Capítulo 1
EL convento de Sainte Blandine, un edificio de dos plantas construido en piedra rústica, parecía abandonado. La maleza cubría ambas márgenes de un estrecho sendero de tierra que conducía a la puerta principal e invadía asimismo un pequeño huerto de frutales sin podar. Espaldares maltrechos, asfixiados de parras, aguantaban el tipo entre cajas de madera desechadas en el lado opuesto del camino. La cara norte del edificio estaba cubierta de hiedra que corroía incluso la chimenea de ladrillo, posiblemente un añadido posterior pues no concordaba con el resto de la estructura de piedra. Algunos ladrillos habían ido aflojándose hasta caer al suelo, donde formaban una pequeña pila. No se percibía en el aire, agitado únicamente por una brisa muy ligera procedente de los árboles, el menor indicio de vida u ocupación recientes. Alex Pellier se detuvo y examinó nuevamente el mapa. Había seguido al pie de la letra las instrucciones: desde Lyón hacia el sur, pasado el pueblo de Vienne. La carretera que salía de la ciudad estaba muy bien señalizada, y todas las curvas, todos los baches (muy abundantes, por cierto), tanto en la calzada de grava como en la pista de tierra, estaban marcados e identificados. El mapa había llegado junto con la carta de la madre superiora.
Alex se acercó a la gran puerta de madera, desconcertada ante el aspecto desierto del edificio y de sus alrededores. Llamó con los nudillos y esperó. Al no obtener respuesta, volvió a llamar.
Tarde o temprano tenía que aparecer alguien, estaba citada.
La carta de la madre superiora, escrita con una anticuada plumilla y en una letra cursiva titubeante pero airosa, había llegado al Cluny dirigida a la directora del museo, madame Demy. El vocabulario de la misiva era tan trabajado como la caligrafía: «Elegantes lienzos de altar ribeteados con exquisito encaje hecho a mano, valiosísimos tapices de primera calidad que datan de cuando se fundó el convento en el siglo XIII, una extensa biblioteca que incluye manuscritos medievales de incalculable valor». Según la reverenda madre Alvère, el convento deseaba deshacerse de estas propiedades antes de trasladarse a Lyón. Los artículos estarían disponibles para su examen durante el último fin de semana de mayo.
Alex volvió a llamar, de nuevo sin respuesta. ¿Se habrían mudado ya las monjas al nuevo convento de clausura? Hacía solamente dos días, Alex había recibido una segunda carta de la madre superiora, en respuesta a su solicitud de día y hora de visita. Habían acordado cita para aquella tarde a las cinco. Eran ya las cinco y diez.
Volvió a llamar ¿Habría hecho el viaje desde París para nada?
Pasados unos minutos, rodeó el edificio y se asomó a una ventana, que estaba entablada por dentro, y atisbo entre los resquicios. Solamente pudo ver una delgada franja de luz contra una pared oscura.
Regresó a la entrada principal y llamó de nuevo, esta vez más fuerte. Nada. Se disponía a empujar con más fuerza la puerta cuando vio que se abría un ventanuco en la parte superior. Apareció la cara menuda y arrugada de una mujer mayor, enmarcada por un rígido griñón blanco.
La mujer se la quedó mirando unos instantes y luego, con voz desapacible, dijo:
—Bonjour.
—Bonjour —respondió Alex.
Se presentó, explicando que era del Musée National du Moyen Age1, el Cluny de París, y que estaba citada con la madre superiora.
—Elle est malade —contestó, lacónica, la monja. No parecía dispuesta a dejar pasar a Alex. Era evidente que no podría hablar con la madre superiora, quien, al parecer, estaba enferma.
Alex abrió su cartera y sacó la primera carta de la madre Alvère. Se la pasó a la monja a través del ventanuco. Mientras la mujer leía con los ojos casi cerrados, le explicó que se hospedaba en Lyón y que el viaje de ida y vuelta suponía un par de horas. ¿Le importaba que entrase a echar un vistazo?
La monja no respondió. Sus ojos seguían recorriendo lentamente la página, y un gesto ceñudo animó sus finos labios. Miró una vez a Alex y volvió a la carta como si ésta contuviera algún código secreto o un significado oculto.
