Capítulo 9

TRAS concertar una nueva visita al convento para la mañana siguiente, Alex montó en su coche. Vio que había otro vehículo aparcado frente al suyo, tenía que haber llegado después que ella. La matrícula era de París y parecía un coche de alquiler. Alguien estaba en el convento en aquel mismo instante, examinando los tesoros de las monjas. ¿Iría a la biblioteca? ¿Encontraría el devocionario? ¿Notaría que faltaba algo en él? No, por supuesto. Eso era paranoia y nada más.

Se había puesto en marcha y llevaba recorrido un corto trecho —el convento no se veía ya por el espejo retrovisor— cuando de pronto sintió nauseas. Frenó, abrió la puerta, sacó las piernas fuera del coche y hundió la cabeza entre las rodillas, inspirando hondo. Pero ¿qué había hecho? Estaba temblando y las sienes le latían con fuerza. Pasados unos minutos, se levantó y echó a andar.

Mientras caminaba cuesta arriba a paso vivo, tragando aire por la boca, notó el intenso aroma a lavanda. Al poco rato se detuvo y contempló las verdes y onduladas colinas. Las viñas estaban dispuestas en rítmicas hileras sobre la ondulada superficie del terreno. El cielo estaba despejado y azul. Ni una nube. Continuó andando; el aire hizo que se sintiera mucho mejor, como si también le despejara las ideas.

El libro. Los dibujos. ¿Cuál era su significado? ¿Había hecho un descubrimiento importante? ¿Y qué decir de su actitud? No tenía ninguna intención de robar los dibujos, sólo quería hacer una copia. Los devolvería al día siguiente, nadie sabría que se los había llevado. La próxima persona que examinara el libro se los encontraría dentro. Pero ella necesitaba estudiar esos diseños antes que nadie, determinar en lo posible el significado que pudieran tener. Se sentó en una roca. A lo lejos, al otro lado del valle, unas reses de color pardo salpicaban la empinada ladera. Sobre un risco, una alquería de tejas rojas. Sí, conseguiría una copia. Pero ¿cómo? Lo primero que pensó fue una foto. No había traído la cámara. Quizá podría pedir una a los Pellier, y si no comprarla. Eran las seis y media. ¿Dónde podía conseguir una cámara un sábado a esas horas? Y que tuviera un objetivo apropiado capaz de registrar los intrincados detalles de la composición. Tendría que utilizar flash o una iluminación fuerte, pero no quería exponer los dibujos a más luz de la necesaria; no quería provocarles ningún tipo de deterioro. Tampoco disponía de medios para revelar la película. Tendría que confiársela a un completo desconocido.

¿Podía pasar los dibujos por una fotocopiadora? ¿Pero dónde? ¿En la biblioteca? ¿En la copistería más cercana? No, descartado, no podía arriesgarse a que alguien los viera. Y tampoco podía ponerlos bajo las potentes y horribles luces de una copiadora moderna ni aunque fuera sólo por un momento.

Entonces se le ocurrió: una copia a mano realizada por un artista. Tendría que ser alguien con talento, alguien que pudiera copiarlos con exactitud, alguien en quien pudiera confiar enteramente. Le vino una imagen: Paul Westerman y Jake Bowman, de estudiantes. Solían ir a los museos, montar su equipo y copiar a los maestros. Le había asombrado especialmente la habilidad de Paul para duplicar cualquier obra. ¿Y a qué se dedicaba ahora? A investigar fraudes para una empresa. Se rio al pensarlo. Cuando eran estudiantes solía bromear con él sobre los millones que algún día podría ganar haciendo falsificaciones de obras de arte.

Paul estaba en Londres, pero Jake... Jake estaba en París. En menos de cinco horas podía llegar a Lyón, si tenía coche. Y en dos horas si tomaba el tren de alta velocidad, el TGV. Sí, Jake podía ayudarla.

Regresó hacia el coche con ánimo renovado. Conseguiría una copia sin causar el menor daño al original. Sentía que era su deber proteger aquellos dibujos. La misma sensación le inspiraban los tapices del museo. No es que los quisiera para ella. En absoluto. Pero sentía lo que una madre por sus hijos. Con Soleil, sobre todo a partir de que empezara a mostrar su independencia y su personalidad ya desde muy pequeña, Alex supo que no era exactamente suya, no en el sentido en que una persona puede ser considerada una posesión. Sabía que la niña estaba a su cuidado, que su deber como madre era protegerla, alimentarla, guiarla. Y, de alguna manera, sabía que ese mismo sentimiento lo tenía para con los tapices, y ahora con aquellos dibujos. Eran como un niño, un regalo que ella tenía que custodiar.

