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El jueves 19 de julio, Whicher ordenó que hicieran bajar las aguas del Frome para poder dragar el río. El Frome bordeaba la propiedad de los Kent, al final de un empinado terraplén y bajo una tupida pero ligera bóveda de árboles. Después de casi tres semanas sin lluvia, el río ya no iba tan crecido como al principio del mes aunque todavía fluía lleno y agitado. Para bajar su nivel, algunos hombres cortaron el torrente de agua en la pequeña presa que había más arriba y luego lo surcaron en sus botes, raspando el lecho con rastrillos o garfios con la esperanza de descubrir un arma o una prenda que hubiera sido arrojada allí.
La policía husmeó entre los arriates y jardines que rodeaban la casa y peinó el campo que había más allá del prado. Samuel Kent describió el terreno que se extendía detrás de su propiedad: «En la parte posterior de la casa hay un gran jardín y un prado de tres hectáreas de extensión ... La casa queda muy desprotegida, el edificio es amplio y muy accesible». Su descripción de un hogar inevitablemente abierto, como si diera la espalda a una llanura, expresaba su sensación de desamparo tras la muerte de Saville. La intimidad de la familia fue destruida, sus secretos fueron desvelados, la casa, los terrenos y las vidas de todos ellos quedaron expuestos a la mirada del público.
Al principio Samuel hizo lo que pudo para alejar a la policía de las habitaciones de su familia y sirvientes. Como Elizabeth Gough, insistió en que un extraño había matado a Saville. Quizá el asesino era un antiguo sirviente resentido, sugirió, que así pretendía vengarse de la familia. Antes de la llegada de Whicher, Samuel le mostró al subjefe de policía Wolfe los lugares en que un intruso se podría haber escondido. «Esta habitación no suele estar ocupada», dijo señalando una habitación de invitados amueblada. Wolfe subrayó que un extraño no podría saber que esa habitación se usaba en contadas ocasiones. Kent lo llevó a un trastero en el que se guardaban juguetes. Nadie se escondería aquí, dijo Wolfe, por temor a que alguien entrara a buscar un juguete. En cuanto a la buhardilla, dijo Wolfe, «había tanto polvo... que si alguien hubiese estado allí yo habría visto sus huellas».
Algunos diarios especularon con la idea de que un extraño había cometido el crimen. «Un conocimiento íntimo, personal, de cada habitación de la casa de Road Hill, desde el desván hasta el sótano, nos convence de que habría sido perfectamente posible que no solo una sino media docena de personas se hubiesen ocultado en el edificio esa noche, sin riesgo de que los vieran», diría después el Somerset and Wilts Journal al publicar una exposición detallada de los lugares retirados del edificio:
En ninguna casa de diecinueve habitaciones que podamos conocer recordamos mejores facilidades para esconderse. Un sótano, dividido en seis compartimientos tanto grandes como pequeños, al que se entra por dos puertas y escaleras distintas. En la mitad de la escalera trasera, hay una amplia despensa vacía. Por encima del salón, hay una habitación de invitados con el armazón de una cama con cenefas, un tocador con una cubierta que llegaba hasta el suelo y dos armarios enormes, uno de los cuales está casi siempre vacío y puede cerrarse tanto por dentro como por fuera. En este piso también hay dos pequeñas habitaciones comunicadas, ambas con bastantes trastos. En el piso superior, hay una segunda habitación de invitados, con otro armazón de cama con cenefas, una mesa, un biombo y armarios como los del piso inferior ... hay también dos pequeñas habitaciones, una de ellas casi vacía, y la otra con el equipo de viaje del señor Kent; un armario grande y alto en el que media docena de hombres cabría de pie, uno al lado del otro, y un cuarto pequeño donde hay dos depósitos de agua, y una escalera que comunica con el desván y el tejado ... Nosotros mismos lo hemos visto.
Cualquiera de los vecinos del pueblo tenía ya buen conocimiento de todos los rincones y recovecos de la casa de Road Hill, apuntó el periodista del Journal, «ya que, curiosamente, tuvieron la casa a su disposición los dos años que estuvo vacía, justo antes de la allegada del señor Kent ... Fue algo tan evidente que cuando preparaban la casa para que él la ocupara, hubo que pintar la escalera seis veces debido a la traviesa intrusión de los niños del pueblo». El edificio «ya casi se consideraba una propiedad pública —decía el Frome Times—, pues aquellos que quisieran hacer uso de ella no tenían que pedir permiso ni encontraban ningún impedimento para pasearse por ella».
