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Enlazar esto y aquello de forma equivocada

Agosto-octubre de 1860

A principios de agosto, con el permiso del ministro del Interior, la policía de Wiltshire exhumó el cadáver de Saville Kent. Dijeron que esperaban encontrar el camisón de su hermana escondido dentro del ataúd. Era como si la policía, frustrada, no pudiera hacer nada mejor que regresar al punto de partida. Los agentes excavaron y desatornillaron la tapa, pero solo encontraron el cadáver de Saville envuelto en su mortaja. Los gases de descomposición que emanaba el ataúd eran tan intensos que el subjefe de policía Wolfe cayó enfermo y no se recuperó hasta transcurridos varios días.

Los policías vigilaban la casa de Road Hill noche y día. Volvieron a examinar los albañales que iban desde la casa hasta el río. Sus jefes informaban a la prensa sobre sus incansables esfuerzos: «La afirmación de que la policía local no le prestó al señor Whicher la ayuda debida en la investigación de las circunstancias de este misterioso caso, carece de fundamento —informaba el Bath Chronicle—, le facilitaron toda la información con que contaban y lo acompañaron, cuando fue necesario. No hay duda de que los últimos pasos que diera apresuradamente el inspector Whicher impidieron, en gran medida, sino es que aumentaron, la dificultad con que la policía del condado tuvo que lidiar en el curso de sus investigaciones».

La policía continuaba recibiendo cartas de los ciudadanos. Un hombre de Queenstown, Irlanda, afirmaba que Constance Kent había cometido el asesinato, y que si le enviaban dinero para los gastos de transporte, añadió, les entregaría el camisón perdido. La policía declinó la oferta.

El viernes 10 de agosto, en la estación ferroviaria de Wolverton, Buckinghamshire (al día siguiente del que hubiera sido el cuarto cumpleaños de Saville Kent), un hombre achaparrado, de cara redonda y roja se aproximó al oficial de policía Roper, de la policía ferroviaria del noroeste, y confesó el asesinato: «Lo hice yo». El hombre aseguraba ser un albañil de Londres a quien le habían prometido un soberano (cerca de una libra) si mataba al chico. Se negó a identificar a la persona que lo había contratado o a dar su nombre (dijo que no quería que su madre supiera dónde estaba). Se había entregado, dijo, porque a donde quiera que fuese veía al niño asesinado, andando frente a él. Había estado a punto de tumbarse en las vías y dejar que el tren lo arrollara, pero en lugar de eso había decidido entregarse.

A la mañana siguiente, la policía lo llevó en tren hasta Trowbridge. La, noticia de su arresto fue comunicada por telégrafo y cientos de personas se alinearon a lo largo de las vías desde Wolberton, pasando por Oxford y Chippenham. En una parada, un hombre metió la cabeza en el vagón y preguntó quién era el asesino. El albañil agitó los puños cerrados y esposados y le confió al policía que se sentaba a su lado: «Tengo ganas de darle una sacudida en las tripas». Cuando llegaron a la comisaría de Trowbridge, los magistrados ordenaron su arresto preventivo hasta el lunes. Era de «tez rubicunda —dijo el Somerset and Wilts Journal—, su cabeza era grande y extrañamente plana en la coronilla. Constantemente se quejaba de dolor de cabeza y se negaba a comer».

El lunes, el albañil alegaba su inocencia. Dio una coartada para la noche del 29 de junio (había estado en una posada en Portsmouth, dijo, donde le trataban un forúnculo de la espalda con agua azucarada) y escribió ante los magistrados su nombre: John Edmund Gagg. Cuando le preguntaron qué lo había impulsado a confesar un asesinato que no había cometido, respondió: «Confesé porque estoy arruinado y me pareció mejor que me colgaran. Estoy enfermo y harto de mi vida». Tenía un historial de caídas, forúnculos y síncopes, «un desbordamiento de sangre hacia la cabeza», pero en apariencia estaba sano. La tensión de un asesinato sin resolver podría afectar a un hombre frágil ya de por sí presionado. Como muchos otros, Gagg estaba obsesionado con el crimen. Su decisión de confesar supone llevar la ambición del detective aficionado al extremo: resolver el asesinato reclamando su autoría.

