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El lunes 2 de julio de 1860, tras meses de lluvia y viento, el tiempo cambió: «Después de todo, podremos disfrutar un poco del verano», decía el Bristol Daily Post. A las diez de la mañana, el forense de Wiltshire, George Sylvester, natural de Trowbridge, abrió la investigación sobre la muerte de Saville Kent. Como de costumbre, hizo que la pesquisa judicial tuviera lugar en el principal edificio público del pueblo, la taberna Red Lion. Esta taberna, una construcción larga y baja de piedra con una amplía puerta, estaba situada en una hondonada en el centro del pueblo, donde convergían Upper Street y Lower Street. Ambos caminos, bordeados por los porches de viejas casitas de campo, conducían a Road Hill, cuya cumbre se encontraba a ochocientos metros del Red Lion.
Entre los diez miembros del jurado estaban el tabernero de la Red Lion, un carnicero, dos granjeros, un zapatero, un cantero, un ingeniero de molinos y un funcionario del registro civil. La mayoría vivía en Upper Street o en Lower Street. El reverendo Peacock actuó como presidente. Rowland Rodway, a pesar de sus recelos, fue el representante legal de Samuel Kent.
El jurado siguió al forense a la casa de Road Hill para examinar el cuerpo de Saville en la lavandería. El subjefe de policía Foley los dejó pasar. Aunque el cadáver era el de un «hermoso niño —dijo el Bath Chronicle—, constituía un horrible espectáculo, con esas heridas espantosas y abiertas que le daban una apariencia espectral. Aun así, la expresión en la cara del niño era de inocencia y placidez. El jurado también inspeccionó el salón, la habitación de los niños, el dormitorio principal, el retrete y el resto de la propiedad. Hora y media después, cuando se disponían a regresar a la taberna Red Lion, Foley le preguntó al forense a qué miembros de la casa se llamaban como testigos. Solo a la criada que cerró las ventanas, contestó el forense, y también a la niñera, que tenía a su cargo al niño cuando fue secuestrado.
Sarah Cox y Elizabeth Gough se dirigieron a la Red Lion juntas. Cox había repartido la colada de la semana en dos amplios cestos que dejó a la lavandera, Hester Holley, en un trastero. Antes del mediodía, la señora Holley y su hija pequeña, Martha, recogieron esos cestos y regresaron a su casa. También llevaban con ellas el libro de la colada, en el que Mary Ann Kent había consignado cada una de las prendas que contenían los cestos (el camisón manchado de Mary Ann que había estado bajo la custodia de Eliza Dallimore, la esposa del policía, se lo había devuelto aquella mañana).
En cuanto la señora Holley llegó a casa, en cinco minutos, ella y sus tres hijas (una era Jane, la esposa de William Nutt) abrieron los cestos y comenzaron a sacar la ropa. «No solíamos sacar la ropa nada más recibirla», dijo después la señora Holley. El motivo de haber actuado así era sorprendente: «Nos había llegado el rumor de que faltaba un camisón». Las Holley descubrieron que el camisón de Constance, aunque aparecía en la lista del libro, no estaba en ningún cesto.
En el pueblo, había tantos espectadores que llenaban la taberna Red Lion que el forense decidió trasladar la investigación al Temperance Hall, que quedaba a unos minutos a pie por Lower Street, en dirección a Road Hill. El salón quedó «atestado hasta la asfixia», informó el Trowbridge and North Wilts Advertiser. Foley presentó el pijama y la manta de Saville, ambos apelmazados por la sangre; y fue pasándolos a los miembros del jurado.
Cox y Gough fueron las primeras en testificar. Cox describió cómo la noche del viernes había cerrado la casa y cómo, a la mañana siguiente, había encontrado entreabierta la ventana del salón. Gough ofreció un retrato detallado de cómo acostó a Saville la noche del viernes y de cómo descubrió su desaparición por la mañana. Describió a Saville como un niño alegre, contento y de buen carácter.
Después, el forense tomó testimonio a Thomas Benger, que había descubierto el cuerpo, y a Stephen Millet, el carnicero. Millet entregó el trozo de periódico ensangrentado que había encontrado en la escena del crimen, e hizo un comentario sobre la cantidad de sangre que vio en el retrete: «Debido a mi oficio de carnicero, sé cuánta sangre pierde un animal cuando muere». Estimaba que en el suelo del retrete había unos ochocientos mililitros.