Los Kent no salieron de casa aquella primera semana de la estancia de Whicher en Road, aunque el mozo de cuadra, Holcombe, llevó de compras a Mary Ann y a Elizabeth en carruaje, al pueblo de Frome, dos o tres veces. En Frome, a diferencia de Road o Trowbridge, los miembros de la familia Kent normalmente podían pasar la tarde sin que nadie los molestara con silbidos y abucheos.
No tenemos descripciones físicas de Elizabeth o de Mary Ann. Parecen moverse como una sola persona. Solo gracias a algunas visiones fugaces (Elizabeth sola, mirando de pie el cielo nocturno, o aferrando a la pequeña Eveline cuando trajeron el cadáver de Saville a la cocina) adquieren momentáneamente una identidad propia. Eran jovencitas muy reservadas; Mary Ann se puso histérica cuando el tribunal requirió su presencia; Elizabeth no dejaba que los sirvientes tocaran su ropa antes o después de lavarla: «La señorita Elizabeth hace su propio atillo —dijo Cox— y yo ni lo toco». Como Mary Ann y Elizabeth ya casi tenían treinta años, era muy improbable que ninguna de ellas dos se casara. Las hermanas mayores (al igual que Constance y William) se reservaban sus opiniones, el vínculo que había entre las dos las liberaba de tener la necesidad de hablar con los demás.
Hacia el final de la semana Samuel había empezado a informar a la policía de la locura de Constance. Después de haber negado que su hija pudiese ser la culpable, ahora parecía sugerirla. «El señor Kent —decía la Devices and Wilts Gazette el 19 de julio—, no ha dudado en insinuar, con toda claridad, ¡que su propia hija cometió el asesinato! Y ha alegado como razón ... que ya mostró ataques de irracionalidad durante su infancia.» ¿La estaba incriminando para protegerse? ¿Escudaba así a otro miembro de la familia? ¿O trataba de salvar a Constance de la pena de muerte al anunciar su desequilibrio mental? Circulaban oscuros rumores sobre Samuel: algunos decían que él y Mary Pratt habían envenenado a su primera esposa, incluso que él había matado a los cuatro niños Kent fallecidos en Devonshire. Quizá la primera señora Kent no había sido una furiosa lunática, como la esposa encerrada en el desván del señor Rochester, en Jane Eyre, sino una mujer inocente, como la heroína de La dama de blanco, confinada a un ala de la casa para silenciarla.
En público, Samuel aún se resistía a hablar directamente del estado mental de su difunta esposa: «En cuanto a si anteriormente ya ha habido alguna manifestación de locura en cualquiera de las ramas de la familia —decía el Bath Chronicle el jueves—, el señor Kent ha sido interrogado a fondo y asegura que nunca ha consultado a un médico respecto a nada parecido», palabras que contradecían lo que le había dicho a Stapleton (que un médico de Exeter había diagnosticado la locura de su primera esposa) y casi parecía negar que la primera señora Kent hubiese estado loca. Parsons y Stapleton, ambos amigos de Samuel, parecían echarle una mano al insistir en el carácter voluble de Constance: «Los dos médicos ... que han sido interrogados individualmente, manifestaron su opinión de que la joven señorita Constance posee un temperamento con tendencia a sufrir repentinos ataques de ira». Para Whicher, Samuel declaró abiertamente que la familia de su primera esposa estaba plagada de locos: «el padre ... me contó que la madre [de la señorita Constance] y la abuela tenían perturbadas sus facultades mentales —escribió el detective— y que su tío, por parte de madre, también había sido confinado un par de veces en un manicomio».
