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Sin duda, nuestro detective real vive

En octubre de 1865, Constance fue trasladada de Salisbury a Millbank, la prisión de mil celdas situada sobre el Támesis. «Un enorme y oscuro edificio con torres —escribió Henry James en La princesa Casamassima— que yacía ahí y se extendía por todo el vecindario, con muros marrones, desnudos y sin ventanas, pináculos feos y truncados y una naturaleza increíblemente triste y severa ... había paredes dentro de las paredes y galerías encima de las galerías, incluso la luz del día perdía su color y era imposible calcular qué hora era exactamente.» Un visitante de la prisión miraría a las mujeres «levantándose repentina y espectralmente, con sombreros sin gracia, desatados, en raras esquinas y rellanos del laberinto aireado». El Penny Illustrated Paper envió un periodista a observar en qué condiciones estaba confinada Constance. Encontró en Millbank «un puzle geométrico», «un laberinto excéntrico», con cinco kilómetros de «retorcidos pasillos» aparentemente subterráneos y sin ventilación, «oscuros rincones o “dobleces” en los zigzagueantes corredores», «puertas cerradas con doble llave, que se abren a toda suerte de extraños ángulos y que llevaban a veces a entradas ciegas y con frecuencia a las escaleras de piedra que ... parecían talladas en el sólido ladrillo».

Constance ocupaba una celda equipada con una lámpara de gas, una bañera, un orinal, una repisa, tazas de hojalata, un salero, un plato, una cuchara de madera, una Biblia, una pizarra, un lápiz, una hamaca, ropa de cama, un peine, una toalla, una escoba y una chimante mirilla. Al igual que el resto de presos, llevaba un vestido marrón de sarga. Su desayuno consistía en medio litro de chocolate y melaza, almorzaba carne, patatas y pan y cenaba pan y medio litro de gachas. Durante los primeros meses de su condena tuvo prohibido hablar con otros presos y recibir visitas. El reverendo Wagner y la señorita Gream solicitaron un permiso especial para verla, pero les fue denegado. Ella limpiaba su celda todos los días e iba a la capilla. Solía tocarle trabajar, quizá haciendo ropa, medias o cepillos para sus compañeros de la prisión. Semanalmente, se bañaba y podía coger un libro de la biblioteca si quería. Como todo ejercicio, caminaba en fila india, a dos metros de distancia del otro convicto, alrededor del yermo terreno, cerrado y pantanoso, que rodeaba los edificios de la prisión. Podía ver la abadía de Westmister hacia el norte y oler el río hacia el este. La casa de Jack Whicher queda a una calle de distancia, invisible detrás de los altos muros de Millbank.

Whicher, entretanto, había retomado su vida. En 1866 se casó con su casera, Charlotte Piper, una viuda tres años mayor que él. Si alguna vez había estado legalmente casado con Elizabeth Green, la madre de su hijo perdido, ella debía de estar muerta. La ceremonia se celebró el 21 de agosto en St. Margaret, una exquisita iglesia del siglo XVI en los jardines de la abadía de Westminster, en cuyos prados pastaban las ovejas.

Elizabeth Gough se casó ese mismo año. En la iglesia de St. Mary Newington, en Southwark, el 24 de abril de 1866, transcurrido casi un año desde la confesión de Constance Kent, se convirtió en la esposa de John Cockburn, un marchante de vinos.

Un año después, Whicher trabajaba como investigador privado. No necesitaba el dinero, pues su pensión era la que le correspondía y además la nueva señora Whicher tenía sus propios ingresos, pero ahora que había sido exonerado, su cerebro quedaba libre de congestión y su apetito por la investigación había vuelto.

Se creía que los detectives privados, como Charley Field e Ignatius Pollaky, encarnaban los aspectos más siniestros de la actividad detectivesca. Sir Cresswell, el juez que presidía el tribunal de familia, en 1858 despotricó contra «una persona como Field»: «De todos los pueblos del mundo, el inglés tiene la mayor objeción que puede haber ante un sistema de espionaje. Lo más aborrecible es que haya hombres que le persigan a uno a dondequiera que vaya y que tomen nota de todas sus acciones. En este país se detesta todo eso». El Armadale, de Wilkie Collins, publicado en 1866, el detective privado es «una criatura vil, que la aún más vil necesidad de la sociedad había concebido para su propio uso. Ahí está el espía de confianza de los tiempos modernos, cuyos asuntos se dilatan a un ritmo constante, cuyas oficinas de investigación privada crecen a un ritmo constante. Ahí está el detective necesario ... un hombre profesionalmente entrenado para meterse, a la menor sospecha (si la más mínima sospecha le recompensaba), debajo de nuestras camas y para mirar a través de las cerraduras de nuestras puertas; un hombre que ... con toda razón merecería perder su posición, si bajo cualquier circunstancia, hubiera sido capaz de acercarse a sentir piedad o vergüenza». El trabajo estaba bien pagado, pero era inseguro. En 1854, Field recibía quince chelines al día más gastos por espiar a la señora Evans, y un extra de seis chelines al día si obtenía la prueba de adulterio que su esposo solicitaba para poder divorciarse de ella.

