Capítulo 31

CUANDO Alex regresó a París, quedaban menos de dos semanas para la subasta en Sotheby's. La sensación era muy parecida a la que había tenido las dos semanas finales de su embarazo. Estaba completamente preparada. No había otra cosa que hacer más que esperar; por más que lo deseara, las cosas no podían ir más deprisa.

Al mirar la correspondencia, encontró un sobre con remite de la galería Genevoix. Lo abrió. Era una invitación para la exposición de Jake. El jueves, 12 de agosto. Incluía un folleto a color con una foto de Jake y varias de sus obras. Jake había escrito una nota muy breve al pie de la invitación: «Me encantaría veros a ti, a Soleil y a tu madre el día de la inauguración. Gracias otra vez por tu ayuda». Al examinar la letra, le pareció más íntima y personal que la propia foto, e incluso que sus cuadros. Se preguntó qué habría pensado Jake al escribir la nota. ¿Llevaban todas las invitaciones una nota de su puño y letra? ¿O había pasado horas tratando de encontrar las palabras adecuadas para que sonara muy casual, cuando de hecho deseaba verla otra vez?

Los cuadros reproducidos en el folleto incluían el que había llevado a casa de Alex, el que a ella le había recordado un Manet y que habían colgado la noche que invitó a los Genevoix. Había también una pintura de una mujer y un unicornio. Alex creyó recordar haberla visto el día que fue a hablarle de la batalla entre el arzobispo y las monjas por el tapiz. Al examinar ahora la reproducción, vio que la pose de la mujer y del unicornio estaba basada en el séptimo tapiz, en el dibujo de Adèle Le Viste. Era un cuadro muy bello.

Sintió una punzada de orgullo interior. Sabía que Jake habría tenido que esforzarse mucho para tener lista la exposición en tan poco tiempo. Confiaba en que le fuera bien. Quizá debería mostrarle su apoyo, al menos en el aspecto profesional. Pero el jueves era la víspera de la subasta. Aquella misma tarde tenía previsto viajar a Londres.

Alex llamó al banco y verificó el total de la cuenta obtenida para la compra del tapiz. Varios de sus benefactores habían ingresado ya los fondos prometidos. La mayoría había accedido a depositar el dinero antes del lunes siguiente. Si el Cluny no podía adquirir el tapiz, cosa que a Alex ni siquiera se le pasaba por la cabeza, los fondos les serían devueltos.

El viernes por la tarde, la mayor parte del dinero estaba ya en la cuenta. Faltaba sólo una semana para la subasta. Los Genevoix aportaban nada menos que seiscientos mil euros, y Alex sabía que ese dinero no estaría ingresado hasta mediada la semana siguiente.

El martes recibió una llamada de madame Genevoix. Al principio, Alex no entendió lo que le decía. Estaba llorando. Finalmente, la oyó decir:

—Me ha dejado. Se ha ido con otra mujer.

—Usted y monsieur Genevoix llevan juntos muchos años. Estoy segura de que se dará cuenta del error que comete y vendrá a rogarle que le perdone.

Alex no sabía cómo consolar a una mujer a la que el marido abandonaba después de tantos años. ¿Habría tenido que decir: «Oh, seguro que vuelve»? ¿O, quizá: «Será canalla. Mucho mejor para usted»?

—No, no va a volver. Y cuánto lo siento, Alex.

¿Cuánto lo siento, Alex? Entonces lo comprendió: madame Genevoix la había llamado para decirle que además se había largado con el dinero.

—Ha vaciado las cuentas, ha escondido el capital. Oh, Alex, no sabe cuánto lo siento.

Alex notó un calor repentino y, acto seguido, le pareció que todo su cuerpo se petrificaba de golpe.

—Bueno, seguro que sólo será una cana al aire. Su marido volverá —se oyó decir con voz sosegada, cuando por dentro estaba chillando: ¡no, esto no puede ser verdad. No puede ser que me deje sin los fondos para comprar el tapiz!

Se produjo una larga pausa; ninguna de las dos decía nada.

—Cuánto lo siento —repitió Alex.

—Oh, Alexandra. Estoy segura de que hay más personas que han puesto dinero.

—Sí, por supuesto, hay más personas.

—¿Vendrá a la inauguración de monsieur Bowman el jueves? —Esto lo dijo madame Genevoix con un tono más animado.

