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Durante las primeras horas del 29 de junio de 1860, Samuel y Mary Kent dormían en el primer piso de su casa georgiana, una casa independiente de tres plantas, que dominaba el pueblo de Road, a ocho kilómetros de Trowbridge. Dormían en una cama con dosel, tallada en caoba española, en un dormitorio adornado con damasco escarlata. El tenía cincuenta y nueve años, ella cuarenta y estaba embarazada de ocho meses. Compartían la habitación con su hija mayor, Mary Amelia, de cinco años. Detrás de la puerta que daba a la habitación de los niños, a un par de metros de distancia, descansaban la niñera, Elizabeth Gough, de veintidós años, en una cama francesa pintada, y los dos niños más pequeños de todos los que tenía a su cuidado, Saville, de tres años, y Eveline, de veinte meses, que dormían en cunas de mimbre.
En el segundo piso de la casa de Road Hill dormían otros dos empleados, la criada, Sarah Cox, de veintidós años, y la cocinera, Sarah Kerslake, de veintitrés, así como los cuatro hijos del primer matrimonio de Samuel: Mary Ann, de veintinueve, Elizabeth, de veintiocho, Constance, de dieciséis, y William, de catorce. Cox y Kerslake compartían cama en una habitación, al igual que Mary y Elizabeth en otra. Constance y William tenían sus propias habitaciones.
La niñera, Elizabeth Gough, se levantó a las cinco y media aquella mañana para abrir la puerta trasera a un deshollinador de Trowbridge, que limpió con su «máquina» de palos y cepillos engranados las chimeneas de la cocina, la de la habitación de los niños y el tiro del hornillo. A las siete treinta, la niñera le pagó cuatro chelines con seis peniques y le acompañó hasta la puerta. Gough, hija de un panadero, era una mujer guapa y de buenos modales. Era delgada, de piel clara, ojos oscuros, nariz larga y le faltaba un diente incisivo. Cuando el deshollinador se hubo marchado, se dedicó a limpiar el hollín en la habitación de los niños. Kerslake, la cocinera, fregó con abundante agua la cocina. Otro extraño se presentó en la casa ese viernes, un afilador, que fue recibido por Cox, la criada.
En los terrenos de Road Hill, James Holcombe, el jardinero, mozo de cuadra y cochero de la familia, cortaba el césped con una guadaña (los Kent tenían una podadora, pero la guadaña era más eficaz cuando el césped estaba húmedo). Aquel mes de junio había sido el más frío y el más lluvioso en la historia de Inglaterra, y esa misma noche había vuelto a llover. Cuando terminó su labor, colgó de un árbol la guadaña para que se secara.
Holcombe, que tenía cuarenta y nueve años y cojeaba de una pierna, contaba ese día con dos ayudantes: John Alloway, de dieciocho años, «un chico de aspecto estúpido», según uno de los diarios locales, y Daniel Oliver, de cuarenta y nueve años. Ambos vivían en el pueblo vecino de Beckington. Hacía una semana, Samuel Kent había rechazado la solicitud de aumento de sueldo de Alloway y el muchacho había dimitido. Esa tarde, su penúltima como empleado de los Kent, la cocinera lo envió a ver si James Fricker, fontanero y cristalero del pueblo, había terminado de colocar un nuevo cristal en el farol de velas del señor Kent. Alloway ya lo había reclamado cuatro veces esa semana, pero el farol no estaba listo. Esa vez tuvo éxito: apareció con el farol y lo colocó en el aparador de la cocina. Una chica de la localidad, Emily Doel, de catorce años, también trabajaba en la casa: ayudaba a Gough, la niñera, con los niños, de las siete de la mañana a las siete de la tarde todos los días.
Samuel Kent estaba en la biblioteca redactando un informe sobre su visita de dos días a varias fábricas locales, de la que acababa de regresar la noche anterior. Había trabajado para el gobierno como subinspector de fábricas durante veinticinco años y recientemente había presentado la solicitud para inspector, en cuyo favor reunió las firmas de doscientos ilustres del oeste del país (miembros del Parlamento, magistrados, clérigos). Kent, ceñudo y de amplia frente, no era nada popular en el pueblo, particularmente entre los habitantes del llamado «rincón de las cabañas», un miserable puñado de casas ubicado justo enfrente de la casa de Road Hill. Les había prohibido pescar en el margen del río cercano a su casa y a uno lo llevó a juicio por coger manzanas de su huerto.
