Capítulo 8
CUANDO llegó al convento el sábado a las cinco menos cuarto, con quince minutos de adelanto sobre la hora de la cita, se sorprendió de ver tanta actividad. Dos furgonetas y un camión estaban aparcados frente al edificio. Del piso superior llegaba ruido de martillos, y al aproximarse a la puerta principal una tabla de madera salió volando para aterrizar sobre un montón de escombros a unos pasos de donde ella se encontraba. Alex dio un salto al ver caer otra tabla, mucho más cerca esta vez. Miró hacia arriba. Un hombre se asomó a la ventana.
—Pardon! —le gritó, y volvió a desaparecer tan rápido como había aparecido, igual que una tortuga escondiendo la cabeza en su caparazón.
Llamó con los nudillos. Pocos segundos después la parte superior se abrió unos centímetros y la cara de la anciana monja de las otras veces se asomó. Alex volvió a presentarse. La anciana asintió, como diciendo, «sí, ya sé quién es usted». Pero no dijo nada. Alex le explicó que estaba citada con la hermana Etienne. La monja murmuró algo sobre el arzobispo y puso los ojos en blanco. Al momento abrió la puerta y le hizo señas para que pasara. Sin decir palabra, condujo a Alex por el estrecho, oscuro y mal ventilado pasillo hasta lo que parecía ser un despacho.
Sentada a una mesa vieja se encontraba otra monja, que se levantó y se presentó como la hermana Etienne. Luego indicó a Alex que tomara asiento en la silla situada frente a la mesa.
La monja era una mujer obesa con una cara que recordaba la luna llena. Parecía casi jovial, una especie de Papá Noel femenino, pero tras una breve sonrisa de bienvenida su expresión alegre se tornó solemne. Sacó varias hojas de papel de su escritorio y se las entregó a Alex.
Parecía una lista escrita a mano del inventario del convento. En una sección se enumeraban los utensilios de cocina, en otra los muebles, en otra más bordados, encajes y tapices. Una última sección, que parecía la más extensa, llevaba el membrete «Bibliothèque». Mientras estudiaba la lista, Alex pudo oír el estruendo del piso de arriba.
—El arzobispo —explicó la hermana Etienne—. Han empezado con las reformas. Naturalmente, nosotras ya no utilizamos la segunda planta. Dios sabe que la mayoría de las monjas no puede subir escaleras. ¡Pero qué alboroto! Es una falta de consideración. Esto nos impide rezar. —Rio un poco—. Bueno, sólo a las que todavía conservamos intacto el oído.
Alex dedujo que la hermana Etienne era una de las más jóvenes. No debía de llegar a setenta años. Sus manos reposaban juntas sobre el escritorio. Eran finas y manchadas por la edad, y no parecían cuadrar con el resto del cuerpo, tan corpulento.
—¿Por dónde le gustaría empezar? —preguntó la monja.
—Por la biblioteca, si no le importa. —Otra mirada rápida a los textos y luego pediría ver los tapices.
—Me temo que la biblioteca está siendo utilizada ahora mismo. Quizá mejor empezar por las telas.
—Está bien.
¿Para qué se había molestado en preguntar?, pensó Alex. Dedicó a la monja una agradable sonrisa.
—Sí, las tenemos expuestas en el comedor.
La hermana Etienne la condujo hasta una sala larga y estrecha. Frente a un hogar de estuco blanquísimo había una mesa grande, de madera corriente, que debía de medir unos dos metros y medio de largo. Sobre la repisa de la chimenea colgaba un crucifijo de madera. Las sillas habían sido retiradas y sobre la mesa se desplegaban lienzos de altar y paños bordados bajo una solitaria lámpara colgada del techo. El resto de la sala permanecía en penumbra. Flotaba en el aire un olor definido, aunque al principio Alex no pudo identificarlo. ¡Sopa de pollo! Seguramente estaban preparando la cena en la cocina, que debía de estar cerca del comedor. En efecto, ahora pudo distinguir ruido de cacharros de cocina, aunque lo que dominaba era el estrépito de los operarios en el piso superior. Qué alboroto, pensó, y nada menos que en un convento de clausura.