—¿Madame Demy? —preguntó.
—Madame Pellier —respondió Alex. Quizá habría tenido que enseñar la segunda carta, la más reciente, que iba dirigida a Alexandra Pellier.
La sacó de su cartera. La anciana alargó la mano para tomarla, sin molestarse en devolver la primera misiva. El gesto amargo no abandonó su boca.
Alex esperó, notando que se iba impacientando mientras la mujer leía esa carta con la misma parsimonia con que había leído la anterior.
Por fin, la monja se las devolvió, la miró brevemente y luego dijo en voz baja, haciendo un gesto con su mano nudosa:
—Madame Pellier.
La puerta se abrió entonces. Alex entró y siguió aquel cuerpo menudo y encorvado, que se movía con sorprendente ligereza, primero por un vestíbulo y luego hacia un pasillo oscuro. Con su anticuado hábito, metros de basta tela negra, velo y griñón, la mujer no se parecía en nada a las monjas modernas que Alex había visto en París, con sus permanentes y sus faldas por la rodilla.
El lugar olía a piedra añeja y algo más... a asilo de ancianos, pensó Alex mientras recorrían el angosto pasillo. Sí, aquel olor a cuerpo viejo le trajo a la memoria un antiguo recuerdo, una visita a la residencia donde vivía su bisabuela. Con todo, no había indicios de que hubiera más inquilinos. Alex sabía que aquella Orden estaba en fase terminal, que apenas quedaban una docena de monjas, y que sus edades iban de los sesenta y nueve a los noventa y dos años. Las enviaban a un convento de retiro, propiedad de otra congregación con sede en Lyón, por mandato de Philippe Bonnisseau, arzobispo de la diócesis. Sainte Blandine, una vez renovado, iba a convertirse en un hotel.
Torcieron por otro pasillo tan misteriosamente silencioso como el anterior, cuya quietud sólo quedó alterada por el sonido de sus pasos sobre el piso de piedra y el discreto repiqueteo de las cuentas del rosario que la monja llevaba colgado de la cintura. De repente, la mujer se detuvo y le indicó por señas que entrara en una salita.
Alex hizo un rápido examen visual en la medida que se lo permitía la penumbra reinante. Las paredes estaban cubiertas de estantes, algunos de ellos alabeados en la parte central por el peso de centenares de libros. En mitad de la estancia había una mesa y una silla, y en la pared del fondo, un escritorio encarado a la estantería. Olía a cerrado y a polvo. Pequeñísimas motas flotaban en el rayo de luz que entraba por la solitaria ventana. La monja encendió dos candelabros de pared, la lámpara del escritorio y otra sobre la mesa. Mientras examinaba los estantes, Alex notó un nudo en el estómago. ¿Era posible realmente que el convento de Sainte Blandine poseyera genuinos manuscritos medievales como había dado a entender la madre Alvère en su carta? Dio media vuelta para explicar que le interesaban especialmente las obras que se remontaban a la fundación del convento, pero la monja había desaparecido sigilosamente de la habitación.
Se acercó al primer estante. Los libros estaban amontonados unos sobre los otros. Sacó uno y sopló el polvo. Théologie de la Trinité, publicado a principios de la década de 1930, con el debido nihil obstat en el reverso de la cubierta. Probablemente valioso para un coleccionista, pero no para un museo medieval. Mientras seguía mirando, se preguntó si habría algo lo bastante antiguo como para que pudiera ser de interés para el Cluny. No vio nada destacable, pero muchos manuscritos antiguos solían estar reencuadernados. En cualquier caso, encontrar algo sin la ayuda de un catálogo o guía similar sería casi imposible. La proverbial aguja en el pajar. Miró hacia la puerta pero la monja no volvía.
Bajó dos o tres libros más y vio que detrás había otros apretujados. Escogió unos cuantos que parecían especialmente antiguos y los llevó al escritorio. Los hojeó rápidamente y no encontró nada. Pasó a la segunda pared. Miró su reloj. No tenía idea de cuánto rato podría estar allí, y también quería echar un vistazo a los tapices que la madre superiora describía en su carta. Se puso a pensar en su hija, Soleil. Así se dice «sol» en francés, y sin duda alguna era la luz que iluminaba la vida de Alex.