Los magistrados enviaron un mensaje a Jack Whicher, de Scotland Yard, pidiéndole que localizaran a la esposa de Gagg en Londres. Whicher les notificó que ella era «una mujer muy respetable que vivía independientemente, con su madre y sus hijos». Las coartadas de Gagg en Portsmouth resultaron ser sólidas. El miércoles 22 de agosto se le dejó en libertad y los magistrados pagaron su billete a Paddington.

Esa semana, Elizabeth Gough les dijo a los Kent que quería dejar su empleo. El Somerset and Wilts Journal explicaba que ella «había estado sujeta a la más desagradable vigilancia por parte de los miembros del hogar». Albert Groser, un periodista de Frome, contaría después en una carta a The Times que tras la muerte de Saville, los Kent no permitían que sus hijas pequeñas, Mary Amelia y Eveline, durmieran en la habitación de Gough. El lunes 27 de agosto, abandonó, acompañada de su padre, la casa de Road Hill y regresó con él a Isleworth, en Surrey, donde se puso a trabajar, junto a su madre, sus dos hermanas y sus dos hermanos menores, en la panadería familiar.

El 29 de agosto, el caso del reverendo Bonwell, que Whicher había investigado en 1859, llegó a su conclusión; la Iglesia de Inglaterra apartó a Bonwell del sacerdocio como castigo por su escandaloso amorío y por intentar ocultar el nacimiento y la muerte de su hijo. Una semana después, el 5 de septiembre, más de veinte mil londinenses se reunieron para presenciar la ejecución de William Youngman, el asesino de Walworth, en el exterior de la prisión de Horsemonger Lane. Fue la mayor concentración de espectadores frente a una horca desde que Frederick y Maria Manning fueran colgados en el mismo lugar en 1849. El día de su muerte, Youngman desayunó chocolate caliente, pan y mantequilla. Fuera los niños jugaban a saltar los unos por encima de los otros debajo de la horca y el bar que quedaba frente al escotillón hizo su agosto. Cuando Youngman cayó por la trampilla «agitándose y girando en el aire —decía el News of the World—, varias personas de ambos sexos que durante toda la mañana habían estado de copas, rompieron a llorar de forma descontrolada». Había pasado apenas un mes desde el cuádruple asesinato de la madre, los hermanos y la novia de Youngman. En la última entrega de La dama de blanco, correspondiente al 25 de agosto, la descripción que hace el conde Fosco de Inglaterra como «la tierra de la felicidad doméstica» era claramente irónica.

En septiembre se cosechó con guadaña el último trigo y maíz de los campos cercanos a Road. A principio de mes, el ministro del Interior recibió dos peticiones para crear una comisión especial que investigara el asesinato de Road, una la enviaba el Somerset and Wilts Journal y la otra el Bath Express. Sir George Cornewall Lewis, ministro del Interior, declinó ambas peticiones y, atendiendo a la sugerencia de los magistrados de Wiltshire, nombró a E. F. Slack, un abogado de Bath, para que dirigiera una investigación. La fuente de la autoridad de Slack no era en principio muy clara y William Dunn, en representación de los Kent, expresó la reticencia de la familia a cooperar: «Por lo poco que sabemos, usted podría estar bajo las órdenes del detective cuyos anteriores métodos en este caso fueron condenados por casi todo el país». Finalmente, Slack confesó que trabajaba para el gobierno. El Bath Express, entre otros, despreciaba la manera en que la administración liberal de lord Palmerston llevaba la investigación (su artículo describía a Cornewall Lewis como tímido, aterrorizado ante la crítica y absurdamente hermético).

