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Cuando le asignaron el asesinato de Road, Whicher ya había dirigido dos investigaciones sobre la misteriosa muerte de un niño. Una fue el caso del reverendo Bonwell y de su hijo ilegítimo, de la que aún hoy en día se hablaba en el tribunal del arzobispo de Canterbury, la principal corte eclesiástica de Londres. La otra la realizó una década antes, en diciembre de 1849, cuando un subjefe de policía de Nottinghamshire se presentó en Scotland Yard y pidió ayuda de los detectives de Londres en un presunto infanticidio. El caso fue asignado a Whicher.
Un hombre de North Leverton, en Nottinghamshire, informó a la policía de que había recibido por correo un arcón con el cuerpo de un niño. El niño llevaba un vestido, un sombrero de paja, calcetines y botas, y estaba envuelto en un delantal marcado con el nombre «S Drake». Aquel hombre le dijo a la policía que su esposa tenía una hermana llamada Sarah Drake, que trabajaba como cocinera y ama de llaves en Londres.
Whicher y el subjefe de policía de Nottinghamshire se dirigieron directamente a la casa en que Sarah Drake había trabajado, el número 33 de Upper Harley Street, y la acusaron de matar al niño. «¿Cómo lo saben?», dijo ella. Ellos le hablaron del delantal marcado con su nombre. Ella se sentó y se echó a llorar.
Esa misma noche, en la comisaría, Drake confesó a la «cacheadora» que examinó sus pertenencias y su ropa que ella había matado al niño, cuyo nombre era Louis. Era su hijo ilegítimo, añadió, y durante los primeros dos años de su vida ella se las había arreglado para conservar su trabajo como criada pagándole a otra mujer para que lo cuidara. Sin embargo, cuando se atrasó con los pagos, la cuidadora le devolvió a Louis. Aterrorizada de perder su «puesto» en Upper Harley Street, por el que recibía cincuenta libras anuales, Sarah Drake estranguló a su hijo con un pañuelo, lo metió en un arcón y se lo envió a su hermana y su cuñado que vivían en el campo, con la esperanza de que ellos lo enterraran.
Whicher reunió las pruebas que confirmaban la confesión de Drake: se trató de una tarea lastimosamente sencilla. En su dormitorio halló tres delantales idénticos al que había en el arcón y una llave que encajaba perfectamente en la cerradura del mismo. Interrogó a la señora Johnston, la mujer que había cuidado de Louis desde que tenía tres meses de edad, por cinco chelines a la semana. Ella confirmó que el 27 de noviembre había devuelto a Louis a su madre en Upper Harley Street. Cuando Drake le rogó que se lo quedara una semana más, ella se negó. Le tenía cariño al niño, dijo, pero su madre se había atrasado más de una vez con los pagos y llevaba ya varios meses de retraso. Antes de dejar a Louis en Upper Harley Street, la señora Johnston animó a Sarah Drake a que cuidara de su hijo.
Le dije que el pequeño estaba muy bien y que era un chico muy sano. Luego le dije que era mejor que le quitara el sombrero y la pelliza [una chaqueta ribeteada con piel] porque podía resfriarse cuando salieran. Así lo hizo. El niño llevaba un pequeño pañuelo alrededor de su cuello y ella me dijo: «Esto es tuyo, será mejor que lo cojas». Yo le dije: «Sí, pero quédatelo para ponérselo al salir y que se mantenga caliente». También le dije que pronto necesitaría comer algo y ella me respondió: «Muy bien, pero ¿comerá lo que sea?». Yo le contesté: «Sí», y me fui.
Cuando se alejaba, Drake la llamó para preguntarle exactamente cuánto le debía. La señora Johnston le dijo que eran nueve libras con diez chelines, a lo que Drake no respondió nada.
La señora Johnston le contó a Whicher que el siguiente viernes, cuando había ido a visitar a Louis, Sarah Drake le había dicho que el niño estaba con una amiga. «Le pedí que le diera un beso de mi parte y ella me respondió: “Sí, lo haré”.»