Saville, el hijo de tres años de Samuel, entró a jugar en la biblioteca mientras la niñera limpiaba su habitación. El niño hizo un garabato en el informe gubernamental, una especie de gancho para chimenea en forma de «S» y una mancha, su padre respondió burlonamente, diciéndole que había sido un «niño travieso». Entonces Saville trepó a las rodillas de Samuel para pegar brincos. Era un niño fuerte, corpulento, de tirabuzones muy rubios.
Aquel viernes por la tarde, Saville jugó también con su media hermana, Constance. Ya hacía quince días que ella y William, su otro hermano, habían regresado de sus internados. Constance se parecía a su padre (musculosa, regordeta y, en medio de su amplia cara, los ojos un poco bizcos), mientras que William se parecía a su madre, a la primera señora Kent, que había fallecido hacía ocho años: tenía ojos alegres y una constitución delicada. Se decía que el chico era tímido y que la chica tendía al enfado y era alocada.
Esa misma tarde, Constance fue andando hasta Beckington, a poco más de dos kilómetros de distancia, para pagar una cuenta. Se reunió ahí con William y ambos regresaron a casa juntos.
A primera hora de la tarde, Hester Holley, una lavandera que vivía en una de las casitas cercanas a la mansión, se presentó para entregar la ropa y las sábanas de los Kent, que solía lavar semanalmente desde que ellos se habían mudado a Road hacía cinco años. Las señoritas Kent mayores, Mary Ann y Elizabeth, cogieron la ropa de los cestos y la clasificaron para repartirla por habitaciones y armarios.
A las siete de la tarde, los tres jardineros y Emily Doel, la ayudante de la niñera, dejaron Road Hill y se dirigieron a sus respectivos hogares. Al irse, Holcombe cerró la puerta del jardín por fuera y luego cruzó la calle, hacia su casa. Samuel Kent cerró la verja por dentro una vez que los sirvientes externos se hubieron ido. Doce personas permanecieron en el interior de la mansión durante toda la noche.
Media hora después, Gough llevó a Eveline a su habitación y la metió en su cuna, junto a su propia cama y frente a la puerta. Ambas cunas estaban hechas de grueso mimbre, recubiertas con tela y dotadas de ruedas. Gough volvió a bajar para administrarle a Saville un laxante, bajo la supervisión de la señora Kent. El chico se recuperaba de una leve enfermedad y el médico de la familia, Joshua Parsons, había enviado a un mensajero a la casa de Road Hill con un aperiente (el término se deriva del latín y significa «abrir» o «destapar») que hacía efecto de seis a diez horas después. La pastilla «consistía en un grano de pastilla azul y tres de ruibarbo», dijo Parsons, quien la había preparado personalmente.
Saville estaba «bien y contento» esa tarde, dijo la niñera. A las ocho lo llevó a su cuna, situada en la esquina derecha de la habitación. Acostaron a Mary Amelia, la niña de cinco años, en la habitación que compartía con sus padres, al otro lado del descansillo. Las puertas de ambos dormitorios se dejaban entornadas para que la niñera pudiese oír si la niña mayor se despertaba y la madre pudiera vigilar a sus niños mientras dormían.
Cuando los niños se durmieron, Gough ordenó la habitación, metió un taburete en su sitio debajo de la cama y los objetos desperdigados en el armario. Encendió una vela y se sentó a cenar en el vestidor (esa noche solo tomó pan, mantequilla y agua). Luego bajó a reunirse con los otros habitantes de la casa en la planta inferior para las plegarias de la noche, guiados por Samuel Kent. También tomó una taza de té con Kerslake en la cocina. «Normalmente no tomo té —diría Gough después—, pero esa noche sí lo hice, de la tetera familiar.»
