isleworth, a diecinueve kilómetros de Londres. Mayne invitó a Jack Whicher, que seguía viviendo en Pimlico, a que fuera con Tanner para interrogar a la mujer que con fiereza había defendido en 1860. Descubrieron que apenas se ganaba la vida como costurera y que ocasionalmente la empleaban para bordar por semanas en las casas de los caballeros.

Williamson, entretanto, hizo averiguaciones en Road y en Frome, donde entrevistó a William Dunn y a Joshua Parsons (el médico se había mudado de Beckington en 1862 y llevaba un atareado consultorio general). El inspector regresó a Londres el sábado y el domingo visitó personalmente a Gough, acompañado por Whicher.

El ex detective y su antaño protegido trabajaron juntos esa semana. Después el joven pidió que reembolsaran cinco libras, siete chelines y seis peniques a su antiguo jefe por el «viaje y otros gastos». Había pasado casi un año desde que Whicher se retirara del departamento, humillado y repudiado. Algunos periódicos se refirieron a cómo había sido injustamente calumniado. The Times publicó una carta de lord Folkestone: «Permítanme declarar, en honor del detective Whicher ... que las últimas palabras que dijo a un amigo mío entonces fueron: “Recuerde mis palabras, señor, nada se sabrá del asesinato hasta que la señorita Constance Kent confiese”». El Somerset and Wilts Journal recordaba a sus lectores «la despiadada y casi universal ... censura» de la que este «hábil y experimentado» policía había sido objeto. Pero la confesión de Constance no suponía el triunfo del detective: tal y como rezaban las palabras sobre la tumba de Saville, Dios había triunfado donde el hombre (y la ciencia y la profesión de detective) había fracasado.

El lunes 1 de mayo, Samuel Kent visitó a su hija en la prisión de Devizes acompañado por Rowland Rodway. Constance se afanaba con un texto en el escritorio y se puso en pie para saludar a Rodway, pero en cuanto vio a su padre perdió el control y se echó a llorar, retrocedió y se tambaleó hacia atrás, hasta su cama. Samuel la abrazó. Cuando los hombres se iban, Constan— ce le dijo a su padre que «la decisión que había tomado era por respeto a él y a Dios».

The Standard informó de que Samuel estaba «completamente aturdido» por el encuentro con su hija: «hablaba y andaba mecánicamente». Samuel visitó a Constance todos los días de esa semana y acordó con el personal del hotel Bear, de Devizes, que le llevaran la cena. Para pasar el tiempo en la cárcel, leía, escribía y bordaba.

Constance regresó el jueves al juzgado de Trowbridge. El magistrado en jefe, como en 1860, era Henry Ludlow. A las once de la mañana, unos treinta periodistas se precipitaron en el estrecho pasillo de la sala y se disputaron los asientos. El rudimentario banco erigido para la prensa en las primeras sesiones por el asesinato de Road seguía en su sitio, pero no era lo bastante amplio para todos; algunos ocuparon los asientos reservados para los abogados, lo que dio lugar a airadas reprimendas de los policías que trataban de mantener el orden. Tan solo unos pocos de tan enorme multitud que esperaba fuera pudieron entrar y presenciar el proceso de pie.

Aunque al principio Constance parecía calmada, una vez que hubo ocupado su sitio en el banquillo de los acusados, «su pecho palpitante denotaba el furioso tumulto de su interior», afirmaba el Somerset and Wilts Journal. Los testigos iban y venían, como lo habían hecho hacía cinco años, repitiendo lo poco que sabían: Gough, Benger, Parsons, Cox (ahora Sarah Rogers, pues se había casado con un granjero de Steeple Ashton, un pueblo de Wiltshire), la señora Holley, su hija Martha (ahora Martha Nutt, ya que había contraído matrimonio con uno de los Nutt de Road Hill), el sargento de policía James Watts. Para algunos, las imágenes del asesinato seguían presentes (Benger recordaba que al alzar el cuerpo de Saville del retrete vio que «había sangre en los pliegues de su pequeño camisón». Parsons dijo, modificando ligeramente su conclusión de 1860, que había considerado la incisión en el cuello de Saville como causa de la muerte, pero que quizá antes de infligirla lo habían asfixiado ligeramente. Repitió que era imposible que una navaja de afeitar hubiera hecho la herida del pecho, ya que «solo podría haber sido producida por un cuchillo largo, fuerte y puntiagudo... había una muesca en un lado de la piel, así que el cuchillo fue en una dirección distinta a aquella en la que entró». Dijo que cuando examinó el camisón de la cama de Constance, el 30 de junio de 1860, notó que los puños aún estaban tiesos por el almidón.

