9

Te conozco

20-22 de julio

A las once de la mañana del viernes 20 de julio, Whicher informó a los magistrados, en el Temperance Hall, de los avances de la investigación. Les dijo que sospechaba que Constance Kent era la asesina.

Los magistrados se reunieron y después le dijeron a Whicher que deseaban que arrestara a Constance. El vaciló. «Le señalé la incómoda posición en la que semejante medida me colocaría con respecto a la policía del condado —explicaba en el informe que envió a Mayne—, pues mantenían opiniones contrarias a las mías respecto a quién era el culpable, pero ellos (los magistrados) se negaron a cambiar su decisión, declarando que consideraban y deseaban que la investigación quedaran totalmente en mis manos.» El presidente del tribunal era Henry Gaisford Gibbs Ludlow, oficial al mando del 13.° cuerpo de fusileros, subteniente de Somersetshire y rico terrateniente que vivía en Heywood House, Westbury, ocho kilómetros al este de Road, con su esposa y sus once sirvientes. De los otros magistrados, los más destacados eran William y John Stancomb, dos industriales que se habían construido un par de mansiones a ambos lados de Hilperton Road, un nuevo y exclusivo barrio de Trowbridge. Había sido William quien había ejercido presión para que el ministro del Interior aprobara la participación de un detective.

Poco antes de las tres de la tarde, Whicher llegó a Road Hill y pidió ver a Constance. Ella lo recibió en el salón.

—Soy policía —dijo él— y traigo una orden de arresto contra ti por el asesinato de tu hermano Francis Saville Kent, te la leeré.

Whicher le leyó la orden y ella se echó a llorar.

—Soy inocente —dijo ella—. Soy inocente.

Constance dijo que quería coger un sombrero y un abrigo de luto de su habitación. Whicher la siguió y la vio ponérselos. Fueron a Temperance Hall en un carruaje de la policía, en silencio. «No me hizo ningún otro comentario», dijo Whicher.

Un grupo numeroso de vecinos del pueblo se había congregado delante de Temperance Hall, pues se rumoreaba que se había producido un arresto en Road Hill. La mayoría esperaba ver cómo llevaban a Samuel Kent ante los magistrados.

En su lugar vieron que Elizabeth Gough y William Nutt se acercaban esa tarde a la sala (habían sido llamados a prestar declaración) y, poco después, a las 15.20, quedaron conmocionados al ver quiénes eran los ocupantes del coche de la policía que se detuvo ante ellos: «¡Es la señorita Constance!».

Constance entró en la sala del brazo de Whicher con la cabeza gacha y llorando. Vestía de luto riguroso, con un velo tupido sobre su rostro. «Caminaba con paso firme, pero iba llorando», informó The Times. La multitud se apretó detrás de ella.

Constance tomó asiento frente a la mesa de los magistrados, Whicher a un lado y el subjefe de policía Wolfe al otro.

—¿Su nombre es señorita Constance Kent? —preguntó Ludlow, el presidente.

—Sí —susurró ella.

A pesar del tupido velo con el que Constance se había cubierto y del pañuelo de bolsillo que presionaba contra su rostro, los periodistas dieron detalladas descripciones de sus rasgos y conducta, como si prestar suficiente atención a ambos aspectos superficiales pudiese revelar su identidad interior.

«Parece haber cumplido los dieciocho años —informó el Bath Express—, aunque se dice que solo tiene dieciséis. Es más bien alta y corpulenta, de rostro lleno, muy sonrojado en ese momento, su frente, con hoyuelos, quizá sea un poco contraída. Sus ojos son peculiares, ya que son muy pequeños y están algo hundidos, rasgos que crean una impresión más bien desfavorable. Por lo demás, a juzgar por su aspecto de ayer, en su apariencia no hay nada que resulte desagradable. Al mismo tiempo, no hay duda de que el espantoso crimen del que se la acusa modifica en cierto grado la expresión habitual de su semblante, cuya característica predominante, según se dice, es el malhumor. La joven llevaba un vestido de seda negra y un abrigo ribeteado con crepé y no se quitó el velo durante toda la sesión. Se sentó con la mirada fija en el suelo, sollozando, y ni una sola vez alzó la vista. A juzgar por su comportamiento, parecía sentir profunda y sinceramente el encontrarse en tan espantosa situación, aunque no reaccionó con ningún gesto violento desde que fue detenida hasta que se fue, al terminar el interrogatorio.» El crepé que ribeteaba la ropa del primer luto, más riguroso, era una gasa mate, formada por hilos de seda muy retorcidos y pegados con goma.