En su nuevo papel, Whicher participó en la batalla legal más larga y más famosa de la segunda mitad del siglo XIX, el caso del demandante Tichborne. Hacia finales de 1866, un sujeto regordete y carrilludo llegó a Londres declarando ser sir Roger Tichborne, un baronet católico romano y heredero de la fortuna de su familia. Sir Roger había desaparecido en un naufragio en 1854 y nunca se encontró su cadáver; el demandante aseguraba que a él lo habían rescatado y llevado a Chile, desde donde había zarpado rumbo a Australia. Allí había vivido en Wagga Wagga, Nueva Gales del Sur, bajo el nombre de Thomas Castro hasta que se enteró de que la duquesa viuda de Tichborne, una francesa excéntrica que creía que su hijo seguía vivo, había publicado en la prensa australiana un texto en el que pedía información sobre su paradero.

La duquesa viuda de Tichborne acogió al demandante como sí fuese su hijo; amigos, conocidos y antiguos sirvientes también firmaron documentos que certificaban su identidad. Incluso el médico de la familia aseguró que no tenía duda alguna que aquel era el hombre que había atendido desde la infancia porque poseía unos peculiares genitales (cuando el pene estaba flácido, se le metía dentro del cuerpo, como a un caballo). Aun así, muchos otros que habían conocido a sir Roger ridiculizaban al demandante como un torpe impostor. En muchos aspectos su conocimiento sobre sir Roger era notable: por ejemplo, advirtió que un cuadro donde se representaba la propiedad Tichborne había sido limpiado en su ausencia. Pero también cometía errores elementales y había olvidado casi todas las palabras de su primera lengua, el francés.

Uno de los escépticos, lord Arundel de Windsor, que estaba emparentado con los Tichborne, contrató a Whicher para desenmascarar al demandante. Le comunicaron al detective que sería recompensado con generosidad si dedicaba al caso toda su atención. Durante los siguientes siete años, el caso llamó no solo toda la atención de Whicher sino de todo el país. Era un puzle tan desconcertante que provocó una suerte de parálisis nacional. «Ha pesado sobre la opinión pública como un íncubo —escribió el abogado en 1872—, ningún tema ha ocupado tanto espacio en nuestras cabezas», apuntó el Observer en 1874.

Whicher tenía dos décadas de experiencia en esta clase de investigaciones: seguir de cerca, acechar, preparar a los testigos, sondear las mentiras y las medias verdades, conseguir información de los participantes reticentes, usar fotografías para asegurar identificaciones, evaluar personalidades. A partir de un soplo de un detective australiano, empezó por investigar en Wapping, un barrio pobre cercano a los muelles del este de Londres. Descubrió que en la Navidad de 1866, pocas horas después de su llegada a Inglaterra, el demandante había visitado el bar Globe, en Wapping High Street, había pedido un jerez y un cigarrillo e indagado por la familia Orton. El dijo que actuaba en nombre de Arthur Orton, un carnicero que había conocido en Australia. Whicher sospechaba que el demandante era el carnicero de Wapping.

Durante meses Whicher merodeó por las calles de Wapping. Había invitado a muchos propietarios de locales que habían conocido a Orton, cantineros, confiteros, fabricantes de velas y demás a que lo acompañaran al alojamiento del demandante en Croydon al sur de Londres. Uno a uno se encontraron con el detective en la estación del puente de Londres, cogieron el tren a Croydon y esperaron en el exterior de la casa del demandante hasta que saliera o pudiera vislumbrarse a través de la ventana. Muchos, no todos, dijeron que identificaban al demandante como Arthur Orton. Whicher se hubiera escondido si el demandante hubiera salido de su casa. Según uno de los testigos, «Whicher dijo que no debían verlo allí, pues probablemente levantaría sospechas y haría que el demandante saliera». Whicher localizó a una antigua novia de Orton, Mary Ann Loder, que juró que el demandante era el hombre que la había abandonado en 1852 para buscar fortuna en ultramar. Ella resultó ser un testigo importante, incluso testificó sorprendentemente que Arthur Orton tenía un pene regresivo.

La información de Whicher era extensa. No solo buscó pruebas en contra del demandante, sino que incluso trató de persuadir a sus partidarios de desistir. En octubre de 1868 visitó al señor Rous, el arrendador del Swan en Alresford, en Hampshire, y uno de los principales consejeros del demandante. Después de pedir un vaso de ponche (ron y agua) y un cigarrillo, el detective le preguntó:

—¿Cree que él es el hombre?

—Seguramente —dijo Rous—, no tengo dudas de que él es el hombre indicado, pero es tonto.

—Señor Rous, no lo crea. Puede estar seguro de que él no es quien usted cree. Lo que debo decirle le incomodará mucho. —Y Whicher procedió a desentrañar la historia del demandante.

El demandante, que pesaba ciento veintisiete kilos cuando llegó a Inglaterra, engordaba y engordaba. Sus partidarios de la clase obrera lo aclamaban como un héroe que había sido castigado por la aristocracia y la Iglesia católica por la vulgaridad que había adquirido en la bárbara Australia. Otra vez Whicher trabajaba para la clase dirigente, otra vez contra la clase de la que provenía; él era el renegado, el arquetipo del policía.