Cuando volvió a la habitación de los niños, aseguró, Saville yacía «como de costumbre, con la cara hacia la pared y el brazo bajo la cabeza». Llevaba un camisón y una «pequeña camisa de franela». «Dormía profundamente, pues no había hecho siesta durante el día, así que cayó rendido.» Ella se había ocupado de limpiar la habitación aquella tarde, cuando él solía hacer la siesta. La habitación de los niños era, tal y como Gough la describió, un lugar tierno, silencioso y amortiguado con tela: «La habitación está totalmente enmoquetada. La puerta, toda forrada con tela, apenas hace ruido al abrirse, y así los niños no se despiertan». La señora Kent coincidió en que la puerta se abría y cerraba silenciosamente, si se la empujaba y tiraba con cuidado, aunque el pomo rechinaba un poco al girarlo. Posteriores visitantes de la casa percibieron el cascabeleo de un anillo de metal en la puerta y el chirrido del pestillo.
La señora Kent entró a dar el beso de buenas noches a Saville y Eveline, y luego fue al piso superior para intentar ver el cometa que surcaba los cielos esa semana. En The Times, el diario que solía leer su marido, leía las observaciones que podían hacerse cada día. Llamó a Gough para que la acompañara. Cuando la niñera apareció, la señora Kent hizo un comentario sobre lo plácidamente que dormía Saville. La madre y la niñera se quedaron de pie frente a la ventana y observaron el cielo.
A las diez, el señor Kent abrió la puerta del jardín y soltó a su perro guardián, un terranova negro, grande y de buen carácter, que llevaba con la familia más de dos años.
Alrededor de las diez y media, William y Constance subieron a sus habitaciones portando sus velas. Mary Ann y Elizabeth les siguieron media hora después. Antes de acostarse, Elizabeth salió de su dormitorio para asegurarse de que Constance y William habían apagado la luz. Cuando se cercioró de que sus habitaciones estaban a oscuras, se detuvo frente a la ventana para observar el cometa. Al acostarse por fin, su hermana cerró la puerta por dentro.
Dos pisos más abajo, hacia las diez cuarenta y cinco, Cox cerró las ventanas del comedor, el vestíbulo, el salón y la biblioteca. Cerró con llave y echó el cerrojo a la puerta principal y a las puertas de la biblioteca y el salón. Los postigos del salón se «cierran con trancas de hierro —dijo ella— y cada uno cuenta, además, con dos cerrojos de latón. Todo bien cerrado». La puerta del salón «tiene un pestillo y una cerradura, y yo lo deslicé y giré la llave». Kerslake cerró las puertas de la cocina, la lavandería y la parte trasera. Ella y Cox se retiraron a sus habitaciones por la escalera posterior, una escalera de caracol utilizada principalmente por la servidumbre.
A las once, en la habitación de los niños, Gough arropó a Saville, encendió una lamparilla y luego cerró y pasó el pestillo de las ventanas, antes de meterse en la cama. Durmió profundamente esa noche, dijo, pues estaba muy cansada después de barrer y limpiar.
Cuando la señora Kent se fue a la cama poco después, dejando a su marido abajo en el salón, empujó con suavidad la puerta de la habitación de los niños hasta cerrarla.
Samuel Kent salió al jardín para dar de comer al perro. Hacia las once y media, dijo, se aseguró de que cada puerta y ventana de la planta baja estuviese cerrada con llave y tuviera el pestillo echado para protegerse de los intrusos, como hacía todas las noches. Como de costumbre, dejó la llave puesta en la puerta del salón.
A medianoche, todos estaban en la cama, el núcleo de la nueva familia en el primer piso y los hijastros y la servidumbre en el segundo.
Poco después de la una de la madrugada del sábado 30 de junio, un hombre llamado Joe Moon, un alicatador que vivía solo en Road Common, estaba echando a secar una red en un campo cercano a Road Hill (quizá hubiera estado pescando de noche para eludir a Samuel Kent) cuando oyó ladrar a un perro. Al mismo tiempo, Alfred Urch, un agente de policía, caminaba hacia su casa cuando oyó que el perro daba unos seis gañidos. Le prestó poca atención, dijo él: el perro de los Kent era conocido por ladrar a la menor provocación. James Holcombe no oyó nada esa noche, aunque en otras ocasiones lo había despertado el terranova («armaba un escándalo terrible») y había regresado al patio para hacerle callar. A la señora Kent, a pesar de su avanzado estado de gestación, tampoco le molestaron esa noche los ladridos, aunque dijo que tenía el sueño ligero: «Me desperté varias veces». No oyó nada extraordinario, dijo, solo «un ruido como el que hacen los postigos del salón al abrirse», ya a primera hora de la mañana, poco después del alba; supuso que los sirvientes habían comenzado a trabajar en la planta baja. El sol salió dos o tres minutos antes de las cuatro de la mañana ese sábado. Una hora después, Holcombe entró en la propiedad de Road Hill («encontré la puerta cerrada como de costumbre»). Encadenó al terranova y se dirigió al establo.