Slack habló con todos los implicados en el caso. Mantuvo entrevistas privadas las tres semanas siguientes en su oficina de Bath, en una taberna de Beckington y en el salón de la casa de Road Hill. En cierto momento se enteró de que una pequeña parte del terreno recibía el nombre de «el jardín de la señorita Constance» y ordenó que excavaran allí. No encontraron nada significativo. Intentó entrevistarse con Mary Amelia Kent, de cinco años, pero Dunn se lo impidió argumentando que la hija de su cliente era demasiado joven para ser interrogada. Después describiría Dunn cómo habían determinado que la niña no estaba preparada para testificar: cuando le preguntaron qué edad tenía, ella dijo que cuatro años; aseguró que su familia iba a misa diario, aunque la Christ Church no abría todos los días, y no podría deletrear el nombre de su hermano asesinado: «Por favor, señor, aún no me han enseñado eso».

El lunes 24 de septiembre, Slack cerró su investigación e hizo saber que estaba convencido de que Constance Kent era inocente. Su monedero, dijo, se ha encontrado detrás de una cómoda, lo cual confirma su declaración, expresada el día del interrogatorio, de que lo estaba buscando cuando pidió a Sarah Cox que echara un vistazo en los cestos de la colada. A instancias de Slack, el subjefe de policía Wolf arrestó a Elizabeth Gough en Isleworth.

El lunes 1 de octubre, Gough fue llevada ante los magistrados del juzgado de Trowbridge. La familia Kent llegó apresuradamente y «tuvieron suerte de que nadie los viera —dijo el Bristol Daily Post—, de manera que no fueron insultados por los allí congregados».

En el tribunal, Gough se sentó con las manos cerca del cuello, como si se protegiera o rezara. Estaba aún «más delgada, más pálida y mas agobiada —según el Bristol Daily Post—, y observó los procesos de los siguientes cuatro días con «febril ansiedad».

El fiscal argumentó que una sola persona no habría podido secuestrar y matar a Saville, y que si lo habían hecho dos personas, seguramente una de ellas era la niñera. Luego cuestionó la credibilidad de las declaraciones de Gough. ¿Por qué había dado por sentado que la madre de Saville se lo había llevado esa mañana si su embarazo estaba tan avanzado que le era imposible cargar con él? ¿Por qué cambió su historia sobre el momento en que se percató de la desaparición de la manta? ¿Cómo podía saber si Saville se encontraba en la cuna sin salir ella de su cama?

Cuando Samuel Kent subió al estrado, le preguntaron por qué se había mostrado reticente a que se dibujara un plano de su casa, por qué había ido hasta Trowbridge la mañana en que su hijo desapareció y por qué había encerrado a los dos policías en la cocina esa noche. El manifestó cierta confusión sobre los acontecimientos del día en que Saville murió: «Estoy tan afectado que hay muchas cosas que no recuerdo tan bien como quisiera». Respecto a la encarcelación de los policías en la cocina, dijo: «Eché el cerrojo a la puerta para que todo en la casa pareciera normal y para que nadie supiera que había un policía por allí». Foley fue interrogado respecto al mismo incidente. «Mi intención no era que los encerrara —dijo el subjefe de policía—. Me sorprendí mucho cuando me enteré.» Luego quiso aligerar su responsabilidad en el trabajo fallido con una broma ligera pero afilada: «Por lo que yo sé, debían vigilar toda la propiedad, pero se limitaron a la cocina». Samuel lloró cuando recordó el momento en que Peacock le dijo que su hijo había sido asesinado.

