Capítulo 34

A partir de ahí, a Jake le pareció que todo sucedía a cámara lenta. Las miradas de todos los presentes se clavaron en él, allí sentado con la paleta en alto como una estatua de la Libertad. Alex se lo quedó mirando, primero conmocionada, luego pasmada y, finalmente, alborozada. El subastador, con una voz que sonó como un viejo disco de gramófono necesitado de unas vueltas de manivela, anunció:

—Damas y caballeros, tengo quinientas setenta y cinco del hombre de la chaqueta marrón, al fondo de la sala.

Alex tocó otra vez el brazo de Jake, quien pudo oír al subastador, ahora con voz más normal.

—Doctor Martinson, ¿el Met quiere mejorar esta puja?

A Jake no le sorprendió que Martinson ofreciera cinco ochenta, y el concurso se reanudó con nuevo ímpetu: una vez más, fue como una partida de ping-pong entre el postor desconocido y el doctor Martinson.

—Cinco noventa.

—Seiscientas mil.

—Seis diez.

La puja perdió fuerza cuando se alcanzaron las 850.000 libras. Martinson se sacó un pañuelo del bolsillo de la pechera y se enjugó la frente.

—Ochocientas sesenta —dijo.

El postor telefónico ofreció ochocientas setenta.

Era evidente que Martinson estaba dando los últimos coletazos. Tenía la nuca empapada de sudor y el pelo se le ensortijaba. Jake miró a Alex, que estaba muy erguida en la silla con una expresión indescifrable.

Martinson subió a ochocientas setenta y dos mil. Su oponente reaccionó con ocho setenta y tres.

—¿Ofrece más el Met?

Silencio absoluto, como si todo el mundo estuviera conteniendo el aliento. El subastador miró hacia Martinson.

—¿Último aviso...? ¿No hay más ofertas? —Levantó su martillo. No se oía una mosca.

Martinson se levantó y salió en tromba de la sala. El subastador proclamó:

—Adjudicado por 873.000 libras esterlinas. —Y bajó el martillo.

Un postor desconocido había comprado el bello tapiz del unicornio por el equivalente a casi un millón y medio de dólares.

Jake miró a Alex para ver si quería marcharse. Estaba muy rígida, mirando al frente. La subasta continuó, pero el subastador parecía haberse quedado sin brío para vender el siguiente tapiz, que suscitó escaso interés entre los que quedaban en la galería. Cuando salió un nuevo objeto a subasta, Alex le hizo una seña a Jake, agarró su bolsa y su cartera y, sin decir, nada, salieron de la galería. Afuera había un grupo de periodistas.

—¡Madame Pellier! —gritó uno—, ¿le decepciona que el Cluny no haya podido conseguir el tapiz del unicornio?

—Por supuesto que me decepciona —contestó Alex, y su voz sonó tan calmada que Jake se sorprendió.

—¿Cree realmente que es la séptima pieza de la serie que hay en su museo? —preguntó alguien más.

—¿Quién cree usted que lo ha comprado? —gritó otro más.

—Un coleccionista privado que sin duda querrá mantener el anonimato.

Alex se colgó del brazo de Jake y empezaron a abrirse paso entre la gente. Jake trató de ver si estaba Paul, pero no lo vio.

—Larguémonos de aquí —masculló Alex en voz baja.

Bajaron rápidamente por New Bond Street. Alex miraba hacia la calzada, y Jake supo que estaba buscando un taxi, pero continuaron andando. Durante varias manzanas, ninguno de los dos dijo nada. Jake se deshizo el nudo de la corbata y se la guardó en el bolsillo.

—Vayamos a comer algo —pidió Alex—. Estoy muerta de hambre.

—Vale —contestó Jake.

Entraron en el primer pub. Una vez dentro, sentados a una mesa y después de pedir cerveza y fish and chips, Alex soltó:

—¿Qué pretendías hacer?—No parecía molesta ni enfadada, sólo curiosa.

—¿Te refieres a la puja?

Ella asintió con la cabeza.

—Tengo algunos ahorros. He vendido dos cuadros. Si no había calculado mal al convertir los dólares y los francos a libras esterlinas, pensaba que... bueno, pensaba que entre los dos, con lo que tú tenías y mi dinero... Bueno, quiero decir que quizá podíamos haber comprado el tapiz.

Alex sonrió.

—Todavía estás un poco loco, ¿verdad?

Jake sonrió también.

El camarero les llevó las cervezas. Alex tomó un sorbo y emitió un pequeño gemido.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Jake.

Alex bebió un poco más.

—No estoy muy segura. Necesito tiempo.

—¿Estás conmocionada?

—La verdad es que no. Sé lo que ha pasado. Adiós tapiz.

—¿Quién se lo habrá quedado?

—Como le he dicho al periodista, un coleccionista privado, alguien que lo colgará en la pared de su casa para admirarlo. La belleza por la belleza.

—Entonces, no crees que haya sido otro museo, o un inversor que lo guardará en una cámara de seguridad...

—No. Un museo querría hacer pública la adquisición, que todo el mundo lo supiera. En cuanto a un inversor, no estoy segura. Tengo la corazonada de que se lo ha quedado alguien que sabrá valorar su belleza.

—La idea me gusta.

Alex asintió. Se quedó mirando la jarra de cerveza. Se oía música de fondo, una mujer que cantaba una balada con voz grave, apenas audible debido al ruido de un grupo de hombres que jugaban a los dardos en el fondo del local. Olía a fritanga.

—Ha sido raro —empezó Alex—, permanecer allí sentada mientras se subastaba el tapiz. He tenido otra vez la sensación de que Adèle se encontraba allí, e incluso el tapissier. Y tú —miró a Jake—, y yo. Entonces he comprendido que, aunque hayamos perdido el tapiz, nunca perderemos a Adèle ni al tapissier, que su amor, en cierto modo, formará siempre parte de nosotros dos. ¿Tú crees que es tan extraño?