Whicher desentrañó un curioso incidente sucedido en Road Hill la primavera de 1859, cuando Saville tenía dos años. Una tarde, la niñera de Saville, Emma Sparks, acostó como de costumbre al niño, con un par de calcetines de punto. A la mañana siguiente, escribió Whicher, la niñera descubrió «que habían desvestido al niño y le habían quitado los calcetines», que más tarde encontraron, uno sobre la mesa de la habitación de los niños, el otro en el dormitorio de la señora Kent. Whicher sospechaba que Constance era la responsable, «ya que era el único miembro adulto de la familia, además de la señora Kent, que se hallaba en casa en ese momento, pues el señor Kent estaba en viaje de negocios y las dos hermanas mayores habían salido de visita». No mencionó el paradero de William (quizá se encontraba en el internado). El incidente, una travesura sin apenas malicia, podía entenderse retrospectivamente como el ensayo de intromisión aún más salvaje. Recordaba la terrible congruencia de ternura y brutalidad del asesinato de Saville: el niño durmiente arrancado con delicadeza de su cama, llevado con sumo cuidado escaleras abajo, sacado de la casa y asesinado. No sabemos sí Whicher fue informado del asunto de los calcetines perdidos por Emma Sparks o por el señor y la señora Kent, pero entrevistó a los tres respecto a ese punto.
El incidente de los calcetines no tenía ningún valor como prueba: «No puedo elaborar nada a partir de esto», dijo Whicher refiriéndose a esa historia, pero sí la consideró una pista psicológica. En Experiences of a Real Detective (1862), de Waters, el inspector «F» explica: «Me las tuve que arreglar para obtener ciertos datos que, aun sin valor alguno como prueba legal, abrían muchas sugerencias desde el punto de vista moral».
En 1906, Sigmund Freud compararía la investigación criminal con el psicoanálisis:
A ambos nos preocupa un secreto, algo escondido ... en el caso del criminal es un secreto que él conoce y te oculta, mientras que en el caso del histérico es un secreto que él mismo desconoce, está oculto incluso para él... Por tanto, a este respecto, la diferencia entre el criminal y el histérico es fundamental. Sin embargo, la tarea del terapeuta es la misma que la del juez que interroga. Tenemos que descubrir el material psíquico escondido y, para hacerlo, hemos inventado una serie de estratagemas de detección.
En efecto, Whicher iba reuniendo pistas sobre la vida interior de Constance, su material psíquico escondido, así como de los hechos ocultos del crimen. Aquel asesinato era de un simbolismo tan denso que casi sobrepasaba la interpretación. El niño había sido arrojado en la letrina de los sirvientes como si fuese excremento. Su agresor había intentado matarlo frenética o ritualmente, no una sino cuatro veces: ahogándolo, cortándole el cuello, apuñalando su corazón y sumergiéndolo en las heces.
Samuel le comunicó a Whicher otro dato moralmente significativo: la fascinación que el juicio por el asesinato de Madeleine Smith, acaecido el verano de 1857, había ejercido sobre su hija.
Smith, la hija de veintiún años de un arquitecto de Glasgow, había sido acusada de haber asesinado a su amante, un oficinista francés, diluyendo arsénico en su chocolate caliente. Presuntamente, su móvil era deshacerse de él para poder casarse con un pretendiente más rico. Después de un juicio sensacionalista al que los periódicos dedicaron muchas páginas, el jurado decidió que las pruebas contra ella eran «no concluyentes». La opinión pública consideraba que Smith era culpable y el hecho de que le hiciera frente al sistema judicial con ese valor pasmoso solo aumentaba su atractivo. Henry James era uno de sus admiradores (su crimen había sido «una extraña obra de arte», escribió), incluso le habría gustado haberla visto: «No sé qué daría por tener un retrato veraz de su rostro de entonces».
Samuel le dijo a Whicher que la segunda señora Kent había tomado la precaución de esconderle a Constance las copias de The Times en las que hablaban del juicio (precaución que señalaba que era sobradamente sabido que a la chica le interesaba el crimen escabroso, por más que solo tuviera trece años). «Dada la peculiaridad del caso, todas las crónicas del juicio fueron cuidadosamente alejadas de la señorita Constance —informaba Whicher— y terminado el juicio las escondieron, bajo llave, en un cajón de la señora Kent.» Cuando la señora Kent revisó el cajón unos días después, descubrió que todos aquellos papeles habían desaparecido. «Se sospechó de la señorita Constance y le preguntaron al respecto, pero ella negó conocer siquiera su existencia, si bien al registrar su habitación fueron hallados entre el bastidor y el colchón de la cama.»