Cuando el demandante exigió el control de las propiedades de la familia en 1871, los Tichborne contrataron a sir John Duke Coleridge, que defendiera a Constance, para representar sus intereses. En el curso del juicio, como en el de Road Hill, la otra parte buscó desacreditar a Whicher y sus descubrimientos. Los abogados del demandante protestaron argumentando que su cliente había sido «acosado» por detectives y por uno en particular. «Creo, que la historia de Arthur Orton ha surgido del cerebro de uno de ellos —dijo el abogado— y creo que deberíamos enterarnos de cómo se ha tramado. No me gusta la gente de esta calaña. Son completamente irresponsables, no están con nadie, no fueron llamados a declarar debido a su comportamiento. No pertenecen a la policía, son simples aficionados y muchos son policías jubilados que se ganan un honesto sustento como detectives privados. Sin imputarle a tan honorable cuerpo que invente pruebas, debo decir que hay pruebas demasiado claras para hacerlas parecer lo que no son.»

En 1872, el demandante perdió el caso y la Corona sin demora lo demandó por perjurio. De nuevo los abogados del demandante, por ese entonces liderados por el abogado irlandés Edward Kenealy, intentaron degradar a Whicher con acusaciones de que había sobornado y preparado a sus testigos. Kenealy hizo comentarios insidiosos a los testigos de la parte acusadora cuando subieron al estrado: «Supongo que usted y Whicher han vertido unas cuantas gotas de alcohol sobre este caso».

Desde el caso de Road Hill, Whicher había aprendido a encogerse de hombros ante el vilipendio y a tener una visión más amplia. Había recuperado la seguridad en sí mismo de antaño. En 1873 escribió una carta a un amigo: «Seguramente te habrás enterado de que me maltratan respecto al caso Tichborne, pero si debo vivir, como sucedió con el asesinato de Road, será para sobrevivir a las insinuaciones y calumnias (no sé si a las de Kenealy), pero que el demandante es Arthur Orton es tan cierto como que soy tu viejo amigo, Jack Whicher».

En 1874, declararon culpable al demandante y fue sentenciado a catorce años de trabajos forzados. Lo enviaron a Millbank. A pesar de que el abogado de los Tichborne exhortó a la familia a pagar a Whicher una gratificación de cien guineas por su sobresaliente trabajo en el caso, no hay ningún documento que pruebe si lo hicieron o no.

Jack Whicher siguió viviendo con Charlotte en el número 63 de Page Street (anteriormente el número 31 de Holywell Street, cerca de Millbank Row, pero ahora renombrada y renumerada). Su sobrina Sarah se mudó en 1862, cuando se casó con el sobrino de Charlotte, James Holliwell, quien fuera galardonado con una de las primeras cruces de Victoria por su participación en la rebelión de los cipayos de 1857. Durante el asedio a una casa en Lucknow, según la citación, él se comportó: «De forma admirable, alentando a los otros nueve hombres, que estaban con la moral baja, a continuar ... Su entusiasmo los convenció e hicieron una exitosa defensa en una casa en llamas, con el enemigo disparándoles a través de las ventanas». James y Sarah vivían ahora en Whitechapel, al este de Londres, con sus tres hijos. Aunque Jack y Charlotte no tuvieron hijos propios, cuidaron de varios niños; Amy Gray, que nació en Camberwell cerca de 1856, era una visitante frecuente desde los cinco años, y Emma Sangways, que nació en Camberwell hacia 1863, fue registrada como la pupila de Whicher en 1871. La relación de la pareja con estas niñas es un misterio, pero los lazos entre ellos duraron hasta la muerte.

En enero de 1868, mientras Whicher iba a la caza de testigos en Wapping, apareció la primera entrega de La piedra lunar en el All the Year Round. Se convirtió de inmediato en un best setter. «Es una historia muy curiosa —observó Dickens—, salvaje pero doméstica.» La piedra lunar, una novela fundacional de la literatura detectivesca, adoptaba muchas de las características de la investigación real de Road, el crimen en una casa de campo donde el asesino debe de ser uno de los miembros de la casa; las vidas secretas escondidas tras las apariencias debidas, el incompetente y presuntuoso policía local; el comportamiento que parecía apuntar en una dirección y luego cambiaba a la otra; la manera como el inocente y el culpable actuaban sospechosamente por igual, porque todos tenían algo que ocultar; la dispersión de «pistas reales y pistas falsas», tal como las describió un reseñista. El término «arenque rojo» (algo que hace que los sabuesos pierdan el rastro) no se usó para significar «pista falsa» hasta 1884. En La piedra lunar, como en Road Hill, la fuente original del crimen eran los errores cometidos por la generación anterior: los pecados del padre eran infligidos en los hijos, como una maldición. Estas ideas fueron tomadas por varios de los novelistas que sucedieron a Collins, así como el ambiente de incertidumbre de la novela, lo que uno de los personajes llamó «la atmósfera de misterio y sospecha en la cual vivimos ahora».

La historia diluía el horror de Road Hill, pues en vez de un infanticidio, se trataba de un robo de joyas; en vez de manchas de sangre, salpicaduras de pintura. Aun así la trama tomaba prestados muchos detalles del caso de Road: el camisón manchado y extraviado; el libro de la colada que probaba la pérdida; el renombrado inspector de policía enviado a investigar al campo desde Londres; una casa que se estremecía ante su invasión; la falta de delicadeza de un hombre de clase baja que acusaba a un chica de clase alta. Más significativamente, convirtió a Whicher en el héroe detective prototípico, «el celebrado Cuff». En el lenguaje coloquial contemporáneo, «empuñar» significaba esposar.14 Cuando Robert Louis Stevenson, de diecisiete años, leyó la novela, escribió a su madre: «¿No es maravilloso el detective?».