Al mismo tiempo, Elizabeth Gough se despertó y vio que las sábanas de Eveline se habían deslizado a un lado. Se agachó para arropar de nuevo a la niña, cuya cuna estaba colocada junto a su cama. Advirtió, dijo, que Saville no estaba en su cuna, al otro lado de la habitación. «La marca de su cuerpo aún estaba ahí, como si lo hubieran cogido con cuidado —dijo Gough—. Las sábanas se habían vuelto a colocar con suavidad, como si su madre o yo lo hubiéramos cogido.» Había asumido, dijo, que la señora Kent, al oír llorar a su hijo, se lo había llevado a su habitación, al otro lado del descansillo.
Sara Kerslake dijo que también ella se había despertado un momento a las cinco de la mañana y que se había vuelto a dormir. Justo después de las seis se despertó de nuevo y llamó a Cox. Ambas se levantaron, se vistieron y bajaron para comenzar la jornada; Cox por las escaleras delanteras y Kerslake por las de la parte trasera. Cuando Cox fue a abrir la puerta del salón le sorprendió hallarla casi abierta. «Encontré la puerta entreabierta, las contraventanas abiertas y la ventana también entreabierta.» Se trataba de la ventana central de las tres —todas ellas iban del suelo al techo— que se encontraban en el saledizo semicircular de la parte trasera de la casa. El marco inferior se elevaba unos quince centímetros del suelo. Cox dijo que había pensado que alguien la había abierto para que la habitación se ventilara. Ella la cerró.
John Alloway salió de su casa en Beckington y a las seis de la mañana se encontró con Holcombe en el establo de Road Hill, atendiendo a la yegua de los Kent. Daniel Oliver llegó quince minutos después. Holcombe mandó a Alloway a que regara las plantas del invernadero. El chico fue a buscar entonces un cesto con cuchillos sucios, incluidos dos cuchillos de trinchar de la cocina, donde Kerslake estaba trabajando, y dos pares de botas sucias que había en el pasillo. Llevó todo a un cobertizo del patio conocido como la «casa de los zapatos» o la «casa de los cuchillos», dejó los cuchillos sobre un banco y comenzó a limpiar las botas (un par pertenecía a Samuel Kent, otro a William). «Esa mañana las botas estaban como todas las mañanas», dijo. Normalmente limpiaba los cuchillos también, pero ese día Holcombe se ocupó de esa tarea para que el chico pudiese terminar antes: «Quiero que me ayudes con el abono en el jardín —le dijo—. Yo limpiaré los cuchillos si tú limpias las botas». Holcombe utilizaba en el cobertizo una máquina para limpiar cuchillos. Hasta donde él sabía, dijo después, no faltaba ningún cuchillo ni había ninguno manchado de sangre. Llevó la cubertería limpia a la cocina a las seis y media de la mañana. Luego, con Alloway, esparció el abono de la yegua.
Poco después de las seis, dijo Elizabeth Gough, ella se levantó, se vistió, leyó un capítulo de la Biblia y recitó sus oraciones. La lamparilla que había colocado la noche anterior se había apagado, como solía pasar, después de estar seis horas encendida. La cuna de Saville aún estaba vacía. A las seis cuarenta y cinco (vio la hora en el reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea), fue a la habitación de los señores Kent. «Llamé dos veces pero no obtuve respuesta.» Alegó que no había insistido porque no quería despertar a la señora Kent, cuyo embarazo alteraba su sueño. Gough regresó a la habitación de los niños para vestir a Eveline. Entretanto, Emily Doel ya había llegado. Entró en la habitación de los niños cargando la bañera de los pequeños, poco antes de las siete y los llevó al vestidor contiguo. Cuando entró con los cubos de agua caliente y fría para llenar la bañera advirtió que Gough hacía su cama. No se dijeron nada.