Constance era una muchacha de «constitución fuerte —en palabras del Western Daily Press—, su rostro era redondo, carnoso, rasgos que en principio no daban la impresión de poseer un carácter decidido ni una viva inteligencia. Guardó la compostura en todo momento y conservó la misma expresión durante todo el interrogatorio».

El periodista del Frome Times percibió en ella una cualidad perturbadora: ira o sexualidad reprimidas. Parecía «un tanto peculiar —escribió—. Aunque aparenta ser una niña, su figura está considerablemente desarrollada para tener dieciséis años. Sus rasgos, muy ruborizados, son más bien agradables, pero tiene un aspecto algo triste, casi huraño, que parece ser propio de la familia».6

Whicher prestó su declaración ante el tribunal:

«Desde el pasado domingo me he dedicado a investigar las circunstancias relacionadas con el asesinato de Francis Saville Kent, que tuvo lugar la noche del viernes 29 del pasado junio, en la casa de su padre, situada en Road, en el condado de Wiltshire. En compañía del capitán Meredith, del subjefe Foley y de otros miembros de la policía, efectué un registro del edificio, y considero que el asesinato fue cometido por un miembro de la casa. Como resultado de varias pesquisas que llevé a cabo y de la información reunida, decidí llamar el pasado lunes a Constance Kent a su dormitorio, después de haber inspeccionado sus cajones y haber encontrado una lista de su ropa blanca, en la que se mencionan, entre otros artículos, tres camisones de su propiedad».

Whicher pasó a leer las respuestas de Constance a sus preguntas sobre los camisones.

«Ruego al tribunal dicte prisión preventiva para la detenida y me permita así reunir pruebas del ánimo que la detenida albergaba hacia el difunto y encontrar el camisón perdido, que, de existir, podría ser hallado.»

Los magistrados escucharon el testimonio de Elizabeth Gough (que lloró) y de William Nutt sobre la desaparición y el descubrimiento de Saville. Luego le preguntaron a Whicher cuánto tiempo necesitaba para reunir pruebas inculpatorias contra Constance. El solicitó prisión preventiva para la chica hasta el siguiente miércoles o jueves.

—¿De aquí al miércoles tendrá tiempo suficiente? —preguntó el reverendo Crawley.

—En circunstancias normales —respondió Whicher—, basta con una semana de arresto preventivo.

Los magistrados le dieron una semana y ordenaron que Constance quedara detenida hasta las once de la mañana del siguiente viernes. Ludlow entonces se dirigió a ella: «No le pido que haga una declaración —dijo él—, pero ¿tiene algo que decir?». Ella no respondió.

Whicher y Wolfe escoltaron a Constance fuera del auditorio y la llevaron en britzka, un carruaje largo y descubierto, a la cárcel de Devizes, a veinticuatro kilómetros de Road. Anduvieron todo el camino bajo un cielo encapotado y «ella, durante todo el trayecto, permaneció sumida en una especie de irritado silencio —escribió Whicher—, sin mostrar la más mínima emoción».

«El ser más inocente de toda la tierra se habría hundido en circunstancias similares —señaló el Bristol Daily Post— y así también (suponiendo siempre que ella tenga la suficiente resolución) habría reaccionado el más culpable.»

La multitud guardó silencio cuando el carruaje partió, dijo el Western Daily Press. Según el Trowbridge and North Wilts Advertiser, despidieron a Constance entre «repetidas ovaciones». La mayoría de los vecinos del pueblo creía en su inocencia, informaba este diario. La consideraban simplemente «excéntrica»: la verdadera asesina había robado su camisón para incriminarla.

