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La mañana del lunes 16 de julio, el subjefe de policía Foley llevó a Whicher a Road en un carruaje de la policía por el mismo camino por el que Samuel Kent había regresado al pueblo cuando supo que su hijo estaba muerto. Era otro día seco (no había llovido desde el asesinato de Saville). Mientras los policías se alejaban del pueblo cubierto de hollín, el valle comenzaba a ceder lugar a las colinas, los bosques y los pastizales. En los campos había ovejas y pájaros oscuros entre los árboles: grajillas, urracas, mirlos, cuervos y cornejas. Aves aún más pequeñas hacían sus nidos entre la hierba y la aulaga (mosquiteros color de oliva y codornices de alas castañas) mientras que las golondrinas y los vencejos se deslizaban por el cielo.
El pueblo de Road se asienta justo en la frontera de dos condados: aunque la mansión de Road Hill y la Christ Church del reverendo Peacock quedaban en Wiltshire, la mayoría de los cientos de pobladores vivía al pie de la colina, en Somersetshire. En esa zona de Inglaterra, la gente todavía pronunciaba la «erre» de forma gutural: en vez de «granjero» decían «granjerro», y en vez de «hebra», «hebrra». La región tenía también su propio vocabulario: alguien marcado con viruelas, como Whicher, era un «pustuloso»; «espumar» un trozo de tela era mancharlo con un líquido sucio; «lodear» una criatura era sofocarla en lodo.
Road era un pueblo pintoresco, sus casitas estaban construidas con adoquines de piedra caliza o con bloques lisos de arenisca en los que se habían perforado ventanas cuadradas. Había por lo menos cuatro tabernas (Red Lion, George, Cross Keys y Bell), una fábrica de cerveza, dos iglesias anglicanas, una capilla bautista, una escuela y una estafeta de correos; tenían panaderos, tenderos, carniceros, herreros, zapateros, sastres, modistas y talabarteros, entre otros. Trowbridge quedaba a ocho kilómetros al noreste y Frome, un pueblo productor de lana situado en Somersetshire, a la misma distancia solo que al suroeste. Algunos vecinos hilaban con telares manuales en sus casas. La mayoría trabajaba en los campos o en alguna de las muchas fábricas que había en las cercanías. Shawford Mill era un taller especializado en teñir lana y disponía de una rueda hidráulica impulsada por el río Frome. Entre los propios tintes de la región destacaban el verde oscuro obtenido del ligustro; el café, del tejo, índigo, del glasto. Cerca de Road Bridge había un molino batanero, un proceso mediante el cual se golpeaba la lana mojada hasta que las hebras individuales desaparecían y la tela se volvía densa, apretada e imposible de desenredar.
En el pueblo solo se hablaba de la muerte de Saville. Su asesinato había despertado «una energía» entre las gentes, decía Joseph Stapleton en su libro sobre el caso, «que podría ser difícil gobernar o suprimir». En términos del Bath Chronicle:
Entre los habitantes de clase baja del pueblo existe un sentimiento muy fuerte contra el señor Kent y su familia, ninguno de cuyos miembros puede aventurarse a caminar por el pueblo sin que lo insulten. En general, del pobre y pequeño inocente, de la víctima de este asesinato oscuro, se habla en el pueblo con mucho cariño. Se le ha descrito como un pequeño apuesto y robusto, de rostro sonriente y alegre, de cabello rizado y rubísimo. Las mujeres hablan de él con lágrimas en los ojos y suelen recordar sus simpáticos modales y su inocente balbuceo.
Los vecinos del pueblo recordaban a Saville como un dulce querubín y tachaban a la familia de desalmada.
De cualquier manera Samuel Kent era despreciado en aquella región. En parte se debía a su trabajo (era el responsable de cumplir la ley de fábricas de 1833, pensada principalmente para proteger a los niños del trabajo excesivo y de los accidentes, objetivo que despertaba resentimiento entre los propietarios de las fábricas y los trabajadores por igual). Los inspectores de las fábricas, al igual que los inspectores de policía, encarnaban el concepto de vigilancia. Según el Frome Times, cuando Samuel se mudó a la mansión de Road Hill, en 1855, muchos vecinos dijeron: «No lo queremos aquí, queremos a alguien que nos dé el pan, no que nos lo quite». Recientemente había echado a más de veinte chicos y chicas menores de trece años de una fábrica de Trowbridge, privándolos así de los tres o cuatro chelines que ganaban a la semana.
