Capítulo 22
«QUE estúpido eres», murmuró Jake para sí mientras iba por la calle. No debería haber dicho nada, pero cuando Alex le miró y preguntó: «No se lo has mencionado a nadie, ¿verdad, Jake?», debió de notar algo en su mirada. ¿Traición? No, eso no. Él nunca la habría traicionado. ¿Culpa? Sí, se sentía culpable aun cuando, en realidad, él no había dicho nada a nadie, no había mencionado el hallazgo del tapiz. Le había contado a su madre que había hecho unos dibujos por encargo del museo, y ahora, claro, lo sabía Rebecca, pero él no había mencionado para nada que tuvieran que ver con una serie de tapices. Debería haber guardado mejor los dibujos. No tendría que haber dejado que Julianna irrumpiera en su cuarto aquella noche.
Así pues, le confesó a Alex que una amiga del estudio había visto los dibujos, que se había presentado una noche mientras él trabajaba en las segundas copias y que había entrado por las buenas. Acto seguido, fue directa a los dibujos y se puso a mirarlos y a hacer preguntas. Pero él no le había dicho nada.
Jake no mencionó que Julianna había intentado hablar de los dibujos una noche en el estudio. No le reveló que Gaston Jadot había escuchado la conversación ni que se había topado con él al día siguiente en la exposición de tapices.
—¿Cómo pudiste, Jake? —le había preguntado Alex—. ¿Cómo pudiste ser tan descuidado sabiendo lo mucho que esto significa para mí?
Alex salió hecha una furia de la habitación. Al cuerno con ella, qué diablos. ¿Qué pretendía, echarle las culpas a él?
Jake iba a comprar un ventilador para su cuarto y un regalo para Soleil. Suponía que no le habían retirado la invitación a la fiesta, aunque Alex estaba muy enojada cuando se marchó. ¿Creía realmente que Julianna había advertido al arzobispo de Lyón sobre el hallazgo del tapiz? Jake no era el único que estaba al corriente. Así se lo había dicho a Alex. ¿Y todos aquellos supuestos mecenas con los que ella había estado cenando? Todas sus amistades ricas. Había estado enseñando las fotos del tapiz a todo aquel que pensaba que podía colaborar en su adquisición. Alex aseguraba haber tenido mucho cuidado respecto a lo que había ido contando sobre su descubrimiento. Pero ¿no podía ser que alguna de aquellas personas hubiera sentido curiosidad y hubiera empezado a investigar por su cuenta? Alex les había enseñado la foto del tapiz. Julianna solamente había visto los bocetos.
«Te has pasado, Alex», masculló mientras caminaba. Alex y sus ricas amistades podían meterse el tapiz por donde les cupiera.
El calor era espantoso a mediodía, el sol se reflejaba en el cemento y en la piedra. Compraría el ventilador, pero primero buscaría un regalo de cumpleaños para Soleil. Pensaba ir a su fiesta pese a las injustas acusaciones de Alex. No podía defraudar a su hija.
¿Qué podía comprarle a una niña de siete años? ¿Más material para pintar, quizá unas acuarelas? Tal vez fuera mejor un juguete. Una muñeca. A las niñas les gustaban las muñecas.
Encontró una juguetería cerca de la rue des Écoles. Entró y recorrió los pasillos. Los juguetes eran como los que uno podía encontrar en cualquier tienda de Estados Unidos. Muñecos de la Guerra de las Galaxias, Mickey Mouses, Barbies. ¿Barbies? ¿Qué pensaría Alex si le compraba una Barbie a su hija? Siempre había visto a Alex un poco feminista, difícilmente le gustaría que Soleil tuviese una muñeca que, a tamaño natural, ostentaría unos noventa y cinco centímetros de busto y unos cuarenta y cinco de cintura. Se acordó de que Sunny había comparado a Barbie con las doncellas del Cluny. Sabía que le iba a encantar una Barbie rubia. Y, de repente, se le ocurrió algo que sin duda iba a gustar tanto a la madre como a la hija.
Alex regresó a su despacho. «¿Pero qué demonios me pasa?, se preguntó, ¿estoy perdiendo el juicio?». Había acusado a Jake de ser el motivo de la filtración, y él se la había devuelto acusándola a ella de otras cosas.
Furiosa con él, lo había dejado allí plantado, pero mientras corría hacia el museo sabía ya que había sido injusta. ¿Qué tenía que ver la ira con el tapiz? ¿Necesitaba esta ira para sentirse segura? ¿Le proporcionaba la distancia, el espacio, que necesitaba a fin de no reconocer sus verdaderos sentimientos?
Estando en el cuarto de Jake, antes de la riña, había tenido la sensación de que él quería abrazarla, besarla. No lo había hecho. ¿Eran imaginaciones suyas, porque eso era lo que a ella le habría gustado? Qué sexy estaba Jake, con barba de varios días, el pelo todo revuelto. Había tenido ganas de tocarle, pero se contuvo. Notó que acababa de ducharse; olía a limpio y fresco, como a jabón de hotel, y la habitación, a pesar del caos, repleta de pinturas. Unas telas preciosas. Se había sentido orgullosa de él. Pero luego habían empezado aquella ridícula discusión.
Alex intentó olvidarse de Jake y de cuanto tuviera que ver con él. Había otros asuntos más urgentes. Descolgó el teléfono y llamó al convento. Seguían sin contestar. Si no tenía noticias de la hermana Etienne antes del sábado, iría a Lyón a primera hora de la mañana.