Después de que todos los testigos pasaran al estrado, le preguntaron a Constance si tenía alguna pregunta. «No», suspiró. Mantuvo el rostro velado y los ojos abatidos durante los interrogatorios, alzando la cabeza solo para echar un vistazo a cada nuevo testigo o para asentir a una respuesta del presidente.

Whicher subió al estrado. Mientras prestaba su declaración, presentaba sus reliquias: los dos camisones que había confiscado de la habitación de Constance hacía cinco años, la lista manuscrita de la ropa blanca de Constance y la orden judicial emitida para su arresto (debía estar esperando este día). «Tendrías que haber sido un detective de la policía», dijo lady Audley a Robert Audley, su perseguidor. Él le respondió: «A veces pienso que habría sido bueno». «¿Por qué?» «Porque soy paciente.» La narración de Whicher sobre su investigación en Road Hill en 1860 repetía, casi palabra por palabra, lo que entonces había contado a los magistrados. Era como si la historia se hubiera convertido en un conjuro. No expresó ninguna emoción ante el giro que habían dado los acontecimientos (ni rencor, ni triunfo, ni alivio). Ludlow le dio la oportunidad de aclarar que la policía local le había ocultado el descubrimiento de la enagua ensangrentada en el tiro de la caldera.

—¿Alguna vez tuvo noticia de que se había encontrado una prenda ensangrentada? —preguntó el magistrado.

—No, ningún miembro de la policía me lo comunicó —dijo Whicher—. No oí ni una palabra sobre el asunto hasta tres meses después, cuando leí la explicación en los periódicos.

Katharine Gream fue la siguiente en subir al estrado y con ella se intensificó el drama. Comenzó pidiéndole al tribunal que respetara las confidencias que Constance le había hecho, pues eran como las confidencias entre una madre y su hija: «Desde el principio ella vino a mí como una hija». Luego explicó que Wagner le había dicho en Semana Santa (que ese año había durado del 9 al 16 de abril) que Constance había confesado el asesinato y que deseaba hacer pública su confesión. La señorita Gream había sacado el tema con la chica, siempre evitando mencionar la palabra «asesinato». Le había preguntado «si comprendía plenamente lo que implicaba» entregarse. Constance dijo que sí. La semana siguiente, Constance le dijo a la señorita Gream que había llevado a Saville escaleras abajo mientras él dormía, que había abandonado la casa a través de la ventana del salón y que había usado una navaja de afeitar, sustraída del neceser de su padre, «para el propósito». Dijo que «lo» había hecho «no porque le disgustase el niño, sino para vengarse de su madrastra». Más tarde, le dijo a la señorita Gream que ella había robado el camisón de la cesta de la colada, como Whicher había conjeturado.

Ludlow, que intentaba determinar si se había ejercido alguna presión en la chica para que confesara, preguntó a Katharine Gream qué condujo a Constance a dar esta información adicional sobre el asesinato. «Creo que le pregunté si el niño gritó pidiendo clemencia», dijo la señorita Gream. Ludlow le preguntó qué conversación había precedido a aquella. «Trataba de hacerle comprender la enormidad del pecado ante los ojos de Dios y le señalaba las cosas que podrían agravar el pecado a los ojos de Dios.»

