Capítulo 6

LA zona destinada a la recepción estaba llena de un variado surtido de gente. A Jake siempre le sorprendía encontrar a media ciudad en un acto al que se suponía que sólo se podía acudir previa invitación. Rápidamente vio que la mayoría de los hombres vestían traje oscuro, y las mujeres elegantes vestidos de noche. Era de esperar que nadie se fijara mucho en él, dada la gran afluencia de personas. Por suerte, a Alex no parecía contrariarle su atuendo.

Pasó un camarero. Jake alcanzó dos copas de champán de la bandeja y le pasó una a Alex. Una mujer de mediana edad, flaca como un junco y con un vestido de color granate, que estaba junto a un hombre respetablemente vestido de negro, hizo señas desde el fondo de la sala. Alex se colgó del brazo de Jake y fueron hacia allí.

—Bonsoir —saludó Alex a la pareja.

La mujer se inclinó hacia Alex y la besó en las dos mejillas, sosteniendo una copa de champán en una mano y un pincho de queso en la otra, como si pretendiera echarse a volar.

—Bonsoir, madame Pellier.

El hombre alzó su copa de vino a modo de saludo y luego besó a Alex en las dos mejillas.

—Monsieur, madame Genevoix —les dijo Alex—, je voudrais vous présenter mon ami, Jacob Bowman.

Madame Genevoix saludó con la cabeza; la expresión de su cara estaba a medio camino entre el desagrado y la curiosidad. Monsieur Genevoix se cambió la copa de mano y le tendió la derecha a Jake.

Alex presentó a los Genevoix como grandes mecenas de las artes. Madame Genevoix le dijo que estaba preciosa esa noche, y Alex le devolvió el cumplido. La mujer miró entonces a Jake, y a éste no le cupo la menor duda de que debía de estar pensando que era un tosco norteamericano que no sabía vestirse para una ocasión especial. Alex no se inmutó. Les informó de que Jake y ella habían estudiado juntos hacía años y de que Jake estaba de visita en la ciudad. Añadió que era un pintor con mucho talento, pero no mencionó que no había visto ningún cuadro suyo desde hacía años. La expresión de madame Genevoix se suavizó un poco, mostrando un indicio de interés y aun de aprobación, como si las últimas palabras de Alex hubieran aportado cierta justificación al hecho de que aquel hombre fuera tan inapropiadamente vestido.

La mujer dijo que siempre le interesaba conocer la obra de jóvenes artistas con talento. Otra pareja se sumó al grupo y hubo intercambio de frases corteses. Pasó otro camarero. Jake pescó un canapé de gambas y se lo zampó. Alex tomó otro, se lo puso sobre una servilleta en la palma de la mano y se mezclaron con la muchedumbre. Primorosamente, Alex se limpió la boca e introdujo la servilleta en el pequeño bolso que llevaba colgado del hombro. Jake apuró su champán y dejó la copa vacía en la bandeja del primer camarero que pasó por su lado.

Caminaron hacia unos tapices pequeños, redondos y muy vistosos. Antes de llegar a la pared donde estaban colgados hubieron de detenerse dos veces, primero para saludar a una elegante mujer de cabellos negros y vestido largo rojo, y luego a una pareja mayor.

Siguieron contemplando tapices. Alex le explicaba sus orígenes y el método empleado para tejerlos. De vez en cuando la interrumpían otros invitados, Alex presentaba a Jake siempre como pintor, y le hacía una breve descripción de quiénes eran aquellas personas, su interés por las artes, su cargo en algún museo o institución o ministerio.

Dejaron la primera sala y pasaron a los tapices de la Edad Media. Se entretuvieron unos minutos con la pieza procedente de la colección de The Cloisters. Representaba al unicornio sumergiendo su cuerno en un arroyo, rodeado por los cazadores. Junto a este tapiz estaba Le toucher, del Cluny.

—Es interesante verlos expuestos uno al lado del otro —comentó Alex.

Jake contempló Le toucher. La mujer del tapiz parecía diferente de las otras de la serie que había visto en el Cluny. Su rostro no era especialmente bello, y su expresión resultaba casi severa. El unicornio recordaba a un macho cabrío. No había sirvienta. La sonrisa del león era un tanto presumida. ¿Qué pasaba en esa escena? Ah, claro, la doncella alargaba la mano y tocaba —no, más bien acariciaba— el cuerno del unicornio con pinta de chivo. ¿Metáfora erótica, quizá? Miró a Alex, quien estaba estudiando con gran atención la pieza de la colección neoyorquina.

Pasaron a la siguiente sala. Un tapiz con un fondo rojo bermellón, similar en color a la serie del Cluny, llamó la atención de Jake.

—El Pegaso —susurró Alex.