Samuel no hizo nada para mejorar las relaciones con sus vecinos. Según Stapleton, levantó una «cerca impenetrable» «contra la intromisión y la supervisión» de los habitantes de las modestas casas que bordeaban la calle cercana a la mansión de Road Hill. Colocó carteles que decían «Prohibido el paso» en la franja del río a la que llegaba su propiedad, donde sus vecinos jornaleros solían pescar truchas. Los habitantes de las casas se vengaron en los criados y la familia de Samuel. «Sus hijos eran insultados por los niños del vecindario —escribió Stapleton—, cuando salían a caminar o iban a la iglesia.» Desde la muerte de Saville, Samuel había hecho pública su sospecha de que aquella gente tenía algo que ver con el asesinato.
A las once de la mañana, Whicher y Foley se sumaron a las reuniones secretas de Temperance Hall. Whicher fue testigo de cómo los magistrados volvían a interrogar a Samuel Kent, al reverendo Peacock y a la que era sospechosa principal para la policía local, Elizabeth Gough, que fue liberada a la una del mediodía. Los periodistas que se habían congregado en el exterior la vieron salir. «Parecía haber padecido una intensa angustia mental mientras estuvo bajo custodia —escribió el periodista del Bath Chronicle—, ya que su rostro, antaño radiante y alegre, mostraba un profundo desánimo y muchísimo agobio; de hecho, nos quedamos perplejos ante el enorme cambio que sus rasgos habían experimentado durante una detención tan corta.» La niñera dijo a los periodistas que regresaba a Road Hill para ayudar a la señora Kent durante el parto (esperaban la llegada del bebé en pocas semanas).
Entonces permitieron que los periodistas entrasen en la sala, donde uno de los magistrados les dirigió la palabra. Dijo que la investigación estaba ahora en manos del inspector de policía Whicher y que se otorgaría una recompensa de doscientas libras a cualquier persona que proporcionara información de utilidad para condenar al asesino de Saville: el gobierno había ofrecido cien libras y Samuel Kent las otras cien. Si un cómplice entregaba al asesino le garantizaban el indulto. Se levantaba la sesión hasta el viernes.
Whicher se unía a la investigación del asesinato con dos semanas de retraso. Habían metido en una caja y enterrado el cuerpo de la víctima, los testigos habían repetido sus declaraciones y habían recogido o destruido las pruebas que hubiera podido haber. Tendría que reabrir las heridas y retirar el precinto de la escena del crimen. Los subjefes Foley y Wolfe, de la policía de Wiltshire, lo condujeron colina arriba, a la mansión.
La mansión de Road Hill se asentaba, un poco escondida, por encima del pueblo. Era un suave bloque de caliza de Bath protegido del camino por árboles y muros. Un comerciante de ropa, Thomas Ledyard, la había construido hacia 1800, cuando dirigía el molino batanero de Road Bridge. Era una de las mansiones más elegantes de la región. Un camino describía una curva bajo los tejos y los olmos hasta alcanzar un porche de entrada poco profundo que sobresalía como una garita en la fachada plana del edificio. Oculto por un macizo de arbustos, en la parte derecha del jardín frontal, estaba el retrete de la servidumbre en el que habían encontrado a Saville (un cobertizo de madera, construido sobre un foso cavado en la tierra).
Al traspasar la puerta principal de la casa se accedía a un amplio vestíbulo que conducía a la escalera principal. A la derecha del vestíbulo se encontraba el comedor (un elegante rectángulo que se extendía a lo largo de uno de los flancos del edificio) y a la izquierda el acogedor cuadrado de la biblioteca, cuyas ventanas de altos arcos dominaban los jardines. Detrás de la biblioteca se encontraba el salón, acabado en una media luna de ventanas en saliente que llevaban a los jardines traseros (fue una de esas ventanas la que Sarah Cox encontró abierta el 30 de junio).
La gruesa moqueta subía por las escaleras hasta alcanzar el primer y segundo pisos. Entre planta y planta había rellanos con vistas al terreno de la parte trasera: un jardín de flores, un huerto de árboles frutales, una pequeña huerta de hortalizas, un invernadero y, más allá, vacas, ovejas, un pastizal y un ribete de árboles en la margen del río Frome.