—Después de su conversación —preguntó Ludlow—, ¿en algún momento la indujo usted a entregarse?

—Nunca —dijo la señorita Gream—. Nunca.

Cuando Wagner pasó al banquillo de los acusados, cruzó los brazos sobre su pecho y pidió leer («en un tono gimiente», según el Somerset and Wilts Journal) una breve declaración que había escrito. Ludlow le dijo que no podía hasta que prestara su testimonio. Sin embargo, en cuanto empezó el interrogatorio, Wagner sentenció: «Todas las comunicaciones que he mantenido con la señorita Constance Kent han sido bajo el juramento de la confesión, por tanto, me veo obligado a negarme a responder cualquier pregunta que pudiese infringir ese secreto».

Esto era un asunto delicado. Quizá para la Iglesia católica romana lo confesional fuera sagrado, pero la Iglesia anglicana estaba sujeta a las leyes del Estado. Los espectadores silbaron para mostrar su desaprobación.

Ludlow le advirtió:

—Usted juró, señor Wagner, ante Dios, que diría la verdad y nada más que la verdad en este interrogatorio.

—Mi deber con Dios —respondió Wagner— me prohíbe divulgar cualquier cosa recibida en confesión.

De nuevo la sala se llenó de silbidos.

Todo lo que podía revelar, dijo Wagner, era que tres o cuatro semanas antes Constance le había pedido que le comunicara a sir George Grey, que había reemplazado a Cornewall Lewis como ministro del Interior en 1861, que ella era culpable del asesinato de Road. Luego insistió en que él no había incitado en ningún momento a Constance a que confesara. Ludlow no respondió al desafío de Wagner sobre el confesionario (eso podía esperar al juicio).

Poco antes de las seis se retiró el último testigo y preguntaron a Constance si tenía algo que decir. Negó ligeramente con la cabeza. Ludlow dictó un auto de procesamiento y ella abandonó tranquilamente el banquillo de los acusados. A las siete regresó a la cárcel de Devizes.

Casi tres meses transcurrieron antes de que se demostrara la culpabilidad de Constance en el asesinato. En el período intermedio, Williamson continuó reuniendo testigos y pruebas por si finalmente ella cambiaba su declaración. A finales de mayo, el doctor Mallam, padrino de Saville, escribió a Scotland Yard desde Holloway, en el norte de Londres, ofreciéndose a hablar con los detectives. Cuando Williamson lo entrevistó, Mallam dijo que había sido testigo de la forma en que los hijos de la primera esposa de Samuel había sido despreciados por su padre y su madrastra (si la policía quería corroborarlo sugería que le preguntasen a Mary Ann). También narró la conversación que había mantenido con Parsons, Stapleton y Rodway después del funeral de Saville, en el cual ellos habían acordado la culpabilidad de Constance. «El doctor Mallam me contó también —escribió Williamson— que oyó que un hombre llamado Stephens, que ahora residía en Frome y que antiguamente fue jardinero de la familia del señor Kent, había expresado que dieciocho meses antes del asesinato la señorita Constance le había preguntado cómo podría extraer una navaja del neceser de afeitar de su padre.» Ese inverosímil rumor podría tener algún fundamento, ya que un hombre llamado William Stevens figuraba entre los pocos nuevos testigos citados a declarar en el juicio de Constance, en julio.

Williamson viajó a Dublín el 29 de junio para entregar la citación a Emma Moody. Dos semanas después, fue a Oldbury—on— the—Hill, Gloucestershire, a hacer lo propio con Louisa Long, antes Hatherill, la otra compañera de escuela que había entrevistado Whicher en 1860.