—Lo encontrará todo debidamente etiquetado —aclaró la hermana Etienne—. Los números de cada pieza se corresponden con los números y descripción del inventario. Indique usted los artículos que le interesan y el precio que su museo estaría dispuesto a pagar, puesto que hay otras personas que han manifestado su deseo de hacer una oferta. —El tono de la monja era muy profesional—. Si necesita ayuda, la hermana Anne le echará una mano —señaló hacia el lado opuesto del comedor.
Alex siguió la dirección de su gesto y vio a una monja sentada en un rincón a oscuras en una silla de respaldo alto, con las manos delicadamente juntas sobre el regazo. Era muy menuda, tanto que sus pies no tocaban el suelo. Su cabeza era desproporcionada, demasiado grande para el cuerpo. Le pareció a Alex que sonreía, aunque su rostro estaba parcialmente oculto por la toca blanca y el griñón de la orden.
—Bien. La dejo para que vaya mirando —se despidió la hermana Etienne—. Si necesita algo, ya sabe, avise a la hermana Anne.
—Oui, merci —dijo Alex, y se volvió hacia la susodicha.
La monja menuda saludó con la cabeza y la hermana Etienne abandonó el comedor.
Alex empezó a mirar lo que estaba sobre la mesa y enseguida se dio cuenta de que no había nada de interés para el Cluny. La mayor parte eran lienzos de altar, probablemente hechos en los últimos cincuenta años o dentro del siglo anterior. Tomó una pieza que tenía rebordes de encaje blanco y la examinó con cuidado. Era encaje de bolillos hecho a mano, muy bonito, pero de poco interés para el museo. Examinó algunas telas más, todas cosidas a mano con rebordes de encaje. Un trabajo delicado. Se imaginó los ágiles dedos de las monjas moviéndose rápidamente mientras recitaban avemarías y padrenuestros al ritmo de los palillos, como cuentas de rosario, mientras daban forma a la blonda.
Oyó un ruido procedente del rincón; era la hermana Anne que carraspeaba. La monja señaló a la pared. Alex se acercó adonde le indicaba. De dicha pared colgaban varias telas que representaban escenas litúrgicas y bíblicas. Parecía encaje de aplicación hecho a mano y después bordado. Estaban tan bien confeccionadas como las telas de altar, y parecían antiguas. Probablemente estuvieron colgadas en la capilla del convento, donde el humo de innumerables cirios les habían dejado una capa oscura.
En una misma pieza se representaba la coronación de la Virgen, la crucifixión y la resurrección. En otra el martirio de san Sebastián, con el cuerpo perforado por las flechas. Era un trabajo intrincado, y la pátina fuliginosa, cuyo olor pudo percibir mientras examinaba las telas, no estorbaba sino que se había convertido en parte de su historia, de su belleza. Eran obras exquisitas, pero incluso en la penumbra de aquel rincón, Alex pudo comprobar que se trataba de obras muy recientes, no tesoros medievales.
Eran casi las cuatro y media. Ignoraba si su cita comprendía sólo una hora o si podría estar más tiempo. Se preguntó si sería conveniente pasar a la biblioteca.
—La bibliothèque, s'il vous plaît —solicitó, volviéndose hacia la hermana Anne.
La monja se bajó de la silla y cruzó el comedor. Tenía andares irregulares, y su pequeña forma negra se balanceaba al caminar. Sus piernas, ocultas bajo los pliegues del hábito, eran demasiado cortas para el resto del cuerpo. Parecía que la parte superior, más voluminosa, pudiera hacerla bascular de un momento a otro.
Dejó a Alex a solas varios minutos. Al volver, le indicó por señas que la siguiera.
—Oui, la bibliothèque —indicó la mujer con una voz tan menuda como su cuerpo.