—Me marcho a Londres el jueves por la tarde. Les deseo suerte a los dos.

—Gracias, Alexandra. Mi galería, ahora mismo, es lo único que me mantiene en mi sano juicio.

¿Y a mí, qué me mantendrá en mi sano juicio?, se preguntó Alex mientras le decía una vez más cuánto lo sentía, y que no le cupiera duda de que todo se iba a arreglar.

Después de colgar, Alex se quedó mirando el teléfono varios minutos. Luego marcó el número de Alain Bourlet. Le preguntó si podían almorzar juntos.

Mientras comían, Alex le explicó que su principal benefactor se había echado atrás. Ahora necesitaba fondos desesperadamente. ¿Sería posible una donación a cuenta del fideicomiso?

Monsieur Bourlet se rascó su barba blanca y carraspeó, antes de decir:

—Mi misión es invertir y tomar sabias decisiones monetarias.

—¿Lo pensará, entonces?

El hombre volvió a rascarse la barba y asintió, pero no con el entusiasmo que ella había esperado.

Alex pasó el resto de la tarde haciendo llamadas. Pudo convencer a algunos donantes para que aumentaran su contribución, y encontró varios benefactores más. Pero, en conjunto, nada del nivel de la suma prometida por los Genevoix.

Alain Bourlet la telefoneó a primera hora del día siguiente.

—Debe disculparme, Alex, pero me temo que esta contribución no sería juiciosa para los intereses de su fideicomiso. No me ha resultado fácil separar los sentimientos personales de lo estrictamente profesional. Espero que lo comprenda.

—Desde luego, monsieur Bourlet. Le agradezco que lo haya considerado. —Alex hizo una pausa—. ¿Cuánto se tardaría en liquidar mi capital de inversión?

—En un día o dos podría disponer de una parte importante. ¿Está segura de que es esto lo que quiere? Las acciones van bien, pero hay ciertas inversiones que yo le aconsejaría conservar.

—Liquide —ordenó Alex.

Estaba furiosa cuando colgó, y empezó a pasearse de un lado a otro. Sus inversiones apenas suponían una mínima fracción de lo que los Genevoix habían prometido aportar. De haber sabido que iba a pasar esto, Alex habría podido vender algunas de las obras de arte que había heredado de Pierre. Todo seguía almacenado en Lyón. Con tan poco tiempo, difícilmente podría vender nada. Telefonearía a Simone. No, iría personalmente a Lyón y le pediría dinero a su suegra. Ella la ayudaría.

Nunca le había pedido dinero a Simone. Ésta siempre había sido muy generosa, aunque, en realidad, no entendía gran cosa de finanzas. Pierre se había ocupado de esas cosas, y luego, al caer enfermo, había delegado sus asuntos en asesores de confianza.

Alex llamó a su madre para decirle que se marchaba a Lyón aquella misma tarde. Era miércoles; quedaban dos días para la subasta. Llamó a Simone, pero no quiso decirle por teléfono el motivo de su visita. Al decirle que estaría en Lyón por la tarde, Simone respondió: «Qué amable de tu parte, Alexandra. Hoy me siento bastante sola. Sabía que llamarías, pero sé que estás muy ocupada y no se me habría ocurrido que fueras a poder venir. Gracias, querida, muchas gracias». Notó algo raro en la voz de Simone, como si estuviera conteniendo las lágrimas.

Había encajado bastante bien la muerte de Pierre, pensaba Alex (en Italia la había visto muy contenta), pero ahora le pareció que se encontraba anímicamente muy frágil. Alex se acordó de que su propia madre no había reaccionado a la muerte de su marido hasta varios meses más tarde; ella misma, tras el accidente de Thierry, no había asimilado la cruda verdad hasta varias semanas después del entierro.

Iba ya camino de Lyón por la autopista cuando comprendió por qué Simone había tenido la sensación de que la iba a llamar, cuando de hecho Alex no había sabido que iba a hacerlo hasta momentos antes de levantar el teléfono. Aquel día era el aniversario de Simone y Pierre.