En cuanto Whicher y Constance partieron, los magistrados mandaron llamar desde Frome al doctor Mallam, el padrino de Saville, y a «una mujer que antaño había vivido en casa del señor Kent», quizá Emma Sparks, la anterior niñera. Seguramente Whicher había citado el testimonio de ambos ante los magistrados, que ahora querían escucharlo de primera mano.

Los magistrados ordenaron que la casa de Road Hill fuera registrada de nuevo en busca del camisón. Samuel Kent permitió que la policía entrase y, al final de la tarde, todos los muebles y enseres habían sido «volcados y vaciados, desde el desván hasta el sótano», decía el Frome Times. No encontraron el camisón.

Whicher debió de abrigar la esperanza de que Constance confesaría por la conmoción que le supuso la detención. Una de sus artimañas favoritas era lanzar un farol cuando no tenía pruebas y así acusaba mostrándose inseguro de ello. Esa técnica desempeñó un papel clave en la primera detención de la que se tiene noticia (la criada que lucía un boa fuera del burdel de Holborn) y en una historia que le contó a Dickens sobre el arresto de un ladrón de caballos en una solitaria taberna en medio del campo. «No tiene caso —le dijo Whicher al hombre del que sospechaba pero que nunca había visto—, te conozco. Soy de la policía de Londres y te arresto por un delito grave.» Se libró de los dos colegas del ladrón fingiendo que sus amigos lo esperaban: «Aunque os lo parezca, no estoy solo. Atended vuestros asuntos y no os entrometáis. Será mejor para ambos porque ya os conozco muy bien». El ladrón de caballos y sus amigos se habían delatado, Constance no. Whicher tenía una semana para hallar la prueba inculpatoria que justificara llevarla a juicio.

Desde Trowbridge, Whicher envió un telegrama de cinco chelines a la oficina telegráfica abierta veinticuatro horas ubicada en The Strand, cerca de Scotland Yard, pidiéndole a sir Richard Mayne que mandara ayuda. «Hoy he hecho efectiva una orden de detención contra Constance Kent, la tercera hija, que permanecerá en arresto preventivo una semana. Los magistrados han dejado el caso completamente en mis manos para que reúna pruebas. Estoy en una situación incómoda y necesito ayuda. Por favor, envíe al oficial de policía Williamson o a Tanner.» Williamson y Tanner eran los compañeros de mayor confianza de Whicher. Cuando Mayne recibió el mensaje más tarde, ese mismo día, escribió en el reverso: «Que los oficiales de policía Williamson o Tanner vayan inmediatamente».

El oficial de policía Williamson fue llamado con carácter urgente a la casa de Mayne en Chester Square, en Belgravia, el viernes por la tarde. El inspector le dio la orden de ir a Road y Williamson cogió un coche de alquiler a la oficina telegráfica del Strand, donde despachó un mensaje para Trowbridge avisando a Whicher que se ponía en camino de inmediato.

Frederick Adolphus Williamson, «Dolly», era el protegido de Whicher. Habían trabajado juntos en muchas ocasiones, la última había sido la detención de los famosos ladrones de joyas Emily Lawrence y James Pearce. Dolly era un astuto y energético hombre de veintinueve años que estudiaba francés en su tiempo libre. Su rostro era redondo y suave, y su mirada amable. Su padre, un subjefe de policía, había organizado la primera biblioteca de una comisaría. Dolly compartía alojamiento en el número uno de Palace Place, en Great Scotland Yard, con otros dieciséis policías solteros. Uno de ellos, Tim Cavanagh, hablaría después de la relación de Dolly con un gato que rondaba por la casa. Aquel animal, Tommas, tenía la costumbre de «matar y comerse a los gatos del lugar». Según Cavanagh y los oficiales, los vecinos pidieron que lo sacrificaran. «Para nuestro pesar, tuvimos que atar una piedra alrededor del cuello del pobre animal y echarlo al río. Para Dolly, que le tenía mucho cariño a Tommas y, si se me permite revelar ahora un secreto, entrenó al “guerrero” para cazar a medianoche, fue un duro golpe. En más de una ocasión [Tommas] trajo una buena pieza de venado, liebre o conejo de algún vecindario cercano.» Williamson aparece aquí tanto despiadado como bondadoso, un hombre que podía entrenar a un gato para matar pero también sufrir el duelo de su muerte. Con el tiempo llegaría a encabezar el departamento de detectives.