Quizá leer los informes sobre el juicio y la absolución de Madeleine Smith le dieron a Constance alguna idea sobre cómo cometer un asesinato, al igual que a John Thomson, un hombre que en diciembre de 1857 dijo que el caso le había inspirado para administrarle ácido prúsico a una mujer que lo había desdeñado. Aunque Saville no había sido envenenado, su asesinato estuvo bien planeado, fue sigiloso y sencillo: una manta tan suave y reconfortante como una taza de chocolate era el arma homicida. Madeleine Smith había demostrado que, siendo inconmovible y astuta, una burguesita cualquiera podía convertirse en una figura de glamour y misterio, una especie de heroína (Thomas Carlyle utilizó la frase para describir a la asesina de Bermondsey, Maria Manning). Y si hubiera mantenido la calma, jamás la habrían detenido.
Al parecer había aparecido una nueva variedad de mujer fría cuyas pasiones ocultas terminaban en actos violentos. Solían ser pasiones sexuales. Maria Manning y Madeleine Smith eran mujeres en apariencia respetables cuyo primer pecado había sido una relación ilícita y, el segundo, el asesinato de un antiguo amante, una especie de violenta extinción de su propia lujuria. Madame Fosco, en La dama de blanco, es arrastrada hacia el crimen debido a su pasión por el dominante conde, y «su actual estado de inhibición podría haber encerrado algo peligroso de su naturaleza que solía evaporarse inofensivamente en la libertad de su vida anterior». Madame Hortense, la asesina de Casa desolada, basada en Maria Manning, llevaba mucho tiempo «acostumbrada a reprimir las emociones y a mantenerse alejada de la realidad». Se había «educado, para alcanzar sus propósitos, en la destructiva escuela que aprisiona los sentimientos naturales del corazón, como moscas en ámbar».
La vertiginosa expansión de la prensa en la década de 1850 despertó la preocupación de que el sexo y la violencia descritos en los artículos de los periódicos pudieran corromper, infectar o inspirar a sus lectores. Los nuevos periodistas tenían mucho en común con los detectives: a ambos se les veía alternativamente como paladines de la verdad y como sórdidos voyeurs. Se publicaron setecientos diarios en Gran Bretaña en 1855 y mil cien en 1860; de los periódicos editados cerca de Road, el Trowbridge and Wilts Advertiser fue fundado en 1855, al igual que el Somerset and Wilts Journal, mientras que el Frome Times, al que estaban suscritos los Kent, fue fundado en 1859. Se escribieron muchísimos artículos sobre crímenes, y más debido a la velocidad con que se podían transmitir las noticias gracias al telégrafo eléctrico, así que los lectores de los diarios se encontraban con la crónica de una muerte violenta cada semana. Cuando el señor Wopsle, en Grandes esperanzas (1861), de Dickens, lee las noticias queda «empapado de sangre hasta las cejas».
Durante el mes anterior a la muerte de Saville Kent, por lo menos tres asesinatos domésticos, por degollación, aparecieron descritos por los diarios de todo el país. En Shoreditch, al este de Londres, un fabricante de gaitas asesinó a su concubina: «le había cortado el cuello a tal punto que la cabeza casi se separaba del cuerpo», según el Annual Register. «Debió de morir al instante sin oponer resistencia y en silencio.» En Sandown Fort, en la isla de Wight, el oficial William Whitworth de los artilleros reales mató a su esposa y a sus seis hijos con una navaja, dejando sus cuellos «rajados de forma tan horrible que podían verse las vértebras». Encima de una confitería de Oxford Street, en Londres, un sastre francés decapitó a su esposa con una sierra, después fue a FIyde Park y se pegó un tiro. «Su hermano declaró que tenía la costumbre de visitar el Museo del Doctor Kahn, donde estudiaba las arterias del cuello y la garganta y se familiarizaba con la posición de la yugular.» El sastre se había entrenado en el arte de matar y cualquier lector de periódicos podía hacer lo mismo.