—Creo que sostuvieron al niño por las piernas —dijo Millet—, con la cabeza colgando hacia abajo, y le cortaron la garganta en esa posición.
Los espectadores sofocaron un grito.
Nadie pudo identificar el trozo de periódico hallado en el retrete. Un periodista sugirió que se trataba de fragmentos del Morning Star. Cox y Gough aseguraron que el señor Kent no recibía ese diario, pues él estaba suscrito a The Times, el Frome Times y el Civil Service Gazette. Eso indicaba —hasta cierto punto— que un extraño había estado en la escena del crimen.
Joshua Parsons fue el siguiente testigo. Declaró que lo llamaron para que fuera a la mansión y enumeró las conclusiones de su examen post mórtem: Saville había muerto antes de las tres de la madrugada; le habían cortado la garganta y le habían perforado el pecho, también mostraba signos de asfixia. Más de un litro y medio de sangre debió de manar de su cuerpo «en un chorro», dijo, pero habían hallado mucha menos cantidad.
Después del testimonio de Parsons, el forense trató de cerrar la investigación dictando sus conclusiones, pero el reverendo Peacock, como presidente del jurado, expresó que sus compañeros querían interrogar a Constance y a William Kent. Peacock mismo discrepaba (consideraba que debía dejarse en paz a la familia), pero tenía la obligación de informar de que los otros insistían en aquel punto. Algunos miembros del jurado exigían que todos los miembros de la familia Kent fueran interrogados: «Interrogad a todos, no mostréis mayor respeto con unos que con otros», «Traednos a todos». Los vecinos del pueblo, dijo Stapleton, sospechaban que el forense encubría a los Kent: «Una ley para los pobres y otra para los ricos». El forense aceptó, no sin reparos, que Constance y William fueran interrogados, pero a condición de que el interrogatorio se llevase a cabo en su casa, para «que los chicos no se vean expuestos al insulto». Estaba muy inquieto porque se «imprecaba contra ellos a voz en grito, como si fueran los asesinos». El jurado regresó a la mansión.
Los interrogatorios, que se llevaron a cabo en la cocina, fueron breves (tres o cuatro minutos cada uno).
«No me enteré de que había muerto hasta que lo encontraron —dijo Constance—. No sé nada respecto al asesinato... Todos eran muy cariñosos con el niño.» Cuando se le preguntó por Elizabeth Gough, dijo: «En general, la niñera siempre me ha parecido una mujer callada y atenta, y creo que cumple con todos sus deberes conforme a lo que se espera de ella». Según el Somerset and Wilts Journal, «declaró en un tono apagado y audible, sin delatar ninguna emoción en especial, con la vista fija en el suelo».
El testimonio de William fue prácticamente idéntico, pero más cálido: «No tuve noticia alguna sobre este asunto hasta la mañana, ojalá me hubiera enterado antes. Saville era el favorito de todos. La niñera siempre me ha parecido muy atenta y amable. No sé nada respecto al asesinato». Sus maneras fueron más encantadoras que las de su hermana: «Prestó declaración con claridad y mantuvo la mirada fija en el forense todo el tiempo». En comparación, Constance se mostró apagada, reservada.
A su regreso a Temperance Hall, el forense dijo al jurado que su tarea era descubrir cómo había muerto Saville, no quién lo había matado. A regañadientes, firmaron un documento en el que se consignaba que «una o varias personas desconocidas» habían sido los autores del crimen.
—Habrá sido un desconocido —dijo uno—, pero tengo una sospecha tan grande que me revuelve el estómago.
—A mí me ocurre lo mismo —dijo otro hombre.
—A mí también —dijo otro.
Un zapatero se puso en pie y dijo que la mayoría de sus compañeros del jurado pensaba que el asesino era alguien de Road Hill. Acusó a Parsons, al reverendo Peacock y al forense de intentar echar a tierra sobre el asunto.
El forense hizo caso omiso de su inquietud y confortó al jurado con la idea de que «aun cuando semejante acción quede oculta a ojos de los hombres, Dios la recordará en las alturas», y a las tres y media de la tarde dio por concluida la investigación. «Considero, señores, que es el asesinato más extraordinario y misterioso jamás cometido, por lo menos que yo sepa.»
