Capítulo 5

ALEX salió del museo y caminó a paso vivo hacia la rue Frederic Sauton, donde había quedado para almorzar con Alain Bourlet.

Aún no podía creer que Jake estuviera en París. Cuando le vio detrás del grupo de británicos, el corazón le dio un vuelco. Las manos le temblaban, y notó que la voz le salía nerviosa. Había tenido que inspirar hondo antes de continuar su disertación. Se preguntó si él lo habría notado. Allí estaba, como si no hubiera pasado el tiempo. Su espeso pelo negro bien peinado, cosa que le hizo sonreírse. Siempre lo llevaba despeinado, como si sus cabellos tuvieran vida propia. A veces, Alex se preguntaba si se habría tomado la molestia de peinarse o si acababa de levantarse de la cama y había salido pitando a clase.

Con todo, ella sí había fantaseado alguna vez con la posibilidad de encontrárselo de nuevo. Había sabido por Anna, quien a su vez lo había sabido por Fiona, la cual seguramente lo sabía por Frank, que Jake estaba en Montana dando clases. También se había enterado de que no se había casado, pero no de que estaba prometido. Con una enfermera, una mujer que dedicaba su vida a cuidar de otros. Sin embargo, Jake sí sabía que ella estaba en el Cluny. Y había ido a verla. Era él quien la había buscado. ¿O quizá no? Había dicho que estaba en París para pintar.

Tenía un aspecto fabuloso. Se le notaba maduro, quizá por las canas y unos kilos de más en su delgado esqueleto. Sin duda alguna había ganado con la edad.

Recordaba cuando Paul los había presentado hacía años. Jake tenía unos ojos bellísimos, azul oscuro, y era alto; a Alex le gustó enseguida que fuese más alto que ella. «Te presento a Jake —dijo Paul—. Es de Montana, vive en un rancho. Y ésta es Alex, una sofisticada chica de ciudad». Alex le había tendido la mano, la de Jake era grande y un poco áspera, como si fuera alguien que supiera arreglar camiones, construir casas o montar a caballo. Alex preguntó algo como «¿Eres cowboy?», y él respondió: «Non, je suis un artiste». Eso también le gustó, que hablara francés, y que fuera un artista que parecía un cowboy.

No empezaron a conocerse mejor hasta el segundo semestre de clases, pero todo se había interrumpido al aparecer Thierry.

Alex le había conocido en el Louvre: ambos estaban admirando la Victoria de Samotracia y empezaron a conversar. Thierry era muy guapo. La invitó a tomar café y ella dijo que no. «Aquí mismo, en el museo —propuso él—. Ni siquiera tendremos que salir del edificio». Y ella, de mala gana, le contestó: «Bueno». Thierry era buen conversador, sabía mucho de arte. Le preguntó si algún día querría salir a cenar y ella le volvió a decir que no.

Varios días más tarde, mientras Alex iba a la escuela, oyó que alguien la llamaba. Miró y era Thierry, asomando la cabeza desde un coche deportivo de lujo.

—¿Te llevo a alguna parte? —preguntó, y ella declinó de nuevo la invitación.

—¿Y a comer? —Conducía despacio, paralelo a ella, y los conductores que tenía detrás empezaron a hacer sonar el claxon—. Por favor —le rogó, con una sonrisa coqueta—, antes de que el tipo de atrás me aplaste la cabeza. Te recojo en la escuela. ¿A qué hora?

—No —repitió ella.

—Entonces te veo a las doce y media en la Brasserie Lipp, en Saint-Germain. Sólo esta vez, y luego si quieres te dejaré en paz.

Y ahí empezó todo, el día que comieron juntos.

Tenía que decírselo a Jake, pero ¿decirle qué? Amaba a Jake, pero era incapaz de abandonar a Thierry. ¿Se podía estar enamorada de dos hombres a la vez? Si le hablaba a Jake de Thierry, ¿se decidiría por fin a algún tipo de compromiso con ella, le diría por fin que la quería? Estaba tan nerviosa y confusa cuando finalmente habló con él, que ahora no podía recordar exactamente lo que dijo. Sabía que Jake la había acusado de actuar a sus espaldas, de salir con Thierry porque era rico. Ella se había echado a llorar y él había salido hecho una furia, demasiado inmaduro para hablar siquiera.