Salieron lentamente del comedor, recorrieron el pasillo y entraron en la biblioteca. La hermana Anne señaló una mesa pequeña y una silla que estaban en mitad de la estancia, y fue a sentarse en una silla del rincón. Alex miró a su alrededor. Por algún motivo, quería encontrar de nuevo el poema, pero de inmediato advirtió algo diferente en la sala. Vio que habían cambiado los tomos de sitio y se preguntó si alguien más habría estado allí. Miró a ver si encontraba el grupo de libros que había querido examinar en su anterior visita y reparó en un tomo voluminoso repujado en piel que estaba en uno de los estantes inferiores. Lo abrió. Parecía ser algún tipo de registro, un historial de las jóvenes que habían estado en el convento. Examinó las primeras páginas, cuyas entradas comenzaban a mediados del siglo XIX. Leyó los nombres, las edades de las jóvenes: Brigitte Denis, 14. Catherine Chevalier, 16. Elisabeth Maupas, 15. 4 de agosto de 1872.
Pasó a la última página, que estaba vacía. Retrocedió unas cuantas hasta encontrar el último asiento. Llevaba fecha del domingo de la semana anterior. Registraba la muerte de la madre superiora. Alex se sintió invadida de una súbita tristeza. No le había afectado especialmente la muerte de la madre Alvère, ya que no la había llegado a conocer, pero ahora sentía una emoción que no acababa de entender. Se le ocurrió de pronto que aquella anciana había sido una vez una chica de catorce o quince años. Como Brigitte, Catherine o Elisabeth, muchachas que habían renunciado a sus posesiones mundanas y habían envejecido en el convento, dedicando su vida al servicio del Señor. Y ahora, las monjas que quedaban eran literalmente expulsadas de su hogar, el único hogar que la mayoría de ellas debía de haber conocido desde su juventud. Alex miró a la hermana Anne, quien parecía a punto de quedarse dormida.
Cerró el libro y lo devolvió a su estante. Se acercó a la mesa y observó de nuevo a la monja. La hermana Anne alzó los ojos y sonrió.
—Puis-je vous aider? —preguntó.
—Non, merci —respondió Alex con una sonrisa. Se sentó y recorrió con el dedo la primera página de la sección «Biblioteca» del inventario.
En la lista, los libros aparecían numerados, pero Alex no sabía muy bien cómo estaban ordenados en los estantes. Decidió examinar primero la lista para determinar si había algo que pudiera parecer de interés para el museo. Si no encontraba los libros en los estantes, pediría ayuda a la hermana Anne.
Los títulos de la lista no parecían seguir un orden concreto. La mayoría llevaban fecha, pero no estaban colocados de forma cronológica. En algunos se hacía constar el autor, pero tampoco seguían un orden alfabético. Hacia la mitad de la lista leyó: «Le registre du Convent de Sainte Blandine, cinq volumes». ¿Cinco? Sintió curiosidad, ella sólo había visto un tomo. Se preguntó hasta cuándo se remontaba el registro. Le habría gustado ver los otros tomos, pero sabía que no tendrían ningún valor artístico para el museo. Valor histórico, quizá, pero entonces pensó que se le agotaba el tiempo pese a que ni la hermana Anne ni la hermana Etienne habían indicado que tuviera que dejar el convento a las cinco. No podía malgastar tan preciosos minutos: estaba allí como representante del museo y era preciso dejar a un lado la curiosidad y sus intereses personales. Alex pasó rápidamente el dedo por la primera página. Nada. Miró la segunda. Tampoco nada. Pasó rápidamente a la tercera página. Saltó a la última y empezó a mirar la lista de abajo arriba y luego retrocedió a las páginas de la mitad. No encontraba nada que pareciera interesante. De pronto, sus ojos se detuvieron en seco. Le livre des prières du Moyen Age. El corazón se le aceleró. ¿Podía ser auténtico? ¿Podía haber en alguna parte de la estantería un libro de rezos medieval? Se imaginó un manuscrito con miniaturas pintadas, un genuino libro de horas. De pronto, un ruido tremendo sacudió la sala. Se sobresaltó. Del rincón le llegó un susurro. La hermana Anne alzó la vista, completamente despierta. Ah, claro, pensó Alex, los hombres del arzobispo que estaban trabajando arriba. Volvió a la lista.