Físicamente, el sargento Cuff era un viejo delgado como el papel, de líneas duras, muy distinto a Whicher. En cuanto a su personalidad, sin embargo, eran muy semejantes. Cuff era melancólico, listo, enigmático, oblicuo; tenía maneras de trabajar «indirectas» y «clandestinas», por las que sus fuentes caían en la trampa de revelar más de lo que ellos pretendían. Sus ojos «tenían la costumbre desconcertante, cuando se encontraban con los tuyos, de mirar como si esperasen más de ti de lo que tú mismo eras consciente». Cuff perseguía secretos inconscientes tanto como hechos que se ocultaban deliberadamente. Su personaje actuaba como un contraste al sensacionalismo de la novela, una máquina pensante que interpretaba las palpitaciones y los pulsos de los otros personajes. Al identificarse con Cuff, los lectores podían resguardarse de las mismas emociones que buscaban, la desatada emoción de la historia, la excitación física, el temblor ante el peligro. El furor por sentir se transmutó en «el furor del detective», que ardía en los personajes de la novela y en sus lectores, una compulsión por resolver el acertijo. En este sentido, la novela policíaca domesticó a la novela sensacionalista, aprisionando el absurdo emocional en una elegante y ordenada estructura. Había locura, pero el método la domesticaba. Fue el inspector Cuff quien hizo de La piedra lunar un nuevo tipo de libro.

Aun así Cuff, a diferencia de los detectives que lo inspiraron, llegó a la solución incorrecta: «Admito que lo hice muy mal», dijo. Estaba equivocado al creer que la hija de la casa era la criminal, la reservada, «endemoniadamente terca», «rara y salvaje» señorita Rachel. Ella resultaba ser más noble de lo que su espíritu de policía podía entender. En tanto que reflejaba los sucesos de Road Hill, la novela desoía la solución oficial (la culpa de Constance) y, en cambio, daba voz a la incertidumbre que seguía rodeando el caso. Ventilaba las nociones de sonambulismo, los hechos inconscientes, las dobles personalidades que el caso de Road había levantado, el vertiginoso remolino de perspectivas que había sido atraído para influir en la investigación. La solución que Collins le dio al misterio de La piedra lunar fue que la extraña y salvaje señorita Rachel había atraído las sospechas hacia ella misma para proteger a alguien más.

En 1927, T. S. Eliot comparó La piedra lunar favorablemente con la literatura de Edgar Allan Poe y Arthur Conan Doyle:

La historia policíaca, como la creada por Poe, es algo tan especializado e intelectual como un problema de ajedrez, mientras que la mejor ficción policíaca inglesa ha confiado menos en la belleza del problema matemático y mucho más en el elemento humano intangible ... Los mejores héroes de la literatura policíaca inglesa han sido, como el inspector Cuff, falibles.

Durante su vida no se solía considerar a Collins maestro de la trama por su poca aptitud para describir la vida interior de sus personajes. En comparación con novelistas como George Eliot, Collins construía sus historias desde fuera más que desde dentro. Henry James las caracterizó como «monumentos del arte del mosaico», luego corrigió su opinión: «No son tanto obras de arte —dijo—, como trabajos científicos».

En mayo de 1866, Samuel Kent volvió a solicitar su jubilación al Ministerio del Interior con salario completo, que había ascendido a quinientas libras cuando cumplió los treinta años de servicio ese abril. Desde la muerte de Saville, Samuel explicaba en su carta, la familia había experimentado «penas y angustias indescriptibles agravadas por las revelaciones a las que últimamente la penitencia de su hija Constance se había sentido obligada a hacer». Sus esfuerzos por encontrar al asesino y proteger a su familia, afirmaba, lo habían endeudado. La salud de su segunda esposa estaba «completamente destrozada». La señora Kent estaba perdiendo la vista y había caído víctima de «una parálisis que la tiene postrada y sin esperanzas», por eso él debía cuidarla y ocuparse de sus cuatro hijos pequeños.

En agosto, para su consternación, el Ministerio del Interior concedió a Samuel una pensión de doscientas cincuenta libras, la mitad de lo que había pedido pero lo máximo que las leyes permitían. Samuel dio marcha atrás desesperadamente y empezó por retirar su dimisión. Podía continuar trabajando, dijo; no tenía intención de dimitir, solo preguntaba por la posibilidad de hacerlo; no—podría arreglarse con tan poco dinero. El Ministerio del Interior le preguntó si podía desatender sus obligaciones familiares. Sí, respondió a finales de agosto, ya no necesitaba cuidar a su esposa: Mary Kent, nacida Pratt, había muerto, a los cuarenta y seis años, de congestión pulmonar a principios del mes.

El Ministerio del Interior permitió a Samuel Kent continuar como subinspector. Ese verano, el Daily News de Edimburgo le indemnizó con trescientas cincuenta libras por los daños causados por un artículo que retrataba a su segunda esposa como una mujer ordinaria y cruel. Con los cuatro niños supervivientes de su segundo matrimonio, Mary Amelia, Eveline, Acland y Florence, Samuel se fue al norte, al pequeño pueblo galés de Denbigh, donde contrató a una institutriz australiana y a otros dos sirvientes. Sus hijas mayores, Mary Ann y Elizabeth, se mudaron juntas a Londres. William se dirigió también hacia la capital, con las mil libras de herencia que obtuvo al cumplir los veintiún años en julio.