En Road Hill, finalizados los interrogatorios, Foley entregó la llave de la lavandería a la señora Silcox, que ya había amortajado a Saville. Ella terminó de arreglar el cuerpo para proceder a su entierro. Elizabeth Gough y Sarah Cox lo trasladaron entonces arriba en un «caparazón», la delgada caja interior de los ataúdes. La señora Kent le ordenó a Gough que «atornillara bien» la caja.
A la madre de Saville le preguntaron después si la niñera había besado el cadáver cuando ella estaba a punto de cerrar el ataúd. «Estaba muy cambiado —dijo la señora Kent— y no creo que ella hubiera podido besarlo en aquel momento.»
El lunes por la noche Constance le pidió a Gough que durmiese en su cama. Hacía las once de la mañana siguiente, Hester Holley le devolvió a Sarah Cox el libro de la colada y cobró su sueldo semanal de siete u ocho chelines. No hizo mención del camisón desaparecido. «Nunca le dije que faltara nada —admitiría después—. Ese fue mi error. Aunque iba con prisas, sabía que había desaparecido.»
Por la tarde, James Morgan, el policía de la parroquia, y cuatro colegas suyos visitaron la casa de la señora Holley para preguntarle por la pieza de franela de busto: querían saber si alguna vez la había visto entre la ropa que los Kent le habían enviado. Dijo que no y, cuando le preguntaron si en la colada de esa semana había visto algo raro, dijo que «a juzgar por el libro, la ropa estaba bien».
Justo después envió a Martha a Road Hill para avisar a los Kent de que se había perdido uno de sus camisones y que ella se lo había ocultado a la policía. La señora Kent llamó a Sarah Cox y a Mary Ann Kent a la biblioteca. Ellas insistieron en que habían metido tres camisones mientras que Martha Holley juró que solo había dos en los cestos.
Martha regresó e informó de todo lo ocurrido a su madre, quien aproximadamente a las seis de la tarde fue en persona a la casa: «Vi a la señora y a las dos señoritas Kent, a la criada y a la cocinera, y el señor Kent me habló desde la puerta de su habitación y me dijo, como lo haría un caballero, que si no entregaba el camisón en las próximas cuarenta y ocho horas haría que me arrestaran mediante una orden especial... Fue muy brusco al hablarme».
El viernes, 6 de julio, se trasladaron los restos de Saville para proceder a su entierro. El Western Daily Press informaba de que, en el momento en que cruzaban con el ataúd la propiedad de Road Hill, «las correas con que se ayudaban los porteadores se rompieron, justo cuando el grupo pasaba por delante del retrete de la servidumbre, antes de alcanzar la verja del jardín. El ataúd cayó en la grava y permaneció allí hasta que trajeron de la casa nuevas correas». Una multitud de vecinos miró cómo el carruaje se llevó el ataúd y a los dos dolientes, Samuel y William Kent (Las mujeres no solían asistir a los funerales pero sí vestían ropa de luto el día del entierro.)
El cortejo fúnebre de Saville atravesó Trowbridge a las nueve y media de la mañana y alcanzó la aldea de East Coulston aproximadamente media hora después. El cuerpo del niño fue enterrado en la cripta familiar junto a los restos de la primera esposa de Samuel. La inscripción de su lápida terminaba con las siguientes palabras: «¿No debería investigarlo Dios? Puesto que El conoce los secretos del corazón». El reportaje que le dedicó un diario describía «la intensa pena» que mostraban tanto Samuel como William, pero otro periódico atribuía la «intensa emoción» únicamente a Samuel. Un amigo tuvo que ayudarle a ir del cementerio a su carruaje.
Cuatro amigos de la familia (tres médicos y un abogado) asistieron al funeral: Benjamín Mallam —padrino de Saville, que ejercía como cirujano en Frome—, Joshua Parsons, Joseph Stapleton y Rowland Rodway. De regreso a Road, compartieron un carruaje y hablaron del asesinato. Parsons les comentó que la señora Kent le había pedido que declarara que Constance estaba loca.