La había dejado en casa de Simone y Pierre Pellier, los padres de Thierry, en Lyón. Le había dicho a Simone que empezaran a cenar si no estaba de vuelta para las siete y que acostara a Soleil a las ocho. Alex sabía que su hija seguramente la esperaría despierta, sólo por el placer de su compañía. Simone idolatraba a su nieta, la hija única de su único hijo.
Alex se sentó y siguió mirando los estantes. Acariciaba la idea de «descubrir» realmente un tesoro medieval. Madame Demy solía encomendar a Alex cualquier misión que sonara dudosa. La joven había estado en mansiones de París y de la campiña francesa donde los supuestos objetos de origen medieval habían resultado ser meras imitaciones modernas. No obstante siempre existía una posibilidad. En tiempos de agitación política, piezas procedentes de propiedades confiscadas, o saqueadas, habían terminado en los sitios más impensables. Unos tapices que exhibía actualmente un museo de Nueva York habían sido hallados en un granero, utilizados para tapar mercancía. Y a saber qué no podría encontrarse en un monasterio remoto o en un convento pendiente de renovación... Quizá un manuscrito o tal vez un retablo considerado por los monjes o las monjas como un simple objeto de inspiración religiosa, pero en verdad una obra de arte oculta durante siglos. La incertidumbre espoleaba a Alex, mientras que madame Demy prefería ir sobre seguro: un catálogo impreso con descripciones detalladas y procedencia establecida. Ambas sabían que el número de obras medievales genuinas de valor museístico era limitado, y su adquisición entrañaba una férrea competencia. Una vez que una pieza determinada entraba a formar parte de la colección de un museo, quedaba fuera del mercado para siempre; para Alex, eso era en sí mismo estímulo suficiente para agotar toda probabilidad, hasta la más inverosímil.
Examinando los estantes superiores, le llamó la atención un grupo de gastados lomos de piel. Se puso de puntillas e intentó bajar uno de ellos. No era tarea fácil, pues estaban muy apretados entre sí. Finalmente consiguió separar un ejemplar. Después de dar un tirón, el libro cayó del estante, le dio en la cabeza y se desarmó en un revoltijo de páginas y polvo.
Alex se puso a gatas y empezó a buscar las hojas sueltas, que, como pudo comprobar enseguida, no eran más antiguas que los otros libros consultados. Pero entonces su mirada fue a dar sobre una página que no parecía igual que las otras esparcidas por el suelo. La tinta se había vuelto parda y borrosa con los años. Estaba escrita a mano sobre pergamino, con la parte inferior rasgada. La examinó detenidamente. Tenía la textura del pergamino viejo, casi quebradiza. La puso en el suelo, a la luz que entraba por la ventana, y empezó a leer.
Estaba escrita en francés antiguo. Pudo descifrar algunas palabras, no todas. En algunos lugares la tinta se había desvanecido y la letra era ilegible. Parecía ser un poema. Leyó, traduciendo simultáneamente:
Se conocieron en el jardín
Un encuentro casual
Pero como atraídos por el destino...
...entre el perfume a...
El jardín se describía con detalle: margaritas, pensamientos, lirios del valle, claveles, vincapervincas y rosas.
Él un simple tapissier, ella una doncella rubia...
...la flor más perfumada de todas...
Alex rio por lo bajo. Qué lenguaje tan «florido». Continuó leyendo: una prolija descripción de los árboles del jardín, de entre los cuales pudo traducir roble, pino, acebo y naranjo.
A continuación algo sobre la joven... bueno..., traduciéndolo lo mejor que pudo a términos modernos —rio en voz alta al pensarlo—, una fruta madura lista para ser arrancada.
Curioso, pero difícilmente un manuscrito medieval. Era un pequeño poema garabateado en pergamino, y no un dechado de virtudes literarias, precisamente. Lo mejor era seguir buscando. Pero estaba intrigada. Siguió leyendo:
Negar este amor, pecar habría sido
y en la casa de las mujeres
que amaban al Señor...