A lo largo del invierno de 1867, William tomó clases nocturnas en el King’s College, donde estudió la «ciencia nueva» forjada por Darwin y otros. La pasión de William era el microscopio (los Kent tenían uno en Road Hill, además de dos telescopios); hacia el final del año fue elegido miembro de la Sociedad del Microscopio. El biólogo Thomas Huxley, uno de los más influyentes científicos del momento, se convirtió en su padrino. El alentó al joven a investigar la infusoria, una bacteria unicelular del agua solo visible mediante lupas.

Huxley era conocido como el «perro de Darwin» por su ardiente defensa de las ideas del estudioso de la historia natural. El dio el nombre «profecía retrospectiva» al proceso de imaginar el pasado observando el presente. Un estudioso de la historia natural pretendía mirar en el pasado como un profeta ver en el futuro. «¡Ojala existiera la palabra “prefeta”!», dijo Huxley. En una conferencia que impartió a unos trabajadores en 1868, dijo que el pedazo de tiza que sujetaba era punto de partida de una explicación de la historia geológica de la tierra. «Un pequeño comienzo —concluyó— que nos ha llevado a un gran final.» Un mundo podría desplegarse a partir de lo diminuto.

William Kent sentía muchísima curiosidad por las cosas pequeñas, tenía la convicción de que ellas contenían los grandes secretos. Siguió su vocación los siguientes cinco años en el museo de zoología de Cambridge, luego en la colección de invertebrados del Real Colegio de Cirujanos y más tarde en el departamento de zoología del Museo Británico, donde su salario ascendió a trescientas libras. Ahí, él se enamoró de los corales, declaró que «le habían conmovido profundamente». Los corales son pequeños y suaves animales marinos, cuyo esqueleto de piedra caliza crea arrecifes en los mares tropicales. A través de su «acción —en palabras de William— nuevas islas y países se alzaban desde el lecho del océano inexplorado». Ellos relacionaban la zoología y la geología, lo vivo y lo muerto.

Charles Dickens murió en 1870, dejando un trabajo inconcluso, El misterio de Edwin Drood. Debido a la muerte de su autor, esta novela se convirtió en la más pura historia de asesinatos, la novela cuya atención nunca se disuelve. «Quizá no vivió para no destruir su misterio entre los escritores de historias policíacas», escribió G. K. Chesterton. «Edwin Drood podría o no haber muerto de verdad, pero sin duda Dickens no murió realmente. Sin duda, nuestro detective real vive y aparecerá entre los últimos de la tierra. Un cuento terminado puede darle a un hombre la inmortalidad en el sentido de la luz y de la literatura; sin embargo, una historia inconclusa señala otro tipo de inmortalidad, más esencial y más extraña.»

En 1865, Dickens, como muchos otros, se vio obligado a cuestionar su creencia en que Samuel Kent y Elizabeth Gough habían cometido el asesinato de Road Hill. Como si revisitara el caso, su última novela dibujó a un hermano y una hermana que recordaban a Constance y a William Kent. Los huérfanos y exóticos Helena y Neville Landless huyen alguna que otra vez de su infeliz hogar. «Nada de nuestra miseria la sometió nunca —dijo Neville de su hermana—, aunque a menudo me intimidaba. Cuando huíamos... era ella la que planeaba y ordenaba. En todas esas ocasiones se vestía como un chico y mostraba el arrojo de un hombre. Recuerdo que teníamos siete años la primera vez que nos escapamos, me acuerdo que perdí la navaja de bolsillo con la que se iba a cortar el cabello y cómo trató desesperadamente de arrancárselo o mordérselo.» Helena podría haber sido la líder, pero Neville admitió tener una «joven mente contrahecha» y deseos asesinos. Igual a su hermana en odio y astucia: «He tenido, señor, desde mi más temprana memoria, que suprimir un mortal y amargo odio. Este me ha hecho reservado y vengativo».

Dickens describió a los dos como criaturas oscuras y extrañas, como encarnaciones del suspense. Son «esbeltos, ágiles y rápidos de pies y manos; un poco tímidos, un poco desafiantes; de mirada fiera; hay una indefinible pausa que va y viene en sus expresiones, tanto en las del rostro como en las del cuerpo, que podría compararse con la pausa que antecede a una flexión o a un salto».

En enero de 1872, Samuel Kent cayó gravemente enfermo a causa de una dolencia del hígado y William cogió el tren hacia Gales. Junto a la cama de su padre escribió una carta a su director de tesis del Museo Británico, quien le había prestado cinco libras para el viaje: «Puede imaginar lo agradecido que estoy de tener la oportunidad de pasar con él unos cuantos días, ya que puedo ayudarlo aunque sea un poco a su bienestar». El 5 de febrero escribió otra carta: «¡Todo ha terminado! Dado el dolor en el que nos hallamos, estoy seguro de que disculpará mi ausencia unos días más». Samuel fue enterrado junto a su segunda esposa en Llangollen. Dejó su dinero a los hijos de su segundo matrimonio, en fideicomiso hasta que cumplieran la mayoría de edad. William y el propietario del Manchester Guardian, posiblemente un amigo de la familia, eran los albaceas.