El testimonio del resto de la familia Kent se distinguió por ser insulso. Mary Kent apenas levantó su tupido velo de luto para prestar declaración, casi no se le entendió, así que en repetidas ocasiones se le rogó que hablara más alto. De Gough dijo: «Que yo sepa, esta chica era muy buena con el niño y parecía tenerle mucho cariño; él estaba muy encariñado con ella. No puedo decir si estaba muy afligida esa mañana, yo estaba muy ocupada con mis propios asuntos y los sentimientos de mi marido ...El niño era muy juguetón, de buen carácter, charlatán y la mascota de todos. No sé de nadie que pudiera albergar sentimientos de venganza contra mi familia o contra el pequeño».

Mary Ann Kent dijo: «El pobre pequeño que fue asesinado era mi hermano». Elizabeth dijo: «Soy ... la hermana del pobre pequeño que fue asesinado». No dijeron mucho más, a excepción de las horas a las que se fueron a la cama y a las que se habían despertado la noche de su muerte.

Constance, con el velo sobre la cara, declaró que Saville «era un chico alegre, de buen carácter, a quien le encantaba jugar todo el tiempo. Yo misma solía jugar con él a menudo. Ese día jugué con él. Creo que me tenía cariño y yo se lo tenía a él». William, a quien habían hecho venir desde su internado cercano a Gloucester, respondió a las preguntas que se le hicieron con «Sí, señor» y «No, señor». («No parecía un joven fuerte», informó el Bristol Daily Post). Elizabeth hizo llamar a la pequeña Mary Amelia, de cinco años, a la sala para que testificara, pero se desató una discusión sobre si estaba preparada para hacerlo: ¿conocía el catecismo o entendía lo que era un juramento? Finalmente abandonó la sala sin que la interrogaran.

Los sirvientes de Road Hill hicieron ingeniosos (y conmovedores) intentos de ayudar a Gough afirmando que quizá un extraño se había llevado a Saville. El martes, Sarah Kerslake, la cocinera, le dijo al tribunal que ella y Sarah Cox, la criada, habían toqueteado la ventana del salón esa misma mañana para determinar si alguien de pie desde el exterior podía haberla cerrado hasta que quedara tan solo a quince centímetros del suelo, como la hallaron el día en que Saville había muerto. «La gente decía que no se podía hacer desde el exterior, pero Cox y yo estábamos decididas a comprobarlo y hemos descubierto que se puede hacer desde fuera fácilmente.» El presidente de los magistrados señaló que aunque tuvieran razón, era imposible abrir la ventana desde fuera.

Cuando Sarah Cox fue llamada al día siguiente, dijo ante el tribunal que había vuelto a toquetear la ventana tratando de ajustar las contraventanas del salón desde fuera de la casa, pero que le había sido imposible porque el viento era demasiado fuerte. El subjefe de policía Wolfe discrepaba: él había presenciado cómo lo hacía, dijo, y el viento no había tenido nada que ver con su fracaso. Añadió que él había realizado otra prueba esa misma mañana y que había confirmado su teoría de que Gough no podía haber advertido la ausencia del niño tal y como la describió en su momento. En el experimento de Wolfe, la señora Kent llevó a Eveline, ya de veintitrés meses, a la habitación de los niños y Elizabeth Kent la metió en la cuna de Saville. Eliza Dallimore, la esposa del policía Dallimore, de una talla similar a la de Gough, se arrodilló sobre la cama de la niñera para saber si desde ahí podía ver a la niña. Dijo que solo podía ver un pequeño trozo de almohada.

Fue el trabajo de detective aficionado de Eliza Dallimore lo que animó una contundente desaprobación en la sala. Cuando subió al estrado, dio explicaciones detalladas de sus conversaciones con Gough durante el tiempo en que la niñera se alojó en la comisaría durante el mes de julio.

En una ocasión, dijo Eliza Dallimore, Gough le preguntó:

—Señora Dallimore, ¿sabe que hay un camisón perdido?

—No, ¿de quién era?

—De la señorita Constance Kent —respondió Gough—, puede estar segura de que ese camisón conducirá al descubrimiento del asesino.