En el primer piso, detrás del dormitorio principal y del cuarto del bebé, había tres habitaciones, una de invitados, y dos trasteros, y un baño. En el último piso, además de los cuatro dormitorios ocupados, había dos habitaciones de invitados y una escalera que conducía al desván. Ese piso era más oscuro que los inferiores, sus techos más bajos y las ventanas más pequeñas. Casi todos los dormitorios de la casa compartían la vista hacia el sur, sobre el camino, el jardín y el pueblo, aunque la habitación de William miraba hacia el este, hacia las casitas vecinas y el par de torres y agujas góticas de Christ Church.
Detrás de la habitación de William, una escalera de caracol muy empinada llevaba al primer piso y a la planta baja. Al pie de la escalera quedaba el pasillo de la cocina, ocupado con puertas que daban a la trascocina, la cocina, la lavandería, la despensa y las escaleras que llevaban a los sótanos. Una puerta que había al final del pasillo llevaba a un patio pavimentado, constreñido por la cochera, el establo y otras dependencias. El retrete quedaba justo a la derecha, al pasar una puerta a la altura del cuarto donde guardaban los cuchillos. Un muro de piedra de tres metros de altura corría a lo largo del extremo derecho de la propiedad, junto al rincón de las casitas.
Stapleton aportó un bosquejo exagerado de ese grupo de casitas donde los Holcombe, los Nutt y los Holley, tenían sus hogares: «El centro está dominado por una cervecería, flanqueada por una casa a la que solo un precario soporte de estacas de madera clavadas en el suelo mantiene en pie. Las ventanas han quedado aplastadas o han caído fuera, debido al peso de esas paredes que se vienen abajo y que los inquilinos ya abandonaron. Varias casitas se agrupan alrededor y desde algunas puede verse la propiedad del señor Kent. Es claramente un tugurio, una especie de St. Giles sacado de la ciudad para que se vuelva salvaje. Podría confundirse con una guarida de parias y un antro de ladrones».
Desde el asesinato, la mansión de Road Hill se había transformado en un puzle, un acertijo en tres dimensiones, sus planos y su mobiliario conformaban un código esotérico. La tarea de Whicher era descifrar la casa, como escena del crimen y como reflejo que le guiara para conocer la personalidad de todos los miembros de la familia.
Los muros y cercas que Samuel había erigido alrededor de su propiedad indicaban su gusto por la intimidad. Pero en el interior de la casa, los niños y los adultos, los sirvientes y los amos mantenían extrañas relaciones. Las familias acaudaladas de mediados de la época victoriana preferían mantener a la servidumbre apartada de la familia y los niños solían pasar el día en sus propias habitaciones, pero en Road Hill la niñera dormía apenas a unos metros del dormitorio principal y la niña de cinco años lo hacía con sus padres. El resto de sirvientes y los hijastros habían sido desplazados al piso superior, como tantos trastos habían sido trasladados al desván. Y esa disposición ponía en evidencia el tratamiento que se daba a los hijos de la primera señora Kent.
En sus informes a Scotland Yard, Whicher apunta que Constance y William eran los únicos miembros de la familia con habitaciones propias, hecho que no indicaba su estatus, sino que ninguno tenía un hermano del mismo sexo y de edad similar con quien poder compartirla. Su importancia era logística: cualquiera de los dos podría haberse escabullido hacia el exterior por la noche, sin que nadie lo notara.
En la habitación de los niños, le mostraron a Whicher cómo habían sustraído la manta de entre la ropa de cama de Saville, la noche de su muerte, y cómo la sábana y el edredón habían sido «doblados de nuevo, cuidadosamente», al pie de la cuna (lo cual, dijo él, «difícilmente pudo haberlo hecho un hombre»). Acompañado de Foley y Wolfe, hizo una prueba para ver si era posible sacar a un niño de tres años de la cuna sin despertarlo o sin despertar a nadie más en la habitación. Los periódicos no divulgaron a qué niño de tres años cogieron para hacer aquella prueba ni cómo se le hizo dormir en repetidas ocasiones, pero sí aseguraron que los oficiales de policía habían logrado dicha tarea tres veces.