Cuatro meses después de la muerte de su padre, William se casó con Elizabeth Bennett, la hija de veintidós años de un abogado, y se mudaron a Stoke Newington. A petición de William, su suegro solicitó al gobierno la liberación de Constance, pero no tuvo éxito. En 1873, William fue nombrado biólogo residente en el acuario de Brighton, el cual había abierto sus puertas el año anterior (un espectacular claustro gótico clavado en el malecón, cerca del muelle). El y Elizabeth comenzaron a vivir en Upper Rock Gardens, una calle de casas adosadas construidas durante la Regencia cerca del paseo marítimo.

La moda de los acuarios dio a los científicos oportunidades sin precedente para estudiar criaturas marinas vivas, pero William afirmaba que los patrocinadores comerciales de la empresa de Brighton pensaban que un naturalista residente era «una extravagancia innecesaria» y se mostraban hostiles con él. También riñó con sus colegas. William acusó a uno de sus subalternos de faltarle a la autoridad y más tarde él mismo fue acusado de conducta impropia de un caballero por otro investigador. Ambos habían observado a dos pulpos del acuario copulando y acordaron escribir juntos un artículo sobre el tema. Cuando algunas de las observaciones de William aparecieron en una carta enviada a The Times, el colega lo acusó de plagio. William, indignado, dimitió de su puesto. Tenía una veta prepotente, insensible, consecuencia indirecta de la pasión maníaca con la que a veces se volcaba en su trabajo.

El siguiente año, William fue nombrado conservador y naturalista del nuevo acuario de Manchester. Reconstruyó los tanques, colocó persianas para evitar la luz, instaló un sistema para que el agua circulara y resolvió el problema de cómo mantener vivas grandes algas en condiciones artificiales. La guía oficial de las criaturas que tenía a su cuidado, publicada en 1875, evocaba un mundo submarino de gran amplitud y dramatismo, en el cual observaba a las víctimas y a los depredadores por igual con fascinación inquebrantable pero tierna. Escribió sobre «los brillantes y expresivos ojos» del suave torillo del tanque trece, un «valiente pequeño caballero» que protege a sus «esposas» torillo; del «notablemente belicoso» araña de mar del tanque seis, que corta los miembros de sus hermanos cangrejos, y del cazón con manchas del tanque diez, cuyo segundo párpado permanece durante el día «completamente cerrado sobre el verdadero ojo. Cuando la oscuridad es absoluta, este diafragma se repliega, dejando el globo ocular libre y brillante».

En el acuario de Manchester, William descubrió que los caballitos de mar utilizaban sonidos para comunicarse.

Alcancé el conocimiento de tan curiosa habilidad de la siguiente manera. Al principio del pasado mes de mayo, la mayoría de los especímenes de esta buena colección de tan singulares animalitos fue traída a Inglaterra desde el Mediterráneo... Entre ellos había varios ejemplares notables en su momento por la brillantez de sus colores, algunos eran rojo fuego, otros rosa pálido, amarillo o casi blanco puro ... Algunos fueron guardados por quien esto escribe durante unos días en su despacho para disfrutar de la oportunidad de realizar un apresurado bosquejo de sus colores. Una campana de cristal normal y corriente del revés los acogió, mientras los individuos «elegidos por su parecido» fueron aislados un breve tiempo en un receptáculo de cristal aún más pequeño. En una de esas ocasiones se oyó un sonido agudo, breve y brusco cada poco tiempo y regularmente, procedente del recipiente más grande a un lado de la mesa, al que inmediatamente después recibió respuesta de una manera similar desde el recipiente más pequeño y cercano al narrador. La sorpresa y la admiración fueron intensas al descubrir que procedía de la boca de un pequeño pez considerado tonto y un examen más detallado mostraba que producía tal sonido por una compleja contracción muscular y por la repentina expansión de la mandíbula inferior.

En 1875, la esposa de William, Elizabeth, murió de una obstrucción intestinal repentinamente a los veinticinco años. Menos de un año después, William contrajo matrimonio de nuevo: su segunda esposa fue Mary Ann Livesey, una mujer hermosa y de cara más bien angulosa, de treinta años, y se mudó a Londres para convertirse en el conservador y naturalista del nuevo Real Acuario, un magnífico edificio situado frente al palacio de Westminster. Durante los siguientes años, William se labró una reputación como experto en biología marina. En 1881 publicó el tercer y último volumen de A Manual of the Infusoria, de novecientas páginas, con cincuenta ilustraciones de las criaturas microscópicas de agua. En mayo de ese año, en el número 87 de la avenida St. Stephen, en Shepherd’s Bush, su esposa dio a luz a un niño muerto.

Jack y Charlotte Whicher se mudaron al sur del río hacia 1880, a una pequeña casa adosada situada en la cima de la colina de Lavender, en Battersea. Ese barrio, a un kilómetro y medio de Westminster, era conocido por su mercado de plantas, al igual que el pueblo donde se había criado Whicher, pero los arriates y los viveros estaban desapareciendo por la urbanización de la zona. La casa de Whicher, en el número 1 de Cumberland Villas, contaba con un gran jardín en la parte trasera (el más grande de la manzana), con vistas a la vía del tren. Desde enero de 1881, tranvías tirados por caballos traqueteaban a lo largo del camino que pasaba frente a la casa. En la acera opuesta, el señor Merryweather tenía un vivero, el único que quedaba en una colina que hacía solo unos años había sido famosa por sus campos de lavanda.

