Capítulo 25

ALEX se puso en contacto con el periódico para la necrológica. Habló con una empresa funeraria y con el padre Varaigne sobre los actos programados para el miércoles. Casi todos los detalles habían sido dispuestos de antemano: Simone estaba preparada. Las sencillas tareas que de legó en Alex eran arduas únicamente en tanto en cuanto formaban parte de su adiós a Pierre Pellier. Ni éste ni Simone tenían hermanos o hermanas que vivieran, pero Alex fue llamando a sobrinos y primos segundos a medida que Simone le daba los nombres, En algunos casos, no en todos, Simone quiso ponerse también.

Lo estaba llevando lo mejor posible, aunque se la veía cansada. No llevaba maquillaje, y su pelo blanco, normalmente tan bien peinado, parecía no haber pasado por las manos de un peluquero en muchos días.

Recibieron algunas visitas: el padre Varaigne y dos mujeres de la parroquia de Simone.

Alex llamó a París para hablar con su madre y con Soleil. Les dijo que el funeral sería el miércoles por la mañana y pidió a Sarah que bajase a Lyón con la niña el martes por la tarde. Le dijo también qué vestido quería que llevase Sunny en el servicio y les sugirió qué otra ropa poner en la maleta.

—¿Simone está bien? —preguntó Sarah.

—Agotada, pero sí, está bien. Se lo veía venir desde hace tiempo. Claro que eso no es ningún consuelo.

—Dale un abrazo de mi parte.

—Se lo daré.

—Alex... —dudó Sarah.

—¿Sí?

—Has tenido varias llamadas.

¿De Jake?, se preguntó con cierto pánico. ¿Había sido ayer cuando había estado en la fiesta de Soleil?, ¿anoche cuando ella había salido corriendo de su cuarto?

—Después de leer el artículo —afirmó Sarah—, no me extraña en absoluto.

—¿Lo has leído?

—Sunny me ha ayudado con la traducción —rio Sarah—, pero he captado las líneas generales.

—¿Y qué opinas?

—Que la única salida del arzobispo es ceder, a menos que quiera que lo confundan con el mismísimo Satanás.

Alex rio también.

—¿Quién ha llamado? —No se atrevía a preguntar si había sido Jake. Probablemente, su madre ni siquiera se había dado cuenta de su escapada nocturna al hotel.

—Dos periodistas —contestó Sarah—, uno de Le Journal Parisien, un tal Georges no sé qué más...

—¿Gaudens?

—Sí, creo que era eso. Y luego otro de un canal de televisión. Les dije que estabas fuera de la ciudad. Ambos me han preguntado si habías ido a Sainte Blandine, yo les he dicho que no. Y luego otra llamada, de un tal Paul Westerman. Ha dicho que erais viejos amigos, pero a mí me ha sonado a frase hecha. ¿Conoces a alguien que se llame así?

—Sí, estudiamos juntos en París, pero no he vuelto a saber de él desde hace muchos años.

—Me ha cosido a preguntas sobre el tapiz y quería saber si tú estabas al corriente. Le he dicho que tendría que preguntártelo a ti, pero que te llamara la semana que viene al museo porque ahora no estabas disponible.

—¿Alguna llamada más?

—No.

Alex se preguntó si Jake habría leído el artículo. También, qué estaría pensando sobre su huida de la otra noche, y el hecho de que lo hubiera empujado y tirado al suelo. Pese a todo lo que había sucedido desde entonces, Alex no dejaba de rememorar el incidente, de sorprenderse por haber tenido un comportamiento tan inmaduro. Ella no estaba preparada para encontrárselo allí en compañía de aquella chica tan guapa... ¿Le extrañaría a él que Alex se hubiera presentado en plena noche? Si ella le hubiera importado algo, ¿no habría sido lógico que la llamara?

—Gracias, mamá —se despidió—. Hasta el martes.

—De acuerdo.