Whicher interrogó a la servidumbre del número 33 de Upper Harley Street, la ayudante de cocina recordaba que la tarde del 27 de noviembre Drake le pidió que la ayudará a llevar un arcón de su dormitorio a la despensa: «No podía con él». El mayordomo dijo que Drake le pidió que escribiera la dirección de destino en el arcón y que dispusiera todo para que lo llevaran a la mañana siguiente a la estación de Euston Square. El lacayo dijo que había llevado el arcón a la estación, que pesó diecisiete kilos y que pagó ocho chelines por enviarlo a Nottinghamshire.
La señora Johnston acompañó a la policía de North Leverton a identificar el cuerpo. Confirmó que se trataba de Louis. «El pañuelo que yo le había dejado en el cuello, la pelliza y la capa también estaban ahí.» El cirujano que realizó la autopsia dijo que no estaba seguro de que hubiera apretado el pañuelo con la suficiente fuerza para matar al chico: lo habían golpeado y esos golpes habían causado la muerte.
Durante el juicio, Sarah Drake miraba al suelo y se balanceaba, afectada de vez en cuando por convulsiones. Mostraba signos de gran angustia. El juez contó a los miembros del jurado que ella no tenía un historial de perturbación mental pero que podían concluir que la conmoción y el terror ante la idea de que su hijo le fuera arrebatado repentinamente de las manos, la habían desequilibrado. Les advirtió que «deben pensarlo muy bien antes de decidir eso ... nunca podrá ni estará bien o será correcto que un jurado infiera demencia simplemente por la atrocidad del crimen». El jurado halló a Sarah Drake inocente, bajo el argumento de enajenación transitoria. Ella se desmayó.
Mujeres pobres y desesperadas asesinaron a muchos bebés ilegítimos en la Inglaterra victoriana: en 1860 casi todos los días se informaba de algún infanticidio en los periódicos. Las víctimas solían ser recién nacidos y sus madres eran las homicidas. En la primavera de 1860, en una extraña repetición del crimen de Sarah Drake, una ama de llaves y cocinera de Upper Seymour Street (casi a dos kilómetros de Upper Harley Street), Sarah Gough, mató a su hijo ilegítimo, lo embaló y envió por tren desde Paddington a un convento cercano a Windsor. A ella también le siguieron el rastro con facilidad: en el paquete había un membrete con el nombre de su patrono.
Los jurados sentían tanta compasión hacia mujeres como Sarah Drake y Sarah Gough que preferían pensar que estaban trastornadas y no que eran depravadas. Y se vieron apoyados por las nuevas ideas médicas y legales. Desde 1843, la «regla McNaghten» permitía que la «enajenación transitoria» se utilizara en los tribunales como causa eximente. (En enero de 1843, Daniel McNaghten, disparado contra el secretario de sir Robert Peel, confundiéndolo con el primer ministro, y le había causado la muerte.) Los alienistas detallaban los tipos de locura de los que podían ser víctimas las personas aparente y normalmente cuerdas: una mujer podía sufrir de psicosis puerperal justo antes o después de dar a luz, la histeria podía dominar a cualquier mujer y cualquiera podía padecer la monomanía, un tipo de locura que dejaba el intelecto intacto, pues el paciente podía estar perturbado emocionalmente y aun así mostrar una despiadada astucia. Con semejantes criterios, cualquier crimen inusualmente violento podía considerarse una prueba de locura. The Times presentó el dilema de forma clara en un editorial de 1853:
Nada puede definirse con tan poca precisión como la línea que separa la locura de la cordura ... Si la definición es demasiado estrecha, pierde sentido y, si es demasiado amplia, toda la humanidad tiene cabida en la red. En sentido estricto, todos estamos locos cuando nos entregamos a la pasión, al prejuicio, al vicio, a la vanidad, pero si todas las personas apasionadas, prejuiciosas y vanidosas tuvieran que ser encerradas acusadas de dementes, ¿quién guardaría la llave del manicomio?