Whicher no podía saber si la opinión pública creería capaz a una adolescente de cometer un crimen tan horrible y bien organizado como el asesinato de la mansión de Road Hill, pero sabía, por sus años de experiencia por los «tugurios» o arrabales de Londres, las siniestras diabluras que podían llegar a hacer los niños. El 10 de octubre de 1837, el primer mes de Whicher como policía, una niña de ocho años fue sorprendida practicando un timo cerca del «suburbio» de St. Giles, en Holborn. La niña, en mitad de la acera, lloraba amargamente hasta que lograba reunir una muchedumbre su alrededor. Sollozando explicaba a su audiencia que había perdido dos chelines y temía regresar a casa por miedo a que la castigaran. Cuando ya estaba cargada de medios peniques continuaba su camino y unas cuantas calles más allá repetía la treta. Un policía de la división «E» la vio actuar así tres veces antes de arrestarla. En el juzgado alegó nuevamente que tenía terror de sus padres; era difícil saber si se justificaba o volvía a poner en práctica su engaño. «La prisionera dijo, llorando, que su padre y su madre la echaban a la calle para que vendiera peines —informaba The Times— y, a menos que llevara a casa dos o tres chelines por la noche, le pegaban cruelmente, así que cuando no vendía ni uno solo durante el día, actuaba de la forma descrita para reunir el dinero que le exigían.» Al día siguiente, el 11 de octubre, una niña de diez años fue acusada de romper un cristal en un asalto a una relojería de Holborn. Una panda de niños de diez años la acompañó al juzgado. «Iban elegantemente vestidos —informó The Times— y su aspecto y conducta reflejaban que se trataba de ladrones y prostitutas, a pesar de su corta edad.» Uno de los niños dijo que estaba allí para pagar la fianza de la chica que ascendía a tres chelines y seis peniques, lo que costaba reemplazar la ventana. Arrojó el dinero con una mueca burlona.

Los niños delincuentes eran, normalmente, niños maltratados. Durante las primeras semanas que Whicher pasó en Holborn vio muchos ejemplos de cómo los padres podían tratar de manera descuidada y violenta a sus hijos. Su colega Stephen Thornton arrestó a una barrendera borracha, Mary Baldwin (alias Bryant), miembro de una de las familias de peor reputación de St. Giles, a quien habían visto tratando de matar a su hija de tres años. Metió a la niña en un saco y lo golpeó violentamente contra el pavimento. Cuando un peatón oyó los gritos de la niña y trató de reconvenir a la madre, Mary Baldwin corrió para echar el saco al paso de un ómnibus. La niña fue rescatada por algunos de los pasajeros.

Y nadie dudaba ya en aquellos tiempos que también se podía dañar y corromper a los niños que pertenecían a la burguesía y que a veces era casi imposible distinguir a la víctima del verdugo. En 1859, una niña de once años llamada Eugenia Plummer acusó al reverendo Hatch, su profesor particular y capellán de la prisión de Wandsworth, de acosarla sexualmente a ella y a su hermana de ocho años mientras fueron sus huéspedes. La pequeña Stephanie, de ocho años, confirmó la historia. Después de un juicio escabroso, en el que a Hatch (el acusado) no se le permitió declarar, fue sentenciado a cuatro años de prisión con trabajos forzados. Pero en mayo de 1860, pocas semanas antes del asesinato de Road Hill, Hatch consiguió demandar exitosamente a Eugenia por perjurio. Esa vez fue ella la acusada y, por tanto, no se le permitió testificar. El jurado decidió que se había inventado toda la historia. Acordaron con el abogado del clérigo que la acusación «era una mera ficción, el resultado de una imaginación depravada y lasciva».

