Prólogo
EL dolor, como había dicho la anciana monja, llegó por la noche. Adèle se incorporó, la mano apoyada en su abultado vientre, sintiéndose insegura y asustada a pesar de que las molestias no eran mayores que las de la menstruación. Luego, el dolor remitió. Se tumbó de nuevo y escuchó el rítmico respirar de la joven novicia que dormía en el otro camastro de la diminuta celda que compartían. «Todavía no —susurró para sí—. Espera».
Trató de dormirse otra vez pero no pudo. Había estado soñando, un sueño que venía repitiéndose cada noche desde su llegada; tan familiar era la escena, que podía evocarla casi a voluntad, no le hacía falta estar dormida. Todos sus detalles eran claros y precisos como los dibujos que sacó al jardín aquel día, metidos entre las páginas del devocionario.
El aire, denso, lleva combinadas las fragancias de los claveles, los naranjos, la tierra húmeda. Adèle ha salido al jardín a dibujar, como hace a menudo, con la excusa de la oración y la meditación. Saca sigilosamente del devocionario un dibujo que había empezado durante su última visita. Representa a su hermana Claude tocando el armonio, asistida por una sirvienta que acciona el fuelle. Con pluma y tinta, Adèle ha creado la textura de sus prendas de raso y terciopelo. A la derecha aparece un unicornio, símbolo de la pureza, un animal que solamente una virgen puede domesticar. También ha dibujado un león, el símbolo de la fuerza, a la izquierda. Los dos animales sujetan el escudo de armas de la familia, «en campo de gules, una banda cargada con tres crecientes de argén», inscrito en un estandarte. Adèle saca pluma y tinta y, con diestras pinceladas, encierra a sus personajes dentro de un jardín que parece una isla. Diseña conejos y un perro dentro de esta isla, así como un zorro y una oveja, junto a otros pequeños animales, y los sitúa en segundo término, como si flotaran en el aire. Examina su obra unos instantes, muy complacida, deja el dibujo encima del banco para que se seque, y va a arrancar unas flores a fin de completar la escena.
Al volver, encuentra a un hombre al lado del banco. Ha tomado el dibujo y lo está examinando con gesto concentrado.
Adèle sabe que es el hombre de los tapices. Esta mañana le ha visto, junto a otro hombre más viejo, llegar procedente de Bruselas. Se pregunta si habrán terminado las conversaciones que mantenían con su padre.
De repente, decide arriesgarse:
—¿Vos sois el tapissier de Bruselas?
El hombre, sobresaltado, vuelve la cabeza y contesta:
—Sí.
—Si me permitís... —continúa Adèle, haciendo ademán de recuperar el dibujo. El hombre se lo entrega, y durante unos instantes se miran sin cruzar palabra.
—Eres una gran artista —afirma él entonces. Ella sonríe pero guarda silencio, aunque se da cuenta de que está asombrado.
—¿Esa mujer del dibujo —pregunta él— es inventada?
—Es Claude, mi hermana mayor.
—Tu hermana es muy hermosa.
—Sí.
—¿Y se dedica a la música?
—Mi padre ha fomentado sus aptitudes musicales con miras a conquistar y entretener a algún joven caballero, un noble, quizá incluso un príncipe. Nuestra familia es de origen humilde. CoMerciantes, merceros de Lyón.
El tejedor asiente con la cabeza como si ya lo supiera, aunque parece tan sorprendido como la propia Adèle de que ésta haya mencionado asuntos tan personales. No obstante, ¿acaso no es bien sabido que los Le Viste habían prosperado mucho en Lyón, que habían mejorado su situación en los cenáculos políticos de París y habían hecho buenos matrimonios? ¿Y no es bien sabido que pese a su rápido ascenso en la Administración, al servicio del rey, Jean Le Viste no ha conseguido obtener la categoría de noble y el título que tanto ambiciona? Su padre, reflexiona Adèle, no es más lord ni caballero que un simple tapissier de Bruselas. Sabe, sin embargo, que no vería con buenos ojos esta breve intimidad que ahora comparten.