La sospecha de que Constance Kent o Elizabeth Gough estaban locas seguía apareciendo en la prensa. Incluso se sugería que la señora Kent había matado a su hijo durante un ataque de psicosis puerperal. Mientras Constance esperaba en prisión, un tal señor J. J. Bird escribió al Morning Star para sugerir que el asesinato de Saville era el acto de un sonámbulo. «Casi todos conocemos la precisión y el cuidado con el que actúan los sonámbulos —decía—. Durante un tiempo, se debería tener bajo observación a los sospechosos por la noche.» Citaba un caso en el que un sonámbulo con alucinaciones, con los ojos abiertos y fijos, había apuñalado una cama vacía tres veces. Si los sonámbulos podían ser violentos inconscientemente, exponía, era posible que el asesino de Saville no tuviera conciencia de su propia culpa. La idea de que la locura podía tomar esta forma, que varias identidades podían habitar un cuerpo, fascinaba a los alienistas de mitad de siglo y a los lectores de diarios. La carta de Bird fue publicada la siguiente semana en varios periódicos de provincias.
El lunes 23 de julio, Whicher informó a Dolly Williamson de los progresos de la investigación y lo llevó a Bath, a Beckington y Road. El martes, Whicher puso un anuncio en la puerta de Temperance Hall: «Cinco libras de recompensa. Se ha perdido de la residencia del señor Kent un camisón de mujer, supuestamente arrojado al río, quemado o vendido por los alrededores. La recompensa arriba mencionada se pagará a cualquier persona que lo encuentre y lo haga llegar a la comisaría de policía de Trowbridge». Ese mismo día preparó las pruebas que había reunido en contra de Constance (Henry Clark, el escribano de los magistrados, anotó los hallazgos en cuatro folios). El miércoles, Whicher fue a Warminster para entregar una orden de comparecencia a su principal testigo, Emma Moody, y envió a Williamson al internado de William en Longhope, Gloucestershire, para ver qué podía averiguar sobre el muchacho.
Cuando comenzó a llover, los dos detectives registraron el terreno de la casa de Road Hill en busca del camisón.
En la entrega de ese fin de semana de La dama de blanco (la número 34), el héroe había descubierto el secreto que sir Percival Glyde había intentado ocultar con tanta desesperación, una vergonzosa mancha en su historia familiar. Pero saberlo no era suficiente: para atrapar al villano tenía que conseguir una prueba. Whicher se encontraba en un apuro similar. Si había obtenido la confesión que necesitaba de Sarah Drake al mostrarle el delantal, quizá si daba con el camisón de Constance obtendría también la prueba física y la confesión a la vez.
El Dupin de Poe observa: «La experiencia nos enseña que una verdadera filosofía siempre se hará visible, que un vasto, quizá el mayor, fragmento de verdad surge de lo que en apariencia es irrelevante». Un objeto aparentemente trivial, como un gesto involuntario, puede ser la clave de un misterio; los sucesos comunes y corrientes están escritos con historias ocultas que pueden descubrirse si sabes cómo leerlos. «La semana pasada hice un descubrimiento —comenta el oficial de policía Cuff en La piedra lunar—. En un extremo de la investigación había un asesinato y, en el otro, una mancha de tinta sobre un mantel que nadie había advertido. En todos mis años de experiencia en los más oscuros caminos de este sucio mundillo, nunca me he topado con algo insignificante.»
Visto que no encontraba el camisón, Whicher volvió al momento en que este desapareció. Le preguntó a Sarah Cox, la sirvienta, cuándo había mandado a lavar el camisón sucio. El lunes siguiente al asesinato, contestó ella, justo antes de que se iniciara la investigación. A las diez de la mañana, el 2 de julio, había recogido la ropa sucia de toda la familia de sus dormitorios. «La ropa de la señorita Constance solía estar por el suelo de su habitación o en el rellano, una parte se acumulaba el sábado y otra parte el lunes.» El camisón sucio de Constance estaba en el rellano, recordó Cox. «No estaba manchado —dijo—, solo un poco sucio, como era lógico. Tan sucio como cualquier camisón que hubiera sido usado por la señorita Constance durante una semana.» Cox llevó la ropa a un trastero del primer piso para separarla. Una vez que hubo terminado, le pidió a Mary Ann y a Elizabeth que anotaran las prendas en el libro de la colada mientras ella las metía en los cestos para que la señora Holley los recogiera. Recordaba haber echado tres camisones (el de la señora Kent, el de Mary Ann y el de Constance) y recordaba que Mary Ann los había anotado en el libro. (Elizabeth envolvió su ropa en un bulto separado y la anotó en otro libro.)