¿El convento?, se preguntó. Aquí el verso estaba rasgado. Buscó entre las páginas esparcidas por el suelo preguntándose si la parte inferior arrancada habría quedado dentro del libro. La esquina de una hoja asomaba detrás de varias páginas. La sacó. Parecía ser la continuación del poema.
La obra de su amor...
Sepultado bajo la piedra...
Más palabras borradas.
Para que su amor floreciese de nuevo,
el fruto, la pasión de su amor
que se encuentra en la aldea cercana...
Sentada en el frío suelo de piedra, contemplando el pergamino, Alex se preguntó: ¿Eran unos simples versos románticos, escritos por alguna monja sexualmente frustrada, o había algo más? Eran muy antiguos, se notaba en el léxico, en el propio pergamino.
Oyó un ruido y levantó la vista en el momento en que la monja entraba en la sala. Sus ojos recorrieron rápidamente la estancia con gesto ceñudo. Vio la pila de libros sobre el escritorio, chascó la lengua y murmuró algo como: «Monsieur le Docteur Henri Martineau —o tal vez Marceau— est arrivé». Alex no entendió muy bien, pero no le cupo duda, mientras la vieja monja devolvía los libros a la estantería, de que su tiempo había terminado.
Reunió las páginas esparcidas por el suelo. La monja se agachó con sorprendente agilidad y agarró el poema roto como si fuera una página más. Le pidió en silencio las que Alex tenía en la mano, volvió a meterlas todas dentro de la cubierta de piel, dejó el tomo en un estante bajo e hizo señas a la joven de que la siguiera otra vez.
—¿No podría echar un vistazo a los tapices? —preguntó Alex.
—Non aujourd'hui —contestó la monja. Hoy no.
En el pasillo apareció una monja en silla de ruedas empujada lentamente por otra hermana. Alex y la anciana les dejaron paso. La que empujaba saludó con un gesto de cabeza. La monja que iba en la silla alzó la vista y sonrió. Bueno, pensó Alex, aún quedaban otras religiosas en el convento. Se había preguntado si la arrugada cancerbera no sería su único habitante.
—Demain? —preguntó—. ¿Puedo volver mañana?
No obtuvo respuesta. Torcieron hacia el primer pasillo y se toparon con otra monja más que acompañaba a un hombre alto, flaco y anguloso. Caminaban en silencio, con sendas expresiones sombrías. El hombre tendría treinta y tantos años, la tez pálida y el cabello rubio, y lucía un fino bigote, tan claro que casi se le confundía con la piel. ¿El médico que atendía a la anciana madre superiora, quizá?, se preguntó Alex.
—Merci —le agradeció a la monja cuando llegaron a la puerta—. Demain? —preguntó de nuevo.
—Au revoir, madame Pellier —fue todo lo que dijo la monja mientras le abría la puerta.
Alex se encontró de nuevo fuera del convento, con una sensación de disgusto subiéndole por la garganta. Quería echar un vistazo a los tapices, de modo que tendría que volver al día siguiente. Tal vez la madre Alvère, que era quien la había invitado, estaría entonces en condiciones de recibirla.
Alex se dirigió hacia su coche. Otro vehículo, de color verde oscuro, estaba aparcado junto al suyo.
Eran las ocho menos cuarto cuando llegó a casa de los Pellier. Acudió a abrir Marie, la enfermera y asistenta de la familia. Pierre, quien no se encontraba bien, se había acostado ya, pero Simone se encontraba en la cocina con Soleil. Estaban comiendo helado de chocolate y galletas de jengibre. Soleil sostenía en brazos una hermosa muñeca de porcelana que parecía realmente un bebé. Con una cucharilla de plata, iba acercando pedacitos de helado a su boca.
La niña saltó de la silla y corrió hacia su madre.
—Mamá, mamá, regarde ma belle poupée!