El caballo alado recordaba un poco a los unicornios de la serie del Cluny: el mismo cuerpo grácil y elegante, blanco con reflejos dorados. A lomos de Pegaso, un caballero blandía una espada en su mano derecha. Las tres doncellas poseían el mismo torso alargado, frágil y elegante de las doncellas del Cluny. También sus tocados eran similares. Una de las tres, con largos cabellos dorados envueltos en un turbante tachonado de joyas, al estilo oriental, se parecía mucho a la doncella de El tacto. Las otras dos también llevaban peinados similares a las de la serie del Cluny: el pelo hacia arriba y envuelto en turbantes de joyas, con mechones sueltos a los lados, parecidas a la dama de À mon seul désir. Sin embargo, en contraste con las doncellas ricamente ataviadas de La dama del unicornio, las de Le Pégase estaban desnudas.

—Los colores —dijo Alex—, esos rojos y azules, son mucho más vibrantes de lo que me había figurado viéndolos en fotografía. Se diría que están hechos con los mismos tintes que los tapices del Cluny, y sin embargo no parece que se hayan difuminado apenas. Las doncellas, el unicornio y el caballo alado, las flores, los animalitos —las palanas de Alex fluían despacio, reverenciales— son como los del Cluny, mejor representados si cabe. Siempre me he preguntado si no proceden del mismo taller, aunque el estilo parece sugerir una fecha posterior.

—También hay similitudes con el de Nueva York —apuntó Jake.

—Sí —asintió Alex—. Las flores parecen flotar, más que brotar, y el fondo se parece mucho al de La caza del unicornio, y no a la isla artificial de La dame à la licorne. —Sus ojos recorrieron rápidamente la sala—. Me encantaría tocarlo —susurró.

Jake conocía esa sensación. Cada vez que iba a un museo, sentía ese mismo impulso. Quería acercarse a un cuadro y pasar la mano sobre las pinceladas, palpar la textura con las yemas de los dedos.

Alex miró de nuevo a su alrededor. Había varias personas en la sala, pero ninguna delante de Le Pégase. Y, en aquel momento, tampoco se veía a ninguno de los dos o tres guardias del museo. Alex metió la mano en su pequeño bolso negro, sacó la servilleta arrugada y se limpió cuidadosamente los dedos. Miró en derredor por última vez y luego, con aire despreocupado, se acercó al tapiz. Muy despacio, acercó la mano y tocó la tela. Pasó sus largos y esbeltos dedos por la rica textura del tapiz, con un gesto a la vez suave, tierno y tan sensual, que a Jake se le hizo un nudo en la garganta.

Alex retrocedió, tomó aire, se colgó del brazo de él y, sin intercambiar palabra, pasaron al siguiente tapiz.

Mientras examinaban las últimas piezas expuestas, Alex le dijo:

—Gracias por venir conmigo esta noche.

—Lo he pasado muy bien.

—Podríamos dar otra vuelta por la exposición hasta la entrada, tenía esperanzas de ver a madame Demy.

Así lo hicieron, deteniéndose unos minutos más ante Le Pégase, y luego ante La caza del unicornio y Le toucher. Esta vez, las salas parecían mucho más llenas que al principio. El grueso de la gente estaba empezando a abandonar la zona de recepción. Se cruzaron con varias personas más que Alex se encargó de presentar a Jake. Para cuando llegaron adonde querían, no habían visto aún a madame Demy.

Ella comió un par de canapés más. Jake se preguntó si debería invitarla a cenar. Los canapés eran ricos pero un poco escasos. Alex seguía buscando entre la gente.

—Allí está.

Al fondo del vestíbulo, una mujer de mediana edad, aspecto corriente y cara de ratoncito, con un vestido negro, la saludó mientras charlaba con otras dos mujeres.

—Bonsoir, madame Demy —dijo Alex al acercarse a ella—. Quiero que conozca a mi buen amigo Jacob Bowman.

Madame Demy le tendió lentamente la mano. Su expresión dejó entrever cierto azoramiento, y pareció que miraba a Jake de arriba abajo. Hizo un gesto de cabeza y sonrió:

—Enchantée.

Alex presentó a Jake a las otras dos damas. Un hombre alto y delgado que estaba conversando con un caballero detrás de ellas se volvió y miró a Alex, tan perplejo como lo había parecido madame Demy.

—Madame Pellier, monsieur Bowman —anunció madame Demy—, quisiera presentarles a un invitado muy especial. —Tocó al hombre alto en el brazo.

Tenía el pelo tan rubio que era casi blanco. Llevaba un bigotito que apenas si se le notaba. Jake miró de reojo a Alex, cuyo rostro había palidecido de pronto.

—Del Metropolitan de Nueva York, de The Cloisters. Les presento al doctor Henry Martinson.