—¿Mi padre va a utilizar los servicios de un artista de París para diseñar los tapices?
—Ese es su deseo. En París hay muchos y muy buenos pintores.
Adèle extrae una margarita de su ramo y se la lleva a la nariz. Luego la examina detenidamente.
—Pero los mejores talleres, los tejedores, están en Bruselas, ¿no?
—Así es —confirma él—, lo mejores tejedores están en Bruselas.
—¿Ha sido elegido ya un tema?
—Mucho se ha hablado sobre el particular. A tu padre le gusta pensar a lo grande. Su deseo es conmemorar los logros de la familia, su nombramiento como presidente de la Corte de Ayudas, pero también el aniversario de su boda con tu madre.
—Política —afirma ella meneando la cabeza mientras esparce sobre el banco las flores que ha reunido.
Adèle se sienta, saca un libro grande de debajo del mismo banco, se lo coloca sobre el regazo y sitúa el pergamino encima del libro. Luego, sirviéndose de las flores como modelo, empieza a dibujar un fondo de margaritas y pensamientos alrededor de los animalitos.
—¿Cuántas piezas va a encargar mi padre? ¿Desea cubrir todas las paredes del castillo, o sólo una simple chambre?
—Se ha hablado de siete paneles.
—Siete es un buen número. —Se aparta unos mechones largos que le han caído hacia adelante.
El tapissier la observa llenar el fondo de flores. «Millefleurs», dice, y ella sonríe, sabedora de que ése es un estilo de moda en el diseño de tapices. Una vez terminado su dibujo, Adèle saca una caja de debajo del banco y extrae un paño con el que limpia la tinta del extremo de su pluma. Mientras coloca la pluma, la tinta y el paño dentro de la caja, el tejedor le pregunta: «¿Puedo?». Ha reparado en el devocionario que ella tiene a sus pies y en los otros dibujos que asoman entre sus páginas.
—Sí.
Adèle toma el libro y se lo da. Y entonces, con un gesto descarado que de nuevo sorprende a ambos, aparta las flores de un manotazo y le invita a sentarse a su lado. Él duda un momento y luego acepta.
Hay cuatro dibujos más, son cinco en total, todos ellos representan a una mujer en un jardín-isla con un unicornio y un león. El tejedor los examina con gran interés.
Sostiene el dibujo de una mujer que está tejiendo una capellina floreada.
—Mi hermana Jeanne —le informa ella.
—Tu hermana Jeanne es también muy hermosa.
—En efecto.
Ahora estudia el dibujo en el que una joven sostiene un ave de presa en su mano enguantada.
—Mi hermana Geneviève. Sí, también es muy hermosa. Y una experta cazadora.
Llega al dibujo de una mujer que sostiene un espejo en el que se refleja el unicornio que tiene sobre su regazo. El león, a la derecha de la mujer, porta un estandarte adornado con el escudo de armas de la familia Le Viste.
—Mi madre —vuelve a informar la muchacha.
—Su mirada refleja una gran tristeza —comenta el tejedor con aire reflexivo.
—Ah, ¿qué otra cosa sino tristeza puede sentir la mujer que no tiene hijos varones?
—¿Una mujer que sólo ha dado cuatro hijas? —pregunta él, y sonríe—. Cuatro hermosas hijas.
E incluso en ese momento de prueba, ella vuelve a sentir una oleada de afecto que la hace sonreír; sin embargo, un gran dolor se impone al desvanecerse la imagen.
Está de nuevo en su celda, el aroma del jardín, sustituido por el olor seco de la piedra. Han vuelto los calambres, esta vez más agudos e intensos. Pero Adèle sigue pensando: aún no es el momento. Recuerda, una vez más, el instante en que el tapissier examina con detenimiento el último diseño.
