Capítulo 10

TOMARÍA el siguiente TGV. Alex iría a buscarle a la estación.

Jake notó que estaba muy alterada. Normalmente, la joven sabía dominarse, raramente perdía la compostura, pero ahora daba la impresión de haber descubierto algo que creía tremendamente importante.

Le explicó que había encontrado dos dibujos escondidos en un devocionario medieval, y que pensaba que tenían relación con los tapices de La dama del unicornio. Necesitaba hacer un duplicado lo antes posible y con la máxima exactitud. El museo le pagaría el viaje a Lyón y las dietas, y unos honorarios por los dibujos. Pero tenía que ser enseguida.

Jake metió las cosas de afeitar, una camisa extra, una muda, calcetines y el cuaderno de dibujo en una bolsa. No tenía idea de cuántos días estaría ausente. Alex no le había dicho dónde se iba a hospedar, ni si tendría que pernoctar en Lyón. Quizá sólo sería el viaje en tren, pasar la noche dibujando, y luego Alex le dejaría en la estación para que volviera a París.

Podía haber dicho que no, que estaba ocupado pintando y que no podía dejarlo ahora.

¿A pluma y tinta? ¿No podía hacerlos a lápiz? ¿Por qué tenía que ser a pluma y tinta? Y sobre pergamino. A veces, el perfeccionismo de Alex resultaba ridículo. Aunque Jake duplicara los dibujos, no serían copias exactas. ¿Por qué no hacía una fotocopia? Consultó su reloj. Las nueve menos cuarto.

Corrió a la cooperativa, creyendo recordar que no cerraba hasta las nueve. A media manzana de allí vio que las luces estaban apagadas. ¡Maldición! Al acercarse más, vio a la guapa asiática cerrando la puerta de la tienda.

—No viniste al estudio el viernes por la noche —le dijo al verle.

—Ya —contestó él. Y luego preguntó—: ¿Está abierto?

Ella le enseñó la llave.

—¿Te lo parece?

—¿Habría alguna posibilidad...? Bueno, es que ha salido una cosa urgente... Necesito tinta, un par de plumas y papel.

—¿Urgente? ¿Tratándose de arte? —preguntó la chica, inclinando la cabeza y con una sonrisa traviesa en los labios—. Qué cosa más seria.

—Me han pedido que vaya inmediatamente a Lyón para hacer unos dibujos.

Jake sabía que sonaba absurdo.

—¿Esta noche? ¿Y no puedes esperar hasta mañana?

—Es para un museo de aquí, el Cluny.

—Pues sí que es serio. Imagino que te pagarán.

Jake asintió con la cabeza. Ella se volvió para abrir la puerta.

Una vez dentro, le ayudó a encontrar el material que necesitaba. De repente, Jake se dio cuenta de que no llevaba dinero en metálico.

—¿Aceptáis tarjeta de crédito? —preguntó.

—Ya lo he cerrado todo. Me lo dejas a deber.

—Gracias. De verdad.

—Me llamo Julianna —declaró la chica—. Julianna Kimura —le tendió la mano.

—Jake Bowman.

Tenía una mano muy pequeña, como la de Rebecca.

—Ya lo sé —declaró ella—. Te ayudé a rellenar el formulario el otro día.

—Oh, claro. Y gracias, por lo de esta noche.

Cuando salieron a la calle, Julianna preguntó:

—¿Vamos a tomar algo?

—Otro día.

—Ah, sí —rio ella—. Trabajo urgente en Lyón. Buena suerte.

—Gracias otra vez.

Llegó a la estación demasiado tarde para tomar el tren de las nueve y tuvo que esperar una hora. Se imaginó que Alex se quedaría esperándole.

Subió al convoy y, al salir de la estación, miró hacia la oscuridad y las palabras acudieron a su boca: «A tu entera disposición». Alex seguía ejerciendo una gran influencia sobre él.

Cuando el tren llegó a Lyón poco después de la medianoche, ella le estaba esperando. Sonrió al verle.

—Oh, Jake, muchas gracias por venir.