Después de aquello Alex empezó a ver a Thierry con mucha frecuencia y escaso sentimiento de culpa. Era mayor y mucho más sofisticado que los chicos que ella conocía de la escuela. Sin embargo, tenía un punto de temeridad que ella encontraba inexplicablemente atractivo. Conducía demasiado rápido y gastaba demasiado dinero, sacaba los billetes de la cartera como si pudieran regenerarse solos como la cola de una lagartija. Le hacía regalos caros sin que viniera a cuento o por el motivo más tonto. Un brazalete de diamantes, un colgante con su piedra de la suerte, aunque no fuera su cumpleaños; un jersey de cachemira azul claro porque hacía juego con sus ojos. Le mandaba flores. La invitaba a restaurantes elegantes. Le decía que era hermosa, le decía que la amaba. Alex tenía dieciocho años cuando se conocieron, uno más cuando se casaron. Demasiado joven para saber nada del amor verdadero o de la vida real.

Mientras se apresuraba ahora hacia el restaurante, vio que Monsieur Bourlet había llegado ya y estaba sentado en una mesa de la terraza. No era difícil de localizar: un caballero distinguido y bien vestido con el pelo blanco y abundante y barba puntiaguda muy bien cuidada. Alex y él quedaban cada mes para almorzar, reunión de negocios, aunque a ella no le parecía necesaria esa excusa. Simplemente disfrutaban de su mutua compañía.

Alain Bourlet administraba parte de los bienes de la familia Pellier, y Thierry había recibido una generosa asignación. Alex y él vivían de ella, además del sueldo que Thierry cobraba por el cargo que desempeñaba en una sucursal parisina del banco que la familia de Pierre había fundado años atrás en Lyón. En realidad, más que trabajar, Thierry se dedicaba a la buena vida; y fue esto lo que finalmente le mató: el día del accidente había estado bebiendo.

A su muerte, empezaron a surgir acreedores por todas partes. Las deudas fueron pagadas con la herencia, y Alex se quedó con muy poco. Soleil pasó a ser beneficiaria del fideicomiso, que todavía era cuantioso. Alex y su hija vivían confortablemente, pero sin lujos. La hipoteca sobre el apartamento así como los gastos diarios, el colegio privado al que Sunny asistía, y un pequeño sueldo para la madre de Alex por cuidar de su nieta se pagaban con el fideicomiso.

—Bonjour, monsieur Bourlet —saludó Alex al acercarse a la mesa.

—Bonjour, madame Pellier. —Se levantó. Alex le dio dos besos. Él le arrimó la silla.

Mientras examinaban la carta, Monsieur Bourlet le preguntó por su trabajo.

—¿Alguna adquisición reciente? —Le encantaban las anécdotas de Alex sobre subastas, ventas de patrimonio y visitas a antiguos monasterios.

—Acabo de volver de una excursión a un convento de monjas al sur de Lyón —comentó ella—. Un pequeño desastre, la verdad, pero todavía no me he rendido. Lo van a restaurar para convertirlo en un hotel. El contenido se pondrá a la venta. —Pasó a hablarle de sus dificultades para entrar allí, de la muerte de la madre superiora, y de que estaba moviendo hilos para hacer otra visita aunque todavía no había tenido respuesta del arzobispo—. La madre Alvère mencionó unos tapices, y por eso me interesa tanto.

—¿Sería factible encontrar un tapiz en un convento?

—No mucho. Posiblemente tendrán algo en la capilla, pero muchas veces se emplea el término tapiz para cualquier tela decorativa colgada. No estoy segura de a qué se refería exactamente la madre superiora, pero quiero averiguarlo.

—Nunca pierda una oportunidad —le aconsejó él—. En los sitios más inesperados puede haber un tesoro. —Siempre parecía impresionarle que Alex siguiera cualquier mínima pista con tanto ahínco.

Alex le habló sobre la exposición que inauguraban en el Grand Palais, a la que el Cluny había aportado un tapiz, y el hecho de que madame Demy hubiera contribuido decisivamente a conseguir Le Pégase, que iba a ser expuesto por primera vez. Monsieur Bourlet la escuchó con interés.

—Yo había confiado en averiguar algo más sobre la historia de ese tapiz —dijo Alex—. Es de propiedad particular.

—Una obra que ha estado durante siglos en una colección familiar.

Monsieur Bourlet arqueó las cejas de una manera que sugería que podía saber algo acerca del propietario.

—¿Ha visto el tapiz? —Alex se inclinó hacia él—. ¿Conoce al propietario?