Cuando Whicher planteó más cuestiones a Cox, recordó que Constance había visitado el trastero mientras repartía la colada. La sirviente ya había metido la ropa («ya tenían todo excepto los guardapolvos») y Mary Ann y Elizabeth se habían ido, dejando allí el libro de la colada. Constance «dio un paso y entró en la habitación ... Me preguntó si podía echar un vistazo al bolsillo de sus enaguas y ver si se había dejado el monedero». Cox buscó en el cesto que contenía las prendas más grandes hasta que encontró las enaguas. Las sacó y rebuscó en el bolsillo. «Le dije que el monedero no estaba allí. Entonces me pidió que bajara y le trajera un vaso de agua. Así lo hice. Ella me siguió hasta el comienzo de las escaleras traseras cuando salí de la habitación. A mi regreso, con el vaso de agua, la encontré donde la había dejado. No creo que me ausentara más de un minuto.» Constance se bebió el agua, dejó el vaso y se encaminó a su habitación. Cox echó los guardapolvos con el resto de la colada y terminó poniendo un mantel en uno de los cestos y un vestido de la señora Kent en otro.
A las once, Cox y Elizabeth Gough se dirigieron a la taberna Red Lion para testificar, como les había pedido el forense. Cox dejó el trastero abierto, le dijo a Whicher, sabiendo que la señora Holley regresaría a recoger los cestos en una hora.
Whicher reflexionó sobre el relato de Cox. «Cuando estoy completamente perplejo —dice el narrador del Diary of an Exdetective (1859)—, me voy a la cama y me quedo allí hasta que resuelvo todas mis dudas e incertidumbres. Con los ojos cerrados, pero bien despierto y sin nada que me moleste, puedo resolver mis problemas.» Desde el principio, se veía al detective como un pensador solitario que necesitaba retirarse del mundo sensorial para entrar en el mundo fantástico y libre de las hipótesis. Al juntar las piezas de la información que había reunido, Whicher elaboró una historia sobre el camisón.
Suponía que Constance le había pedido a Cox que buscara el monedero para conseguir que sacara el contenido del cesto y así poder ver dónde estaba su camisón. Entonces, cuando Cox bajó para ir a buscarle un vaso de agua, Constance se lanzó de vuelta a la habitación, sustrajo su camisón y lo escondió, quizá debajo de su falda (la moda de las faldas completas estaba en su apogeo en 1860).7 Es importante destacar que no se trataba del camisón ensangrentado, que Whicher consideraba ya destruido por Constance, sino un sustituto limpio que se había puesto el sábado. La razón para robarlo del cesto era matemática: si se creía que a la lavandera se le había perdido un camisón inmaculado, el ensangrentado con el que Constance habría matado a Saville no se había perdido.