Cada vez que iban a ver a los Pellier, Simone le hacía un regalo excesivamente caro a la niña. Simone y Pierre habían mimado con exceso a su hijo Thierry, nacido cuando ellos eran ya mayores, y Alex no quería ese trato para Soleil. Pero no dijo nada. Tras la muerte de Thierry, Alex juró que mantendrían el contacto con los abuelos de Soleil, pero desde que había entrado a trabajar en el Cluny, apenas tenían tiempo para ello. Debido a la mala salud de Pierre, quien había sufrido recientemente su segundo ataque, los Pellier no podían trasladarse a París. El anciano ya no podía hablar y estaba confinado a una silla de ruedas. Con todo, sus ojos conservaban un destello de alerta, y Alex sabía que le gustaba tenerlas en casa.
—Oui, elle est belle, Sunny —le dijo a su hija—. Grandmère est très gentille.
—Oui, très gentille —repitió la niña, sonriendo a su abuela mientras acariciaba la mejilla de la muñeca—. Merci, grandmère.
Marie había guardado la cena en el horno. Alex le dio las gracias y se sentó a comer mientras la abuela y Soleil terminaban el helado. Mientras su madre charlaba con su suegra, Soleil habló en voz queda a su muñeca.
—Eres una niña muy especial —susurró en inglés—. Y te voy a hablar en inglés para que seas bilingüe.
Esto hizo sonreír a Alex. Desde que Soleil era muy pequeña, Alex la había animado a hablar los dos idiomas.
Después de acostar a la niña, fue a sentarse con Simone en la sala de estar. Marie les llevó una bandeja con tazas y una cafetera y luego se retiró.
La sala era amplia y elegante, amueblada agradablemente con piezas de anticuario, sillas Luis XIV, un tapiz de Aubusson, alfombras orientales de importación, una chimenea de mármol y varios cuadros y esculturas que Pierre había ido reuniendo con los años: un Rodin, un Poussin, un pequeño dibujo de Delacroix...
Simone se levantó para servir más café. Pese a su edad, madame Pellier era todavía una mujer hermosa, con un porte regio y lleno de garbo. De joven había sido actriz, pero había renunciado al escenario para casarse con el entonces acaudalado e imponente Pierre Pellier. Su rostro estaba enmarcado por cabellos blancos como la nieve. Sus ojos azules y hundidos brillaban todavía, no sólo con belleza exterior sino también con fuerza y esplendor interiores. Belle-mère, «bella madre» en traducción literal, era como se decía en francés «madre política», y nada le podía cuadrar mejor a Simone Pellier.
—S'il vous plaît —pidió Alex, levantándose—. Por favor, Simone, ya lo hago yo.
Simone le indicó que se sentara.
—Descansa, Alexandra. Has estado trabajando todo el día. Yo, en cambio, me he pasado el rato jugando con Soleil.
—Merci —Alex se sentó, aunque se preguntaba si Simone no estaría cansada de pasar todo el día con su nieta. Ya no estaba para trotes, y Soleil era una niña de seis años muy activa y traviesa.
Sin embargo, lo cierto era que Alex sí estaba cansada. Exhausta. Su visita al convento la había dejado frustrada y le molestaba tener que volver allí al día siguiente. Había confiado en pasar el domingo con Simone y Pierre antes de regresar por la tarde a París.
—Me temo que tendré que volver mañana al convento — informó a su suegra.
—Soleil está bien aquí. Ya sabes lo mucho que nos gusta que venga. Ya buscaremos otro fin de semana cuando no tengas compromisos de trabajo.
—Por supuesto, Simone. Gracias por vuestra ayuda.
A la mañana siguiente, Alex y Soleil fueron a misa con la abuela a la catedral, que estaba a dos manzanas de su casa. De regreso, Marie había preparado cosas para picar en el comedor. Sobre el aparador, junto a la porcelana fina y los cubiertos de plata, había melocotones y fresones frescos, crêpes rellenas de albaricoque, huevos revueltos, zumo de naranja natural y café con leche y azúcar. Grandpère las estaba esperando.