Whicher observó en el salón que la ventana solo se podía abrir desde el interior. «Esta ventana, que tiene cerca de seis metros de altura, termina apenas a unos centímetros del suelo», le indicaba a sir Richard Mayne, «da al jardín por la parte trasera de la casa y se abre elevando el bastidor inferior, que fue encontrado abierto unos quince centímetros. Los postigos estaban cerrados por dentro con una barra; en consecuencia, no se podía entrar desde el exterior». Aunque alguien se hubiera metido en la casa por dicha ventana, señaló, no podría haber ido más allá, ya que la puerta del salón estaba cerrada por el otro lado. «Por tanto, es del todo evidente —escribió— que no entró ninguna persona por esa ventana.» También estaba seguro de que nadie había huido del edificio por esa ventana, ya que Sarah Cox le dijo que las contraventanas plegadizas estaban entornadas desde el interior. Esto, dijo él, confirmaba su convicción de que alguien de la casa había matado al niño.
El único indicio de que algún extraño podría haber estado en la escena del crimen era el trozo de periódico ensangrentado que se halló cerca del retrete. Whicher descubrió que no había sido arrancado del Morning Star, como la investigación había sugerido, sino de The Times, el diario que Samuel Kent solía leer.
Whicher explicaba en sus informes que pensaba que el asesino no había salido con Saville por el salón, sino siguiendo otra ruta completamente distinta: por las escaleras traseras, pasando por el pasillo que atravesaba la cocina, cruzaba la puerta hacia el patio y, del jardín, cruzando la siguiente puerta, al retrete que se encontraba entre los arbustos. El asesino habría tenido que abrir la cerradura, quitar la cadena y correr el pestillo de la puerta de la cocina y deslizar el cerrojo de la puerta del patio, después cerrar ambas puertas de nuevo, al regresar a la casa, pero esto era perfectamente posible y el esfuerzo valía la pena. La puerta de la cocina estaba tan solo a veinte pasos del retrete, señaló Whicher, mientras que la distancia entre la ventana del salón y el retrete era de setenta y nueve pasos. Ir del salón al retrete también significaba pasar por delante del edificio, justo debajo de las ventanas donde el resto de la familia y los sirvientes dormían. Cualquier habitante de la casa habría sabido que el pasillo de la cocina ofrecía una ruta mucho más directa y discreta, en palabras de Whicher: «el camino más corto y el más secreto». Eso suponía pasar por donde se encontraba el perro guardián, pero quizá no hubiese ladrado al ver un rostro que le fuera familiar. «El perro —escribió Whicher— es totalmente inofensivo.» Incluso cuando el detective, un perfecto desconocido, se aproximó al animal a plena luz del día, este no ladró ni le mordió.
«Por tanto, estoy firmemente convencido —concluía Whicher— de que un miembro de la casa abrió las contraventanas simplemente para que llegáramos a la conclusión de que habían raptado al hiño.»
Whicher estaba familiarizado con este tipo de engaño, una pista falsa colocada para intentar confundir a la policía. En 1850 había descrito a un periodista los métodos de la «escuela de baile», de los ladrones que escalan paredes para entrar en un edificio. Vigilaban una casa durante días y averiguaban a qué hora cenaban sus habitantes; ese era el momento ideal para perpetrar el robo, ya que la cena ocupaba tanto a los criados como a los dueños de la casa. A la hora señalada, un miembro de la banda trepaba sigilosamente, o «bailaba», se colaba por el desván y en los pisos superiores robaba pequeños objetos de valor, que solían ser joyas. Antes de huir con el botín a través de los tejados, el ladrón «vendía» (implicaba) a una sirvienta escondiendo una de las joyas bajo su colchón. La joya trampa, como la ventana abierta en la mansión de Road Hill, era un subterfugio, pensado para llevar a los detectives por el camino equivocado.