Monsieur Bourlet tenía en su lista de clientes varias de las familias más ricas de París, y solía contarle cosillas, no información confidencial de tipo bancario sino pequeños chismes, para animar todavía más aquellos almuerzos. Le había hablado de cuadros y esculturas que había podido ver en las mejores casas de la ciudad, y a menudo sabía cuándo cambiaba de manos alguna pieza valiosa.

—No, no —aseguró—. No conozco al propietario.

Alex se preguntó si le estaría ocultando algo.

Mientras tomaban el postre y el café, monsieur Bourlet le sugirió algunas nuevas inversiones. Trataba a Alex con sumo respeto, como si ella tuviera un gran conocimiento del mundo de las finanzas: la había asesorado sobre algunas inversiones privadas ya que Alex tenía una buena cartera de valores gracias al sueldo que cobraba en el Cluny, y sus consejos habían sido siempre acertados.

Alex regresó a su oficina. Mientras trabajaba no dejó de pensar en Jake. La cara de sorpresa que pondría madame Demy cuando la viera aparecer acompañada de aquel americano alto y apuesto. Poco antes de las seis Sandrine pasó por su despacho para decirle que se iba. A las seis y media Alex guardó sus papeles, apagó el ordenador y se cambió para la recepción.

Cuando Jake llegó, unos minutos antes de las siete, Alex le estaba esperando frente al museo. Se había puesto un vestido negro corto y peinado un poco el pelo dejando visible su largo y elegante cuello.

—Bonsoir —saludó él—. Estás muy guapa.

No dejó de reparar en sus pendientes de diamantes, al menos un quilate en cada lóbulo, y, de hecho, cada piedra era más grande que el brillante del anillo que él le había regalado a Rebecca.

—Bonsoir, monsieur Bowman —contestó ella, acentuando la segunda sílaba, a la francesa. Le dio un abrazo. Olía exquisitamente—. Tú también estás muy guapo.

Jake se había puesto su cazadora, que era marrón, probablemente un atuendo poco apropiado para una velada parisina. Por la tarde había pensado en comprarse un traje oscuro, pero gastar tanto en algo que apenas iba a usar le pareció una tontería.

—He llamado a un taxi —continuó Alex—. No quería tener esperando al taxista, así que he pedido uno para las siete y cuarto.

—¿Pensabas que iba a llegar tarde?

—No sería la primera vez, si no recuerdo mal... —dijo ella con una sonrisa.

—En estos catorce años he madurado considerablemente —contestó Jake, sonriendo también—. Me he convertido en un adulto responsable.

—Oh, Jake, no me digas que te has vuelto aburrido.

Su tono fue a la vez coqueto y burlón.

—¿Es que uno no puede ser puntual sin que lo llamen aburrido?

—Ya lo veremos esta noche.

—¿Es una especie de examen?

Ella se rio.

—Gracias por acompañarme.

—De nada. Encantado.

—Creo que te va a gustar la exposición. —Mientras esperaban el taxi ella le explicó que era una retrospectiva del tapiz a través de los siglos, desde la época copta del Egipto del siglo V a piezas del siglo XX basadas en diseños de artistas contemporáneos—. Se exhiben también varios tapices medievales prestados por diferentes museos, entre ellos uno de la colección de The Cloisters, del Metropolitan, de la serie titulada La caza del unicornio. Y también un tapiz titulado Le Pégase, que se expone por primera vez.

—¿Tú no lo has visto nunca?

—Ni yo ni nadie —exclamó Alex, y rio—. Bueno, sí. Pero es de propiedad particular, no ha sido exhibido en público. Y si ahora se ha conseguido ha sido gracias, sobre todo, a nuestra directora.

—¿Es propiedad de alguien de París?

—No lo sé. Como es lógico, madame Demy ha jurado guardar el secreto. Debe de conocer al propietario, o a alguien que lo conoce.

—Igual se presenta en la exposición, quiero decir el propietario, o la propietaria.

—En el catálogo aparece como de «colección particular» —le explicó Alex haciendo el gesto de comillas con los dedos—. No consta ningún nombre. Yo creo que seguirá siendo un misterio.

—Un buen misterio no es mala cosa.

—Desde luego —asintió ella—. No tengo nada en contra de un buen misterio.

Apareció el taxi. Jake le abrió la puerta.

—Al Grand Palais —indicó al taxista.