Gough llamó de nuevo a la puerta de la habitación de los señores Kent. Esa vez le abrieron, Mary Kent se había levantado y puesto encima la bata, después de echar un vistazo al reloj de su marido: eran las siete y cuarto. Luego sostuvieron una confusa conversación en la que cada una pareció suponer que la otra tenía a Saville.
—¿Están despiertos los niños? —le preguntó Gough a su ama, como dando por sentado que Saville se encontraba en la habitación de sus padres.
—¿Cómo que «los niños»? —preguntó la señora Kent—. Solo hay un niño.
Se refería a Mary Amelia, la niña de cinco años que compartía la habitación de sus padres.
—¡El señorito Saville! —exclamó—. ¿No está con usted?
—¿Conmigo? —respondió la señora Kent—. Por supuesto que no.
—No está en su habitación, señora.
La señora Kent fue a la habitación para comprobarlo por sí misma y le preguntó a Gough si había dejado alguna silla apoyada contra la cuna por la que Saville hubiera podido bajarse de ella. La niñera dijo que no. La señora Kent le preguntó entonces cuándo se había dado cuenta de que él no estaba. A las cinco de la mañana, le dijo Gough. La señora Kent le preguntó por qué no la había despertado inmediatamente. Gough contestó que había pensado que la señora habría oído al niño llorar y que se lo había llevado a su habitación.
—¿Cómo se atreve a decir eso? —dijo la madre—. Sabe que no podría hacerlo.
El día anterior, le recordó a Gough, le había comentado que ya no podía cargar con Saville, pues era un «chico pesado y fuerte» de casi cuatro años y ella ya estaba de ocho meses.
La señora Kent mandó a la niñera al piso superior para que preguntara a sus hijastros si Saville se encontraba con ellos; luego le dijo a su marido: «Saville ha desaparecido».
«Mejor será que vayas a buscarlo», respondió Samuel, a quien había despertado, como él mismo afirmó, la llamada de Gough. La señora Kent salió de la habitación. Cuando regresó con la noticia de que no habían encontrado a Saville, su esposo se levantó, se vistió y bajó las escaleras.
Gough llamó a la puerta de Elizabeth y Mary Ann hacia las siete y veinte y preguntó si Saville estaba con ellas. Le respondieron que no y preguntaron si la señora Kent sabía que había desaparecido. Al oír el alboroto, Constance salió de la habitación vecina. Según Gough ella «no hizo ningún comentario» sobre la desaparición de su hermanastro. Constance dijo después que llevaba tres cuartos de hora despierta: «Me estaba vistiendo cuando oí que ella llamaba a la puerta de al lado, así que me acerqué a mí propia puerta para enterarme de lo que pasaba». William, que aseguró haberse levantado a las siete, dormía en una habitación al fondo del pasillo, donde no debía de oír nada.
Gough bajó los dos pisos que la separaban de la cocina y le preguntó a Cox y a Kerslake si habían visto al niño. Kerslake, que había hecho fuego bajo el hornillo para calentar la leche del desayuno, dijo que no. Cox dijo que tampoco, pero comentó que había encontrado la ventana del salón abierta. La niñera se lo comunicó a su patrona. El señor y la señora Kent revolvieron la casa entera para encontrar a su hijo. «Lo busqué por todas partes —dijo la señora Kent—. Estábamos perplejos, íbamos y veníamos de una habitación a otra.»
Samuel extendió la búsqueda a toda la propiedad. Cerca de las siete y media, señaló Holcombe, les dijo a los jardineros que «el señorito Saville había desaparecido, que lo habían secuestrado, que se lo habían llevado. Eso fue todo lo que dijo, y se fue a recorrer todo el jardín... Nos dispusimos inmediatamente a buscar al niño».
«Deseaba que los jardineros registraran toda la propiedad para ver si encontraban algún rastro del niño —explicó Samuel—. Me refiero a algún rastro del niño o de alguien que hubiese salido de la finca.» Gough colaboró buscando en el jardín y entre los arbustos.