En el verano de 1881, Whicher cayó enfermo de gastritis y úlcera estomacal; el 29 de junio se le perforó la pared del estómago: murió a los sesenta y seis años. Amy Gray, entonces una sombrerera de veinticinco años, estuvo junto a su lecho de muerte; en el acta de defunción aparece registrada como su sobrina. En su testamento, Whicher dejó a Amy ciento cincuenta libras y un reloj suizo de oro. Dejó cien libras a Emma Sanways, la otra chica que él y Charlotte cuidaban, y trescientas libras a su sobrina Sarah Holliwell. Legó ciento cincuenta libras, un reloj, una cadena de oro y un anillo con un sello a un amigo llamado John Potter, un perito que trabaja en Whitehall Palace, y cien libras a su amigo y antiguo protegido Dolly Williamson, ahora comisario en jefe de Scotland Yard. Los dos últimos fueron nombrados albaceas del testamento. El resto de su patrimonio (cerca de setecientas libras) quedaron para su esposa.

Una necrológica de tres líneas dedicada a Jonathan Whicher apareció en la Police Gazette. Casi había sido olvidado. A pesar de toda la brillantez con la que investigó el asesinato de Road Hill, Whicher había sido incapaz de dar al público la certeza que ansiaban o de salvarlos de los males que veía. Y le castigaron por su fracaso. Desde entonces, los heroicos detectives de Inglaterra solo se encontrarían en la literatura.15

Tras la muerte de Jack, Charlotte se mudó a la casa de John Potter, en Saunders Road, Notting Hill. Amy Gray y Emma Sangways se trasladaron con ella. Charlotte murió en enero de 1883, a los sesenta y nueve años, dejando la mayor parte de sus bienes a Amy y a Emma. Nombró a Dolly Williamson el único albacea de su testamento.

Williamson era «un hombre maduro, tranquilo y sencillo —recordaba el comandante Arthur Griffiths, historiador de la policía y director de la prisión—, que caminaba pausadamente por Whitehall balanceando sobre la cabeza, con soltura, un sombrero que le quedaba un poco grande, y que a menudo llevaba entre los labios una hoja o una flor. Era bastante reservado de carácter; ningún extraño podía sonsacarle detalle alguno acerca de las grandes cosas por las que “había pasado”. Su conversación, por ejemplo, versaba sobre jardinería, por la que sentía absoluta pasión; sus flores eran famosas en el barrio donde pasaba su tiempo libre».

Del comisario en jefe, conocido como «el filósofo» por su forma de ser abstraída e intelectual, se decía que dirigía las operaciones desde su escritorio como si jugara al ajedrez. Uno de sus colegas lo describía como «un escocés de la cabeza a los pies: leal, trabajador, conservador, flemático, obstinado, poco entusiasta, valiente, siempre con una opinión propia y nunca temeroso de expresarla; lento para formular nuevas ideas; desconfiado de su eficacia, atento más a sus defectos que a sus virtudes, pero lúcido, y tan honesto, bondadoso ante los errores: era un funcionario recto y valioso». Williamson era la antítesis de Charley Field, el primer compañero de Whicher, a quien le encantaba la proximidad del mundo del hampa. Estos dos hombres delimitaron a Whicher, definieron lo que un detective Victoriano debía ser. Field, que en la década de 1870 estaba casi en la pobreza, recordaba al temerario cazador de ladrones del siglo XVIII; mientras que Williamson perfilaba a los prudentes comandantes del siglo XX.

En un juicio notable de 1877, varios hombres de Williamson fueron declarados culpables de corrupción, confirmando la opinión general de que los detectives profesionales eran avaros y arteros. Williamson dijo sentirse desconsolado por la traición. Se hizo cargo del Departamento de Investigación Criminal, que se creó el año siguiente. Aunque dirigió el departamento durante las investigaciones del caso de «Jack el Destripador» (los asesinatos de prostitutas de Whitechapel en 1888), se sentía demasiado enfermo para participar activamente. Según el comandante de la policía, Williamson estaba «agotado antes de lo normal por la constante presión de un trabajo muy agobiante». Murió en 1889, a los cincuenta y ocho años, dejando una esposa y cinco hijos. El ataúd de Williamson fue cubierto con flores y llevado a la iglesia de St. John, enfrente de su casa, en la plaza Smith de Westminster, por seis inspectores.

«La mayoría de los detectives más destacados de esa época aprendieron el oficio bajo las órdenes de Williamson —escribió Griffiths en 1904—. Butcher, el comisario en jefe... está tan apegado a las flores como lo estaba su maestro, y podría ser conocido por la elegante rosa que llevaba en el ojal.» Esta devoción por las flores partió del padre de Jack Whicher, el jardinero de Camberwell y parece haber pasado de hombre a hombre durante los primeros sesenta años de la fuerza policial.

