Prólogo
El 15 de julio de 1860, el inspector de policía Jonathan Whicher de Scotland Yard pagó dos chelines para que un cabriolé lo llevara de Millbank, al oeste de Westminster, hasta la estación de Paddington, la terminal londinense de la Great Western Railway. Allí compró dos billetes de tren: uno para Chippenham, en Wiltshire, a 151 kilómetros de Londres, por siete chelines y diez peniques, y otro para ir de Chippenham a Trowbridge, a 32 kilómetros de la primera, por un chelín y seis peniques. El día era cálido; por primera vez en ese verano la temperatura en Londres había rozado los 21 grados.
La estación de Paddington era una brillante bóveda de cristal y hierro, en cuyo interior hacía calor tanto por el sol como por el humo, y había sido construida por Isambard Kingdom Brunel hacía seis años. Jack Whicher conocía bien aquel lugar; los ladrones de Londres prosperaban entre las muchedumbres anónimas que salían en tropel de las nuevas estaciones ferroviarias, entre las rápidas idas y venidas, entre el emocionante lío de tipos y clases. La policía había creado la figura del detective para vigilar ese aspecto de la ciudad. The Railway Station, de William Frith, un cuadro que muestra una vista panorámica de Paddington en 1860, muestra a un ladrón detenido por dos oficiales con patillas, vestidos de civiles con traje negro y sombrero de copa, hombres silenciosos capaces de paliar la confusión de la metrópolis.
En esta estación, en 1856, Whicher arrestó a George Williams, un ladrón que vestía llamativamente, por robar del bolsillo de lady Glamis un monedero con cinco libras. El detective dijo en el juzgado que conocía «al prisionero desde hacía años, era un miembro destacado de la mafia refinada». En la misma estación, en 1858, detuvo a una mujer corpulenta y cubierta de manchas, de unos cuarenta años, en el vagón de segunda clase de un tren estacionado, perteneciente a la Great Western Railway, con las palabras: «Me parece que te apellidas Moutot».
Louisa Moutot era una timadora muy conocida. Sirviéndose de un nombre falso —Constance Brown— había alquilado un cupé, un paje y una casa amueblada en Hyde Park, desde donde había acordado que el ayudante de unos joyeros, los señores Hunt y Roskell, visitase a una tal lady Campbell, quien daría una ojeada a sus brazaletes y gargantillas. Cuando el ayudante se presentó, Moutot le pidió las joyas para llevarlas hasta su patrona, quien, aseguró, se encontraba enferma y guardaba cama. El joyero le entregó un brazalete de diamantes valorado en 325 libras, con el que Moutot abandonó la habitación. Quince minutos después, el ayudante intentó abrir la puerta y se dio cuenta de que lo habían encerrado. La policía buscó a Moutot durante semanas. Cuando Whicher la capturó en la estación de Paddington, notó que no paraba de mover los brazos por debajo del abrigo. La tomó por las muñecas y halló el brazalete robado. También llevaba consigo una peluca de hombre, un juego de patillas y un bigote falsos. Moutot era una delincuente urbana a la última, una maestra de retorcidos engaños que Whicher desenredaba con excelencia.
Jack Whicher era uno de los ocho primeros oficiales de Scotland Yard. En los dieciocho años que habían pasado desde la creación de la fuerza de detectives, estos hombres se habían transformado en figuras misteriosas dotadas de mucho glamour, en pequeños dioses furtivos y omniscientes de Londres. Charles Dickens los mostraba como ejemplos de la modernidad. Eran tan mágicos y científicos como las otras maravillas de las décadas de 1840 y 1850, la cámara fotográfica, el telégrafo eléctrico y el ferrocarril. Así como el telégrafo y el tren, el detective parecía capaz de saltar por encima de tiempo y del espacio. Como la cámara, podía congelarlos. Dickens dice que «con un vistazo» el detective «elabora de inmediato el inventario de los muebles» de una habitación y «un dibujo preciso» de sus habitantes. Las investigaciones de un detective eran, escribió el novelista, «partidas de ajedrez jugadas con piezas vivas» y de las que «no existían crónicas».
A sus cuarenta y cinco años, Whicher era el decano de la fuerza metropolitana, «el príncipe de los detectives», según un compañero. Era un hombre corpulento y curtido, de modales delicados, «más bajo y ancho» que sus compañeros, comenta Dickens, y poseedor de «un aire pensativo y reservado, como si estuviese enfrascado en profundas cavilaciones matemáticas». Tenía la cara marcada de viruelas. William Henry Wills, el ayudante de Dickens en su revista Household Words, vio a Whicher en acción hacia 1850. La narración de su testimonio fue la primera descripción publicada de Whicher, de hecho, fue la primera de cualquier detective inglés.
