Epílogo

LLEGÓ por la noche y aporreó la puerta del convento.

—Adèle Le Viste —gritó—. He de ver a Adèle Le Viste.

La anciana monja no estaba dormida. Se había levantado con las demás hacía poco, para los maitines, y siempre le costaba volver a conciliar el sueño; a menudo se quedaba despierta hasta la hora de los laudes. Encendió un candil y salió de su cuarto. Mientras caminaba por el pasillo le llegaron los gritos del hombre, los golpes en la puerta. Varias novicias asomaron la cabeza desde sus diminutas celdas. La monja les dijo que volvieran a la cama, cosa que hicieron obedientemente. Cuando la anciana llegó a la puerta, abrió el ventanuco de la parte superior.

—¡Adèle Le Viste! —volvió a gritar el hombre.

Al principio la monja pensó que estaba borracho, pero luego se dio cuenta, por su mirada vidriosa, de que era locura, esa locura que posee quien está abrumado por la pena.

—Debo verla —pidió, más calmado.

Ella sabía quién era: el tapissier, el amor de Adèle y padre del niño.

—No está aquí —anunció la monja. Vio en los ojos del hombre no sólo pena sino amor, un amor que se había tornado congoja.

—Llevo buscándola muchos años. Ha de estar aquí. Por fuerza. Debo verla. Tengo que darle algo.

La monja abrió la puerta y salió.

—Adèle vivió aquí hace tiempo, pero ya no está.

El hombre no se movió.

—Os llevaré con ella.

—Esperad, esperad —dijo él—. El regalo.

Señaló la verja del convento, donde aguardaba un caballo a la luz de la luna. La monja vio que llevaba enganchada una carreta, y que en ésta había un fardo. El hombre fue a la carreta, desató el fardo, lo puso sobre la grupa del animal y lo aseguró. Acto seguido desenganchó el caballo.

Tomaron el sendero de la loma: la vieja monja y el hombre tirando del caballo entre las flores silvestres que brotaban al empezar la primavera. Las flores estaban cubiertas de rocío y la monja notó en la mano su humedad. Una suave brisa hizo ondear su hábito a medida que se acercaban a la cumbre. Ella llevaba el candil, el hombre la seguía. ¿Lo habría comprendido?

Cuando llegaron a lo alto, la monja lo condujo hasta una sencilla tumba con una cruz de madera. Lo miró y dijo:

—Ahora descansa junto al Padre Eterno, en el cielo.

El hombre descargó el fardo, lo colocó al lado de la sepultura y se arrodilló frente a la lápida. La anciana se arrodilló también. Rezó en voz alta:

—Dios Todopoderoso, Adèle Le Viste descansa ahora contigo. Protege y guía a aquellos que ella ama y permanecen en la tierra.

Oraba no sólo por el hombre, sino también por el hijo.

—¿Ha muerto? —preguntó él, casi como un niño.

—Oui. —respondió ella.

El hombre rompió a llorar. Todo su cuerpo temblaba, la cabeza le pesaba de dolor. Finalmente se puso en pie y desenrolló el fardo. La monja se levantó y acercó la lámpara. Era un tapiz, de grandes dimensiones, pues no sólo cubrió la tumba de Adèle sino también algunas de las lápidas vecinas. La anciana supo al momento que era el séptimo tapiz, la pieza final de la serie creada para el padre de Adèle. Pese a la poca luz que daba el candil, pudo verlo con detalle, el fondo rojo bermellón, un vergel, pequeños animales, una hermosa doncella, un unicornio, un caballero. La monja no había visto nunca nada tan exquisito.

Sabía que la joven y el hombre habían trabajado juntos en la elaboración de los tapices, que Adèle los había diseñado y que habían sido tejidos en el taller que él tenía en Bruselas. Se habían conocido en el jardín, y más adelante se habían enamorado. La propia Adèle Le Viste se lo había explicado durante su breve estancia en Sainte Blandine. Su padre, Jean Le Viste, al enterarse de su amor, montó en cólera. La joven Adèle estaba entonces prometida a otro hombre, de mayor riqueza y rango social que el tapissier.

Cuando Adèle llegó al convento, el séptimo tapiz aún no estaba concluido. Pero aquí lo veía ahora, cubriendo la sepultura de la muchacha.

—Quedáoslo —declaró el hombre—. Es en el convento donde debe estar.

—Oh, no —contestó ella.

—Es preciso —replicó él—. Tiene que quedarse aquí.

—Es una obra magnífica. Debería estar colgado en el château de un príncipe o un noble. No puede estar en el convento.

—Entonces vendedlo —masculló el hombre, con una mezcla de aflicción y rabia—. Vendedlo. Es muy valioso.

—No, no —protestó ella—. Llevamos una vida muy sencilla. Sacamos para lo imprescindible. Las Hermanas de Sainte Blandine nos valemos por nosotras mismas.

—Pues tomadlo y esperad a que se presente un caso de necesidad.