A media semana, Whicher acompañó a los magistrados a Road Hill para dirigir otra entrevista con Constance. Al responder a sus preguntas, la chica describió sus relaciones con algunos miembros de la casa: «Estaba muy apegada a Saville ... él no solía estarlo tanto de mí, aunque parecía más cariñoso estas vacaciones. El niño no me tenía aprecio porque yo lo molestaba. Nunca le pellizqué ni le pegué ... William es mi hermano favorito. Nos escribimos cuando estoy en la escuela ... El perro no se lanzaría sobre mí si me reconociera y, de no conocerme, me mordería ... Tengo un gato, pero no me preocupó por él ... De los sirvientes, la cocinera es la que más me agrada ... La niñera me gusta mucho».
Cuando le preguntaron cuáles eran sus cualidades, ella respondió: «Creo que no soy una persona muy tímida. No me gusta andar por fuera por la noche ... Podría cargar al difunto a lo largo de esta habitación fácilmente. En la escuela se me consideraba bastante fuerte». Negó haberle contado a sus amigas de la escuela que no quería ir a casa en vacaciones. Le preguntaron por el juicio de Madeleine Smith y aceptó que quizá habría cogido sin darse cuenta algún diario que informara del mismo: «Supe que el amigo de Madeleine Smith había sido envenenado. Solía oír a mi papá cuando hablaba de eso». Les contó su huida a Bath, hacía ya cuatro años: «Es cierto que una vez me corté el cabello y lo eché en el mismo lugar en que mi hermano pequeño fue encontrado. Yo corté una parte y mi hermano me cortó el resto. El lugar para deshacerme de él fue idea mía. Mi hermano William y yo nos fuimos a Bath dando un rodeo... Me fui porque estaba harta de que me castigaran. Convencí a mi hermano William para que viniera conmigo».
A medida que la semana llegaba a su fin, comenzaron a surgir rumores sobre el verdadero alcance de la incompetencia de la policía del condado y de las obstrucciones de Samuel Kent. En particular, tomó forma una historia concreta acerca de lo que había sucedido la noche posterior al hallazgo del cuerpo de Saville.
La noche del sábado 30 de junio, el subjefe de policía Foley ordenó al agente Heritage, de Wiltshire, y al agente Urch, de Somersetshire, que pasaran la noche en Road Hill. «El señor Kent os dirá lo que tenéis que hacer —dijo Foley—. Sed discretos porque el señor Kent no quiere que la servidumbre sepa que estáis ahí.» Solo la señora Kent estaba al corriente de que los policías se encontraban en la propiedad. Ya estaba bastante claro que a Saville lo había matado alguno de los habitantes de Road Hill pero, sorprendentemente, aun así, Foley le concedió el mando de aquella operación policíaca nocturna a Samuel Kent.
A las once de la noche, cuando todos menos Samuel estaban en cama, Heritage y Urch llamaron a la ventana de la biblioteca para advertir de su presencia. Samuel les dejó entrar y les guió a la cocina, donde les pidió que permanecieran. Su tarea, les dijo, era vigilar que nadie intentara destruir ninguna prueba en el fuego de la cocina. Le dio a los policías pan, queso y cerveza, después cerró la puerta con el cerrojo. Los dos policías ignoraban que estaban encerrados hasta que, poco después de las dos de la madrugada, Heritage intentó salir. Al descubrir que la puerta estaba cerrada con llave empezó a llamar al señor Kent. Al no recibir respuesta, aporreó la puerta con un palo.
—Con tanto ruido vas a despertar a todos —le advirtió Urch.
—Estoy encerrado y tengo que salir —contestó Heritage.
Cuando Samuel los liberó, cerca de veinte minutos después, Heritage le dijo que no sabía que estaban encerrados. «He estado dando vueltas», respondió Samuel, haciendo caso omiso de la queja. Urch se quedó en la cocina el resto de la noche, con la puerta cerrada. Samuel fue a verlo dos o tres veces, y el policía abandonó la casa a las cinco de la madrugada. «Estuve en la biblioteca unas horas —diría Samuel después—, pero salí una o dos veces. Quería ver si las luces estaban apagadas. Y salí varias veces por esa razón.» Había rodeado la casa, aseguró, para ver si las velas ardían y si era necesario recortar los pabilos.