Al lado del título, Le livre des prières du Moyen Age, había un número: 347. Alex se levantó y sacó el primer libro de la estantería para ver si estaba numerado. En el interior de la cubierta encontró un papelito con el número 1 escrito a lápiz. Calculó rápidamente los libros del primer estante. Cuarenta y cinco o cincuenta. El número 347 tendría que estar en el séptimo u octavo. Escrutó rápidamente la primera pared de estantes. El séptimo era el estante inferior de la primera pared, el octavo el primer estante de la siguiente pared. Se agachó sobre el frío suelo de piedra y extrajo el primer libro. Era un tomo grande con fotos de Tierra Santa. Lo abrió. Cayó un trozo de papel que aterrizó en el suelo. Llevaba el número 339. Dejó el papel en su sitio y devolvió el libro a su estante. La mano le temblaba. Alcanzó un segundo libro, encuadernado en piel, el único del estante que parecía lo bastante antiguo como para ser un devocionario medieval. Llevaba el número 348. Sin devolverlo a su sitio, agarró el libro que quedaba a la izquierda del anterior. 346. ¡No había ningún libro 347! Le vino inmediatamente una idea a la cabeza: ¡el doctor Martinson había estado allí!
Se levantó de un salto y miró rápidamente hacia el rincón donde la hermana Anne continuaba en su silla, dormida ahora. Alex agarró el inventario y fue hacia la hermana.
—S'il vous plaît —exclamó, sacudiéndola del hombro. La hermana Anne despertó sobresaltada. Alex señaló la lista en la descripción del libro número 347—. Trois cents quarante-sept?
La hermana Anne se frotó los ojos, miró la lista, se bajó de la silla y cruzó la sala. Cada paso parecía costarle un esfuerzo, y Alex se avergonzó de su impaciencia. La hermana se inclinó para sacar un libro del estante. Alex sabía que era el 348. La monja lo devolvió a su sitio, como a cámara lenta, y extrajo el número 346. Meneó la cabeza, miró nuevamente la lista, y luego fue balanceándose, pesadamente, hacia el pequeño escritorio. Pasó detrás del mismo, sacó una llave del bolsillo de su voluminoso hábito y abrió un armarito incrustado en la parte inferior de la librería. La hermana metió la mano y sacó un libro. A Alex le dio un vuelco el corazón. La monja le entregó el volumen.
Lo llevó a la mesa mientras la hermana Anne regresaba a su rincón. Tras examinar la cubierta —de vitela gastada y descolorida— lo abrió. La primera página parecía haber sufrido daños por causa del agua. Pasó a la siguiente. También descolorida. Las tres siguientes estaban pegadas. Varias de las que seguían mostraban rastro de gusanos y otras estaban rotas. Pasó más páginas hasta que encontró una lo suficientemente clara como para examinarla. Finales del siglo XV, calculó. Era un manuscrito impreso a mano en papel, no en vitela. De ningún modo una edición de lujo, ni una rara adquisición por la que el museo le estaría eternamente agradecido. Seguramente se editó poco tiempo después de la introducción de la imprenta en Europa. Por desgracia, la competencia de los libros producidos en masa disminuyó la calidad de algunos manuscritos iluminados a mano.
Examinó algunas páginas más. Los márgenes decorados con flores silvestres, entrelazadas con motivos de acanto, indicaban que había sido realizado en el norte de Francia, hacia 1475 o más tarde. No contenía miniaturas, por tanto no había sido hecho para un príncipe o un rey. Y su estado general no era bueno. Pero se trataba de un manuscrito medieval auténtico. Sí, era auténtico. Si se podía conseguir por un precio razonable, al Cluny le interesaría. Cualquier página o incluso recorte de un manuscrito medieval tenía valor.