Le dio un abrazo, y sus cabellos le rozaron la mejilla. Notó su olor, no el perfume que había usado aquel día en el museo ni tampoco en la exposición, sino algo más sencillo y más puro que le hizo pensar en el primer beso.

—Iremos a casa de mis suegros —le explicó mientras caminaban hacia su coche—. He pensado que podrías hacer los dibujos allí, y luego ir juntos a Sainte Blandine por la mañana. Estoy citada a las diez.

Bueno, así que no lo mandaba de vuelta en tren. Quería que la acompañase al convento. Por teléfono, Alex no había mencionado a sus suegros, y a Jake no le hacía una gracia especial conocerlos en aquellas circunstancias.

Mientras iban en coche, le explicó con más detalle lo que había encontrado y lo que pensaba que podían significar los dibujos.

—Se diría que son bocetos preliminares, hechos antes de que se tejieran los tapices. Pero el segundo dibujo no corresponde a ninguno de los seis que se conservan en el Cluny.

—¿Es posible que exista un séptimo tapiz? —preguntó Jake.

—Cuando los encontraron en el Château Boussac, en el siglo XIX, se hicieron dibujos de ellos como parte del inventario. Había sólo seis dibujos, correspondientes a la serie expuesta en el Cluny. Pero, curiosamente, cuando George Sand los describió en un artículo, hablaba de ocho tapices. Sus descripciones no eran claras, como si estuviera combinando elementos de los seis tapices conocidos para explicar los otros. La idea general es que la escritora se confundió, que tal vez había escrito el artículo algún tiempo después de haber estado en Boussac y que no recordaba los tapices con precisión. El artículo iba acompañado de una serie de dibujos realizados por su hijo Maurice. Dos de ellos estaban al revés, como reflejados en un espejo, y nadie, incluida George Sand, parecía ser consciente de ello, de ahí la creencia de que no recordaba bien cuántos había.

—Pero no fue en Boussac donde estuvieron colgados originalmente —dijo Jake—. Si no recuerdo mal, en el museo, con aquellos turistas británicos, dijiste que habían sido creados a finales del siglo XIV y que no aparecieron en Boussac hasta el XVI.

—Veo que escuchabas.

—Claro.

A decir verdad, le había sorprendido tanto ver a Alex aquel día que se había perdido los detalles de su alocución, pero sí recordaba que los tapices habían estado en Boussac solamente doscientos años.

—¿Puede que se perdiera uno durante ese intervalo entre su creación y su hallazgo en Boussac?

—Es posible, sí. De hecho, siempre he querido creer que había otros tapices. E incluso que hubieran sido separados de los otros por algún motivo y que existan todavía.

—¿Esperando a que alguien los descubra?

Alex sonrió como si estuvieran compartiendo una gran aventura. Se alegraba de tener a Jake allí.

Cuando llegaron a casa de los Pellier, Alex abrió la puerta con su llave y entraron sin hacer ruido en la sala de estar. Incluso a la media luz que llegaba del pasillo, Jake pudo ver que la estancia estaba elegantemente amueblada. Fueron hasta una habitación forrada de estanterías con libros de tapa dura y encuadernados en piel. Una gran mesa de caoba ocupaba el centro de la estancia. La casa permanecía en completo silencio; evidentemente todos dormían. Jake quizá no tendría que conocer a los suegros.

Alex cerró la puerta, tomó asiento y le indicó que hiciera lo mismo. Encendió una lamparita que había sobre la mesa. Abrió su cartera y, con mucho cuidado, con ternura casi, sacó los dibujos. Desplegó el primero y lo puso delante de Jake, quien enseguida vio que contenía los elementos de À mon seul désir. Había varios bocetos en los márgenes, en las esquinas. Comprendió lo que Alex había querido decir: parecían bocetos preliminares, miniaturas lo habría llamado Jake, aunque tenían mucho más detalle del que él habría puesto en un dibujo preliminar. Sin embargo, parecía plausible que un artista los hubiera creado a modo de prueba antes de completar un diseño definitivo. Mientras los examinaba, se preguntó cómo podría terminar dos dibujos como aquellos en una noche, contando con que el segundo diseño fuera tan detallado como el primero. Y a pluma y tinta. Si cometía un fallo con la pluma, tendría que empezar de nuevo. ¿Y si proponía hacerlos a lápiz?