Wills estaba de pie en las escaleras de un hotel de Oxford, intercambiando saludos con un francés (había notado «el brillo azabache de sus botas y la excesiva blancura de sus guantes») cuando un extraño apareció en el vestíbulo inferior. «En el felpudo al pie de la escalera hay un hombre. Parece un tipo sencillo y honesto, no hay nada formidable en su apariencia ni nada terrible en su semblante.» Esta «aparición» tiene un efecto extraordinario en el francés, quien «se pone de puntillas, como si de repente una bala le hubiese hecho perder el equilibrio, sus mejillas palidecen y sus labios tiemblan... Sabe que es demasiado tarde para volverse (naturalmente, lo haría si pudiera) pues la mirada de aquel hombre ya se ha posado en él».
El extraño, cuya mirada parecía el cañón de un arma, subió las escaleras y ordenó al francés que abandonara Oxford, acompañado de su «escuela», en el tren de las siete. Luego se dirigió al comedor del hotel, donde se aproximó a tres hombres que cenaban causando gran bullicio. Apoyó los nudillos sobre la mesa y se inclinó hacia delante, clavando la mirada en ellos, uno por uno. «Como por acto de magia», todos quedaron helados y guardaron silencio. El extraño de poderes asombrosos ordenó al trío que pagara la cuenta y tomara el tren de las siete a Londres. Los siguió hasta la estación ferroviaria de Oxford y Wills fue tras él.
En la estación, la curiosidad del reportero fue mayor que su miedo a la «evidente omnipotencia» del hombre y se acercó a preguntarle qué era lo que sucedía.
«Bueno —le dijo el desconocido a Wills—, soy el sargento Witchem, de la fuerza policial de detectives.»
En palabras de Wills, Whicher era un «hombre misterioso», el prototipo del investigador enigmático y reservado. «Witchem», el nombre que le diera a Wills, hacía alusión a la labor detectivesca («cuál de ellos») y a la magia («embrújalos»).1 Podía convertir a un hombre en piedra o dejarlo sin habla. Muchos de los rasgos que Wills advirtió en Whicher se volvieron características del detective de ficción: de aspecto normal y corriente, de inteligencia y visión agudas, silencioso. Conforme a su discreción, y su profesión, parece que no han sobrevivido fotos de Whicher. Las únicas pistas que conducen a su aspecto son las descripciones de Dickens y Wills y los detalles contenidos en los documentos policiales de su retiro: Whicher medía 1,72, tenía el cabello castaño, la piel pálida y los ojos azules.
En los quioscos de las estaciones ferroviarias, los viajeros podían comprar «memorias» de detectives (más bien colecciones de cuentos) en ediciones baratas de tapa blanda y revistas que se ocupaban de presentar misterios escritos por Dickens, Edgar Allan Poe y Wilkie Collins. El número de ese fin de semana de la nueva revista de Dickens, All the Year Round, ofrecía la entrega número 33 de La dama de blanco, de Wilkie Collins, la primera de las novelas sensacionalistas que habrían de dominar la década de 1860. En ese punto de la trama, el villano sir Percival Glyde ha conseguido que dos mujeres fueran internadas en un manicomio para ocultar un oscuro episodio de su pasado familiar. En la entrega del 14 de julio, el ruin Glyde muere quemado al incendiarse la sacristía de una iglesia mientras intenta destruir las pruebas de su secreto. El narrador observa mientras arde la iglesia: «No oía nada aparte del ritmo cada vez más acelerado de las llamas y, encima, el agudo chasquido del cristal en el tragaluz ... Buscamos el cuerpo. El calor calcinante sobre nuestros rostros nos impulsa a retroceder: no vemos nada. Arriba, abajo, en la habitación entera, no vemos sino una cortina de fuego vivo».
Whicher abandonaba Londres para investigar una muerte, un asesinato brutal y, aparentemente, sin motivo, que se había perpetrado en una casa de campo cerca de Trowbridge y que sumía a la policía local y a la prensa nacional en el desconcierto. Aunque vista desde fuera la familia de la víctima era muy respetable, corría el rumor de que escondía sus propios secretos referentes a la locura y el adulterio.
Jack Whicher había recibido un telegrama de la Great Western Railway requiriendo su presencia en Wiltshire y un tren de la misma compañía lo llevó hasta allí. A las dos de la tarde, una enorme locomotora de vapor, con seis ruedas, tiró de su vagón decorado con tonos crema y chocolate, a lo largo de una vía de dos metros de ancho, y dejó atrás la estación de Paddington. La Great Western Railway era la línea más rápida, cómoda y regular de toda Inglaterra. Incluso el tren de «un penique por milla» que Whicher tomó parecía apenas rozar el campo raso que llevaba a Slough y planear entre los amplios arcos del puente ferroviario de Maidenhead. En el cuadro de Joseph M. W. Turner, Lluvia, niebla y velocidad. La Great Western Railway (1844), una locomotora que viene del este cruza a toda velocidad ese puente, como una bala oscura que va dejando a su paso una brillante estela dorada, azul y plateada.
El tren de Whicher llegó a Chippenham a las 17.37 y, ocho minutos después, el detective enlazó con Trowbridge. Estaría ahí en menos de una hora. La historia que le esperaba —el cúmulo de hechos recopilado por la policía de Wiltshire, los magistrados y los periodistas— había empezado quince días antes, el 29 de junio.