En su influyente editorial sobre el asesinato de Road Hill, el Morning Post aludió a aquel caso: «Sería increíble que fuera una niña [quien hubiese matado a Saville] de no ser porque Eugenia Plummer no nos hubiera enseñado hasta qué punto algunos niños pueden ser precoces». Eugenia había sido precoz en su interés sexual, pero también en su firme engaño, en la compostura que mantuvo bajo presión, en su contención y en el modo en que canalizó su trastorno en puras mentiras. Si en 1859 los lectores de los diarios quedaron horrorizados al encontrarse con un clérigo que acosaba sexualmente a las niñas, debieron de quedar aún más conmocionados un año después, cuando se enteraron de que el caso había dado un vuelco y revelaba que una niña era el agente del mal, una criatura que había destrozado la vida de un hombre con sus lascivas ficciones. Pero ni el último fallo era irrefutable. Como señaló la Blackwood’s Edinburgh Magazine en 1861, el único hecho indiscutible era que «tanto un jurado como el otro condenaron a una persona inocente».

La mañana del sábado Whicher viajó a Bristol, a cuarenta kilómetros al noroeste de Trowbridge, donde visitó al comisario jefe John Handcock, que vivía con su esposa, cuatro hijos y los sirvientes. Handcock era un antiguo colega de Whicher con quien había trabajado en las calles de Holborn cuando ambos eran policías, hacía veinte años. En un coche de alquiler, Whicher recorrió durante dos horas Bristol y sus alrededores, haciendo preguntas. Luego cogió un tren a Charbury, treinta y dos kilómetros al norte, en Gloucestershire. Recorrió en carruaje los treinta kilómetros que lo separaban de Oldbury-on-the-Hill, hogar de Louisa Hatherill, una adolescente de quince años, otra compañera de Constance.

«Me habló de los niños pequeños de su casa —contó Louisa— y dijo que sus padres eran muy injustos con ellos. Me explicó que habían obligado a su hermano William a poner las ruedas al cochecito de los niños y que a él le desagradaba esa tarea. Dijo que había escuchado que su padre decía, mientras comparaba al hijo menor con el mayor, que el menor sería un hombre mucho mejor ... Nunca me contó nada en particular sobre el niño fallecido.» Por el relato de Louisa, parecía que toda la rabia que Constance sentía se debía a su deseo de defender a William.

Louisa, como Emma Moody, confirmó a Whicher que su amiga era una jovencita muy dura. El mencionaba en su informe que Constance era «una chica muy corpulenta y fuerte, sus compañeras de clase afirman que le gustaba luchar contra ellas, mostrar su fuerza y desear que a veces jugasen a Heenan y Sayers». El encuentro de boxeo de pesos pesados entre el estadounidense John Heenan y el británico Tom Sayers, en abril de ese mismo año, se había convertido en una obsesión nacional y resultó ser la última pelea bajo las viejas y brutales reglas de puño limpio. Heenan era más alto que Sayers y pesaba más. Después de una sangrienta pelea de dos horas que acabó en empate, Sayers se había fracturado el brazo derecho al tratar de bloquear un puñetazo y Heenan se había roto la mano izquierda y estaba casi totalmente cegado por los golpes que había recibido en los ojos. Las chicas le dijeron a Whicher que Constance alardeaba de su fuerza y que «todos temían» una pelea con ella.

El artículo, publicado el sábado por el Somerset and Wilts Journal, el diario que más simpatizaba con la causa de Whicher, insinuaba delicadamente la complicidad de William en el crimen. Transmitía a los lectores la observación de Gough de que el chico «solía utilizar las escaleras traseras porque calzaba unas botas muy anchas», lo que reforzaba la idea de que el señor y la señora Kent degradaban a William y lo asociaban a la escalera de sirvientes, por la que Whicher creía que el asesino había salido con Saville de la casa. El periodista sugería que el apuñalamiento de Saville «podría ser obra del cómplice, si es que realmente hubo dos involucrados, para que ambos se implicaran por igual». Los días que Constance estuvo en prisión circuló el rumor de que William también había sido puesto bajo custodia.