Whicher escribió:
Soy de la opinión de que ella escondió o quemó después el camisón que llevaba cuando se cometió el asesinato, pero que temía que la policía le pudiese preguntar cuántos camisones tenía consigo cuando llegó de la escuela y, para prepararse ante esa eventualidad, supongo, recurrió a la brillante estratagema de hacer que pareciera que la lavandera había perdido aquel que le faltaba la semana posterior al asesinato, lo que supongo que llevó a cabo de la siguiente manera:
Solían recoger la ropa sucia de la familia el lunes (dos días después del asesinato) y allí había un camisón perteneciente a la señorita Constance, supongo que se trata del que usó tras el asesinato. Después de recoger la colada, la llevaban a una habitación vacía del primer piso, donde el ama de llaves la contaba y la hermana mayor la anotaba en un libro de la colada. La sirvienta la echaba entonces en dos cestos, pero justo antes de que abandonara la habitación, la señorita Constance entró y le pidió que revisara los cestos ... para ver si se había dejado el monedero en el bolsillo de las enaguas ... creo que esto formaba parte de su estratagema para determinar cuál de los dos cestos contenía su camisón, ya que de inmediato le pidió a la criada que bajara a buscarle un vaso de agua, lo que ella hizo, dejando a la chica en la puerta de la habitación, donde la encontró al regresar con el agua, y durante este tiempo, creo, se hizo con el camisón que ya entonces había sido anotado en el libro de la colada y volvió a usarlo hasta el fin de semana cuando, calculó ella, al traer la ropa de vuelta, se echaría en falta, y podría culpar a la lavandera y justificaría que le faltaba un camisón si la interrogaban a ese respecto.
Whicher creía que para ocultar la destrucción de esa prueba, Constance había arreglado las cosas para que otras personas dieran por perdido un inocente camisón. Su hermana y la criada jurarían que el camisón se había echado al cesto, también jurarían que no estaba salpicado de sangre. Así logró desviar la atención del camisón manchado y de la casa. Daba un quiebro, ocultaba el asesinato con un solo movimiento.
Como dice el señor Bucket en Casa desolada cuando el ingenio de un asesino le llama la atención: «Es un caso hermoso, un caso hermoso». Entonces se corrige a sí mismo, al recordar que se está dirigiendo a una joven dama respetable: «Cuando lo pinto como un caso hermoso, usted comprenderá, señorita —prosigue él—, que me refiero a mi punto de vista».
El trabajo del detective consistía en reconstruir la historia a partir de pequeños indicios, pistas, fósiles. Estos rastros eran al mismo tiempo senderos y retales: rastros que llevaban a un acontecimiento tangible acaecido en el pasado (en este caso, a un asesinato) y pequeños retales de ese acontecimiento, souvenirs. Como los paleontólogos y los arqueólogos de mediados del siglo XIX, Whicher intentaba dilucidar la historia que unía los fragmentos que había encontrado. El camisón era su eslabón perdido, un objeto imaginario que daba sentido al resto de sus otros descubrimientos, el equivalente del esqueleto que Charles Darwin necesitaba para poder probar que el hombre descendía de los simios.
Dickens comparaba a los detectives con los astrónomos Leverrier y Adams, que en 1846 descubrieron Neptuno, simultánea y separadamente, al observar desviaciones en la órbita de Urano. Estos científicos, dijo Dickens, descubrieron un nuevo planeta de manera tan misteriosa como los detectives sacaban a la luz una nueva forma de crimen. En su libro sobre Road Hill, Stapleton también comparaba a los astrónomos con los detectives. «El instinto del detective, afilado por el genio —escribió—, marca de modo infalible la posición de ese planeta perdido que ningún ojo avistó y cuyo único registro puede encontrarse en los cálculos astronómicos.» Leverrier y Adams encuentran sus pistas de la observación, pero hacen su descubrimiento por medio de la deducción, al especular sobre la existencia de un planeta a través de su posible influencia en otro planeta. Era un trabajo de lógica y de imaginación, como la teoría de la evolución de Darwin y como la teoría de Whicher sobre el camisón de Constance.
«Mirar una estrella de soslayo, mirarla de reojo» —dice Dupin en “Los asesinatos de la rué Morgue”—, es mirarla de forma distinta.»
Mientras tanto, la policía de Wiltshire hacía campaña para desacreditar a Whicher, cuya teoría sobre el asesinato era justo la contraria a la que ellos mantenían; además, él debió de dejar claro que en su opinión la investigación se había echado a perder durante los quince días transcurridos desde el crimen hasta que fue enviado desde Londres. Quizá su conducta (en el mejor de los casos, silenciosa y autosuficiente; en el peor, desdeñosa) los irritó aún más. Las cosas empeoraron cuando llegó su talentoso y joven colega Dolly Williamson.