Madame Pellier preparó dos tazas, mezclando azúcar y leche en la de su marido y luego en la suya propia. Acercó la hermosa taza a los labios de Monsieur Pellier, sin hacer aspavientos, realizando esta tarea sin esfuerzo aparente, y luego departió con Alex y Soleil mientras le daba bocaditos de todo al abuelo, secándole la barbilla cuando babeaba. Siempre habían sido muy atentos el uno con el otro. Cuando Alex los conoció, hacía catorce años, ya eran mayores pero, incluso entonces, el cariño que se tenían mutuamente era manifiesto. En su momento, Alex había confiado en que Thierry y ella vivirían juntos mucho tiempo; sin embargo, él había fallecido hacía casi cuatro años. El dolor que Alex sentía ahora no era debido a su pérdida, sino porque se había dado cuenta de que, aunque Thierry hubiera sobrevivido al trágico accidente, nunca habrían compartido el amor profundo que Simone y Pierre se profesaban. Incluso ahora, viéndola limpiar amorosamente la barbilla húmeda de aquel hombre frágil y marchito en su silla de ruedas, los envidió.
Hacia el mediodía, Alex se puso en camino. Encendió la radio del coche para que la ayudara a pasar el rato; la perspectiva del viaje no le entusiasmaba, aunque sí tenía ganas de ver otra vez el convento por dentro. Simone le había preparado fresas y galletas; mordisqueó una de jengibre mientras contemplaba los viñedos que subían y bajaban por las laderas. Su padre le había contado que la familia tenía sus orígenes en aquella zona rural entre Lyón y Nimes. Por lo visto, su tatarabuelo, el último de los Benoit que pronunció correctamente el apellido, había emigrado a Estados Unidos a finales del siglo XVIII, huyendo de la agitada situación política. Los Benoit descendían supuestamente de la nobleza, aunque el único fundamento que sostenía esta creencia eran las anécdotas familiares transmitidas de generación en generación.
El cielo se había encapotado. Alex se desvió por la carretera de grava que conducía al convento. Empezaba a lloviznar. Cuando llegó a la pista de tierra, caía ya una cortina de lluvia. El movimiento regular del limpiaparabrisas marcaba el ritmo mientras la lluvia batía el cristal. Apagó la radio, ahora sólo captaba interferencias.
A través del parabrisas y el telón de lluvia distinguió un coche que venía hacia ella, el mismo vehículo verde oscuro que había visto el día anterior: el coche del doctor, sin duda. Pero venía a demasiada velocidad. Alex frenó casi hasta detenerse mientras el otro coche iba directo hacia ella y, en el último momento, a punto ya de chocar, se desvió. Alex tragó saliva y volvió la cabeza. El hombre también había aminorado la marcha y miraba hacia atrás. ¿Le estaba haciendo señas? No, ahora podía verlo, tenía la mano levantada pero no en forma de saludo, sino con el puño cerrado, ¡como si hubieran estado a punto de chocar por culpa de ella!
Frenó del todo y vio cómo el otro coche se perdía de vista entre la niebla. ¿A quién se le ocurría hacer carreras por una pista de tierra tan estrecha? Inspiró hondo y reanudó cautelosamente la marcha hasta llegar al claro que había frente al convento.
Mientras aparcaba, dudó si esperar a que dejara de llover o ir corriendo hasta la puerta y confiar en que no tuviera que esperar tanto como la víspera. Unos pocos segundos al descubierto, y quedaría empapada. Decidió aguardar un poco y decidir exactamente lo que diría cuando la abrieran. Primero se interesaría por la salud de la madre Alvère y luego pediría educadamente que la dejaran hablar con la madre superiora si se encontraba bien, o al menos que la dejaran echar otro vistazo puesto que debía regresar a París esa misma tarde. Pasados unos minutos, y en vista de que no dejaba de diluviar, se estiró para alcanzar la cartera del asiento de atrás. Se la puso sobre la cabeza y echó a correr. El camino de tierra era ahora un río de fango, y se salpicó las piernas en los charcos. Llamó a la puerta con la mano chorreando agua. Lo mismo que el día anterior. Nadie acudió. Llamó dos veces más. Finalmente, el ventanuco en la parte superior de la puerta dejó ver la misma carita arrugada. La anciana monja se la quedó mirando con sus ojos negros, hundidos y sin vida. Y entonces, cuando Alex se disponía a preguntar por la madre Alvère, la monja afirmó: «Elle est morte», y cerró la ventanilla.