Hasta entonces la policía había mantenido en secreto que se hubiera dejado encerrar en la cocina de Samuel Kent la noche siguiente al asesinato. Este «extraordinario suceso», en palabras del Somerset and Wilts Journal, había dejado a todos total libertad para destruir pruebas. Las acciones de Samuel demostraban su desprecio por la policía y la decisión firme de que la casa escapara a su escrutinio. Su comportamiento también podía considerarse ejemplar: el primer deber de un padre es proteger a su familia.
Cuando la policía, los días y semanas que siguieron al asesinato de su hijo, le pidió los planos de Road Hill, Samuel reaccionó tan a la defensiva que parecía que alguien quisiera arrancar el techo de su lugar. Se negó a suministrar un solo plano o dejar que nadie midiera las habitaciones. «Como toda explicación es suficiente decir que al señor Kent le molesta una intrusión descortés», dijo Rowland Rodway.
La vida de la familia inglesa había cambiado desde principios de siglo. La casa, antaño lugar de trabajo y hogar, se había transformado en un espacio independiente, privado y exclusivamente doméstico. En el siglo XVIII «familia» significaba «parentela», aquellos unidos por lazos de sangre; en el siglo XIX su principal significado abarcaba a todos los habitantes de la casa, salvo los sirvientes, es decir, solo el núcleo familiar. Aunque la década de 1850 había sido celebrada con una casa de cristal (el Palacio de Cristal de la Gran Exposición de 1851), el hogar inglés se cerró y oscureció en aquella, el culto a la domesticidad se correspondía con el culto a la intimidad. «Todo inglés ... imagina un “hogar”, con la mujer elegida solo los dos y sus hijos —escribió el académico francés Hippolyte Taine después de hacer una visita a Inglaterra en 1858—. Ese es su pequeño universo, cerrado al mundo.» La intimidad se había convertido en el atributo esencial de la burguesía victoriana. Y los burgueses adquirieron destreza para el secretismo (la palabra «secreto» fue documentada por primera vez en 1853). Se resguardaban a cal y canto de los desconocidos, el interior de sus hogares era casi invisible, excepto cuando se abría por invitación a selectos visitantes para que fueran testigos de una preciosa escena de la vida familiar (una cena, por ejemplo, o un té).
Aun así, esa época de la domesticidad también fue la época de la información, de una prensa prolífica y voraz. El 7 de julio, un periodista del Bath Chronicle se coló en la casa de Road Hill disfrazado de detective e hizo un bosquejo de la distribución. Un plano inexacto fue publicado en el periódico cinco días después. Estuviera o no de acuerdo Samuel Kent, la casa quedó diseccionada ante la mirada de todos los posibles lectores, dividida torpemente para exponer cada piso al escrutinio. El público sacó provecho de la información que aquellos esquemas facilitaban. El panorama de la casa adquirió inflexiones emocionales: el sótano atrancado, el polvoriento desván, los trasteros amueblados con camas y armarios sin usar y la escalera de caracol trasera. «El interior moral de la casa debe exponerse desnudo ante la mirada pública», argumentaba el Bath Express.
Un asesinato como aquel podía revelar lo que se había estado fraguando en el interior de un cerrado hogar burgués. Parecía que la familia enclaustrada, tan honrada por la sociedad victoriana, podía albergar una regresión de las emociones que era nociva, tóxica, un miasma sexual y emocional. Quizá la intimidad era una fuente de pecado, la condición que permitía a la dulce escena doméstica pudrirse desde su mismo núcleo. Cuanto más aislada quedara una casa, tanto más se contaminaría puertas adentro.
Algo se había infectado en Road Hill, el equivalente emocional de las infecciones virales que aterrorizaban a los victorianos. Un mes antes del asesinato, el Devizes and Wiltshire Gazette informaba de la nueva edición de Apuntes de enfermería de Florence Nightingale, publicado por primera vez en 1859, citando un pasaje sobre cómo la enfermedad y la degeneración podían incubarse en hogares respetables y cerrados. Nightingale había conocido severos casos de piemia o envenenamiento de la sangre, en «casas particulares espléndidas —escribió, y se debía—, al aire viciado ... a que los cuartos deshabitados nunca veían la luz del sol ni se limpiaban ni ventilaban; a que los armarios siempre eran almacenes de aire viciado; a que las ventanas se cerraban herméticamente por la noche ... por tanto suele uno encontrarse con una estirpe en proceso de degeneración y, lo que todavía es más frecuente, con una familia ya degenerada».