El miércoles 25 de julio, el subjefe de policía Wolfe y el capitán Meredith fueron a la escuela de Constance, en Beckington, y entrevistaron a las señoritas Williams y Scott, como había hecho Whicher hacía una semana. Luego, informaron al Bath Chronicle de su visita. Las maestras «hablaron en los mejores términos de Constance, diciendo que era una pupila de excelente conducta en todos los aspectos ... y que estudiaba tanto que había llegado a ser una competidora exitosa en la prueba semestral, en la que obtuvo el segundo premio. Realmente creemos que este hecho descarta la posibilidad de que ella haya generado ese horrible acto, tal y como se ha querido sugerir en otra parte, antes de regresar a casa para pasar las vacaciones».
Wolfe comunicó al Bath Chronicle y al Trowbridge and North Wilts Advertiser que había rastreado la vida de Constance desde su infancia y no había descubierto ninguna manifestación de locura: «Ese rumor sin fundamento, que ha circulado con tanta diligencia, manifestando que el niño difunto mostraba una fuerte antipatía hacia la señorita Constance, es tan falso como perverso», apuntaba el Chronicle.
El Frome Times restaba importancia tanto a la huida de William y Constance a Bath como a la locura en su rama materna. En lugar de eso, repetía la información de un «íntimo amigo de la familia» que aseguraba que Constance y Saville se llevaban muy bien, «como puede probarlo el hecho de que este, justo el día anterior a su muerte, le regalase un anillo de cuentas que había hecho expresamente para ella». El Bristol Post repetía la teoría de que el verdadero asesino estaba incriminando a la «animada y traviesa» Constance.
Varios periódicos expresaron su escepticismo con respecto a la acusación que pesaba contra Constance. «Consideramos que el nuevo episodio de la historia de este caso es únicamente hipotético —dijo el Bath Chronicle el jueves— y al reflexionar sobre ello, no cabe declarar que la investigación haya avanzado nada.» No había ninguna prueba nueva. El Manchester Examiner tampoco estaba convencido: «Este paso parece estar motivado por la voluntad de un detective londinense de incriminar a alguien para acallar a la opinión pública».
El miércoles, un tal señor Knight Watson de Victoria Street, una nueva calle que cortaba por Pimlico, llamó a Scotland Yard y pidió hablar con un detective. Aseguró que conocía a una mujer llamada Harriet que había trabajado antes con los Kent y que podría facilitar información útil sobre la familia a Whicher. El oficial de policía Richard Tanner se ofreció voluntario para entrevistar a la mujer, que trabajaba como criada en Gloucester Terrace, cerca de Paddington. Dick Tanner había trabajado con Whicher desde que ingresó en la división en 1857. El jefe de policía Mayne le dio el visto bueno.
Al día siguiente, Tanner escribió un informe a Whicher sobre su encuentro con Harriet Gollop. Aquella mujer había trabajado para los Kent como criada y camarera durante cuatro meses, en 1850, aseveró, cuando vivían en Walton-in-Gordano, Somersetshire.
En aquella época, la primera «señora Kent» estaba viva, pero, durante el tiempo que estuvo a su servicio, la «señora Kent» nunca durmió con el «señor Kent», pues siempre ocupaban habitaciones separadas y durante esos cuatro meses, la «señora Kent» parecía infeliz y abatida. También en esos meses una tal «señora Pratt» era la institutriz de la familia y su dormitorio estaba cercano al del «señor Kent», y también los sirvientes de la casa creían que existía una intimidad impropia entre ella y el «señor Kent», como también la esposa lo creía. Esa señorita Pratt a la que alude es la actual «señora Kent», la madre del niño asesinado.
Gollop aseguró que la señorita Pratt tenía un «control absoluto de los niños y que el “señor Kent” ordenó a todos los sirvientes que consideraran a la “señorita Pratt” su señora». Era evidente que a la antigua criada no le había gustado ese arreglo. «“Harriet Gollop” dice que la primera “señora Kent” era una dama y que le parecía totalmente cuerda.»