Samuel preguntó a los jardineros si había algún policía en las proximidades. «Está Urch», contestó Alloway. Alfred Urch era un agente de policía que recientemente se había mudado a Road con su esposa y su hija. Había pasado ya un mes desde que recibiera una reprimenda por beber en The George, un pub de Road, mientras estaba de servicio. Fue Urch quien había oído a un perro aullar la noche anterior, cerca de la casa de Road Hill. Samuel envió a Alloway al pueblo para que fuera a buscar al policía. También mandó a William para que llamase a James Morgan, un panadero y policía de la parroquia, que vivía en Upper Street. Urch era un oficial de la policía del condado de Somersetshire, creada en 1856, mientras que Morgan era miembro del viejo sistema policial, aún no desaparecido del todo, por el que los vecinos se inscribían para servir como policías de la parroquia sin sueldo por períodos de un año. Urch y Morgan eran vecinos.
—Démonos prisa —le urgió Morgan.
—Ahora voy —dijo Urch. Y se dirigieron hacía Road Hill.
Por orden de su padre, William ordenó a Holcombe que preparase el caballo y el carro; Samuel había decidido ir hasta Trowbridge e informar a John Foley, un subjefe de policía al que conocía. Cuando Samuel fue a despedirse de su mujer, ella le dijo que la manta de Saville tampoco estaba en su cama, que Gough había advertido su falta. A la señora Kent «parecía complacerle la idea» de que se lo hubiesen llevado con manta y todo, dijo Samuel, «como si eso pudiera mantener al niño abrigado».
Samuel se puso un abrigo negro y partió en su faetón, un elegante carruaje de cuatro ruedas, de caja pequeña y altas ruedas traseras tirado por la yegua castaña. «Se fue con mucha prisa», dijo Holcombe. Cuando Urch y Morgan se aproximaban a la calle, cerca de las ocho, lo encontraron doblando hacia la izquierda por Trowbridge Road. Morgan le aseguró a Samuel que le bastaba con ir a Southwick, como a un kilómetro y medio de distancia, donde un oficial de policía de Wiltshire podría enviar un mensaje al pueblo. Pero Samuel quería recorrer los ocho kilómetros que lo separaban de Trowbridge: «Debo continuar», dijo. Le pidió a Urch y a Morgan que se sumaran a la búsqueda de su hijo.
En la barrera del portazgo de Southwick, Samuel paró su carruaje y, mientras pagaba (cuatro peniques y medio), le pidió a la cobradora, Ann Hall, que le indicara dónde estaba la casa del policía local.
—Han secuestrado a uno de mis hijos y se lo han llevado envuelto en una manta —le dijo Samuel.
—¿Cuándo ha desaparecido? —le preguntó la señora Hall.
—Esta mañana —respondió Samuel.
Ella le indicó cómo ir hasta Southwick Street, donde Samuel le dio a un chico medio penique para que los llevase hasta la casa del agente de policía Henry Heritage. Ann Heritage le abrió la puerta y le dijo que su marido seguía en la cama.
—Debe llamarlo de inmediato —dijo Samuel, sin bajar de su carruaje—. Han secuestrado a mi hijo... un niño de tres años y diez meses... estaba envuelto en una manta... me dirijo ahora a Trowbridge para informar a Foley.
La señora Heritage le preguntó su nombre y dirección.
—Kent —respondió él—. De Road Hill.
Cuando el policía Urch y el policía de la parroquia Morgan llegaron a Road Hill, encontraron a Sarah Cox en la cocina y le preguntaron cómo se habían llevado al niño. Ella les mostró la ventana abierta del salón. Elizabeth Gough los condujo a la habitación de los niños y ahí tiró de las sábanas que cubrían la camita de Saville. Morgan advirtió «las marcas que señalaban dónde había yacido el niño tanto en el colchón como en la almohada». Gough les dijo a los policías que al entrar a trabajar al servicio de los Kent, hacía ocho meses, la niñera a la que reemplazó había comentado que a veces la madre del niño se lo llevaba a su propia habitación durante la noche. Morgan preguntó: «¿Ha desaparecido algo más de la habitación, aparte del niño?». Ella dudó, dijo él, antes de responder que «cogieron una manta de la cuna».