—Los he estado estudiando desde que te llamé —explicó Alex—. Hay muchos detalles que me intrigan, algunos son idénticos a la serie del Cluny, pero otros son diferentes. Fíjate en la inscripción de la tienda.

Jake no podía recordar cómo era el tapiz original. Le parecía que la inscripción sobre la banda superior de la tienda era À mon seul désir, «A mi único deseo». Este dibujo, en cambio, estaba firmado con el nombre de «Adèle», seguido por algo que parecía una inicial pero muy estilizada. Ambos trazos estaban unidos mediante un gracioso zarcillo.

Alex se levantó para bajar un libro de la estantería. Lo abrió y lo puso delante de Jake. Se inclinó sobre él, y Jake notó otra vez su olor. Alex empezó a pasar las páginas. Era un libro de arte con reproducciones a color de los tapices de La dama del unicornio. Se detuvo al llegar al sexto tapiz, À mon seul désir.

—Siempre me ha intrigado esto —declaró señalando la inscripción—. Habitualmente se ha interpretado como «a mi único deseo», o «para mi único deseo». Sin embargo, nadie ha dado una explicación de la letra que sigue a la leyenda.

Alex señaló una letra en el extremo derecho de la banda. Parecía una «V» o quizá una «U», tal vez incluso una «T». Estaba parcialmente cubierta por una cuerda que caía de la parte superior de la carpa, atada a un árbol por su lado derecho. Jake no había reparado en la letra final cuando vio el tapiz en el Cluny. Había tantos detalles en cada obra que era imposible asimilarlos todos.

—Y mira —continuó Alex, cada vez más animada—, fíjate cómo está escrita la «A» en el nombre de Adèle —señaló el dibujo—. Fíjate en la inicial y compárala con la del tapiz.

La «A» del tapiz y la «A» de Adèle en el dibujo estaban trazadas de manera similar. Jake examinó la letra final de la reproducción y la que estaba entrelazada con el nombre en el dibujo. Eran muy parecidas.

—¿Qué crees que puede significar? —preguntó él.

—En los tapices y en el arte medievales era habitual enlazar las iniciales de los enamorados. Yo creo que la «A» y la inicial que aparece al final del tapiz quieren representar a dos amantes medievales.

—¿Adèle y alguien cuyo nombre empezaba por «V» o por «U» o lo que sea esa última letra?

—Sí.

—¿Quién?

—No lo sé. La teoría de que los tapices fueron diseñados para Jean Le Viste parece ser cierta. Concuerda con los símbolos heráldicos, la época y el hecho de que acabaran en Boussac.

—¿Adèle era una de sus hijas?

—En los anales de la familia no aparece ninguna Adèle.

—¿Y no será la «V» la inicial de Viste? Puede que Adèle fuese el nombre de una doncella, la amada de uno de los hijos Le Viste.

—Jean Le Viste no tenía hijos varones, sólo hijas: Claude, Jeanne y Geneviève.

—Ni varones ni Adèle...

—Exacto.

—Qué misterioso, ¿no?

—Desde luego. Misterio romántico, quizá. Siempre me gustó la idea de un romance medieval, en todo momento he creído que esos tapices eran la conmemoración de un romance.

Alex se quedó en pie unos momentos y luego apartó el libro, sacó el segundo dibujo de su cartera y lo desplegó sobre la mesa.

La composición parecía más acabada que en el primer dibujo, aunque también había pequeños bocetos en los márgenes. Alex señaló un apunte del unicornio al pie del dibujo. Casi escondido entre las intrincadas líneas que formaban la cola del animal aparecía otra vez el nombre: Adèle.

—¿Qué crees que significa en este caso? —preguntó Alex.

Jake examinó el nombre minuciosamente, la forma en que estaba caligrafiado.

—Parece la firma de un artista.

—Exactamente —opinó Alex.

—¿Crees que esta Adèle, la dama cuyo nombre aparece en la tienda del dibujo, fue quien diseñó los tapices?