Después de almorzar, mientras su suegra echaba la siesta, Alex entró en la biblioteca. Estaba ansiosa por examinar el tapiz una vez más, pero hasta ahora no había podido abandonar a Simone. Cuando fue al rincón donde lo habían dejado, perfectamente envuelto y atado, sufrió un shock: el tapiz no estaba. Miró por la sala, tenía que estar a la vista porque era muy grande. Su corazón empezó a latir con violencia y, de repente, se paró del todo durante un momento. ¿Lo habría cambiado de sitio Simone? No le había dicho nada, claro que había tenido la cabeza ocupada en otras cosas. Alex se sentó y trató de calmarse. Oyó que llamaban a la puerta. Era Marie.

—¿Quiere que le traiga algo, madame Pellier?

—Marie, ¿la señora ha cambiado de sitio el tapiz?

—Oui. No quería que se viera tanto en la biblioteca, con tanta publicidad como ha habido. Le aseguro que está bien guardado. Madame Pellier se lo explicará, supongo que se le habrá olvidado por culpa de... —las palabras se le trabaron.

—Ya —dijo Alex. Dudó un poco—. ¿Y adónde lo han llevado?

—La señora se lo explicará. —Marie la miró unos instantes, asintió con la cabeza y salió de la biblioteca.

Alex detestaba esta sensación de que hubiera cabos sueltos. Pero, bien mirado, no podía decirse que controlara el resto de la situación. Ya no sabía dónde estaba el tapiz. No tenía ni idea de lo que estaba pasando en Sainte Blandine y si las monjas seguían todavía en el convento. Y ahora llamadas de periodistas; y de Paul Westerman, nada menos. Recordó que Jake le había dicho que trabajaba en Londres para una firma que hacía valoraciones de obras de arte. ¿Qué interés podía tener Paul Westerman por el tapiz? ¿Pensaría comprarlo en nombre de algún rico inversor o amante del arte?

Alex miró el teléfono, lo descolgó y marcó el número que ya sabía de memoria. Para su sorpresa, esta vez contestaron. No le fue difícil reconocer la vocecita.

—¿Hermana Anne?

—Oui.

—Soy Alexandra Pellier. Estaba preocupada. No ha habido forma de hablar con ustedes, y hasta hoy no me ha sido posible venir. ¿Continúan en Sainte Blandine?

—Oui. Pero qué jaleo. No sabe cómo está esto. Gente por todas partes. Periodistas.

—¿Periodistas?

—De Le Journal Parisien, de un periódico de Lyón, de Londres, de Roma. Todos quieren saber nuestra historia.

—¿Y el arzobispo?

—No le hemos dicho nada. No le contamos que usted tenía el tapiz. Y como no sabemos dónde está, tampoco le mentimos en eso.

—Quisiera pasarme por ahí y ver si puedo ayudarlas en algo, pero ahora estoy en Lyón con mi suegra. Su marido falleció ayer por la mañana. Necesita que la ayude y no puedo dejarla ahora.

—Que Dios lo tenga en su gloria para toda la eternidad. —La hermana Anne liquidó rápidamente la plegaria. Alex se la imaginó santiguándose—. Con lo que viene hoy en el diario, el arzobispo no podrá quitarnos el tapiz...

Entonces habían leído el artículo. Bien.

—¿Puede ponerse la hermana Etienne?

—Está reuniendo a todo el mundo para las fotos.

—¿Qué fotos?

—Para la prensa.

Ah, pensó Alex, eso sería perfecto. Una fotografía de las monjas en primera página. Le entraron ganas de decirle que procuraran poner delante a la hermana Eulalie y la hermana Philomena, en sus sillas de ruedas. El arzobispo no podría echarlas del convento.

—Entonces, ¿todo va bien? ¿El arzobispo no las obliga a dejar Sainte Blandine?