Urch y Morgan pidieron que les enseñaran el sótano pero estaba cerrado. Una de las hijas mayores de los Kent tenía la llave, pero los agentes decidieron no inmiscuir a la familia en su investigación. Regresaron al salón en busca de «rastros de pies», como les llamó Morgan, si bien para Urch eran «pisadas» o «huellas»: la ciencia detectivesca era aún joven y su vocabulario no estaba asentado. Poco después, Elizabeth Gough buscó huellas y encontró las de dos grandes botas con tachuelas sobre el droguete blanco, una alfombra basta de lana que cubría la moqueta cerca de la ventana. Resultaron ser las huellas del agente Urch.
La señora Kent pidió a su hijastra Constance que fuera a buscar al reverendo Edward Peacock y lo trajera a Road Hill. Edward Peacock vivía con su esposa, dos hijas, dos hijos y cinco sirvientes en una rectoría gótica de tres pisos, contigua a la Christ Church. El y Samuel eran amigos y la rectoría quedaba a unos cuantos minutos a pie desde casa de los Kent. El vicario aceptó ayudar en la búsqueda.
William Nutt, un zapatero con seis hijos que vivía en las ruinosas casitas próximas a la mansión, trabajaba en su taller cuando oyó que Joseph Greenhill, un tabernero, hablaba de la desaparición del señorito Saville. Nutt se dirigió a la mansión de Road Hill: «Como tenía cierto afecto por el padre, me dije: “Debo ir y conocer más detalles de lo ocurrido”». Nutt era «un tipo de aspecto raro —informó el Western Daily Press—: cetrino, delgado y huesudo, tenía los pómulos prominentes, la nariz afilada, entradas, y bizqueaba un poco; además, es lo que suele llamarse un “desmañado” y tiene la costumbre de colocar sus cortos brazos frente al pecho, con las manos colgando». Justo al llegar a la verja de la entrada, Nutt se encontró con Thomas Benger, un granjero que pastoreaba a sus vacas. Benger le propuso a Nutt que se sumaran a la búsqueda. Nutt dudaba si entrar en el jardín sin permiso y le dijo a Benger que «no le gustaba la idea de allanar la propiedad de un caballero». Benger, que había oído cómo Samuel Kent le ofrecía a Urch y Morgan una recompensa de diez libras si hallaban a su hijo, convenció a Nutt de que nadie podría culparlos de buscar a un niño perdido.
Mientras inspeccionaban los espesos arbustos situados a la izquierda de la entrada principal, Nutt comentó que darían con el niño fuera como fuese, vivo o muerto. Luego enfiló hacia la derecha, hacia un retrete que utilizaba la servidumbre escondida entre los matorrales y Benger lo siguió. Al llegar allí, abrieron la puerta y se encontraron con un pequeño charco de sangre coagulada que cubría el suelo.
—Mira, William —dijo Benger—, lo que hay que ver.
—Oh, Benger —dijo Nutt—, es lo que había dicho.
—Consigue una luz, William —dijo Benger.
Nutt fue a la puerta trasera de la casa y recorrió el pasillo hasta la trascocina. Allí se encontró con Mary Holcombe, la madre del jardinero. Estaba empleada por los Kent para hacer la limpieza un par de veces por semana. Cuando Nutt le pidió una vela, ella lo observó con atención.
—Por Dios, ¿qué pasa, William?
—No se preocupe, Mary —le respondió él—. Solo quiero una vela para ver si podemos dar con algo.
En ausencia de Nutt, Benger levantó la tapa del retrete y miró dentro hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. «Al mantener la mirada fija en el fondo pude ver mejor y vi algo que parecía ropa. Metí la mano y saqué una manta.» La manta estaba empapada de sangre. Aproximadamente sesenta centímetros debajo del asiento, en el salpicadero de madera que bloqueaba parcialmente el descenso a la fosa que quedaba más abajo, se hallaba el cuerpo del niño. Saville yacía de lado, un brazo y una pierna apuntaban hacia arriba.
—Aquí —dijo Benger, cuando Nutt apareció con la vela—. Oh, William, aquí está.