De vuelta en Bristol y en Trowbridge, Whicher informó a los periodistas de su trabajo de investigación, haciendo hincapié en la infelicidad de Constance y en la locura de su rama materna. «La probable locura es uno de los puntos en los que el señor Whicher ha centrado sus investigaciones», dijo el Trowbridge and North Wilts Advertiser. La razón, según le explicó al periodista, era que «hay pocos casos de asesinato registrados, si es que hay alguno, en que las víctimas hayan sido niños de corta edad y en que el asesino no haya actuado bajo la influencia de un estado mental enfermizo». En cuanto al móvil, añadió: «Se nos ha dicho que el niño difunto era la mascota de la familia y que la madre lo quería en exceso». También explicó al periodista que los sirvientes y los hijos de la primera esposa eran tratados con aspereza, ya que la segunda señora Kent «reina, se dice, con mano dura sobre todo lo que queda bajo su dominio».

El oficial de policía Williamson llegó a Trowbridge la tarde del 21 de julio. El ejemplar de ese día de All the Year Round incluía un artículo de Wilkie Collins sobre la nueva biografía del detective francés Eugéne Vidocq. Collins alababa a Vidocq por sus «impúdicos, ingeniosos y atrevidos» métodos, su «habilidad de resistencia al seguir la pista y cazar a su presa», y por su «ingenio». El francés, una mente criminal maestra que se había convertido en jefe de la policía, era el héroe policíaco contra el que se medían sus homólogos ingleses.

El sábado 22 de julio, en su habitación de la posada Woolpack, Whicher escribió su segundo informe a sir Richard Mayne, un documento de cinco páginas que explicaba resumidamente las pruebas que había contra Constance. Su caso se apoyaba, decía, en el camisón perdido y en el testimonio de las compañeras de Constance; después pasaba a citar las otras circunstancias sospechosas: el asesinato tuvo lugar poco después de que Constance y William volvieran a casa procedentes del internado; ella y William eran las únicas personas de la casa que dormían solos, y ambos habían utilizado con anterioridad el retrete como escondite. Ella tenía suficiente fuerza para matar a Saville, le aseguraba a Mayne, tanto física como psicológica («parece poseer una mente muy fría»), Whicher le agradecía a Mayne el haberle enviado a Williamson y le recordaba sus desafortunadas relaciones con la policía local. «Estoy en una posición muy incómoda respecto a mi actuación con la policía del condado, como consecuencia de la envidia natural que abrigan por este asunto (ellos sospechan del señor Kent y de la niñera y, si al final resulta que mis opiniones se confirman, se creerá que ellos se han equivocado), pero me he esforzado muchísimo en concertar las actuaciones con ellos.» Whicher era precavido para evitar que otros policías pudieran tacharle de insolente.

En sus informes a Mayne, Whicher exponía sus razones para rechazar las conjeturas que hacía la policía de Wiltshire. Defendía el comportamiento de Samuel Kent justo después del asesinato. Muchos sospechaban de los motivos que movieron a Samuel a salir de la casa: si estaba involucrado en el asesinato, la huida a Trowbridge le habría dado la oportunidad de disponer de cualquier prueba incriminatoria y de no estar presente cuando descubrieron el cuerpo, pero había razones inocentes para explicar su comportamiento: el deseo de asegurarse de dar la alarma y la inquietud que se apoderó de él. «En cuanto a las sospechas en contra del señor Kent —escribió Whicher—, levantadas por la conducta que tuvo después del asesinato, cuando condujo seis kilómetros hasta Trowbridge para avisar a la policía de la desaparición de su hijo, considero que lo que hizo era perfectamente congruente en esas circunstancias y me parece la decisión más lógica que podría haber tomado ya que, en mi opinión, habría sido mucho más sospechoso que se hubiera quedado en casa y, además, ya habían comenzado a buscar por el edificio antes de que saliera y continuara buscando cuando se fue.»