Se arrodilló de nuevo e inclinó la cabeza. La monja también, se arrodilló a su lado y, en silencio, oraron juntos.

Al rato de estar sin moverse y en completo silencio, la anciana oyó los cánticos de sus hermanas en el convento. Se puso de pie y, suavemente, le tocó en el hombro. El hombre se quedó donde estaba. No sabiendo qué hacer, la anciana monja regresó al convento.

Después de rezar con las demás en la capilla, volvió al cementerio. Era ya de día, un bonito día de primavera, y las flores silvestres cubrían la colina de tonos lavanda. Al llegar a la tumba de Adèle Le Viste, vio que el hombre ya no estaba. Pero sí el gran tapiz, desenrollado sobre la sepultura. A la luz del sol, pudo apreciar mejor los espléndidos colores. Lo contempló durante varios minutos. ¿Qué podía hacer? Rezó pidiendo consejo y luego regresó.

Los hombres de la aldea habían empezado a llegar. Estaban ampliando el convento; ahora había muchas jóvenes dedicadas al servicio del Señor. El pequeño edificio estaba repleto de novicias, algunas tenían que compartir celda. Pronto dispondrían de más habitaciones.

—Bonjour —la saludó uno de los hombres. Se llamaba Bernard. Era un hombre sencillo, grande y desgarbado, pero un diestro albañil. Decían que era lento, pero sabía seguir instrucciones.

—Bernard, ¿podéis ayudarme?

—Claro —respondió él.

La monja volvió a tomar el camino de la loma donde había dejado al tapissier por la noche y adonde había vuelto muy de mañana. Bernard la siguió.

Mientras caminaban, el hombre iba tarareando una canción. Siempre parecía feliz, contento de vivir un nuevo día.

La monja le preguntó:

—El hijo del molinero, ¿es ya un chico bueno y fuerte?

—Oui, bueno y fuerte.

Siempre lo preguntaba, cuando llegaba una muchacha nueva al convento, o cuando alguien de la aldea aparecía para llevarse lo que ellas producían; también cuando el párroco iba a confesar o a decir misa para las monjas. Aquel día, no pudo dejar de pensar en el muchacho. No le había dicho nada al tapissier. No le había hablado del muchacho, de su hijo, el hijo de Adèle. Pero el hombre ya se había ido.

Al llegar a la tumba de Adèle, la monja y el albañil se quedaron mirando el tapiz.

—Très belle —dijo el hombre.

—Oui, très belle. —Rezó de nuevo, y al cabo preguntó—: ¿Me ayudaréis?

—Oui.

Entre los dos enrollaron el tapiz y luego bajaron el pesado fardo por la ladera. El tapissier le había dicho que su lugar estaba en el convento; que lo vendieran si se presentaba un caso de necesidad. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?, se preguntaba la monja. Y entonces tuvo una idea: lo esconderían en algún lado. Tal vez, con el tiempo, llegaría ese momento de necesidad para la Orden.

Lo subieron al segundo piso del nuevo edificio.

La monja miró a su alrededor. Era un aposento grande, con una pared interior a medio levantar. Había piedras y maderos apilados. Iban a añadir más tabiques a fin de dividir el espacio en celdas pequeñas. ¿Podían colocar el tapiz en la pared, oculto y protegido mientras no hubiera que echar mano de él?

La monja se agachó y empezó a desenrollar el tapiz.

—S'il vous plaît.

Miró a Bernard, y éste se arrodilló para ayudarla. Volvieron a enrollarlo apretándolo todo lo posible y ataron una cuerda a cada extremo.

—Merci —dijo la monja—. En la pared, Bernard. Hay que ponerlo en la pared.

El hombre la miró perplejo, se rascó la cabeza.

—C'est possible? —preguntó ella.

Bernard continuó rascándose la cabeza. Luego sonrió. Juntó sus manazas como si fuera a rezar y poco a poco las fue separando.

—Oui, deux murs.

La monja sonrió. Sí, dos paredes.

Aquella noche, mientras estaba postrada de rodillas en su celda, la anciana monja se preguntó si habría hecho lo correcto. Pensó en Adèle, en el tapissier, en su hijo, el chico que vivía en la aldea: el hijo del molinero, que ahora tenía diez años, se llamaba Jacques Benoit. Decían que era un chico bueno y fuerte, un niño feliz.

¿Habría hecho bien? Era ya una anciana, pronto abandonaría este mundo. Tenía que dejar algún indicio, algo que condujera al tapiz; para el día que, si se daba el caso, las monjas tuvieran necesidad de él. Era lo que quería el tapissier. Se levantó, fue a su mesa y sacó pluma y pergamino. Escribiría un poema contando la historia de Adèle y el tapissier. Sería la pista para llegar al tapiz.

Las palabras empezaron a fluir rápidamente, como si alguien le guiara la mano:

Le conoció en el jardín...

.

* * *