—Todo lo contrario. —Notó un atisbo de risa en la voz de la monja—. Yo creo que está dispuesto a concedernos lo que queramos. Ha hecho venir a una enfermera, y estamos recibiendo toda clase de atenciones. —Alex tuvo la impresión de que estaban encantadas con esto—. ¿Le digo a la hermana Etienne que la llame?

—Sí, por favor. —Alex le dio el número de teléfono de los Pellier.

Simone apenas habló nada aquella noche. Alex vio que estaba rendida. Los últimos días los había pasado cuidando a Pierre, una tarea emocionalmente agotadora, pero ahora el enorme vacío que se abría en su vida parecía haber hecho mella en ella.

—¿Has hablado con las monjas de Sainte Blandine? —preguntó mientras tomaban café. Era la primera vez que el tema salía a relucir. Alex supuso que Simone no había tenido ocasión de leer el último artículo. Quería preguntarle por el tapiz, pero no encontraba el momento oportuno.

—Sí, esta tarde he hablado con la hermana Anne —respondió.

—¿Están bien?

—Parece que sí.

Simone debió de notar inquietud en su voz.

—Creo que mañana podremos apañarnos, lo digo por si quieres viajar hasta el convento.

—Debería ir. ¿Me puedo marchar tranquila?

—Descuida. Tengo a Marie, y mañana, después de misa, vendrán madame Le Quieu y madame Deville. —Echó un terrón de azúcar en el café, removió despacio, con la mirada baja—. Querrás saber dónde está el tapiz —dijo al cabo.

—Sí.

—Está en lugar seguro.

Alex aguardó.

Simone le sonrió y añadió:

—Confía en mí, Alexandra. No corre ningún peligro, pero de momento creo que prefiero no revelar su paradero.

Alex miró a su suegra tratando de que no se le notara el enfado ni la sorpresa.

—Si te digo donde está querrás cambiarlo de sitio, y no creo que sea necesario. Cuando Philippe Bonnisseau se rinda, lo sacaremos de su escondite.

—¿El arzobispo? ¿Crees que se rendirá?

—Bueno, Philippe es muy terco, pero creo que tiene sentido común suficiente como para saber que esta disputa con las monjas no le conviene a la Iglesia. —Simone dio un sorbo al café—. Ni en lo espiritual ni en lo económico.

—¿Conoces personalmente al arzobispo Bonnisseau? —Alex no había caído en que Simone y Pierre pudieran ser amigos del arzobispo. La familia Pellier vivía en Lyón desde hacía muchos años.

—Le conozco bastante bien. Pierre y yo siempre hemos estado muy metidos en la comunidad católica de Lyón. —Simone removió su café. Luego levantó la vista, y había algo en su expresión, una tensa mirada, que dejó a Alex con un escalofrío de incertidumbre. Siempre había pensado que entre Simone y ella existía una tácita conexión. Nunca habían hablado de lo infeliz que Alex había sido en su matrimonio, pero estaba segura de que su suegra lo sabía, y se preguntaba a menudo si no habría entre ellas un sentimiento de culpa compartido. Si yo hubiera sido mejor madre... Thierry habría sido un hombre mejor. Si yo hubiera sido mejor esposa... Thierry habría sido un marido mejor. Aunque, a veces, Alex también pensaba que Simone quizá la culpaba de la muerte de su hijo. ¿Estaría vivo Thierry si Alex le hubiera dado un hogar agradable, eso que él parecía ansiar tanto? Ahora, una idea horrible le vino a la cabeza: Simone poseía una influencia que podía dar al traste con sus esperanzas de conseguir el tapiz. No, no, quítate eso de la cabeza, pensó Alex. Simone la quería como si fuera su hija.

Al observar a su suegra, Alex vio que lo que su mirada dejaba traslucir en realidad era fatiga y dolor. Simone se levantó de la mesa.