Siguió mirando. La parte central también estaba pegada. Con sumo cuidado (no quería deteriorar nada), trató de separar las esquinas de dos páginas. Se detuvo, sin decidirse a continuar. Entonces se fijó en algo, algo que asomaba entre dos páginas. Al principio pensó que sería una hoja que se había soltado de la encuadernación, pero parecía ser de un material totalmente diferente, un pergamino. Las páginas estaban como selladas por sus lados superior e inferior. La parte lateral presentaba una pequeña abertura, de modo que parecía un sobre sin solapa. Muy despacio, separó un poco más las páginas y consiguió extraer la hoja intrusa. En realidad, eran dos papeles pegados y doblados en cuatro. Alex los separó con mucho cuidado y desdobló el primero. Se lo quedó mirando.
Oyó golpes otra vez. Sabía que eran los operarios en el piso de arriba, pero casi podía haber sido su corazón, que latía con el mismo ritmo e igual fuerza. Se llevó la mano al pecho e inspiró hondo.
Era un dibujo a pluma y tinta; en realidad, varios dibujos pequeños. El detalle era asombroso, teniendo en cuenta el tamaño; pero más asombroso que los intrincados detalles resultaba el tema del dibujo. Mientras los recomponía mentalmente y encajaba las distintas partes, se dio cuenta de que los pequeños dibujos eran piezas del tapiz À mon seul désir, perteneciente a la serie de La dama del unicornio.
La carpa estaba dibujada en una esquina. En otra, una variación. La doncella, colocando las joyas en el estuche, aparecía en el centro del dibujo. Un boceto de su cara, con un tocado diferente, estaba esbozado a la izquierda y otro a la derecha. Había varios bocetos más del unicornio en poses diversas a todo lo largo del margen.
Alex desplegó el segundo dibujo. Era tan pormenorizado como el primero, con el que parecía formar pareja. Sin embargo tenía un aspecto de obra acabada, aunque había también varios bocetos pequeños y detallados: la cabeza del unicornio desde distintos ángulos, la cara de la doncella con diferentes tocados, llenando los márgenes. El dibujo representaba a una joven esbelta con un tocado tipo turbante, como las doncellas de El oído y La vista. La gran semejanza de esta joven con las muchachas de Le Pégase no se le escapó a Alex, pues, a diferencia de las engalanadas damiselas de la serie del Cluny, la del dibujo estaba desnuda.
Como en La vista, el unicornio tenía las patas delanteras sobre el regazo de la joven, que rodeaba tiernamente con el brazo al esbelto animal. Ni el león ni la sirvienta estaban presentes. Un joven con armadura de caballero permanecía en pie a la izquierda de la doncella y el unicornio. Sostenía una lanza, dirigida hacía el animal. A diferencia de la serie del Cluny, con el jardín-isla, el dibujo parecía representar un escenario natural.
¿Cuál era el significado de aquellos bocetos?, se preguntó Alex. Pasó los dedos por el dibujo, casi sin tocar el papel. Parecía antiguo, un viejo pergamino con los pliegues casi transparentes. ¿Habrían estado guardados durante siglos en ese devocionario? La idea le pareció ridícula. Seguramente los habría puesto allí una monja con inquietudes artísticas que debía de haber visto los tapices de La dama del unicornio en el museo. Pero ¿para qué los bocetos en los márgenes? ¿Y los cambios y las variaciones en los dibujos de À mon seul désir? ¿Para qué iba nadie a hacer un boceto empleando el diseño de un tapiz antiguo, como si pensara introducir cambios? ¿Sería posible entonces que los dibujos hubieran sido hechos antes de tejer el tapiz? Podían verse como un estudio, bocetos preliminares. Y en tal caso, ¿qué significaba el segundo dibujo? ¿Era un boceto para un nuevo tapiz? ¿Un diseño que nunca llegó a materializarse? ¿Quizá un tapiz que se perdió o fue destruido? ¿Un tapiz que aún estaba por descubrir?