En otra ocasión, la señora Dallimore, le preguntó si Constance podría ser la asesina.

—No creo que la señorita Constance Kent lo hiciera —dijo Gough.

Cuando le preguntó si William podría haber ayudado a la chica a cometer el crimen, Gough exclamó:

—Oh, el señorito William parece más chica que chico.

En cuanto al señor Kent:

—No, ni por un segundo pensaría que él ha cometido el asesinato. Quiere mucho a sus hijos.

Una tarde la señora Dallimore le preguntó a Gough de nuevo:

—¿Crees que la señorita Constance podría ser la asesina?

—No puedo decir nada al respecto —respondió la niñera—, pero sí vi el camisón en el cesto.

William Dallimore entró y, al haber escuchado el final de la conversación, le preguntó:

—Entonces, ¿usted, niñera, vio el camisón dentro el cesto al igual que Cox?

—No —dijo Gough—. No tengo nada que decir al respecto, ya tengo bastante con mis problemas.

—Y después —dijo Eliza Dallimore—, se fue a la cama.

La señora Dallimore también señaló otros comentarios que Gough le había hecho, algunos de ellos aparentemente sospechosos (por ejemplo, su predicción de que el fontanero no encontraría ninguna prueba en el retrete, y su descripción de Saville como un acusica).

El abogado de Gough, el señor Ribton, intentó desacreditar el testimonio de la señora Dallimore haciendo sarcásticas alusiones a su «maravillosa memoria» y burlándose de ella. La señora Dallimore comentó que las piezas de franela de busto las usaban las mujeres jóvenes pero también las viejas y las enfermas: «Yo misma llevo una», confesión que provocó un estallido de risas, que se renovaron cuando Ribton contestó: «No me tomaré la libertad de preguntarle su edad, señora».

La señora Dallimore quedó consternada por la ligereza de la sala. «Me parece que un asunto tan serio no debería volverse tan ridículo —dijo—, me aterra pensar en ello.»

—Está muy irritable, ¿no? —preguntó Ribton.

—Sí, señor. Quizá usted también.

—Entonces no nos aterre usted —dijo Ribton—. ¿Qué me dice de la pieza de franela de busto? ¿Le está bien?

—Sí, señor.

—¿Muy bien, de hecho?

—Sí, señor.

—¿Quizá la ha usado bastante? —Y hubo muchas risas.

—El asesinato es un asunto muy serio, señor.

La señora Dallimore era una versión real de la heroína de ficción del siglo XIX: la mujer detective femenina aficionada, como aparecía en The Experiences of a Lady Detective (1864), de W. S. Hayward, y en The Female Detective (1864). Sus investigaciones, como las del señor Bucket de Casa desolada, eran tan vehementes y profundas como los interrogatorios que hacía su marido policía y sus compañeros. Sin embargo, el inspector Bucket se refiere respetuosamente a su mujer como «una dama con natural genio policíaco» mientras que veían a la señora Dallimore como una tonta y una cotilla. En teoría, la profesión de detective era entendida como un talento claramente femenino; las mujeres tenían más oportunidades para ejercer la «observación íntima», dijo Forrester, y un instinto para descifrar lo que veían. En la práctica, una mujer que se permitía ejercer la profesión de detective era vista como una hermana de la señora Snagsby de Casa desolada, cuya celosa curiosidad la lleva a la «inspección nocturna de los bolsillos del señor Snagsby, a examinar secretamente las cartas del señor Snagsby ... a mirar por las ventanas, a escuchar detrás de las paredes y a enlazar esto y aquello de forma equivocada».

En su resumen del jueves, Ribton dijo que rara vez había visto «algo tan vergonzoso como el testimonio de la señora Dallimore o más calculado para provocar un estremecimiento de horror a todos, y hacerlos temer por sus vidas, sus libertades y sus personalidades». La señora Dallimore había sustituido a Whicher como la encarnación del espía. Ribton lidió con las contradicciones de Gough sobre la manta sugiriendo que ella había advertido su desaparición de inmediato, pero que con la confusión y la aflicción de la mañana, lo había olvidado. Descartó el hecho de que la pieza de franela le fuera bien, argumentando que, en todo caso, podría no tener conexión alguna con el crimen.