El jueves 19 de julio, el Bath Chronicle publicó un editorial sobre el asesinato de Road Hill:
Ningún asesinato del que tengamos memoria ha producido un efecto tan singular y doloroso en todos los hogares de nuestro país. El misterio en sí, pese a que aún hoy envuelve al hecho, no le dota de tan terrible interés ... Son el carácter extraño del acto y la inocente indefensión de la víctima los que tocan, respectivamente, la razón y el corazón...Todas las madres de Inglaterra, pensando en sus propios pequeños que duermen en un ambiente de paz y pureza, se estremecen al escuchar la historia de un niño, tan tierno e inocente como los suyos, que es sacado de sus sueños en la quietud de la madrugada y sacrificado cruelmente. Son las madres de Inglaterra quienes escriben con toda franqueza y muy indignadas a los directores de los diarios, casi clamando por la más exhaustiva búsqueda y el más infatigable de los exámenes ... En muchos hogares, el más valioso miembro de la familia se siente afectadísimo y nervioso y su tranquilidad quedará rota varios días, sus sueños serán perturbados por el recuerdo de la terrible historia de Road. Dudas y desconfianzas terminarán dominándola ... Un hecho que pega semejante sacudida a todos los hogares ingleses adquiere una importancia social que justifica toda la atención que se le pueda dar al asunto.
Cuando un caso de asesinato queda sin resolver la opinión pública teme que el asesino vuelva atacar, pero en este caso temían que el asesino o la asesina se duplicase en su propio hogar. El caso tiraba por tierra la idea de que un hogar cerrado era seguro. Y hasta que no fuera resuelto la madre inglesa dormiría inquieta, perseguida por la idea de que su hogar incubaba a un asesino de niños (podría ser su marido, su niñera, su hija).
Aunque constituiría un terrible golpe al ideal de la burguesía que el propietario de la casa, el protector, hubiera terminado con la vida de su propio hijo para ocultar su depravación, sorprendía que la prensa y la opinión pública estuvieran más que dispuestas a creer en la culpabilidad de Samuel. Casi tan horrible (y en apariencia igual de verosímil) era la idea de que la niñera le hubiese ayudado a matar al niño para cuyo cuidado la había contratado. La alternativa era que dicho crimen se remontara al asesinato bíblico original, la muerte de Abel a manos de Caín. El 19 de julio, el Devizes Gazette insinuó que uno de los hermanos de Saville era responsable de su muerte: «La voz de la sangre de alguien tan inocente como Abel alzará su grito desde la tierra misma en testimonio contra el asesino».5
El mismo día, el Bristol Daily Post (fundado ese año) publicó la carta de un hombre que creía que un análisis de los ojos de Saville podría revelar la imagen del asesino. El remitente basaba su sugerencia en ciertos experimentos no concluyentes llevados a cabo en Estados Unidos en 1857. «La imagen del último objeto visto en vida permanece grabada, tal y como era, en la retina del ojo —explicaba— y puede rastrearse después de la muerte.» De acuerdo con esta hipótesis, el ojo era una especie de daguerrotipo que registraba impresiones que podían ser reveladas como una fotografía en un cuarto oscuro (incluso los secretos encerrados en un ojo muerto estarían al alcance de las nuevas tecnologías). Así el ojo se había convertido hasta el extremo en el símbolo de la profesión de detective: no solo era el «gran detector» sino también el gran órgano delator, el soplón. La carta fue publicada de nuevo en varios diarios de toda Inglaterra. Apenas nadie se mostró escéptico. Aunque el Bath Chronicle descartó su utilidad en el caso basándose en que Saville estaba dormido cuando el asesino lo atacó, de manera que no podría haber grabado su imagen en la retina.
La tarde del 19 de julio, un tremendo chubasco sobre Somersetshire y Wiltshire anunció el fin del breve verano de 1860. Los almiares todavía no se habían secado y la mayoría se había echado a perder. Los campos de maíz y del trigo, que no habían tenido tiempo de madurar bajo el sol, aún lucían verdes.