—Si no te importa, Alexandra, creo que iré a acostarme. —Se alejó un tanto encorvada, y Alex la vio por primera vez como la anciana que era—. Muchas gracias por venir. Tú y Soleil sois ahora mi única familia. —Se inclinó para besar a Alex en la frente.

—Buenas noches. —Alex estiró el brazo y sujetó un instante la mano de su belle-mère—. Buenas noches, querida Simone.

Después, Alex puso un telediario de ámbito nacional. Raramente veía la televisión, pero venía haciéndolo a raíz de que apareciera la primera información en Le Journal Parisien En ninguna de esas ocasiones se había mencionado el tapiz ni la situación en Sainte Blandine. Pero ahora, con el artículo en portada y la llamada del periodista de televisión, suponía que podía salir algo en las noticias de la noche.

Un breve comentario se hacía eco de lo que ya se había publicado en la prensa. Por suerte, tampoco esta vez se mencionaba el nombre de Alex. El destino de las monjas parecía ser más importante que el del tapiz.

El periódico del día siguiente publicó, en primera página, otro artículo sobre el tema acompañado por una foto de la hermana Eulalie, la hermana Philomena, la hermana Etienne y la monja arrugada y vieja que se ocupaba de la puerta y que, por lo visto, respondía al nombre de hermana Venantius. El aspecto de las monjas no era especialmente patético, de hecho se las veía casi felices: aquellas dos monjitas sonriendo desde sus sillas de ruedas, la hermana Etienne con su rostro regordete y jovial. A juzgar por la foto, se hubiera dicho que habían ganado ya la batalla al arzobispo. Salvo la hermana Venantius, que, como de costumbre, ponía aquella cara avinagrada. A Alex no le pareció que la imagen pudiera suscitar solidaridad, pero estaba claro que las monjas se veían viejas —viejísimas— y tal vez bastara con eso. El texto explicaba el tiempo que cada una de ellas llevaba viviendo en el convento y el descalabro que un traslado podía significar para su salud física y psíquica. Había una nota, tipo encuesta, donde se registraba la opinión de la gente sobre a quién le correspondía el tapiz, a las monjas o al arzobispo. Todo el mundo, lógicamente —salvo algún imbécil que creía que era un asunto para la magistratura—, decía que las monjas tenían derecho a vender el tapiz y quedarse en el convento. Perfecto, pensó Alex.

El artículo sobre las monjas continuaba en la página ocho. Alex saltó rápidamente allí. Había un recuadro hablando de tapices con el tema del unicornio, y el de Sainte Blandine se incluía en esa categoría. El artículo decía que el museo Cluny poseía una de las series más famosas, La dama del unicornio, y que otra serie famosa, The Hunt of the Unicom, era propiedad de The Cloisters, en Nueva York. Ambos museos habían cedido piezas para una exposición especial que podía verse en el Grand Palais de París hasta el 6 de agosto. El tesoro encontrado en Sainte Blandine era similar en color, continuaba el artículo, a la serie del Cluny, conocida también como la «Serie Roja». Alex se preguntó de dónde habría salido la información; muy pocas personas habían visto el tapiz. Se incidía luego en el hecho de que el estilo y el color no sólo eran semejantes a la serie del Cluny, sino también a otro tapiz del mismo periodo, probablemente de finales del siglo XVI. El artículo afirmaba que El Pegaso pertenecía a una colección privada y podía también admirarse en la citada exposición especial. Era la primera vez, continuaba el texto, que este tapiz en concreto se exponía públicamente. ¿Y esto?, se preguntó Alex. ¿De dónde han sacado la comparación con El Pegaso?

El artículo reiteraba lo que la información del día anterior daba a entender: que el tapiz, cuya autenticidad había sido verificada por un especialista en arte medieval, se contaba entre los más valiosos jamás descubiertos, y que, en caso de salir a subasta pública, probablemente alcanzaría un precio récord.