El subjefe de policía Foley continuaba a cargo de la investigación, aunque algunos oficiales superiores visitaron Road esa semana. La policía buscó en las habitaciones de invitados de Road Hill y registró algunas edificaciones deshabitadas que se encontraban en el fondo del jardín. Intentaron dragar el río cercano a la casa, pero estaba muy crecido (hacía un par de semanas que el Frome se había desbordado). No parecían estar más cerca de revelar el misterio, pues incluso antes de que la semana llegara a su fin, los magistrados de Wiltshire ya habían solicitado al Ministerio del Interior que enviara a un detective de Scotland Yard. La petición fue rechazada. «Ahora que la policía del condado tiene una sólida reputación —señaló el subsecretario permanente, Horatio Waddington—, rara vez se recurre a los oficiales londinenses.» Los magistrados anunciaron que el lunes iniciarían su propia investigación.
Ya que la disputa sobre el camisón había quedado sin resolver, la señora Holley se negó a aceptar la colada de la familia el lunes 9 de julio. Esa mañana, Foley envió a Eliza Dallimore a Road Hill con la pieza de franela de busto que había encontrado en el retrete.
—Señora Dallimore —dijo Foley—, debe encargarse de que las chicas y la niñera se prueben esta prenda de franela.
Las manchas habían desaparecido, pues habían tenido que lavarla por lo inaguantable del hedor de la sangre y la suciedad.
Dallimore llevó a Cox y a Kerslake a la habitación que compartían en el segundo piso y les pidió que se desvistieran. Les ordenó que se probaran esa prenda y descubrió que no era lo suficientemente ancha para ninguna de las dos. Luego le pidió a Elizabeth Gough que se desnudara en la habitación de los niños. Gough se quejó:
—No tiene sentido, aun suponiendo que esa prenda me esté bien, no significa que yo haya cometido el asesinato.
Se quitó el corsé y se probó la pieza de franela. Era de su talla.
—Bueno, podría venirle bien a muchas mujeres —admitió la señora Dallimore—, me viene a mí. Pero en esta casa tú eres la única. —Foley no le había dado instrucciones de que la señora Kent o sus tres hijastras se probaran dicha prenda.
Ese mismo lunes, una semana después de la investigación, los cinco magistrados de Wiltshire abrieron en Temperance Hall lo que el Somerset and Wilts Journal describió como una investigación «totalmente secreta», para la cual convocaron a varios de los habitantes de Road Hill. La señora Kent les dijo que creía que el asesino era alguien de la casa, «alguien que conocía la propiedad». «No tengo ninguna razón para culpar a la niñera —agregó—. Solo la culpo por no avisarme justo cuando desapareció el niño.»
Los policías que trabajaban en el caso sospechaban de Elizabeth Gough. Les parecía casi imposible que el niño hubiera sido raptado de la habitación sin que la niñera tuviera conocimiento de ello. En el escenario que había cobrado forma en la imaginación de todos ellos, Saville se había despertado y había visto a un hombre en la cama de Gough. Para silenciar al niño, los amantes le taparon la boca y, accidental o voluntariamente, lo asfixiaron. La misma Gough describió a Saville como un acusica: «El niño va a la habitación de su mamá y lo cuenta todo». Luego la pareja habría mutilado el cuerpo para disfrazar la causa de la muerte, conjeturaba la policía. Si el amante era Samuel Kent, ¿podría haberse deshecho de las pruebas cuando fue en su cabriolé hasta Trowbridge. En la confusión y las prisas, y dado que la pareja debía evitar que los vieran hablando, sus relatos diferían y cambiaban, especialmente acerca de la manta perdida. Dicho escenario explicaba también la torpe explicación que dio Gough por no haber despertado a su patrona cuando se dio cuenta de que Saville había desaparecido.
El martes 10 de julio, decimoquinto cumpleaños de William Kent, a las ocho de la tarde, los magistrados ordenaron a la policía que detuvieran a Elizabeth Gough.
«Antes de que le informaran de la decisión de los magistrados —informaba el Bath Chronicle—, se sabe que la joven andaba de muy buen humor por la casa, por la que varios testigos pasaron, y hablaba de forma muy tosca de cuánto se habría divertido en la siega del heno de no ser por ese “asunto”. Dijo que en esa cuestión estaba tan segura de su inocencia que no temía enfrentarse a cien jueces y que la interrogaran.»