Tal vez el asesino no solo planeaba desorientar a la policía sobre cómo había sido secuestrado Saville, razonaba Whicher, sino también sobre adonde lo habían llevado (la ventana abierta daba a los jardines y campos de detrás de la casa). Quizá el asesino esperaba que la policía no encontrara el cuerpo en el retrete, pues quedaba en la dirección opuesta. Whicher especulaba que la «intención original [del asesino] era echar al niño por el retrete... pensando que quedaría fuera de la vista al hundirse en la tierra». El retrete «tiene una fosa grande de cerca de tres metros de profundidad y dos metros cuadrados de superficie —informaba Whicher— y en aquel momento contenía varios metros de agua y tierra blanda». Whicher creía que el agresor pretendía que se ahogara o sofocara en los excrementos y que terminara desapareciendo en él. Si ese plan hubiese funcionado, no habrían quedado restos de sangre para identificar ni la escena del crimen ni al asesino. Pero el salpicadero de madera inclinado, recientemente instalado por órdenes de Samuel Kent, dejaba una abertura de apenas unos centímetros entre el asiento del váter y la pared, así que obstaculizó el descenso del cuerpo hacia la fosa. El asesino, dijo Whicher, «al sentirse frustrado, recurrió al cuchillo», cogió un arma del cesto que descansaba en el pasillo de la cocina y se ensañó con el cuello y el pecho del niño para asegurarse de su muerte. Por lo menos tres de los cuchillos del cesto, declaró al Somerset and Wilts Journal, habrían servido para hacerlo.
Whicher registró esa tarde el dormitorio de Constance. Encontró una lista de la ropa que había traído de la escuela en la que se incluía tres camisones. El ya estaba informado de que uno había desaparecido, así que llamó a Constance.
—¿Esta es una lista de tu ropa?
—Sí.
—¿De quién es la letra?
—Mía.
Él señaló la lista.
—Aquí se indican tres camisones, ¿dónde están?
—Tengo dos, el otro se perdió en la lavandería, una semana después del asesinato.
Le mostró los dos que aún le quedaban: prendas lisas y de toscos tejidos. Advirtió que un camisón y un gorro de noche descansaba! sobre la cama. Le preguntó a Constance de quién eran.
—Son de mi hermana —respondió ella. Ya que la señora Holley aún se negaba a ocuparse de la colada de la familia, los dos camisones de Constance estaban sucios, así que el sábado, Mary Ann o Elizabeth le había prestado uno limpio. Whicher le dijo a Constance que debía confiscar la lista de la ropa y el resto de sus pijamas. El camisón perdido fue su primera pista.
La palabra «pista» se deriva de «madeja».3 Ha llegado a significar «aquello que indica el camino» por el mito griego en el que Teseo utiliza la madeja de hilo que le regaló Ariadna para hallar la salida del laberinto del Minotauro. Los escritores de mediados del siglo XIX aún tenían esta imagen en mente cuando empleaban la palabra. «Siempre se obtiene placer al desentrañar un misterio, al coger la hebra sutil que conducirá a la certidumbre», observaba Elizabeth Gaskell en 1848. «Pensé que veía el cabo de un buen ovillo», decía el narrador de The Female Detective (1854), de Andrew Forrester. William Wills, el subdirector de la revista de Dickens, rindió tributo a la brillantez de Whicher en 1850 cuando observó que el detective encuentra el camino incluso cuando «todas las pistas parecen conducir a un callejón sin salida». «Creí que ya tenía la pista —declara el narrador de La dama de blanco en una entrega publicada en junio de 1860—. ¡Qué poco sabía entonces de las curvas del laberinto que aún habrían de confundirme!» Una trama era un nudo y una historia terminaba en un dénouement, un desenlace.
Entonces como ahora, muchas pistas estaban literalmente hechas de tela (los criminales podían ser identificados mediante trozos de tejido). Un caso en el que hubo este tipo de prueba sucedió muy cerca de la casa de Jack Whicher. En 1837, un famoso asesino fue localizado en Wyndham Road, la calle donde vivía Whicher en Camberwell. James Greenacre, un ebanista propietario de ocho casas en esa calle, mató y descuartizó en su domicilio a Hannah Brown, su prometida, en diciembre de 1836. Envolvió su cabeza con un saco y la transportó en ómnibus hasta Stepney, al este de Londres, donde la arrojó a un canal. Se deshizo del torso en Edgware Road, al noroeste de la ciudad, y de las piernas en una zanja de Camberwell. El protagonista de la investigación policial era el agente Pegler, de la división «S» (Hampstead), que dio con el torso de Hannah Brown. Localizó a Greenacre gracias a un jirón de tela (de los sacos usados para envolver las partes en las que había despedazado el cadáver) y aseguró su confesión gracias a otro retal: un grueso fragmento de algodón de Nankín que encontraron en Edgware Road y que coincidía con un trozo del vestido del bebé de su novia. La prensa informó con fascinación de la resolución del crimen. Greenacre fue ahorcado en mayo de 1837. Whicher entró en la policía cuatro meses después.