Los magistrados dejaron en libertad a la niñera, ante un aplauso delirante, con la condición de que su familia pagara una fianza de cien libras para asegurarse de que regresaría en caso de que fueran necesarios posteriores interrogatorios. Uno de los dos tíos que habían acudido a recogerla para llevarla a casa pagó aquella suma. El grupo alcanzó el último tren hacia Paddington, vía Chippenham, que salía de Trowbridge a las ocho menos diez de la tarde. En cada parada a lo largo de la ruta, la gente se reunía en los andenes para echar un vistazo por las ventanillas de los vagones.

«Si el difunto Edgar Poe se hubiera sentado a inventar un cuento de misterio —observaba The Times dos días después de la liberación de Elizabeth Gough—, no habría imaginado nada más extraño y apabullante ... El asunto permanece sumido en la misma oscuridad que antes. Si tres o cuatro personas se reúnen, es casi seguro que tengan sendas teorías ... La gente no está tranquila ... hay un deseo incontrolable de llegar al fondo del infanticidio de Road.»

La inquietud y el desorden fueron evidentes en Road al día siguiente. El sábado 7 de octubre, seis hombres bien vestidos, con bigote, entraron en la propiedad de Road Hill riéndose, fumando y bromeando. Un tipo de cabello color arena montaba un caballo negro, y llevaba traje negro y gorra escocesa; otro, sobre un caballo gris, tenía el cabello rubio y encrespado. Vieron a una chica en la ventana y gritaron: «¡Ahí está Constance!», cuando Samuel Kent se enfrentó a ellos, salieron huyendo.

Cuando el señor y la señora Kent iban camino de la Christ Church aquel mismo día, un grupo numeroso les gritó y silbó: «¿Quién asesinó a su hijo?», «¿Quién mató al niño?». La señora Kent casi se desmayó por la angustia. Cuando retiraron la vigilancia policial de la casa de Road Hill la siguiente semana, el Somerset and Wilts Journal informó de que había «gente bien, demasiado curiosa» a la que le daba por pasear por la propiedad de los Kent. Según el Western Daily Press, dos policías seguían acompañando a Samuel a la Christ Church todos los domingos.

El Manchester Examiner identificó a otra especie de buscadores de emociones, asegurando que Constance Kent había recibido varias ofertas de matrimonio. El Somerset and Wilts Journal lo negó: «Más bien ha recibido numerosas invitaciones de extraños para que los visite, y algunas provenían de la aristocracia». Este periódico, a pesar de apuntar la culpabilidad de Constance, repetía la idea de que Whicher, al acusarla, había cometido un crimen peor que el asesinato: «Si la opinión del señor Whicher está equivocada, más allá de toda duda, se ha cometido un crimen que excede infinitamente en enormidad al asesinato de Francis Saville Kent, por el cual, Constance, pobre chica, sufrirá hasta el día de su muerte».

La policía local continuaba acechando a Elizabeth Gough. A finales de octubre, el subjefe de policía Wolfe hizo circular en Scotland Yard un rumor según el cual ella habría sido despedida de su empleo en Knightsbridge por «albergar soldados». Whicher, con delicadeza, respondió que la información de Wolfe «parecía incorrecta»: no había prueba alguna de que la niñera hubiese estado empleada en esa zona de Londres. Pocas semanas después se supo que una criada llamada Elizabeth Gough, a la que le faltaba un incisivo, había sido despedida una vez por «mal comportamiento» de una casa de Eton, Berkshire. El hombre en cuestión se desplazó hasta la panadería familiar de Gough, en Isleworth, para identificarla, informó Whicher, pero descubrió que no era su antigua criada.