Pero sus bravatas se desvanecieron rápidamente. «Cuando le comunicaron que, por el momento, quedaría detenida, cayó al suelo inconsciente.» El Somerset and Wilts Journal informó de que había sucumbido a un «ataque de histeria». Estuvo «inconsciente unos minutos». Cuando recuperó el sentido, Foley la llevó en un carruaje pequeño de dos ruedas a la comisaría de Stallard Street, en Trowbridge. El subjefe de policía vivía en las dependencias de la comisaría, con su esposa, su hijo (escribano de un abogado) y un sirviente. Los Dallimore (William, el policía, Eliza, la cacheadora, y sus tres hijos) también vivían en aquellas dependencias y cogieron a Gough bajo su custodia. La niñera y la cacheadora compartieron la misma cama.
Durante su estancia en la comisaría, Gough le dijo a Foley y a su esposa que estaba segura de que Constance no era la asesina.
—¿Fuiste tú? —preguntó Foley.
—No —dijo ella.
A otro policía le comentó que había tomado la decisión de «jamás volver a querer a otro niño». Él le preguntó por qué. Porque, dijo ella, «es la segunda vez que algo le ocurre a un niño al que le tenía cariño. En otro lugar donde viví dos años había un niño al que le tenía mucho afecto y murió».
Se extendió el rumor de que ella había confesado el crimen, delatando a Samuel como el asesino y declarándose ella misma cómplice del crimen. Durante esa semana se lanzaron otros rumores y todos ellos implicaban a Samuel: la gente decía que Saville tenía un seguro de vida, que el cuerpo de la primera señora Kent se estaba exhumando para practicarle la autopsia, que a Samuel se le había visto por el terreno alrededor de su casa a las tres de la madrugada del día del asesinato.
El viernes, Elizabeth Gough fue llevada de vuelta a Road para ser interrogada. Esperó en la casa de Charles Stokes, un talabartero que vivía junto a Temperance Hall, mientras los magistrados iban a la mansión de Road Hill. Después de un rato, Ann, la hermana del talabartero y fabricante de corsés y vestidos, señaló que los magistrados estaban tardando mucho: «Sospecho que han descubierto algo», dijo. Gough «manifestó cierta alarma» y estuvo recorriendo la habitación de arriba abajo. «Espero que no me llamen a declarar hoy, creo que me ocurrirá lo mismo que el martes», dijo, aludiendo a su ataque de histeria.
«Se llevó las manos al costado —informó Ann Stokes— y dijo que sentía como si la sangre se le hubiera ido de un lado al otro. También dijo que no aguantaría mucho más y que no podría haber resistido tanto si no fuera porque la señora Kent le había suplicado que lo hiciera.» Gough aseguró que la señora Kent la había exhortado a seguir: «Debes resistir un poco más, Elizabeth; hazlo por mi bien». Luego, continuó Ann Stokes, Gough «dijo que desde el asesinato se había arrancado algunas canas de la cabeza, algo que nunca había hecho hasta entonces, que nadie sabía cuánto sufría y que si algo más llegaba a pasar, se moriría».
En Road Hill, los magistrados interrogaron a la señora Kent y a Mary Ann Kent. Ninguna había podido acercarse a Temperance Hall, la primera por su avanzado estado de gestación, la segunda porque había «sufrido violentos ataques de histeria al saber que se requería su presencia».
Cuando los magistrados regresaron a la sala, llamaron a Gough. Aparecieron ocho reporteros, pero ninguno fue admitido (les dijeron que el proceso era a puertas cerradas). Un policía hizo guardia a las puertas de la sala para asegurarse de que nadie se acercaba a escuchar.
Hacia las siete de la tarde, los magistrados levantaron la sesión de interrogatorios y dejaron a Gough en libertad para que pudiera pasar el fin de semana con su padre y su primo, que acababa de llegar esa tarde de Isleworth, una población cercana a Londres, siempre y cuando el lunes estuviera de vuelta en Temperance Hall. Ella dijo que pensaba quedarse en la comisaría de Trowbridge. Probablemente los magistrados la tranquilizaron antes de liberarla, pues al llegar al pueblo «se la veía muy alegre —informaba el Bath Chronicle— y saltó del carruaje de la policía con gesto animado».