Whicher leyó aquella carta la mañana del viernes. El testimonio de Gollop daba sentido al rumor de que Samuel Kent y Mary Pratt eran amantes cuando la primera señora Kent aún vivía y esbozaba un negro cuadro de la vida en el hogar de los Kent, pero eso no era de utilidad para Whicher. Los recuerdos de aquella criada debilitaban el caso contra Constance (si la primera señora Kent estaba cuerda, su hija tenía aún menos probabilidades de estar loca) y podrían dar credibilidad a la idea de que Samuel, como adúltero empedernido, había matado a su hijo al ser sorprendido en la cama con Gough.
En plena era victoriana, en los hogares temían a los sirvientes, pues se trataba de personas ajenas que podían ser espías o seductores, incluso atacantes. El hogar de los Kent, con su tremenda rotación de personal doméstico, había visto pasar a muchos sirvientes peligrosos. Allí estaban Emma Sparks y Harriet Gollop, que habían actuado como informantes sobre la vida sexual y los pecados menores de la familia. Había dos a quienes Samuel Kent evocaba como posibles sospechosos: un cocinero al que envió a la cárcel y una niñera a la que echó sin pagarle porque tenía la costumbre de pellizcar a los niños. Luego se descubrió que ambos habían estado por lo menos a treinta y dos kilómetros de Road la noche del asesinato.
Samuel aseguraba que una criada había abandonado la casa de Road Hill a principios de 1860 jurando vengarse de la señora Kent y de sus «horribles niños», particularmente de Saville. Quizá el niño la había acusado de algo: quizá se trataba de aquella que los pellizcaba o de la niñera a la que Samuel había despedido por tontear con su novio en las casas cercanas a la mansión. «Se fue hecha una furia —dijo Samuel—. Había sido muy insolente.» Y en el seno de la familia, la antigua sirviente se había convertido en la señora de la casa, la institutriz había cazado al señor, le había convencido de que traicionara a su primera esposa y fuera negligente con sus primeros hijos.
Las mujeres de la servidumbre podían corromper a los niños al igual que a los padres. En Governess Life: Its Trials, Duties, and Encouragements, un manual de 1849, Mary Maurice advertía que «se han descubierto aterradoras instancias en las que ella, a quien se le ha confiado el cuidado de los jóvenes, en lugar de salvaguardar sus mentes en la inocencia y la pureza, se ha vuelto su corruptora; ella ha sido la primera en guiarlos e iniciarlos en el pecado, en sugerir y llevar a cabo intrigas y, finalmente, en ser el instrumento que destruye la paz de las familias». Ford Benignus Winslow, un eminente alienista, describió en 1860 a tales mujeres como «fuentes de contaminación moral y deterioro mental de quienes los padres más cuidadosos no siempre pueden proteger a sus hijos».
La teoría predominante sobre el asesinato de Saville daba también a una sirviente el papel de serpiente en aquella casa. De acuerdo con esta explicación, Elizabeth Gough había llevado al padre a semejante traición que este había terminado por matar a su hijo. En los diarios, la desdentada Gough se volvió objeto de fantasías sexuales. Al periodista del Western Daily Press su aspecto le pareció «decididamente agradable y, en conjunto, superior a su condición». El Sherborne Journal la describió como una joven «excesivamente guapa» que por la noche «yace ... en una cama francesa sin cortinas, cerca de la puerta del dormitorio». Estaba peligrosamente integrada en la familia, a un paso de la habitación de los señores.
El detective era otro miembro de la clase trabajadora cuya perniciosa imaginación podía mancillar un hogar burgués. En general, como en el caso de Sarah Drake y su hijo muerto, sus investigaciones se limitaban a las habitaciones de los sirvientes. Ocasionalmente, como en Road, se atrevía a subir las escaleras. Un artículo de Household Words, de 1859, atribuía las debilidades de la policía a los orígenes de sus agentes: «Poner la autoridad arbitraria o el poder en las manos de las clases bajas nunca ha sido un procedimiento sabio ni seguro».
En la segunda semana de su investigación, Whicher no había obtenido ninguna prueba nueva, solo una idea: un pensamiento sobre un camisón.