En 1849 los detectives londinenses, entre los que estaban Whicher, Thornton y Field, dieron con la asesina de Bermondsey, Maria Manning, sirviéndose de un vestido manchado de sangre que ella había guardado en la consigna de una estación de tren. Manning y su marido habían asesinado a un antiguo amante de ella y lo habían enterrado bajo el suelo de su cocina. Los detectives localizaron a la pareja sirviéndose de mensajes telegráficos, trenes expresos y buques de vapor. Whicher registró los hoteles y estaciones de tren de París y los barcos que salían de Southampton y Plymouth. Utilizó su experiencia en el seguimiento de billetes para ayudar a reforzar las pruebas contra los asesinos. Finalmente, Manning fue detenida en Edimburgo y su marido en Jersey. Se acusaron mutuamente del crimen y ambos fueron sentenciados a muerte. Las ejecuciones atrajeron a decenas de miles de espectadores y los epigramas inspirados en el caso vendieron dos millones y medio de copias. Una serie de grabados que se imprimieron ese año mostraban a los investigadores como apuestos héroes de acción y la jefatura de policía alababa a sus hombres por «la extraordinaria habilidad y el esfuerzo» con que habían trabajado. La resolución del caso supuso para Whicher y Bolton una gratificación de diez libras; a Field, por ser inspector, le correspondieron quince.
Al año siguiente, Whicher le contó a William Wills una historia más que conocida sobre cómo las prendas podían ayudar en la detención de un criminal. Un elegante hotel de Londres requirió la presencia del inspector de policía (probablemente el mismo Whicher) para encontrar al hombre que, la noche anterior, había saqueado el baúl de viaje de uno de sus huéspedes. Sobre la moqueta de la habitación, allí donde habían desvalijado el arcón, el detective encontró un botón. Vigiló a huéspedes y empleados del hotel durante todo el día, estudiando muy de cerca su ropa (a riesgo de ser, dijo Whicher, «considerado un excéntrico crítico del lino». Finalmente, vio a un hombre al que le faltaba un botón de la camisa con el hilo aún colgando; los botones restantes coincidían con el «pequeño soplón» que el detective había encontrado.
En el caso de Road Hill había mucha tela que cortar. El escenario del crimen era una región dedicada a la manufactura textil, una tierra de ovejas y fábricas de lana. La ropa sucia de la familia era el centro mismo de la investigación, pues su lavandera era un testigo clave y la investigación arrojaba tres pistas relacionadas con la ropa: una pieza de franela, una manta y un camisón que se había perdido. Whicher se centró en esta última, como el narrador de «El diario de Anne Rodway», de Wilkie Collins, un cuento breve de 1856 que giraba en torno a una corbata desgarrada: «Una especie de fiebre tomó posesión de mí; un ansia vehemente de continuar investigando a partir de este primer hallazgo e ir haciendo más descubrimientos, sin importar cuál fuera el riesgo. La verdad era que la corbata se convirtió en... la pista que estaba resuelto a seguir».
El hilo que guió a Teseo hacia la salida del laberinto cumplía con otro de los principios de investigación de Whicher: un detective avanza retrocediendo. Para encontrar la salida del peligro y la confusión, Teseo tuvo que andar sobre sus pasos, regresar al origen. La solución de un crimen era tanto el comienzo como el fin de una historia.
A través de sus entrevistas con los Kent y con aquellos que los conocían, Whicher rastreó la historia de aquella familia. Aunque había lagunas, contradicciones e indicios de mayores secretos, logró componer una narración que, en su opinión, explicaba de alguna manera el asesinato. El libro sobre el caso que Joseph Stapleton publicó en 1861 dio cuenta de lo fundamental, pero si bien el relato del cirujano era muy parcial con respecto a Samuel Kent, sí era bastante escrupuloso (además de difamatorio) en cuanto a las diversas fisuras de la historia familiar.
En 1829, en la zona este de Londres, Samuel Kent, de veintiocho años, hijo de un fabricante de alfombras del barrio nororiental de Clapton, se casó con Mary Ann Windus, de veintiún años, hija de un próspero fabricante de carruajes de la región vecina de Stamford Hill. En una miniatura pintada el año anterior al matrimonio aparece Mary Ann con cabello rizado y castaño, ojos oscuros y brillantes, los labios fruncidos en un rostro pálido y un matiz receloso y precavido en sus facciones. Su padre era miembro de la Real Sociedad de Anticuarios y un experto en vasijas de la época romana; la casa familiar estaba atestada de pinturas y curiosidades.