Cuando Gough fue acusada en el juzgado de Wiltshire, también Samuel Kent fue acusado indirectamente: «Si bien el señor Kent aún no ha sido llevado formalmente a juicio —señalaba Joseph Stapleton—, ha estado sujeto a la infamia gracias al bien situado apoderado de Elizabeth Gough». Después de la liberación de la niñera, tanto Joshua Parsons como la señora Kent (percibiendo que la opinión en contra de Samuel estaba llegando a su punto más alto hasta entonces) hicieron sendas declaraciones a la prensa en su defensa. La señora Kent dijo que Samuel no se había apartado de ella en toda la noche en que Saville murió, estaba segura porque su avanzado embarazo le impedía dormir bien. Parsons dijo que la «mente de Samuel estaba tan afectada por las emociones intensas y por la persecución de la que había sido víctima, que no se debía confiar en absoluto en las declaraciones que haya podido hacer bajo cualquier circunstancia». Afirmaba que su estado mental era «muy precario». Stapleton elaboró excusas similares para su amigo: Samuel estaba «estupidizado y confundido» por la muerte de su hijo, argumentaba el cirujano, así que «su mente parecía vagar prolija e irregularmente sobre un gran campo».

Dickens pensaba que Gough y el señor Kent eran los asesinos. El novelista había perdido la fe en los poderes de deducción de los detectives. En una carta a Wilkie Collins, fechada el 24 de octubre, exponía su teoría: «El señor Kent tiene una aventura con la niñera, el pobre niño despierta en la cuna y se incorpora, contempla movimientos gozosos. La niñera lo estrangula ahí mismo. El señor Kent hace cortes en el cuerpo, para confundir a los que efectúen el descubrimiento, y se ocupa del mismo».

La prensa no ocultaba su decepción por la profesión de detective. En septiembre, la Saturday Review desestimaba incluso los cuentos de Poe por tratarse de «engaños» de ingenio, de «juegos de ajedrez entre las manos derecha e izquierda». En cuanto a los detectives reales, «son personas muy corrientes, que no valen nada cuando los sacas de su rutina». En Road todo el mundo coincidía en que, según el Western Daily Press, solo una confesión pondría fin a la incertidumbre y probablemente esa confesión tardase mucho tiempo en llegar: «Ay —predecían los vecinos—, durará toda la vida».

La idea de que Inglaterra era presa de exabruptos de extraña violencia se afianzaba. Algunos culpaban al clima. «¿Cómo es posible que los periódicos estén repletos de horrores justamente ahora?», se preguntaba la revista Once a Week. Los periódicos de gran formato, estimaba, dedicaban diariamente entre dieciséis y veinte columnas al asesinato. «La gente ... ha dicho ... que el prolongado mal tiempo (la eterna penumbra, la lluvia perenne de los últimos doce meses) ha inspirado un cierto grado de pesadumbre y acritud en las mentes de nuestros conciudadanos.»

Una tormenta insólita había azotado Wiltshire hacia el fin de año. El 30 de diciembre de 1859, un huracán descendió en Calne, aproximadamente a treinta kilómetros al noreste de Road, desnudando una franja de tierra de diez kilómetros en cinco minutos: el tornado arrancó los árboles y los rompió como si fueran cerillas, tumbando los troncos y azotando las ramas en el suelo; desgarró los techos de las casitas y los echó a un lado; arrojó un carromato encima de un seto. Gigantes piedras de granizo cayeron del cielo y cortaron las manos de aquellos que intentaban atraparlas; los trozos de hielo tenían forma de cruces, ruedas dentadas y lanzas, según describió una vecina, y una tomó la forma de un niño pequeño. En enero los turistas acudieron para ver las consecuencias de la tormenta, del mismo modo que habían venido hacia el fin de año para ver el lugar en que Saville Kent había muerto.