La mujer representada en él no posee el delicado porte de las otras; el suyo es un rostro largo y ojeroso. Está de pie y sostiene una lanza en su mano derecha mientras con la izquierda acaricia el cuerno del unicornio, que, a diferencia de los regios ejemplares de los otros dibujos, recuerda más a un chivo. Los animalitos del fondo están atados o llevan collar.
—¿Y la joven de este dibujo...? —pregunta él, levantando la vista del pergamino. Al observar la cara de Adèle, arquea las cejas y su mirada registra desconcierto, como si entendiera que ella se ha dibujado a sí misma pero no acertara a descubrir el parecido. Tal vez le extraña que Adèle haya decidido retratarse de aquella guisa.
Y luego, nuevamente, el dolor. Nota el romper de aguas entre sus piernas, las sábanas húmedas. El olor de la sangre. Llama a la monja joven, que se despierta. «Ya», susurra Adèle.
La monja anciana llega al punto. Los dolores son más frecuentes y más intensos ahora. Adèle detecta terror en los ojos de la más joven, ve la sangre, tan roja, y entonces, no puede evitar gritar.
Recuerda los tapices traídos del taller de Bruselas. Son seis. Su padre ha sido incapaz de esperar a que estuvieran todos listos, y Adèle no ha visto todavía el séptimo.
Ya no puede mantener estas imágenes. El dolor la ha estremecido, es tan atroz que reclama tanto su alma como su cuerpo.
La anciana permanece con ella, lo mismo que la monja joven mientras les llegan de la capilla los maitines, vísperas y laudes. Adèle nota fatiga en los ojos de la anciana. A escasos centímetros de su cara, la monja murmura calladas oraciones, y Adèle sólo pide tener suficiente fortaleza para alumbrar a este niño inocente. Pero el dolor la menoscaba de tal manera que es incapaz de rezar como es debido. Las palabras no quieren tomar forma. Es de noche otra vez, apenas iluminan la celda unas velas. Adèle siente una gran necesidad de empujar, de empujar con todas sus fuerzas.
—Aún no, hija mía —le dice la anciana, e incluso esto suena a oración.
Refresca la cara de Adèle con un paño húmedo, le aplica aceite tibio en las piernas, brazos y abdomen, sin dejar de hablarle en todo momento con voz dulce y serena. Acerca un bebedizo a sus labios. Vino con hierbas, para calmar el dolor.
Finalmente la mujer le ordena:
—Ahora, Adèle, empuja. —Hay otras personas en la habitación, sujetándole los brazos y las piernas, tirando de ella como si este hijo fuese un fruto maduro a punto de caer al suelo—. Empuja —susurra la anciana, y eso hace Adèle, una vez y otra hasta que la mujer exclama—: Deo gratias, Deo gratias!
Con un vigor que parece serle ajeno, Adèle contempla al recién nacido. Es increíblemente pequeño, pero al oírle prorrumpir en robusto llanto, la joven salta interiormente de alegría y se apresura a dar gracias a Dios en un susurro.
La monja anciana lo está bañando. La primera claridad del día muestra sangre por todas partes: en el niño, en las sábanas, en los juncos que han colocado en el suelo, en las piernas de Adèle, en sus pies. La anciana envuelve al bebé para que entre en calor, y cuando se lo entrega a la monja joven y ésta se lo lleva de la habitación, Adèle grita otra vez.
—Descansa, hija mía, descansa —la tranquiliza la monja anciana, y Adèle cierra los párpados.
Ve otra vez el color rojo. Al principio es sangre, pero luego se le aparece la cara de alegría de su padre al contemplar por primera vez los tapices, sus preciosos hilos rojos, los azules, los dorados. Y enseguida el descubrimiento, al que sigue la cólera. Pero eso ha pasado. Adèle ya no siente la ira ni el dolor, tan sólo una gran calma, y está paseando de nuevo por un jardín.