—No —respondió Jake—. Yo también he tenido la misma sensación.

—Se me pasará. Sólo estoy desilusionada. Sabes lo mucho que deseaba ese tapiz. Pero se me pasará. —Tomó la mano de Jake, se la llevó a los labios y la besó—. Gracias por venir a Londres. Gracias por intentarlo. Gracias por todo, Jake, de veras.

—Te quiero, Alex.

Se quedaron mirándose unos momentos, y luego ella preguntó:

—¿Te quedarás esta noche? ¿Pasarás la noche en Londres, conmigo?

—¿Contigo?

—Sí, conmigo.

—¿Es como un premio de consolación? ¿Chica pierde tapiz y chico lo sustituye?

—No —musitó Alex, acariciándole la mano—. Es algo que deseaba desde hacía tiempo, mucho antes que lo del tapiz.

Pagaron la cuenta y salieron del pub sin esperar a la comida. En el hotel más cercano, en Albemarle Street, subieron a la habitación en el ascensor tomados de la mano. Alex tiritaba de frío, pero su mano se calentó cuando él se la apretó.

Jake también estaba nervioso, ella lo notó por el modo en que le apretaba la mano, por su torpeza al meter la llave en la cerradura.

Entraron, dejaron las bolsas y se miraron unos instantes. Ella le besó, primero en el cuello, luego en la barbilla, que estaba áspera.

—Quizá debería afeitarme —dijo él.

—No, no —susurró ella, poniéndole un dedo sobre los labios. Le besó de nuevo, ahora en la boca, y empezó a pasarle la mano por el pelo, por la cara y el cuello. Él la atrajo hacia sí y se besaron larga y apasionadamente. Jake empezó a desabrocharle la blusa. Luego el sujetador. Le bajó los tirantes y acarició sus pechos suavemente. Alex sintió un escalofrío. Ahora ella le desabrochó la camisa, lentamente, y le quitó la chaqueta.

Jake la llevó a la cama y poco a poco acabaron de desnudarse el uno al otro. Y mientras los rayos del último sol entraban en la habitación a través de la persiana, hicieron el amor. Y ella notó, por primera vez en su vida, que todos sus sentidos despertaban, por separado y después al unísono, al culminar su unión. El sabor de Jake. Su olor, aquella mezcla de jabón y sudor y algo tan inequívocamente suyo que la hizo estremecerse de placer. La textura del vello oscuro que cubría su pecho, el tacto de sus músculos, tensos y firmes en el cuello, los hombros, los brazos. Le miró a los ojos y se perdió en la inmensidad de su mirada, perdida pero a salvo. Ella le guió cuando él se puso encima. Jake tenía los ojos abiertos y la miró mientras la penetraba. Y luego el sonido, dulce y profundo, de su voz: «Te amo, Alex».

Ella cerró los ojos, y la sensación de tenerlo dentro se intensificó. Notó que los latidos de él se aceleraban cuando ella lo atrajo hacia sí, sus cuerpos moviéndose juntos rítmicamente. Y entonces, por primera vez, al entregarse el uno al otro, ella se sintió no hueca y vacía, sino llena y completa.

Por la mañana hicieron el amor otra vez.

—¿Podrás quedarte también esta noche? —preguntó Alex mientras yacían en la cama.

—Sí. ¿Y mañana?

Alex rio.

—Tengo una hija esperando en París. Y un trabajo fijo.

—Bueno, tampoco yo creo que pueda dejar mi trabajo sólo porque vendí un par de cuadros.

—Jake, ¿te importa si...? —Alex se incorporó—. Es que he de hacer un par de llamadas.

—Adelante —repuso él.

Alex se levantó de la cama y fue hacia el teléfono. Se sentó, desnuda, mientras marcaba, y Jake sintió unas ganas tremendas de abrazarla de nuevo, de pasar el resto de su vida amando a aquella mujer.

—En el periódico, sí —afirmó Alex—. Lo siento, mamá. Debería haberte llamado anoche. —Dudó, miró hacia la cama, a Jake. Luego sonrió y dijo—: Sí, Jake está aquí conmigo... Sí, yo también me alegro mucho. ¿Me pasas a Soleil?

Alex volvió a mirar a Jake, sonrió y esperó a que su hija se pusiera al teléfono.

—Sí, cielo... no, no hemos conseguido el tapiz... pero no pasa nada... claro, no siempre puedes conseguir todo lo que quieres... Sí, Sunny, quiero mucho a monsieur Bowman, y sí, irá a verte cuando volvamos a París... Yo también te quiero... Hasta mañana.

La segunda llamada fue breve. A madame Demy.

Alex colgó el teléfono y se encogió de hombros.

—Ella ya lo sabía, claro. Ha salido en el periódico de esta mañana. Ha dicho que esperaba que no me hubiera sentido muy decepcionada. Sabe que hice cuanto pude por conseguir el tapiz para el museo.

—Y así es, Alex.

Volvió a meterse en la cama. Él la abrazó y le acarició el pelo.

—Estoy hambriento —anunció Jake—. ¿Llamo al servicio de habitaciones para que nos suban algo?

—Ayer nos saltamos la cena, ¿verdad? —rio ella.

—Me parece que sí. —La besó y se levantó para ir al teléfono. Miró a Alex—: Creo que yo también haré una llamada. Me parece que tendría que telefonearla, a Rebecca, para ver si está bien y qué tal lo ha pasado con Julianna y Matthew.

Alex se incorporó y lo miró fijamente.

—Esta es una de las cosas que me gustan de ti. Eres considerado, amable y solícito.