El reverendo Wagner, en vez de recibir felicitaciones por ayudar a resolver el caso, se convirtió en el chivo expiatorio de la prensa y la opinión pública. Fue vilipendiado por la prensa inglesa, por la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores. Lord Ebury dijo que el «escándalo» de su implicación con Constance Kent revelaba cómo la Iglesia de Inglaterra estaba siendo «socavada y destruida». Al presentarse a sí mismo como el guardián de los secretos de Constance, Wagner desató en algunos el frenesí de la frustración. Unas pandillas de Brighton arrancaron anuncios confesionales en St. Paul, donde Wagner predicaba, lo asaltaron en la calle y le lanzaron objetos a las ventanas del hospital de St. Mary. El 6 de mayo, un corresponsal anónimo del Standard le preguntó qué había sido de las mil libras del legado de Constance, que había recibido al cumplir veintiún años en febrero. El abogado de Wagner respondió que Constance intentó entregar ochocientas libras de la herencia a St. Mary, pero que el clérigo las había rechazado. La noche anterior a la salida a Bow Street, ella metió el dinero en la hucha de St. Paul. Wagner lo encontró al siguiente día y lo notificó a la secretaría del hospital. Rowland Rodway confirmó esta historia, y escribió a los periódicos para hacer saber que Wagner había dado el dinero a Samuel Kent a fin de que lo usara en la defensa de su hija.

El caso de Road Hill se había convertido en el campo de batalla de la gran controversia religiosa del siglo, la pelea entre las ramas alta y baja de la Iglesia anglicana. El reverendo James Davies argumentó en un panfleto que la confesión de Constance Kent probaba el valor monástico de las instituciones anglocatólicas. St. Mary’s, dijo, había inspirado a la chica a confesar: «Las vidas devotas, la disciplina de autonegación que observó a su alrededor y la atmósfera que respiró dentro del santo retiro, la sometió, derritió y moldeó, como una preparación. Luego, cuando el corazón se suaviza, debe abrirse». El tono semierótico con el que Davies describía la entrega de la chica a Dios recordaba los raptos de las santas católicas más que la sobria piedad de una heroína protestante.

En respuesta, el ministro de la congregación, Edwin Paxton Hood publicó un panfleto en el que ponía en duda las familias religiosas a las que una joven podía «someterse» sin la conformidad de su familia natural (las prácticas de la alta Iglesia podían socavar la autoridad del hogar Victoriano). Paxton Hood se mostraba impaciente ante el romanticismo que rodeaba a Constance Kent: «No hay nada maravilloso en ella, en su crimen ni en sus cinco años de silencio, tampoco en su confesión, excepto que fue muy cruel, muy reservada y muy insensible. Y así como lo fue, seguramente lo es. Su confesión la ensalza y nosotros nos negamos a aceptarla tanto como modelo de penitencia o, como se ha intentado, como heroína. Ella es simplemente una joven muy perversa».

Algunos dijeron que Wagner había animado a Constance a confesar porque quería explicar públicamente sus puntos de vista acerca de lo sagrado de la confesión. Algunos sospechaban que el fervor de su alta Iglesia había llevado a la chica a una confesión falsa. James R. Ware reimprimió su panfleto de 1862 (en el que había sugerido que una sonámbula Elizabeth Gough había cometido el crimen), con «comentarios ampliados» que arrojaban dudas sobre la culpabilidad confesa de Constance. Argumentaba que la Iglesia «a la romana» cultivaba la idea del autosacrificio: «Si la confesión de la señorita Constance Kent muestra un “estilo” más que otro, es el de concentrar en ella, enérgicamente, todo el odio asociado a la muerte de su hermano».

Un párroco de Wiltshire que visitó a Constance en la prisión en mayo trató de determinar el estado de su alma. Cuando accedió a la celda, la encontró escribiendo, sobre la mesa estaban esparcidos varios libros abiertos. Ella era «poco agraciada, robusta —dijo al Salisbury and Winchester Journal— y tenía mejillas regordetas». Sus modales eran «perfectamente disciplinados, duros y fríos». El le preguntó si creía que Dios la había perdonado y ella respondió: «No estoy segura de que mi pecado haya sido perdonado, nadie de este lado de la tumba puede estar seguro de eso». No mostró autocompasión alguna, dijo él, ni arrepentimiento.