—Es posible —respondió Alex, pensativa—. Pero también podría ser una monja de nuestros días, o incluso una que vivió en alguno de los últimos cinco siglos y que quería imitar los tapices medievales. Una monjita que ahora mismo, desde el cielo, debe de estar pasándolo en grande en vista del jaleo que ha organizado.

—Resulta intrigante —opinó Jake—. Me refiero a la idea de que el artista fuese una mujer.

—Sí, lo he pensado más de una vez. En esos tapices hay numerosos elementos que apuntan a un fin documental sobre el papel de la mujer en la Edad Media. Fíjate en el decorado: un jardín-isla. La aristócrata de ese periodo histórico era una mujer aislada, cautiva en el castillo. Su única salida al exterior consistía en pasear por el jardín. —Alex señaló la doncella en la reproducción del libro de arte—. Las jóvenes que aparecen en los tapices representan a la mujer idealizada del medievo: largos cabellos rubios, una figura delicada y esbelta, casi de muchacho. Y fíjate en su recargada indumentaria. Todas ellas con trajes vistosos, joyas y tocados. Son un premio que hay que ganar, o un peón utilizado por los hombres para avanzar casillas en el terreno político o financiero.

Alex pasó la página. Apartó el dibujo y colocó el libro delante de Jake. Estaba abierto por la reproducción del tapiz El tacto, el único de la serie que había sido expuesto en el Grand Palais.

—¿Crees que esto puede ser una metáfora de la dominación?

Alex se inclinó sobre la mesa para señalar los pequeños animales con collar o cadena, detalle que Jake no había advertido en el tapiz.

También señaló la doncella que sostenía, en la mano derecha, un estandarte prendido de una lanza, mientras con la otra tocaba el cuerno del unicornio.

—En esa época, la mujer tenía muy poco control sobre su destino.

Jake creyó advertir de nuevo un elemento erótico. La mujer del tapiz no estaba sólo «tocando» el cuerno; lo estaba acariciando.

—Éste es el único tapiz —explicó Alex— en que la mujer, no el león o el unicornio, empuña la lanza y el estandarte con el blasón familiar. ¿Trata de transmitir un mensaje sobre el poder y el control?

—Ya te entiendo —dijo Jake.

Alex pasó de nuevo a la página de À mon seul désir.

—Las primeras interpretaciones de este tapiz afirman que la mujer está eligiendo alhajas de un pequeño cofre, pero fíjate en el ritmo, en el movimiento, no hay duda de que las está guardando. Tal vez se las quita del cuerpo, se desprende de todo cuanto la adorna, y renuncia a ellas.

A Jake le pareció que Alex volvía a acertar en su observación.

—Y el pelo —continuó ella. La mujer del tapiz llevaba el pelo corto y desigual, y apenas le rozaba los hombros—. Ninguna mujer respetable de esa época se habría cortado el pelo... a menos que...

—¿A menos que fuera para entrar en el convento? —aventuró él, mirándola.

—Se diría que renuncia a los adornos —respondió Alex— casi como si eso fuera una liberación.

Jake se preguntó si la mujer de la Edad Media encontraba su libertad ingresando en un convento. Cerró el libro y volvió a poner delante de él el segundo dibujo.

—¿Y aquí? —preguntó, observando el entorno natural—. No hay isla. Y tampoco adornos ni vestidos lujosos. La mujer está desnuda. ¿Se ha liberado otra vez?

—No estoy segura —contestó Alex—. Y estamos dando por sentado que este dibujo va con los otros —hizo una pausa—. Contiene muchos elementos intrigantes del arte medieval: el jardín, la mujer idealizada, el caballero, el unicornio. Tendré que investigar un poco. Por eso necesito el duplicado —inspiró hondo—. Oh, Jake, ¿crees que podrás ayudarme? ¿Tendrás listos los dos dibujos para que pueda devolver los originales mañana a las diez?

—Si nos quedamos charlando toda la noche, no.

La miró con una sonrisa.

—Por supuesto que no —contestó Alex, pero ella no sonreía. Tenía aquella expresión seria y resuelta que Jake le había visto a menudo.

—Será mejor que empiece —declaró—, si esperas tenerlo listo mañana.