El seminario empezaba a la una. Trató de mostrar su entusiasmo acostumbrado. Era un buen grupo, gente inteligente con muchas preguntas que hacer. Alex procuró no perder la concentración. Hacia las cuatro y media, cuando se marcharon los últimos estudiantes, estaba extenuada.
Aquella noche, antes de volver a casa, compró los adornos para la fiesta y la comida para la cena especial de cumpleaños. Iría al día siguiente a por la tarta que había encargado.
Soleil volvió a preguntar durante la cena:
—¿Has hablado con él?
—Sí —respondió Alex—. Bueno, he ido a verle.
—¿Va a venir?
—Sí.
¿Decidiría Jake no ir a la fiesta por el modo como lo había tratado? No, Alex estaba segura de que se presentaría. Aunque ella se hubiera portado con él de forma destemplada, Jake no decepcionaría a Soleil. Hablaría con él y le pediría disculpas.
Soleil se levantó muy temprano y se coló en la cama de su madre.
—¡Feliz cumpleaños! —exclamó Alex.
—¡Tengo siete años!
—Sí, señorita. Muchas felicidades.
Soleil saltó de la cama.
—¿Puedo abrir algún regalo?
—Sí, puedes —consintió Alex, y se levantó también.
Mientras miraba a Sunny abrir los regalos —un vestido nuevo para la fiesta, un juego, libros y un taller de joyería de juguete que su abuela había elegido el fin de semana anterior— Alex se preguntó si no eran demasiados. Todavía quedaban algunos para abrir en la fiesta. Alex procuraba no mimar demasiado a su hija, pero en las ocasiones especiales solía pasarse de la raya. Quizá habría sido distinto si Soleil hubiera tenido hermanos. Alex no quería que le saliera el típico hijo único, como su padre, Thierry.
—Muchas gracias, mamá. Gracias, abuela.
Soleil las abrazó muy contenta. Al menos, pensó Alex, no había perdido el sentido de la gratitud.
No tuvo tiempo de leer el periódico hasta que estuvo en el metro camino del trabajo. En la segunda página aparecía otro artículo, más detallado que el primero. Se mencionaba Sainte Blandine como el convento en cuestión. Había una descripción del tapiz, e incluso se lo comparaba con la serie del Cluny. Aunque no señalaba a Alex como la «persona de confianza», sí indicaba que el tapiz parecía basado en un dibujo encontrado en un devocionario medieval que el convento había donado a un museo de París. Sólo había que atar cabos, pensó Alex. «La serie del Cluny... donación de un devocionario medieval a un museo de París». ¿La iba a llamar el arzobispo de Lyón para exigirle la devolución del tapiz?
Fue a hablar con madame Demy. La directora había leído el periódico.
—Habría sido pecar de falta de realismo no esperar que pasara algo así —dijo.
Alex estaba tan furiosa que no pudo contestar.
—Esto no significa que el Cluny no pueda conseguir la obra —prosiguió madame Demy—. Sin embargo, el proceso para su adquisición será posiblemente más complicado de lo que en principio suponíamos.
¿Lo decía en plural?, pensó Alex. Como si madame Demy hubiera puesto el menor granito de arena. Eso mismo: ¿por qué no había tenido un papel más activo en la búsqueda del tapiz? ¿No se daba cuenta de lo importante que era tenerlo en el Cluny junto con los otros?
—Incluso si el arzobispo demuestra que el tapiz le pertenece —continuó la directora—, es posible que le interese venderlo.
—Sí —asintió Alex, con voz sorprendentemente serena—. Siempre existe esa posibilidad.
De vuelta en su despacho encontró un mensaje de Elizabeth Dorling, de Sotheby's, pidiendo que Alex la llamara. ¿Habría leído los artículos e identificado el tapiz, por su descripción, con el que iban a sacar a subasta en Londres dentro de un mes?
Alex marcó su número. La tuvieron esperando varios minutos.
Finalmente Elizabeth se puso al teléfono.
—¿Es mera coincidencia —preguntó—, o el tapiz del que hablan en la página dos de Le Journal Parisien guarda una gran semejanza con el que va a salir en nuestro catálogo, el catálogo que dentro de cinco días estará en la imprenta? —Se notaba que Elizabeth no estaba nada contenta.
—Sí, es el mismo —confirmó Alex—. Pero les pertenece a las monjas. Legalmente, tienen todo el derecho a venderlo. Usted vio el contrato, las cartas que el arzobispo Bonnisseau escribió de su puño y letra.
—Pues parece que el arzobispo no piensa igual. Aunque las monjas sean legalmente las propietarias del tapiz, podría haber problemas si el arzobispo lo reclama como suyo. ¿Qué sugiere que hagamos?
—¿Ha dicho cinco días? —preguntó Alex—. ¿Para mandar el catálogo a la imprenta?
—Sí.
—¿Puede darme cinco días?
Elizabeth dudó. Alex inspiró hondo, a la espera.
—Está bien. Le doy cinco días.
Después de colgar, Alex volvió a llamar a la hermana Etienne. Se preguntaba si el arzobispo les habría confiscado el teléfono. ¿Las tenía prisioneras en el convento, o las había trasladado ya a su nuevo domicilio en Lyón? Se maldijo por no haber dejado todo y viajado a Lyón inmediatamente. Le venía a la cabeza todo el tiempo la imagen de Jake. Esta noche le vería. Y, luego, pensaba otra vez en el tapiz. Cinco días. Sólo cinco días para solucionar el problema. Fue entonces cuando tuvo una brillante inspiración. Sacó el listín y buscó el número de Le Journal Parisien. Descolgó el teléfono y marcó.