Había versiones contradictorias sobre cuánto tiempo le había costado a Samuel llegar a Trowbridge y si Peacock lo alcanzó antes o después de llamar a Foley. En la versión del Somerset and Wilts Journal, del 7 de julio, se decía que Peacock alcanzó a Kent antes de que este llegara a Trowbridge y que Kent regresó de inmediato, mientras que el clérigo siguió su camino hasta el pueblo para buscar a Foley y a sus hombres. Si Kent estuvo fuera una hora y Trowbridge está tan solo a seis o siete kilómetros de Road, quedaba por justificar mucho tiempo. ¿Kent pudo haber usado ese tiempo para disponer del arma asesina o de otra prueba? Un mes después, el Journal corrigió su historia original: Kent ya iba de vuelta a Road cuando Peacock lo abordó, decía, y ya había informado al señor Foley de la desaparición del niño. Esta versión (que concordaba con la primera crónica de los sucesos, publicada en el Bath Chronicle el 5 de julio) hacía que los tiempos coincidieran mejor.

Los vecinos describían a Kent como un patrón arrogante y malhumorado que se comportaba de manera grosera o lasciva con sus sirvientes, de los cuales se decía que más de cien ya habían pasado por Road Hill desde que él se había mudado, pero Whicher se encontró con un hombre decente y sentimental. «En cuanto a su moralidad —escribió Whicher—, no puedo decir nada en su contra, y los sirvientes que viven hoy en día en la casa, así como los anteriores, dieron cuenta de que el señor y la señora Kent vivían en perfecta armonía, y uno de ellos (la enfermera que los visita mensualmente) declaró que lo consideraba tontamente cariñoso e indulgente con ella y demasiado apegado al niño fallecido, lo cual, me temo, condujo a su prematura muerte.»

Otro sospechoso era William Nutt, quien al parecer predijo que él mismo descubriría el cuerpo de Saville. Mantenía una rencilla con Samuel, quien había llevado a juicio a un miembro de su familia por robar manzanas del huerto de Road Hill. Algunos señalaron a Nutt como el presunto amante de Elizabeth Gough. «Considero que sospechar del testigo “Nutt”, que fue quien halló al niño, carece de fundamento —escribió Whicher—, ya que su comentario afirmando que “darían con el niño fuera como fuera, vivo o muerto” parece muy lógico, pues en ese momento él y Benger ya habían buscado en otros sitios y estaban a punto de registrar el retrete.» En cuanto a la sugerencia «de que tenía alguna relación sentimental con la niñera, no existe la más mínima razón para esa sospecha, ya que ella, en primer lugar, no lo conocía y, en segundo lugar, supongo que ella apenas habló con él ni condescendió a hablarle de ninguna otra manera que no fuera la que se utiliza con un admirador, ya que ella es superior a las de su puesto en belleza y conducta, mientras que “Nutt” es un viejo sucio y descuidado, débil, asmático y cojo».

Whicher defendió tenazmente la inocencia de Gough. Dijo que no veía en su conducta nada que la convirtiese en una probable sospechosa, afirmación que se desentendía de las extrañas contradicciones de la niñera sobre el momento en que se percató de que la manta de Saville había desaparecido: en un principio dijo que se había dado cuenta antes de que encontrasen su cuerpo, pero más tarde afirmó que fue después. Si bien constituía una mentira más que una confusión, parecía una mentira sin sentido. No había razón para que Gough ocultara que se había percatado de que alguien había cogido la manta, pues lógicamente ella era la encargada de cuidar la ropa de la cuna. Al cambiar su declaración únicamente atrajo las sospechas hacia ella. Una ambigüedad similar pesaba sobre su explicación de por qué no había dado la voz de alarma cuando comprendió que Saville se había extraviado, a las cinco de la madrugada: su demora resultaba algo extraña pero, de haber sido culpable, no habría sacado el tema en absoluto. Algunos consideraban sospechoso que Gough no le hubiese comunicado la desaparición de Saville, antes de las siete de la mañana, a Emily Doel, su ayudante. Whicher opinaba que su silencio «parece hablar en su favor», porque reflejaba que ella realmente creía que la madre del niño se lo había llevado y que no había razón para alarmarse. También señaló la inocencia implícita en las palabras que utilizó al despertar a la señora Kent, a las siete y cuarto: «¿Están despiertos los niños?».

Le pidieron a la policía de Isleworth, el pueblo natal de Gough, que investigara acerca de su personalidad, y el informe que enviaron el 19 de julio concordaba con las percepciones de Whicher: «Es conocida por su respetabilidad, bondad, buen temperamento y por ser muy cariñosa con los niños». En cuanto a su supuesto amante, el detective no pudo hallar ninguna prueba «de que tuviese intimidad alguna con ningún hombre, ni en Road ni en los alrededores».