¿Era Alex la persona que había creado la idea de que el tapiz podía salir por un precio inusitado? ¿Inflaría el precio esta publicidad? Ahora que la historia de las monjas merecía la primera plana, ¿subiría el precio? ¿Podría realmente superar el medio millón de libras como decía este artículo? ¿Más de 800.000 dólares? ¿Había contribuido Alex a levantar lo que bien podría ser una barrera infranqueable para la adquisición por parte del Cluny? ¿Salvaría a las monjas y perdería el tapiz?

Acompañó a Simone a misa. Ninguna de las dos dijo nada sobre el tapiz ni sobre el artículo. De hecho, prácticamente no hablaron. Alex trató de conversar con su suegra de cualquier cosa, como que el día era bonito, aunque en realidad hacía demasiado calor. Alex se preguntó cómo podía Simone Pellier llevar un jersey.

Durante la misa, Alex repitió la oración de la hermana Anne: «Que Dios lo tenga en su gloria para toda la eternidad». Rezó por Simone, y al mirarla se dio cuenta de lo vieja que era y pensó si no se rendiría ella también, ahora que había perdido a Pierre.

Después dijo una oración por Adèle Le Viste: «Querida Adèle, te ruego que protejas a las monjas, que permitas que recuperen el tapiz. Y, por favor, guíame en mi propia aventura».

Se preguntó si Adèle podría oírla. ¿Existía realmente la comunión de los santos, esa creencia de que los buenos, al dejar este mundo, iban a sentarse con el Todopoderoso y le transmitían ruegos de amigos de allá abajo que pedían su intercesión? Adèle había sido monja, una mujer espiritual, aunque a regañadientes. Mientras rezaba, Alex sintió que le invadía una calma especial, como si Adèle estuviera allí, diciéndole que todo saldría bien.

De regreso, Simone mencionó que el abogado de Pierre, monsieur Henri Sauvestre, pasaría por casa al día siguiente, y que a ella le gustaría que Alex estuviera presente.

Al rato de llegar, se presentaron varias amigas de Simone para una visita breve. Alex pensó que ya podía ir al convento.

—¿Estás segura de que no quieres que me quede? —preguntó.

—No te preocupes, querida —contestó Simone—. Hasta la noche.

De camino, Alex se preguntó qué encontraría al llegar. ¿Más periodistas? Ni siquiera estaba segura de cómo la iban a recibir en el convento. La hermana Etienne no le había devuelto la llamada. ¿Podía reconocerla alguien? Su nombre no había salido a relucir en la prensa, pero la alusión a una persona de confianza, a un experto en arte medieval, la comparación del tapiz con la serie del Cluny, el hecho de que las monjas hubieran donado el devocionario a un museo de la capital... Sin duda alguna, el arzobispo debía de sospechar que alguien del Cluny estaba implicado. Y las llamadas de los periodistas. Pero Alex no llevaba escrito en la cara que trabajaba en el Cluny. Quizá podía hacerse pasar por periodista o por una persona interesada en el tapiz.

Al llegar al convento comprendió lo que la hermana Anne había querido decir. Frente a la entrada había seis o siete vehículos, entre ellos una furgoneta del canal local de televisión. Alex aparcó, se puso las gafas de sol como si eso pudiera ofrecerle alguna protección, bajó del coche, inspiró hondo y se abrió paso entre un pequeño grupo de personas congregadas frente a la puerta del convento. Nadie puso objeción cuando llamó con los nudillos. El ventanuco se abrió y, como de costumbre, apareció la carita arrugada de la cancerbera, la hermana Venantius. Miró a Alex y, de forma inesperada, sonrió.

—Entre, madame Pellier. Esta mañana tenemos buenas noticias.

Alex oyó que alguien repetía «madame Pellier» detrás de ella. Volvió la cabeza y, justo entonces, oyó el motor de una cámara.

—¿Alexandra Pellier? ¿Del Cluny de París? ¿Usted tiene el tapiz?