Llegó a Lyón a media tarde. Marie había preparado uno de los platos favoritos de Pierre: boeuf bourguignon. Brindaron por él con un borgoña añejo que llevaba años en la bodega. Pierre lo tenía reservado para una ocasión especial. Simone rememoró el día en que había conocido al que sería su marido, en un teatro, cuando un amigo común lo llevó a los camerinos. «Hace tantos años...», musitó Simone, rompiendo a llorar. Y, por primera vez desde la muerte de su suegro, Alex se quedó allí con Simone, sosteniéndole la mano mientras lloraba.

La mañana siguiente fueron a dar un paseo y luego volvieron al piso. Marie les llevó café y brioches a la salle de séjour. Alex sabía que no podía quedarse mucho tiempo. Había un buen trecho hasta París, y tenía que tomar el tren a Londres por la noche.

Habló de Soleil, la única cosa que siempre parecía animar a Simone. Charlaron sobre las clases de ballet de la niña, y Alex le contó cómo había sido el día en que la había llevado al parque para que estrenara los patines que ella le había regalado por su cumpleaños.

—Se está convirtiendo en una pequeña artista —añadió Simone con una sonrisa—. Me enseñó algunos de sus dibujos. Monsieur Bowman la ha estado enseñando. Qué joven tan agradable.

Alex asintió, en busca de una respuesta adecuada.

—Ha sido muy bueno con Soleil.

Se sirvió más café, un poco de leche, azúcar (aunque nunca tomaba azúcar en el café) y removió. Tomó un brioche de la bandeja y lo untó de mantequilla. Tras un silencio largo, aventuró:

—Quizá podrías venir a vernos a París cuando vuelva.

—¿De dónde? —preguntó Simone, un tanto sorprendida.

—De Londres. Me marcho esta noche para la subasta.

—Ah, sí —recordó Simone, meneando la cabeza—. Se me había olvidado.

Se quitó una miga de los labios, dobló su servilleta y la dejó junto a su taza vacía encima de la mesa.

Alex supo que si iba a pedirle dinero tenía que hacerlo ahora.

Simone miró a su alrededor. Luego, con un gesto de su descarnado brazo y un largo suspiro, dijo:

—Fíjate en esta sala. ¿Qué ves?

Alex miró alrededor, sin comprender del todo su pregunta. Vio los cuadros, el Aubusson, las alfombras persas, los muebles de anticuario.

—Bellas obras de arte, muebles hermosos —respondió.

—A Pierre y a mí —añadió Simone, asintiendo con la cabeza— nos gustaba disfrutar de las comodidades, de toda esta belleza. Sé que debería tomarle gusto a la vida otra vez, pero...

—Date tiempo —dijo Alex, tratando de ayudar.

Simone negó con la cabeza.

—Soy vieja. Tal vez ya he vivido lo que tenía que vivir.

—No digas eso... Simone. —Alex tomó su mano entre las suyas.

—Bueno, ya sé que todavía puedo disfrutar contigo y con Soleil. Mi madre vivió hasta los noventa y siete, ¿lo sabías? Quizá me queda cuerda para rato —dijo con una sonrisa triste—. Debería estar ilusionada por ver crecer a Soleil, convertirse en una joven tan guapa y solícita como su madre.

Alex no se consideraba una persona particularmente solícita. Si su suegra hubiera sabido por qué había ido a verla...

—Y quizá algún día tendrá un hermanito, o hermanita. Eso me haría mucha ilusión... por vosotras dos. Bueno, no sería mi nieto como lo es Soleil, pero...

—Simone, tú siempre serás belle-mère y grandmère.

Marie entró y les sirvió más café. Al marcharse, Simone prosiguió:

—Sé que has de volver a París. Entonces, ¿te marchas esta noche a Londres?

—Sí.

Simone tomó aire y lo exhaló después, mientras sus ojos volvían a recorrer la estancia.

—Ese tapiz, Alexandra, ¿crees que tenerlo en tu museo te dará la felicidad? Sí, quizá temporalmente, por aquello de la misión cumplida. —Levantó su taza y tomó un sorbo de café, y entonces, mirando fijamente a Alex con los ojos húmedos, añadió—: Pero la verdadera felicidad sólo la da el amor, o quizá algo todavía más difícil: abrirse a los otros y aceptar el amor.

Alex partió de Lyón sin pedirle el dinero para el tapiz. Cuando llegó a París fue directamente al museo. Llamó a su madre y le pidió que aireara su vestido de fiesta y el vestido nuevo de Soleil. Irían las tres a la inauguración de Jake en la Galerie Genevoix.