Los recién casados se mudaron a una casa cercana a Finsbury Square, en el centro de Londres. Aunque su primer hijo, Thomas, murió de convulsiones en 1831, tuvieron una hija, Mary Ann, antes de que acabase aquel año, y otra, Elizabeth, al año siguiente. Samuel trabajaba como socio en una firma de conservas que comerciaba con salazones y encurtidos, pero en 1833 dimitió debido a una enfermedad no especificada. «La salud del señor Kent llegó a ser tan precaria —dijo Stapleton—, que se vio obligado a renunciar a su participación en el negocio.» Se llevó a la familia a Sidmouth, en la costa de Devonshire. Allí se aseguró un puesto como subinspector de fábricas para el oeste de Inglaterra, el eje de la industria de la lana.
La señora Kent mostró los primeros signos de locura en 1836, según Samuel, un año después del nacimiento de su cuarto hijo, Edward. Sufrió de «debilitamiento y confusión del intelecto» y de «varios aunque inofensivos delirios». Más tarde, Samuel dio tres ejemplos de la perturbación mental de su esposa: una vez, mientras paseaba con los niños cerca de casa, se extravió; un domingo, mientras él estaba en la iglesia, ella arrancó las ilustraciones de uno de sus libros y las quemó, y, por último, encontraron un cuchillo debajo de su colchón. Samuel consultó a los médicos sobre el estado de la señora Kent, y un tal doctor Blackall, de Exeter, confirmó que su salud mental empeoraba. Su salud física tampoco era buena.
Sin embargo, Samuel continuó dejándola embarazada, y así la pareja vio morir sucesivamente a cuatro bebés: Henry Saville en 1838, a los quince meses de edad; Ellen en 1839, murió a los tres meses; John Saville en 1841, a los cinco meses; Julia en 1842, también a los cinco meses. («Saville», a veces escrito con una sola «l» otras sin «e», era el apellido de soltera de la madre de Samuel, procedente de una acaudalada familia de Essex.) La causa de varias de estas muertes se atribuyó a «atrofia» o tuberculosis. Todos los pequeños fueron enterrados en el cementerio de Sidmouth.
Constance Emily nació el 6 de febrero de 1844. Samuel puso a su nueva hija al cuidado de Mary Drewe Pratt, de veintitrés años, hija de un granjero, que trabajaba desde el año anterior como institutriz de las niñas mayores. Mary Drewe era una mujer joven, baja, atractiva y segura de sí misma que antes había sido institutriz de día de los niños de un abogado y de un clérigo, y que venía recomendada por un médico de Sidmouth. A la señorita Pratt se le asignó el cuidado a Constance y la institutriz se entregó por completo a su labor y así logró que el frágil bebé se convirtiera en una niña fuerte y elegante. Constance era la primera niña de los Kent que sobrevivía en casi una década.
Al año siguiente, el 10 de julio de 1845, Mary Ann Kent dio a luz a su último hijo, William Saville. Durante los partos de Constance y William, decía Samuel, su locura se intensificaba. La administración del hogar quedaba completamente en manos de la señorita Pratt.
En 1848, el jefe de Samuel, uno de los cuatro inspectores en jefe de fábricas, le recomendó mudarse para huir de los rumores que corrían sobre su familia: un funcionario con la esposa demente y la institutriz que merecía sus favores (el triángulo recordaba aquel de Jane Eyre, la novela de Charlotte Brontë, publicada el año anterior). Los Kent dejaron su casita junto al acantilado, con emparrado y techo de paja, y se instalaron en Walton Manor, en Walton-in-Gordano, una pequeña aldea de Somersetshire. En 1852 se mudaron de nuevo para escapar a la mirada de sus vecinos, esta vez a Baynton House, al este de Coulston, en Wiltshire. El 5 de mayo, mientras la señorita Pratt visitaba a su familia en Devonshire, Mary Ann Kent murió de «una obstrucción intestinal» a los cuarenta y cuatro años y fue enterrada en el cementerio vecino.