La hermana Venantius abrió la puerta y Alex entró a toda prisa.

—El arzobispo ha dicho que sí, que el tapiz nos pertenece —explicó la monja mientras iban por el pasillo—. Pero será mejor que la hermana Etienne le cuente los detalles.

En ese momento apareció la hermana Etienne. Daba la impresión de no haber dormido en varios días. Y parecía más delgada. Su cara ya no era tan redonda ni tan rolliza como en la foto del diario de la mañana. La hermana la miró entornando los ojos y luego sonrió.

—Alexandra —abrazó a Alex—. Le pido disculpas por no haberla llamado, pero no quería ponerla en peligro. Estos teléfonos... cualquiera puede estar escuchando. —La hermana Etienne tomó aire como si tratara de acompasar la respiración—. ¿Se lo ha contado la hermana Venantius?

—Sí. ¿Es verdad?

—Sí, el arzobispo Bonnisseau consiente que mandemos el tapiz a subastar.

La monja le hizo señas de que la siguiera.

—¿Tienen algún documento donde lo diga?

Llegaron al despacho de la monja y tomaron asiento.

—¿Quiere beber algo? —preguntó la hermana Etienne.

Alex negó con la cabeza.

—¿El convento dispone de abogado?

La hermana Etienne rio.

—No. Yo pensaba que quizá podría ayudarnos usted. He concertado una cita con el obispo en Lyón el miércoles por la mañana.

—¿Él sabe quién soy? ¿Sabe que tengo el tapiz?

—No. Le dije que enviaríamos a un representante nuestro. Tiene usted razón, necesitamos tenerlo por escrito. ¿Podrá ocuparse de eso?

—Sí.

Hablaría con el abogado de Simone. Mañana. Mañana era... lunes. Alex se frotó la sien e intentó pensar. ¿Cómo iba a ocuparse de todo: Simone, el abogado, el funeral de Pierre, el tapiz, el arzobispo, las monjas, Sotheby's? Simone le había pedido que hablara con el abogado sobre la herencia de Pierre. Soleil y Sarah llegaban el martes. El miércoles terminaba el plazo para contactar con Elizabeth Dorling, de Sotheby's. El miércoles también era el funeral de Pierre.

—El martes —repuso—. Tendrá que ser el martes por la mañana. Haré que mi abogado redacte un pacto.

Con un poco de suerte, conseguiría que Henri Sauvestre, el abogado de los Pellier, le tuviera algo listo para el martes.

La monja asintió con la cabeza, buscó en su bolsillo y sacó el teléfono móvil. Marcó.

—Soy la hermana Etienne de Sainte Blandine. Quisiera hablar con el arzobispo.

La monja sonrió a Alex mientras aguardaba. Ahora su expresión era de dominio de la situación, e incluso a pesar de su fatiga parecía dotada de un aura de triunfo: era como la ganadora de una durísima prueba de atletismo, recién llegada a la meta.

—Oui, bonjour, arzobispo. Aquí la hermana Etienne de Sainte Blandine... Sí, esta mañana estoy mejor. Nuestra representante quisiera entrevistarse antes, el martes por la mañana. —Miró a Alex y arqueó las cejas—. ¿A las diez?

Alex asintió con la cabeza.

—Oui. De acuerdo, a las diez. —La monja sonrió.

Alex se quedó a comer con las hermanas y luego volvió a encerrarse con la hermana Etienne en su despacho para hablar de la venta del tapiz.

—¿Cree que saldrá por el precio que dice el artículo7—preguntó la monja—. Hace unos días, usted dijo que un tapiz similar se había vendido hace un año por 128.000 libras...

—Sí, pero su tapiz está en mucho mejor estado. El artículo quizá exageraba un poco su valor, pero ya se sabe cómo influyen los medios de comunicación. Puede que el precio aumente con tanto revuelo.

La hermana Etienne sonrió de oreja a oreja, pero rápidamente recobró la compostura y esbozó un gesto de agradecimiento.