Constance le escribió desde su celda una carta a su abogado, Rodway:

Se ha dicho que mis sentimientos de venganza fueron consecuencia de un trato cruel. Esto es completamente falso. Recibí el trato más cariñoso de las dos personas que se acusa de haberme sometido a dicho trato. Nunca he albergado rencor hacia ninguno de los dos por cómo se portaron conmigo, pues siempre fueron muy amables. Le quedaré agradecida si usted se sirve de esta declaración para que la opinión pública se desengañe respecto a este punto.

Esto parece bastante franco, pero sumía el asunto del móvil de Constance en un misterio mayor. Los diarios mantenían la esperanza de que Constance estuviera loca, en cuyo caso sería perdonada, compadecida, aceptada. «La teoría de la locura resuelve todas las dificultades», observó el Saturday Review el 20 de mayo.

Las mujeres acusadas de asesinato alegaban con frecuencia locura, esperando que el tribunal las tratase con indulgencia, y habría sido fácil para Constance o sus representantes argumentar que la aquejaba una monomanía homicida cuando mató a su hermano.11 Su aparente salud mental no era una barrera para tal petición, como Mary Braddon escribió en Lady Audley’s Secret, «recordemos cuántas mentes debieron temblar sobre la estrecha frontera entre la razón y la sinrazón, locos hoy y cuerdos mañana, locos ayer y cuerdos hoy». La locura heredada, argüía el alienista James Prichard, podía yacer latente hasta que las circunstancias la despertaban, y podía remitir enseguida. Se consideraba a las mujeres propensas a la locura, ya fuera como un resultado de la menopausia, de un exceso de energía sexual o por las transformaciones propias de la adolescencia. En un artículo de 1860, el médico James Crichton-Browne exponía que la monomanía era más común en la infancia. «Las impresiones creadas por la imaginación siempre fértil del niño ... pronto se confunden con la realidad y se convierten en parte de la existencia física del niño. Se vuelven, de hecho, ilusiones reales.» Los niños, escribió en otra parte, eran «ediciones mejoradas de los ancestros remotos, llenos de salvajes antojos e impulsos». Muchos médicos enfatizaban la locura, el desorden e incluso la maldad que podía florecer en los jóvenes corazones (no todos los Victorianos buscaban dulcificar o santificar la figura del niño).

Incluso cuando el eminente alienista Charles Bucknill examinó a Constance en la prisión, ella insistió en que estaba cuerda, tanto antaño como entonces. El médico la interrogó acerca del móvil y le preguntó por qué no había atacado al objeto real de su enfado, su madrastra. Constance respondió que eso hubiera sido «demasiado breve». Bucknill entendió que ella quería decir que matando a Saville pensaba ocasionar una tortura prolongada en la mujer que odiaba, lo que le resultaba preferible a una rápida extinción. Más tarde, Bucknill dijo al ministro del Interior que pensaba que Constance «había heredado una fuerte tendencia a la locura», pero que ella se había «negado a dejar» que él expresara su creencia en público, porque ella deseaba proteger los intereses de su padre y su hermano. Rodway, su abogado, explicó el razonamiento de Constance en términos parecidos: «Una declaración de locura en su momento podría haber tenido éxito —dijo al ministro del Interior—, pero ella, temiendo que tal declaración pudiese crear prejuicios que afectaran las oportunidades de su hermano en la vida, me suplicó seriamente que dicha eximente no fuera usada en su defensa». Estaba decidida a defender a William de la mancha de la locura.

Después de reunirse con Constance, Bucknill aceptó sus deseos y la declaró cuerda, pero le dio a los periódicos un indicio de sus inquietudes. Al igual que Whicher, encontró la clave de la alteración de Constance en su tranquilidad. El sensacionalismo del asesinato se emparejaba extrañamente con la vacuidad de la chica. «La única peculiaridad con la que se topó Bucknill —informó el Salisbury and Winchester Journal— fue su extrema calma, la ausencia absoluta de cualquier signo de emoción.»