Constance Kent fue trasladada a distintas prisiones, de Millbank a Parkhurst, en la isla de Wight, a Woking, en Surrey, y de nuevo a Millbank. En Parkhurst hacía mosaicos, puzles geométricos reunidos en tableros y enviados para adornar los suelos de las iglesias del sur de Inglaterra: en St. Katharine, en Merstham (Surrey); St. Peter, en Portland (Dorset); St. Swithun, al este de Grinstead (Sussex). Era una artesana con talento: durante su estancia en Woking, trabajó en el suelo de la cripta de la catedral de St. Paul de Londres. Como su hermano William, se había acercado a lo diminuto, a los fragmentos que contaban historias. Entre las imágenes del suelo de la cripta de la catedral de St. Paul está el rostro gordezuelo de un niño, sus ojos están abiertos como si estuviera asustado y de su cabeza brotan dos alas.

En Millbank, Constance trabajó en la cocina, el lavadero y la enfermería (una colección de «habitaciones desnudas y plagadas de barrotes», escribió Henry James, bañadas con «una luz cetrina»). El comandante Arthur Griffiths, entonces sustituto del director de la prisión, elogiaba el trabajo de Constance en el dispensario: «Nadie podría superar la devota atención que regalaba a los enfermos cuando trabajaba como enfermera». La recordaba en sus memorias como:

una criatura pequeña, con la rapidez del ratón o del lagarto, sorprendida, que desaparecía cuando se asustaba. Temía el acercamiento de cualquier cara extraña o desconocida, pues pensaba que podía ir a espiarla y observarla, lo que constituía un verdadero motivo de alarma para Constance Kent. Cuando alguien se atrevía a preguntar: «¿Quién es Constance?», ella ya se había escondido con impresionante rapidez y astucia. Era un misterio en todos los sentidos. Era casi imposible creer que esa personita insignificante e inofensiva pudiera haber cortado la garganta de su pequeño hermano en circunstancias tan atroces. No me cabe duda de que en su personalidad había características de criminalidad instintiva, pómulos altos, frente inferior sobresaliente y ojitos hundidos, pero su forma de ser era agradable y tenía una inteligencia fuera de lo común.

En otras memorias, Griffiths volvió a hablar de la habilidad de la joven para ocultarse:

Constance Kent era como un fantasma en Millbank: iba de un lado a otro silenciosamente, casi invisible ... No hablaba con nadie y nadie se dirigía a ella, siempre se respetó su deseo de pasar inadvertida y nunca se mencionaba su nombre.

En 1877, Constance pidió a Richard Cross, el ministro del Interior del gobierno conservador de Benjamín Disraeli, su liberación anticipada. El que había sido suegro de William, Thomas Bennett, escribió también a Cross a su favor. Ambas peticiones fueron, rechazadas. Ese verano, el médico de Millbank recomendó limitar los arduos trabajos de cocina de Constance —además, la cocina era sombría y estaba sin alfombrar— y que en su lugar se le asignaran labores de aguja. Las autoridades deberían considerar su traslado a otra prisión, dijo, porque su salud se deteriora y le beneficiaría un «cambio de aires», pero no recomendó que regresara a Woking, debido al «enorme disgusto que le produce esa prisión por una u otra razón». Ese año, poco después, la enviaron a la prisión de mujeres de Fulham, al sudoeste de Londres, que acogía a cuatrocientas mujeres.

Desde la celda 29 de la prisión de Fulham, Cross recibió una nueva petición de indulto en 1878. Para conseguir su piedad, Constance se amparó en su juventud en el momento de cometer el asesinato de Saville, en su arrepentimiento, su confesión voluntaria, su buena conducta en la prisión. Trataba de transmitir aquello que la había conducido al asesinato mediante frases insistentes y entrecortadas.

La invencible aversión hacia una persona que le ha enseñado a despreciar y odiar a su propia madre, que ha robado a esa madre el afecto tanto de su esposo como de su hija; la magnitud del daño hecho a su madre cuando, una vez descubierta, se intensifica aún más después de su muerte; su sucesora que nunca alude a esa madre más que con sarcasmo burlón: así ella buscó contraatacar a la autora de la agonía mental que su madre había soportado.

La petición fue rechazada. Suplicó misericordia de nuevo en 1880, en 1881 y en 1882, cuando añadió a la lista de sus aflicciones un defecto de visión (padecía una infección en los ojos) y las «degradantes compañías» a las que estaba sometida en la prisión. Estas peticiones fueron rechazadas por el nuevo ministro del Interior, sir William Vernon Harcourt, un miembro del gobierno liberal de William Gladstone. El reverendo Wagner escribió cartas a favor de Constance y encontró otro miembro del clero que también le apoyó, el obispo de Bloemfontein. Constance solicitó de nuevo su liberación a Harcourt, sin éxito, en 1883, y en 1884 ya estaba al borde de la desesperación. Había cumplido casi dos décadas de condena, le imploraba, «sin ni siquiera un rayo de esperanza que iluminara una vida, que desde el más temprano recuerdo ha transcurrido confinada, ya sea en la escuela, el convento o la prisión; mientras que ante ella, ahora, solo se extiende el sombrío futuro de acercarse a la madurez, después de haber pasado la juventud en una espera lóbrega, en una doliente desilusión, en absoluto asilamiento de todo aquello que hace que la vida valga la pena ser vivida, en un ambiente desagradable en que la mente y el cuerpo se encogen». Harcourt anotó de nuevo en su petición «no».

Solo tras cumplir cada uno de los días de los veinte años de su condena, el 18 de julio de 1885, Constance fue liberada.