—Sí. Muchas gracias por venir.

Jake abrió su bolsa y sacó la tinta, la pluma y el papel.

—¿Te traigo algo, Jake? ¿Café, galletas? Marie hace unas cooptes buenísimas. Cuando sabe que viene Soleil siempre hace de sobra.

—¿Está aquí tu hija?

—Suelo traerla conmigo cuando vengo a Lyón. Sus abuelos la ven muy poco.

—Entiendo —dijo Jake, como si realmente entendiera de hijos y abuelos—. No, es mejor que me ponga a trabajar y no tenga distracciones.

—¿Prefieres trabajar a solas?

—Seguramente me distraeré menos estando solo.

—Si necesitas algo, avísame. —Alex fue a la estantería, sacó varios libros, hojeó un par, los devolvió, eligió varios más—. Perdona —dijo en voz baja—, pero creo que debería aprovechar el tiempo mientras espero. Ojalá pudiera ayudarte, Jake. No sabes cuánto te agradezco que hayas venido.

—Encantado de hacerte un favor.

—Estaré en el salón —explicó, y salió cargada de libros.

Jake se instaló en la mesa, listo para trabajar. Empezaría por el primer dibujo, o lo que habían supuesto que era el primero, el que contenía los elementos de À mon seul désir. Decidió hacer un primer boceto a lápiz y luego completar los detalles a tinta y pluma. Tardaría más, pero si iba directamente a la tinta y cometía un error, tendría que empezar otra vez desde el principio. Para conseguir la máxima exactitud posible tendría que trabajar con una especie de cuadrícula, y así emparejar todos los ángulos, todas las líneas, con los del original. Tomó el lápiz y trazó dos líneas finas para dividir el papel en cuadrados perfectos.

Mientras trabajaba, le vino un pensamiento a la cabeza. ¿Le pedía Alex que hiciera los dibujos, empeñándose en que fuera a pluma y tinta y en papel especial, porque pretendía devolver los duplicados al convento y quedarse con los originales? No, eso no tenía sentido. Alex era muy decidida y le gustaba hacer las cosas a su modo, pero, que él supiera, nunca había llevado a cabo nada deshonesto.

Una vez terminado el boceto a lápiz, empezó a trazar las líneas con tinta empezando por la esquina superior izquierda. Al cabo de un rato, cambió la plumilla para trabajar en algunos de los intrincados detalles. Mientras hacía el tocado de la doncella con finas y delicadas líneas, su cabeza no dejaba de pensar: ¿qué significaban los dibujos? ¿Cómo habían llegado a parar al devocionario? ¿Y quién más, aparte de su creador, los había visto? Alex se inclinaba a pensar que no los había visto nadie más. Y en tal caso, si se los quedaba, nadie se iba a enterar.

—¿Te traigo algo? —preguntó Alex volviendo.

Jake miró el reloj y le sorprendió que fuesen ya las cuatro y media. Era imposible que pudiera tenerlos listos a tiempo de llegar al convento a las diez. Alex le había dicho que había una hora de viaje.

—Será mejor que siga con esto o no podremos devolverlos a tiempo.

—Está quedando muy bien —comentó Alex. No pareció nada alarmada al ver que sólo tenía el primer dibujo a medio terminar.

Devolvió unos libros a la estantería y estuvo rebuscando un rato más.

—Esto es muy emocionante, ¿verdad?

—Mucho.

El primer dibujo quedó listo hacia las seis menos cuarto. Jake lo puso a secar y se quedó sentado unos instantes antes de continuar. Decidió saltarse el boceto a lápiz. Sólo así podría terminar a tiempo. Mojó la plumilla en el tintero y se puso a ello.

Con mucho cuidado, volvió a empezar por la esquina superior izquierda. Parecía que le costaba menos, como si el primer dibujo hubiera sido un ejercicio de calentamiento. La pluma se movía ahora con un ritmo natural. Fue completando los detalles como guiado por una mano, lleno de confianza en sí mismo.