Con un escalofrío de excitación que le recorrió todo el cuerpo, Alex echó un nuevo vistazo a la lista del inventario. La descripción del devocionario no mencionaba nada de unos dibujos medievales, si efectivamente lo eran. ¿Podía ser que las monjas desconocieran su existencia?
Alex volvió a examinar el primer dibujo. Para ser tan pequeño, estaba repleto de detalles. Al estudiar de nuevo la carpa se fijó en que había algo escrito, un firma casi oculta en el borde superior de la tienda, justo donde en el tapiz original aparecía la divisa À mon seul désir. La firma decía «Adèle».
Todo estaba en silencio; los martillazos en el piso de arriba habían cesado. Entonces, muy débilmente, Alex escuchó algo. Miró hacia la hermana Anne. Estaba dormida, y emitía un delicado y casi desmayado ronquido rítmico.
Volvió a los dibujos. ¿Los habría visto alguien más? Las páginas estaban pegadas; habría sido difícil, pero no imposible, separarlas sin romper el papel.
Alex alcanzó su cartera y, con cuidado para no hacer ruido, la abrió y extrajo un folio blanco y un lápiz. Quería hacer una copia de los dibujos.
Sin embargo, le temblaba tanto la mano que le era imposible copiar nada. Inspiró hondo. Con el lápiz en la mano derecha, empleó la izquierda para sujetarla y que no se moviera tanto; empezó a dibujar, tratando de imitar lo que veía. Su mano avanzaba ahora con firmeza. Empezó en la mitad del folio. Tardó unos minutos tan sólo en darse cuenta de lo que ya sabía desde hacía años: por más que amara el arte y el proceso creativo, ella no era una artista. No podía copiar los dibujos con un mínimo de precisión o de autenticidad. Se quedó allí sentada, pensando qué hacer. ¿Explicarle a la hermana Etienne que al museo le interesaba mucho el libro y preguntarle si podía llevárselo? No tendría que contar a nadie lo que había encontrado dentro del devocionario; pero no, era improbable que la monja le permitiera sacarlo. Lo tenían guardado en el armarito bajo llave. Sin duda, alguien había comprendido que tenía valor. No obstante, daba la impresión de que nadie lo había examinado a fondo. Los dibujos estaban todavía encerrados entre las páginas; claro que, tal vez, sólo querían dejarlo en el estado en que lo habían encontrado.
Estaba segura de que alguien más había visitado la biblioteca. ¿Se les habría agotado el tiempo y no habrían visto siquiera el libro? ¿Habrían pasado por alto los dibujos escondidos? Su mente era un hervidero de preguntas.
Oyó un ruido fuera de la sala y notó que alguien se aproximaba por el pasillo. Con mucho cuidado, deslizó los dibujos bajo su cartera. Levantó la vista en el momento en que entraba la hermana Etienne.
—¿Necesita más tiempo? —le preguntó la monja.
—Oui, s'il vous plaît —confirmó Alex.
—Tenemos otras visitas programadas para hoy —indicó la hermana Etienne—. Es justo que demos a cada grupo unos momentos de privacidad para examinar los libros.
—Oui —respondió Alex. Pensó por un momento en pedirle que le dejara llevarse el libro, pero lo que hizo fue preguntar—: ¿Cree que podría volver mañana?
—Mañana es domingo —dijo la hermana Etienne—. Nuestro párroco viene muy temprano, sobre las seis... pero más tarde quizá sí. Creo que se podría arreglar. —La monja sonrió, dio media vuelta y caminó hacia el rincón, donde la hermana Anne dormía encaramada a su silla. Se arrodilló en el suelo delante de la monja menuda y le tocó suavemente una rodilla—. Hermana Anne —susurró.
Sigilosamente, Alex abrió su cartera e introdujo en ella los dibujos.