El martes 10 de julio, un editorial del Morning Post, un diario de ámbito nacional, ridiculizaba los esfuerzos de la policía de Wíltshire por descubrir al asesino de Saville. Criticaba la manera apresurada y perentoria en que se había llevado la investigación y exigía que el caso de la muerte del niño quedara en manos de los «más experimentados detectives». El artículo argumentaba que la seguridad de todos los hogares de Inglaterra dependía de que se revelaran los secretos de la casa de Road Hill. Reconocía que supondría violar un espacio sagrado:
Todo inglés acostumbra a enorgullecerse con enorme autocomplacencia de lo que suele llamarse la inviolabilidad del hogar inglés. Ningún soldado, ningún policía, ningún espía del gobierno se atrevería a traspasarla... Al contrario de lo que le sucede al inquilino de cualquier domicilio extranjero, el habitante de un hogar inglés, ya sea una mansión o una casita de campo, posee un título indiscutible frente a cualquier tipo de agresión contra su morada. Desafía a cualquier persona de jerarquía inferior al ministro del Interior, e incluso él solo puede violar la tradicional seguridad de la casa de un hombre en circunstancias extremas y bajo la perspectiva de una reparación parlamentaria. Y precisamente por esa sensación de seguridad completamente innata a nosotros los ingleses, tenemos un fuerte sentido de la inviolabilidad de nuestra propia casa. Las sanciones morales de un hogar inglés son al siglo XIX lo que el foso, el puente levadizo y la torre del homenaje eran al siglo XIV. Con esta seguridad podemos irnos a dormir por las noches y dejar nuestros hogares durante el día, sabiendo que un vecindario entero, sino es que todo el país, se alzaría ante cualquier intento de violar lo que tantas tradiciones y tan larga costumbre han convertido en sagrado.
Este sentimiento era profundo en la Inglaterra victoriana. Estando de visita en el país, a finales de la década de 1840, el doctor Carus, médico del rey de Sajonia, advirtió que el hogar inglés encarnaba «el largamente apreciado principio de separación y retiro» que yacía «en el fundamento mismo del carácter nacional... es esto lo que da a los ingleses esa orgullosa sensación de independencia personal, que bien refleja la frase “La casa de todo hombre es su castillo”». El poeta estadounidense Ralph Waldo Emerson observó que la domesticidad era la «raíz principal» que permitía a los británicos «ramificarse a lo ancho y a lo alto. El motivo y el fin de su comercio y de su imperio es salvaguardar la independencia y la privacidad de sus hogares».
El Morning Post del 10 de julio de 1860 sostenía que «amparándose en todas estas proverbiales inviolabilidades, se ha cometido un crimen cuyo misterio, complejidad y crueldad no tiene parangón en nuestra historia criminal... La seguridad de todas las familias y lo sagrado de los hogares ingleses exigen que no se conceda descanso a este caso hasta que se haya despejado la última sombra de su oscuro misterio con la luz de la incuestionable verdad». Lo más horroroso del caso era que la corrupción residía dentro del «sanctasanctórum doméstico», que los cerrojos, las cerraduras y los cierres estaban de más. «Alguien del interior oculta el secreto... La familia al completo debe ser responsable de este suceso misterioso y atroz. Ninguno de ellos debe quedar en libertad hasta que todo haya sido aclarado... un miembro de la familia (o varios) es el culpable.» El artículo del Morning Post fue publicado de nuevo al día siguiente en The Times, y en varios diarios más a lo largo del país durante la semana. «Que el mejor detective del país se haga cargo», exigía el Somerset and Wilts Journal.
El jueves, un magistrado de Wiltshire volvió a rogar al ministro del Interior que enviase un detective a Road, y esa vez la solicitud fue aprobada. El sábado 14 de julio, sir George Cornewall Lewis, ministro del Interior de lord Palmerston, dio órdenes a sir Richard Mayne, el inspector de la policía metropolitana, para que despachara lo más pronto posible «a un oficial inteligente» a Wiltshire. «Irá el inspector Whicher», garabateó Mayne al dorso de la directiva del Ministerio del Interior.
Ese mismo día, el detective inspector Jonathan Whicher recibió la orden de dirigirse a Road.