Mientras dibujaba, no pudo por menos de notar que este segundo diseño se parecía en algunas cosas a Le Pégase, el tapiz que había visto en la exposición del Grand Palais. El caballero que apuntaba con su lanza al unicornio encaramado al regazo de la mujer era muy semejante al que montaba a Pegaso, el caballo alado. En este dibujo el decorado no era el jardín-isla de la serie del Cluny, sino un jardín más natural. La semejanza con el fondo del tapiz que Alex le había enseñado en la exposición era notable. ¿Habría reparado ella también en eso?

Había completado una parte importante del segundo dibujo cuando oyó entrar a Alex. Llevaba en brazos a una hermosa niña rubia vestida con un camisón azul. Se aferraba a su madre con sus largas piernas flacas. La niña levantó la cabeza, que tenía apoyada en el hombro de Alex, y pareció hacerle una radiografía con sus grandes ojos.

—Jake, quiero que conozcas a mi hija Soleil —dijo Alex—. Sunny, éste es mi buen amigo Jake Bowman —la niña se agarró con más fuerza a su madre—. Aún está medio dormida.

Alex sonrió a Jake y luego a Soleil, mientras pasaba los dedos por los cabellos de la niña.

—Dale los buenos días a monsieur Bowman.

—Buenos días, monsieur Bowman —espetó la niña, a la defensiva, y volvió a esconder la cara en el hombro de su madre.

—Buenos días, Sunny.

—Me llamo Soleil.

La niña levantó la cabeza con una expresión retadora en la mirada. Jake no pudo dejar de notar que tenía el mismo tono azul claro de los ojos de su madre.

Alex siguió acariciándole el pelo.

—Íbamos a desayunar algo —explicó—. ¿Crees que tendrás tiempo de acompañarnos, monsieur Bowman?

La niña se adelantó con una pregunta:

—¿Ha dormido aquí, en casa de los abuelitos?

—No, me parece que no he podido dormir. He estado trabajando toda la noche.

Alex se acercó a mirar el dibujo. Soleil miró también.

—Puedo decirle a Marie que prepare algo de desayuno y te lo comes por el camino.

—Sí, será lo mejor. Aún no he terminado.

Así era, pero iba mucho más adelantado de lo que esperaba. Eran casi las siete y media y, para su sorpresa, vio que podía estar listo en una hora o poco más.

—Está quedando muy bien, Jake —dijo Alex—. ¿Verdad que es bonito? —preguntó a la niña. Soleil no dijo nada—. Monsieur Bowman es un gran artista. Ven, dejémosle que termine. —Sonrió a Jake—. No te haces idea de cuánto agradezco tu ayuda.

Se dirigió hacia la puerta y la niña miró a Jake sobre el hombro de su madre.

Jake continuó trabajando. Hacia las ocho y media le quedaban apenas unos detalles para terminar.

—¿Cómo va? —Alex se situó detrás de él.

—¿Hemos de irnos ya?

—Dentro de unos minutos. Conduciré deprisa y así llegaremos a tiempo. Ya me conozco los baches y las curvas de la carretera.

—Este todavía no está seco —dijo Jake—. Si lo dejamos bien extendido, podríamos llevarlo en el asiento de atrás.

Alex lo miró desconcertada, arrugando el entrecejo.

—No hace falta llevar las copias al convento. Le diré a Marie que las hemos dejado a secar. Aquí estarán seguras.

Se lo quedó mirando un minuto entero.

—Jake, tú has pensado que quería hacer el cambiazo, ¿no? Quedarme los originales y devolver las copias...

Jake se encogió de hombros. Avergonzado.

—No acabo de entender por qué los querías a tinta. ¿No habría sido suficiente con un boceto rápido a lápiz?

—Hablaremos por el camino. Marie ha preparado un poco de pan, queso y fruta. Nos marcharemos enseguida.

—Sólo unos retoques.

Alex se detuvo al salir y comentó:

—Se me ha ocurrido una idea brillantísima mientras meditaba en la sala de estar. No quería interrumpirte durante el trabajo, pero creo que hemos dado con algo importante. Tengo muchas cosas en la cabeza, mucho que contarte. Estoy casi segura de que hemos hecho un descubrimiento.

—Sí —afirmó él. Y no se le escapó que Alex había utilizado el plural «hemos».