En agosto de 1853, Samuel Kent se casó con la institutriz. Viajaron a Lewisham, al sur de Londres, para celebrar la ceremonia. Las tres hijas de Samuel, Mary Ann, Elizabeth y Constance, fueron sus damas de honor. Edward Kent, en aquellos tiempos un testarudo chico de dieciocho años, se había alistado en la marina mercante y estaba navegando cuando su padre y la señorita Pratt contrajeron matrimonio. A su regreso quedó horrorizado ante la noticia de la boda y sostuvo amargas discusiones con su padre. Pocos meses después, en 1854, el año en que Constance cumplió diez años y William nueve, el buque de transporte en el que viajaba Edward hacia Balaklava, naufragó y se creyó que toda su tripulación se había ahogado. Cuando los Kent se preparaban para ir a Bath y comprar ropa de luto, llegó el cartero con una carta de Edward: había sobrevivido al naufragio. «El padre regresó tambaleándose, al borde del desmayo, al interior de su casa —escribió Stapleton—. Debemos cerrar la puerta ante la siguiente escena, ante aquel cambio repentino de sentimientos, bajo cuyo impacto su corazón casi se quedó paralizado por la dicha.»
Ese mes de junio, en otro violento vuelco de emociones, la nueva esposa de Samuel dio a luz antes de tiempo a su primer hijo, que nació muerto.
Se decía que la segunda señora Kent era una mujer sin paciencia que llevaba la casa de manera muy estricta. Constance se volvió conflictiva en casa, a veces insolente. Para castigarla, su antigua institutriz le daba de sopapos o, más a menudo, la desterraba del salón y la enviaba al vestíbulo.
En 1855, el jefe de Samuel le animó para que se trasladase a otro domicilio, pues la muerte de su esposa hacía innecesario ocultarse ante el mundo. La casa de Baynton estaba muy apartada, dijo el inspector en jefe, y Kent debía estar más cerca de las fábricas que debía supervisar y de los trenes con los que viajaba por toda su región, un área que se extendía cientos de kilómetros, desde Reading hasta Land’s End. Por el bien de su familia (en particular por Mary Ann y Elizabeth, que eran veinteañeras pero sin ningún pretendiente a la vista), debía vivir cerca de otras personas de su posición.
Quizá la mudanza a la casa de Road Hill, una residencia algo más modesta, también aligeró ciertas dificultades financieras (Stapleton señala que Baynton estaba por encima de las posibilidades de un funcionario con una familia de cuatro, ya que era una casa hecha a la medida «de los deseos y las pretensiones de un hacendado con una fortuna propia considerable»).
En junio de 1855, la segunda señora Kent dio a luz a Mary Amelia Saville. En agosto del año siguiente tuvo a su primer hijo varón, Francis Saville, conocido como Saville. Su segunda hija, Eveline, nació en octubre de 1858. El señor y la señora Kent estaban obsesionados con sus nuevos hijos. Ese año, Edward, ya un joven de veintidós, zarpó hacia las Indias Occidentales con la marina mercante y, en julio, murió de fiebre amarilla en La Habana.
Según Stapleton, se rumoreaba que Edward era el padre de Saville, su supuesto medio hermano. Si así fuera, la ira de Edward ante el segundo matrimonio de su padre se habría debido a una rivalidad sexual más que a su desaprobación. Pero Stapleton insistía en que la nueva señora Kent y su hijastro no eran amantes: la prueba que aportaba en su defensa era, curiosamente, la muerte del primer hijo de Mary Drewe, hecho que indicaba que se había quedado embarazada de Samuel por lo menos una vez, pues Edward estaba navegando cuando el bebé fue concebido, pero no decía nada sobre la paternidad de sus otros dos hijos, Saville y Eveline.
La historia familiar que Whicher reconstruyó en la casa de Road Hill hacía pensar en que la muerte de Saville formaba parte de un lío de engaños y ocultaciones. Las novelas policíacas que el caso engendró, comenzando con La piedra lunar (1868), aprendieron de esta lección. En el típico misterio de un asesinato todos los sospechosos tienen secretos y, para mantenerlos, mienten, fingen y evaden las preguntas del investigador. Todos parecen culpables porque todos tienen algo que esconder. Sin embargo, el secreto de la mayoría de los sospechosos no es el asesinato. Las novelas de detectives giran alrededor de este truco.
En un verdadero caso de asesinato el peligro era que el detective fuera incapaz de resolver el crimen que le habían mandado investigar y se perdiera en la maraña del pasado, envuelto en el caos que desenterró.