Algunas personas especulaban con la idea de que la señora Holley había destruido el camisón de Constance para incriminar a la chica y proteger a William Nutt, que estaba casado con una de sus hijas; la versión completa de esta teoría identificaba a cinco conspiradores: Nutt, Holley, Benger (a quien supuestamente alguna vez Samuel Kent había acusado de cobrarle más de la cuenta por el carbón), Emma Sparks (la niñera que testificó sobre los calcetines y que Samuel había despedido el año anterior) y un hombre sin identificar a quien Samuel había llevado a juicio por pescar en el río. La prueba que pesaba contra cualquiera de ellos consistía en la simple y apenas incriminatoria afirmación de la señora Holley, que aseguraba haber oído un rumor antes del lunes 2 de julio sobre un camisón perdido. Whicher explicaba este punto: «El rumor acerca del camisón ... podría estar relacionado con el camisón manchado de Mary Ann, que la policía había confiscado y analizado pero que le había sido devuelto esa misma mañana».

El domingo permitieron a Samuel Kent visitar a su hija en la prisión. William Dunn, un abogado viudo nacido en el este de Londres y residente en Frome, le había acompañado a Devizes, otro pueblo lanero de Wiltshire. (Rowland Rodway había dimitido como representante legal de Samuel porque creía que Constance era culpable; más tarde aceptó representar a la señora Kent, quien debió compartir este punto de vista.) Este caso estaba muy alejado de la competencia de Dunn. El mes anterior había representado ante el juzgado a un hombre a quien le habían vendido un cortador de nabos defectuoso y a otro cuya vaca había desarrollado un bulto del tamaño de dos puños después de que un granjero rival la «paleara» (le diera con un palo).

Cuando llegaron a la prisión (diseñada como una rueda, con la oficina del alcalde en la intersección y todas las celdas irradiando hacia fuera), Samuel se sintió incapaz de enfrentarse a su hija y envió a Dunn en su lugar. Sus razones fueron inescrutables. The Times dijo que «los sentimientos de padre lo habían sobrecogido y, por tanto, no había podido enfrentarse a esa entrevista», pero no dejaba claro si esos sentimientos eran los propios del padre de Constance o de Saville: quizá se había hundido bajo el peso de su piedad hacia Constance o bajo el peso de su horror. El Bath Chronicle secundaba la incertidumbre: «No pudo soportar la dura prueba de mantener una entrevista con su hija y, por tanto, permaneció en la habitación contigua mientras el abogado charlaba con la señorita Kent». Quizá Samuel rehuyera cualquier discusión sobre la muerte de su hijo. En las semanas siguientes al asesinato parecía que su estrategia era el silencio. «El señor Kent nunca ha aludido al asesinato de principio a fin delante de mí —comentaría después Elizabeth Gough—. Las señoritas sí lo han hecho, también la señorita Constance, pero el señor Kent no. El señor William de vez en cuando llora por ello.»

Cuando Dunn visitó a Constance en su celda, ella insistió repetidamente en su inocencia. El abogado mandó traer de un hotel de la población un colchón cómodo para que su semana en prisión fuera más agradable y dispuso que ella recibiera raciones de comida especiales.

Un carcelero informaría después a los periodistas que estaban a la espera. «Tenemos información fidedigna de que el comportamiento de la señorita Kent en la prisión fue severo y tranquilo —dijo el Western Morning News— y que parecía tener plena conciencia de su inocencia y estar avergonzada por encontrarse en semejante situación.»

«Tenemos entendido que durante aquella charla con el abogado mantuvo perfectamente la calma y la compostura —informó el Bath Chronicle—, tal y como, de hecho, se ha comportado desde que la encarcelaron, aunque, como es natural, el dolor de su posición terriblemente crítica ha forjado ciertos cambios en sus rasgos. Aun así, su buen comportamiento ha causado tal impresión en los carceleros, que no han dudado al declarar que su aspecto denota en todo momento su inocencia en este horrible asunto.»