Pasaron a hablar del contrato, sus distintas partes, basándose en la anterior conversación de la monja con el arzobispo. Las ganancias se ingresarían en un fondo fiduciario a administrar por un representante nombrado por el convento, y si a la muerte de la última monja quedaba algún capital, éste sería transferido a la archidiócesis. Alex le aseguró que todos estos puntos se incluirían en el documento. La hermana Etienne dijo que daría esta información a la prensa, hablando en un tono casi de profesional.

De mala gana, Alex se puso las gafas de sol y salió del convento a una luz cegadora. Sabía que la habían reconocido al entrar y se preguntaba si la persona en cuestión estaría al acecho, dispuesta a saltar sobre su presa. ¿Qué clase de inquisición la esperaba? ¿Tenía algo que temer, ahora que el arzobispo había accedido a traspasar legalmente la propiedad del tapiz a las monjas?

Había algunos periodistas en las inmediaciones. Alex caminó a paso vivo hacia su coche.

—Madame Pellier —gritó alguien. Una voz familiar. Alex volvió la cabeza sin dejar de andar. No reconoció al hombre enseguida, pero sí un momento después.

—Madame Pellier, soy Georges Gaudens de Le Journal Parisien. Estuvimos hablando.

—Oui, monsieur Gaudens. Mire, quizá debería hablar con la hermana Etienne. Va a hacer un comunicado a la prensa acerca del destino del tapiz. —Alex abrió la puerta del coche y se puso al volante. Sacó una tarjeta de su bolso, escribió el número de los Pellier y se la pasó a Gaudens—. Mi teléfono en Lyón.

El hombre se guardó la tarjeta e hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza.

Varios minutos después, Alex dejó la pista de grava y tomó la autovía con la sensación de que alguien la seguía. No había visto a nadie por el retrovisor, pero algo le decía que no estaba sola. Cerca ya de Vienne reparó en un Peugeot azul oscuro detrás de ella. ¿No estaba aparcado frente al convento? Se desvió para echar gasolina, pero también con objeto de confirmar si la seguían. El coche azul se había quedado un poco rezagado y Alex no creía que se hubiera desviado en la estación de servicio. Dio algunas vueltas, torciendo bruscamente aquí y allá, tratando de despistar al coche azul por si las moscas. Buscó un surtidor libre y, mientras llenaba el depósito, vigiló la posible aparición del Peugeot azul. Justo cuando estaba a punto de arrancar, vio que entraba en el área de servicio. Rápidamente, Alex se reincorporó a la autovía.

Volvió a mirar por el retrovisor. No la seguía ningún coche azul. ¿Estaba imaginando cosas? Recorrió unos diez kilómetros mirando hacia atrás más que al frente, y, de pronto, allí estaba de nuevo, tres coches detrás de ella. Al llegar a las afueras de Lyón, sólo había un vehículo entre Alex y su perseguidor. Entró en el casco urbano haciendo zigzag entre la circulación, saltándose dos semáforos en rojo. Seguro que lo había despistado Aparcó a varias manzanas del piso de los Pellier. No había rastro del Peugeot azul. Alex se apeó y empezó a andar deprisa. Estaba a plena luz del día y había gente por la calle. Se encontraba a salvo. Además, ¿de qué tenía miedo? ¿Podía alguien hacerle daño por un tapiz? ¿En el centro de Lyón, a la vista de todos?

«Madame Pellier», oyó que decía a sus espaldas una voz de hombre. Sin detenerse, volvió la vista atrás. Era el doctor Henry Martinson. Y luego, detrás de él, otro hombre, menudo y rechoncho, que jadeaba y resoplaba, la cara medio cubierta por unas enormes gafas oscuras. Éste agarró a Martinson por el hombro, y, mientras lo obligaba a volverse, Alex se oyó a sí misma lanzar un grito.