¿Y acaso no había sido ella quien los había descubierto? ¿No los había puesto el destino en sus manos? Siguió bajando la cuesta. Un pájaro voló por encima de ella. Fue a posarse en un árbol cercano y su dulce canto flotó en el aire. Sí, Alex se sentía ya mucho mejor.

Justo al llegar a la carretera, un vehículo verde oscuro coronó el cambio de rasante. Era el doctor Martinson y se dirigía al convento. Qué incómoda situación para ambos. Martinson no podía fingir que no la había visto. ¿Pasaría de largo? ¿La atropellaría acaso?

El coche aminoró la marcha. La ventanilla bajó.

—Madame Pellier, ¿tiene problemas con el coche? —preguntó el doctor con una sonrisa forzada.

—No —Alex se obligó también a sonreír—. Sólo quería tomar un poco el fresco —empezaba a tener náuseas otra vez.

—¿Se encuentra mal?

—No. Qué va. Me encuentro bien.

—¿Ha estado en el convento?

Alex dudó.

—¿Qué me dice de usted, doctor Martinson? Veo que también se ha tomado la molestia de volver.

Él se encogió de hombros y la miró. ¿Qué iba a responder, pensó Alex, después de ponerse en evidencia en la exposición, al decir que su visita a Sainte Blandine había sido una gran pérdida de tiempo?

—Creo que olvidé mi cartera en el convento.

—Ah —dijo Alex—. Espero que la encuentre.

—Ya, bueno, que pase un buen día.

—Lo mismo digo, doctor Martinson.

Claro, pensó Alex mientras volvía al coche, ¿qué motivo tenía realmente Martinson para volver? ¿Había visto los dibujos o descubierto quizá alguna otra cosa? Tal vez sabía algo que ella ignoraba, o quizá, como ella, estaba empeñado en seguir todas las pistas posibles, más aún si alguien más estaba haciendo pesquisas.

El sábado, al atardecer, Jake salió a correr. Unas veces se concentraba simplemente en la carrera, y otras le parecía un buen momento para reflexionar sobre todas las decisiones equivocadas que había tomado en su vida. ¿Su vuelta a París entraba dentro de esta última categoría?

Lo de pintar no marchaba bien; había pasado la primera semana viendo museos, aunque sin duda podía justificarse diciendo que ésta era una de las razones de su visita a la ciudad. Y luego salir con Alex el jueves por la noche: ¿qué había detrás de todo eso? Ella parecía contenta de verle, lo habían pasado bien, pero durante la cena no había hecho más que hablar del convento. Jake recordaba que era muy obsesiva en sus proyectos, pese a que Alex sólo tenía una idea muy vaga de lo que estaba buscando en Sainte Blandine. Le dijo que, más que nada, tenía un «presentimiento», cosa que le había sorprendido. Que él recordara, todo cuanto ella hacía estaba basado en la razón y la lógica.

Había mostrado muy poco interés por lo que Jake hacía en París. ¿Le pareció conveniente que él se hubiera presentado para acompañarla a la exposición?

Al doblar la esquina de la rue des Écoles y encaminarse hacia el hotel, pensó en Rebecca y en lo mal que se había tomado su decisión de viajar a Francia.

Sólo había hablado con ella una vez desde su llegada. ¿Por qué sentía esta necesidad de espacio, de tiempo para él? Tal vez hubiera tenido que romper del todo antes de partir; pero le pareció que aún no estaba preparado. Quizá necesitaba un poco más de tiempo. ¿Tiempo para qué? Tenía treinta y cinco años... Cuando llegó a su hotel, agarró el teléfono y llamó. Rebecca estaba aún en la cama. Había tenido turno de noche.

—Ojalá estuvieras aquí —articuló con voz de dormida—. En la cama, conmigo.

Le hizo bien oír su voz.

—Me gustaría —musitó Jake.

—Te echo de menos.

—Yo también, Rebecca.

Y en ese momento, oyendo su voz, deseó, sí, deseó que ella estuviera a su lado. Y, por un instante, sintió sinceros deseos de estar otra vez en Montana.

Le habló del cuadro que estaba pintando, pero no le dijo que invertía muy poco tiempo en trabajar ni lo descontento que estaba con los resultados. Rebecca le contó cómo iban las cosas en el hospital, y que había almorzado con la madre de Jake, que acababa de recibir la postal que éste le había mandado desde Londres. Hablaron del viaje a París de Rebecca en agosto.

—Estoy impaciente —declaró ella.

—Tendré algunos cuadros listos para cuando llegues.

Se sintió mucho mejor después de la charla. Salió a cenar fuera. Cuando volvió a su habitación, el teléfono estaba sonando. Descolgó.

—Te necesito, Jake. —Era Alex—. Te necesito desesperadamente.